CONCILIO VATICANO II

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CONCILIO VATICANO II
El concilio Vaticano II significó un punto de referencia para los creyentes católicos inmersos en un mundo que
evolucionaba vertiginosamente hacia un modo de vivir ajeno a la religión.
El concilio Vaticano II no se limitó a repetir las antiguas enseñanzas. Tampoco demolió el viejo edificio doctrinal
para alzar sobre sus ruinas otro nuevo. Una vez más, como había acontecido ya muchas veces en la historia
de la Iglesia, se intentó dar respuesta, desde los postulados irrenunciables de la fe, a los nuevos problemas,
adecuar las verdades inmutables del cristianismo a la sensibilidad y las necesidades de los nuevos tiempos.
Pretendió proporcionar una apertura dialogante con el mundo moderno, actualizando la vida de la Iglesia sin
definir ningún dogma, incluso con nuevo lenguaje conciliatorio frente a problemas actuales y antiguos.
Concilio Ecuménico Vaticano II
Fecha de apertura
11 de octubre de 1962
Fecha de clausura
8 de diciembre de 1965
Reconocido por
Católicos
Convocado por
Papa Juan XXIII
Presidido por
Papa Juan XXIII (1962)
Papa Pablo VI (1963-1965)
Participación
2450 obispos
Tema principal
(Objetivos)
Promover el desarrollo de la fe católica.
Lograr una renovación moral de la vida
cristiana de los fieles.
Adaptar la disciplina eclesiástica a las
necesidades y métodos de nuestro tiempo.
Conclusiones extraídas del Concilio Vaticano II
Naturaleza y misión de la Iglesia.
De la Iglesia se han dado en la Escritura, el magisterio y la teología numerosas definiciones. De acuerdo con su
significación hebrea (qahal) y griega (ekklesía), la Iglesia es, en el sentido activo de los términos, una
convocatoria, una llamada dirigida a todos los hombres para que acepten el Evangelio. En sentido pasivo,
indica la reunión de cuantos aceptan esta llamada. Es también el cuerpo (místico) y la esposa de Cristo, el
templo del Espíritu Santo, el pueblo de Dios de la nueva alianza, la comunidad de todos los bautizados, el
conjunto de cuantos confiesan a Jesucristo, el reino (imperfecto) de Dios en la Tierra, la madre y maestra de
los fieles. El concilio hizo suyas todas estas definiciones y amplió algunas de ellas. Pero añadió también una
nueva, de gran calado teológico y sociológico: la Iglesia es "como un sacramento, una señal e instrumento de
la íntima unión con Dios y de la unidad del género humano" (Constitución sobre la Iglesia, Nº 1).
En cuanto sacramento, la Iglesia es, a través de todas sus actividades, el instrumento visible de la salvación
invisible. Es la manifestación concreta y la realización histórica del designio salvífico de Dios llevado a cabo en
Jesucristo. Esta cualidad de sacramento la convierte, según la teología católica, en medio o instrumento a
través del cual Dios comunica su gracia a los hombres, es decir, los salva. Quedaban así superadas las
fórmulas excesivamente jerárquicas y jurídicas.
De este mismo concepto de sacramento se deduce que la Iglesia tiene una función esencialmente misionera,
está abierta a todos los hombres de todas las razas y culturas, a los que ha de hacer llegar la llamada y la
invitación del Evangelio. Su mensaje tiene como destinatarios -y, por consiguiente, como interlocutores- no sólo
a los católicos, sino a todos los cristianos, los no cristianos y los ateos. Pero a la vez el concilio se cuida
también de precisar el alcance del antiguo axioma: "Fuera de la Iglesia no hay salvación", surgido en otro
tiempo y en otro contexto. También quienes desconocen el evangelio de Cristo y no admiten a la Iglesia
pueden conseguir la salvación eterna, si buscan con sinceridad a Dios y se esfuerzan por cumplir los deberes
que les dicta su conciencia. Dios no está sujeto a la Iglesia. La Iglesia es simplemente un instrumento en el
plan salvífico de Dios.
El Colegio Episcopal (Obispos)
Uno de los temas que mayor tensión suscitaron se centraba en torno a la aclaración de las relaciones del
episcopado con el Papa. Todos los obispos reconocían la supremacía del pontífice romano. Pero también se
sabían pastores puestos por el Espíritu Santo, sucesores legítimos de los apóstoles y garantes, por
consiguiente, de la sucesión apostólica y de la verdadera doctrina. En los documentos que se formularon sobre
este tema se declara que el Colegio Episcopal, es decir, los obispos de todo el mundo, con el obispo de Roma
como cabeza, es el sucesor del Colegio Apostólico. Los obispos rigen sus diócesis con potestad propia, no
delegada por el Papa. "No deben ser tenidos como vicarios del Papa". Cuando el Romano Pontífice, o con él el
cuerpo episcopal, definen una doctrina, lo hacen siempre de acuerdo con la revelación, a la cual deben
sujetarse y conformarse todos. Es decir, una doctrina no es verdadera porque el Papa y los obispos la definen,
sino que la define porque es verdadera, es revelada e interpretada a partir de las Escrituras.
La libertad religiosa.
Fue en este punto donde el choque de las opiniones alcanzó la máxima tensión. Para algunos (en general, los
obispos y teólogos procedentes de países tradicionalmente católicos) el principio de la libertad religiosa era
radicalmente inaceptable. El hombre no goza de libertad en esta materia. Tiene el inexcusable deber moral de
elegir la religión (objetivamente) verdadera. Concederle libertad de elección significaría poner en el mismo nivel
a todas las religiones. Para otros, residentes en lugares de población mayoritaria no católica y, sobre todo, en
los países expuestos en aquellos mismos momentos a una implacable persecución -los países sometidos al
marxismo ateo-, el principio de la libertad religiosa era radicalmente irrenunciable. El hombre goza de libertad
para elegir la religión (subjetivamente) verdadera o incluso para no optar por ninguna. No aceptarlo así
significaría que el ofrecimiento de diálogo dirigido por el concilio a otras confesiones y a los no creyentes era
hipócrita. Además, situaría a la Iglesia en la incómoda posición de institución retrógrada e intolerante a los ojos
de la comunidad internacional. En la Declaración de la ONU de 1948 sobre los derechos humanos se incluía
entre ellos la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión.
A la hora de formular su doctrina, los padres conciliares tenían plena conciencia de que se estaban dirigiendo a
un nuevo tipo de hombre, en el contexto de una cultura y una sociedad nuevas. "Los hombres de nuestro
tiempo tienen más clara conciencia de la dignidad de la persona humana y exigen que el hombre, en sus
actuaciones, goce y use de su propio criterio y libertad responsable, no bajo coacción" (Declaración sobre la
libertad religiosa, Nº 1). La Iglesia ha proclamado siempre que la aceptación de la fe es un acto libre que a
nadie le puede ser impuesto. Sin libertad, la aceptación es nula. Pero se trata siempre de una libertad
responsable. Al reconocerle al hombre la libertad de religión, el concilio no le absuelve de su responsabilidad.
Le incumbe el deber de indagar antes de elegir. No puede éticamente elegir lo que le plazca, sino lo que juzgue
verdadero. Lo que el concilio se propone es situar la libertad humana, también en el ámbito de la religión, fuera
del alcance de las imposiciones y las coacciones de los poderes políticos, económicos o ideológicos de
cualquier signo.
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