4 preguntas a Claudio Martyniuk Federico Penelas - UBA En la película de Randa Haines Children of a Lesser God, hay una escena que hubiera fascinado a Wittgenstein. En ella, una mujer sordomuda le pide a su amante que le transmita lo que ella no puede percibir, esto es, un concierto de violín que el hombre escucha a todo volumen. El hombre accede y, esforzándose por complacer a su amada, elabora una compleja sucesión de gestos y movimientos corporales que a la vez muestran tres cosas: la emoción generada por el concierto, el impacto directo, físico, de la música en el cuerpo, y el “sentido” de esa pieza musical. La escena es paradojal. Por un lado deja la sensación de que todo ese intento es vano o, mejor, que el pedido de la mujer es desmesurado. Pero por el otro, nos inquieta la idea de que el hecho de que la mujer fuera sordomuda es irrelevante para la escena. El hombre debería intentar lo mismo frente a un reclamo similar del tipo “transmitime el concierto que escuchaste ayer en la radio” por parte de alguien con plenas capacidades lingüísticas. Esa es la paradoja de la melancolía wittgensteiniana que Martyniuk ha elaborado en su texto “Una música que roza el silencio”: hay conciertos inaudibles a los que no podemos sustraernos, pero el lenguaje fracasa en su pretensión audífona y el silencio lo vivimos como renuncia. Lo que no llego a advertir es si Martyniuk coincide con la enseñanza de la escena, esto es, que frente a lo inefablemente importante tenemos un recurso (vivenciado como insatisfactorio sólo si somos nostálgicos de la representación): el recurso del cuerpo y la acción. Y esa es la primera pregunta que le haría a Martyniuk: ¿la cuasi melancolía del Tractatus, no se disuelve en la fiesta de las formas de vida de las Investigaciones Filosóficas? Lo que más me inquieta, sin embargo, es el alcance de lo inefable. Y sospecho que la inefabilidad vislumbrada por Martyniuk es mucho más abarcativa que la que yo reconozco. Y lo es por una doble divergencia en nuestros puntos de vista: divergencia en la consideración de la extensión de lo inexpresable y del tipo de recursos expresivos juzgados como insatisfactorios. Aquí seguiré, con variaciones, a Carnap (a mi entender el filósofo más claro y a la vez el más tergiversado del siglo XX). Para él los recursos simbólicos con que cuentan los seres humanos se ajustan a una diversidad de propósitos. El lenguaje de la ciencia tiene como fin la descripción de relaciones objetivas (y esto pueden suscribirlo autores de lo más diversos ajustando, en cada caso, que se entiende por objetividad). Pero hay otro fin tanto o más importante que el descriptivo: el fin de alcanzar la expresión de una actitud emotiva ante la vida. Dice Carnap, en su clásico “La superación de la metafísica mediante el análisis lógico del lenguaje”: “normalmente esa actitud emotiva ante la vida se manifiesta de modo inconsciente en cada una de las cosas que el hombre hace o dice, y aun podemos considerar posible que en alguna esta situación se llegue a reflejar en sus rasgos faciales o en su deambular; sin embargo, ciertos hombres tienen necesidad de dar una forma especial a la expresión de su actitud emotiva ante la vida, forma en la que esta sea perceptible de un modo más concentrado y penetrante. Si tales hombres están capacitados artísticamente, hallarán en la creación de una obra de arte la posibilidad de expresarse” 1. El discurso de la inefabilidad, como en Wittgenstein, se eleva contra quienes confunden medios y fines, esto es, los metafísicos, que quieren expresar teoréticamente la mencionada actitud emotiva. Como dice Carnap: “los metafísicos son músicos sin capacidad musical” 2. Pero la acusación no se extiende hacia el arte. Así, inefable es sólo sinónimo de indescriptible, pero no de inexpresable (en lenguaje del Tractatus: sinónimo de indecible, no de inmostrable). Es ese el alcance de la inefabilidad que yo admitiría. Sin embargo, hay una tendencia en la filosofía contemporánea, de la que me parece que se hace eco Martyniuk, que concibe la inefabilidad en términos de inexpresabilidad, tendencia paradigmáticamente impulsada por el dictum adorniano acerca de la imposibilidad poética tras el Holocausto. Yo creo que dicha tendencia no tiene a Wittgenstein entre sus filas, y entonces, mi segunda pregunta a Martyniuk es ¿qué indicios (si no me equivoco en la interpretación de su texto) podría ofrecer de esa adherencia wittgensteiniana a la tesis de la sinonimia inefabilidadinexpresabilidad? Ahora bien, señalé más arriba que tengo la impresión de que la diferencia de alcance de la inefabilidades que cada uno admite no se debe sólo a la discrepancia acerca de la inexpresabilidad, divergencia surgida de mi dificultad para aceptar e incluso inteligir el 1 R. Carnap, “La superación de la metafísica mediante el análisis lógico del lenguaje”, en A. Ayer, El positivismo lógico, México, FCE, 1965, pág. 85. 2 Id., pág. 86. rechazo que creo Martyniuk hace de la adecuación de ciertos medios (los recursos simbólicos propios del arte paradigmáticamente) para expresar lo indescriptible. También diferimos en el conjunto de experiencias tipo que cada uno pondría en las clases de lo indecible o lo inexpresable. En efecto, me parece que Martyniuk va mas allá de los típicos ejemplos wittgenstenianos acerca de qué tipo de experiencias escapan al lenguaje. Estoy pensando en la Conferencia sobre ética, por caso, y en la experiencia de asombro frente a la totalidad del mundo que allí presenta Wittgenstein para dar cuenta de en qué tipo de cosas está pensando cuando piensa en lo inefable. Se trata, una vez más, como en Carnap, de la actitud emotiva ante la vida. Creo que Martyniuk iría más allá de ese tipo de experiencias e incluiría entre lo inexpresable elementos que incluso yo no pondría siquiera en el plano de lo indecible. Creo que este plano de la inefabilidad es el que más le interesa a Martinyuk, y entonces quizás lo que sigue es el señalamiento de una discrepancia profunda. Veamos esto. En su reciente obra ESMA. Fenomenología de la desaparición, Martyniuk se ha ocupado de instaurar la tesis de la inefabilidad, en el plano de lo indecible y lo inexpresable, del fenómeno de la desaparición de personas durante la dictadura militar. “¿Qué tienen que ver las palabras con los desaparecidos?”, dice, para luego agregar, extremo, “no se pueden mostrar los desaparecidos”.3 Este fracaso del mostrar se evidencia, circularmente, en el propio texto de Martyniuk, quien construye un no relato, estructurado básicamente a partir de oraciones unimembres, es decir, sin sujeto (ni siquiera tácito), pretendiendo así dar cuenta de, mostrar, la ESMA y sus consecuencias, pero que se anuncia como “frustrado intento” (ahora me pregunto si este fracaso del mostrar es mostrado o dicho por Martyniuk). En un texto aun inédito, la historiadora Laura Cuchi ha analizado la mencionada obra de Martyniuk, identificando allí varias ideas que dan cuenta del tema de la irrepresentabilidad de la experiencia de las víctimas de la dictadura militar4. Me detendré sólo en dos: 1) la idea de que no hay testimonio posible pues a) desaparecieron los testigos y b) lo que se deduce de lo dicho por el sobreviviente de Auschwitz Jack Fuchs: “repetimos cosas que 3 C. Martyniuk, Esma. Fenomenología de la desaparición, Buenos Aires, Prometeo libros, 2004, pág. 94 4 Ver, L. Cuchi, “La noción de cambio histórico en Q. Skinner y el uso público de la historia”, inédito. escuchamos de otros; ya no sé si son mis palabras o las de otro, todo se confunde”; esto es, que las víctimas que han sobrevivido son incapaces de testificar, pues, qué es realmente lo que saben5 2) no sólo es imposible, por la inefabilidad de su objeto, configurar un discurso historiográfico acerca del período en que tuvo lugar el fenómeno de la desaparición, sino que, una configuración de ese tipo, un emplazamiento del horror en una trama de acontecimientos, una subsunción del mismo a unas estructuras explicativas más amplias, cualquiera que éstas sean, es un procedimiento moralmente inadmisible, pues devendría de una u otra manera en una justificación de ese pasado ominoso. Con respecto al primer punto, en relación con la imposibilidad del testimonio, de la que se sigue la imposibilidad de la articulación de todo abordaje, en términos de historia o memoria, del fenómeno, pues los abordajes en los que el testimonio de las víctimas esté sustraído serán siempre tergiversadores, diré, en primer lugar, que hay buenas razones (recientemente Verónica Tozzi6 las ha dado en sendos artículos) para abandonar la idea de que hay ciertos actores históricos que tienen privilegio epistémico a la hora de configurar y hacer uso de la evidencia que sustente el discurso historiográfico. Incluso las víctimas de procesos traumáticos del pasado reciente no deberían ser vistas como poseyendo privilegio epistémico alguno, lo cual no quiere decir que su voz no sea imprescindible a la hora de la reconstrucción historiográfica. Las razones aluden, a través de una serie de argumentos y ejemplificaciones históricas, a que toda delegación de privilegio epistémico a determinados sujetos, deviene en una obturación del desarrollo de una historiografía crítica. El mismo Martyniuk parece adherir a la tesis según la cual no debe otorgarse privilegio epistémico a ciertas víctimas al desautorizar a los sobrevivientes con su “¿qué es lo que saben?” basado en la frase de Fuchs. Pero dicha desautorización es mucho más fuerte que la natural desautorización wittgensteiniana a la idea de lenguaje privado. El mismo Martyniuk nos 5 6 “Queda la palabra del sobreviviente, ¿pero qué sabe él realmente?”, C. Martyniuk, ob. cit., pág. 106. V. Tozzi, “Evaluación heurística en la historiografía. El debate Browning-Golgahen acerca de las motivaciones de los perpetradores del Holocausto”, en G. Klimovsky (ed.) Los enigmas del descubrimiento científico, Madrid, Alianza, 2004, en prensa; y V. Tozzi, “La historia como promesa incumplida”, inédito. dice en su artículo: “los significados no están en la cabeza, ni el pensamiento puede ser captado por la mente de una manera que le asigne especial autoridad a la primera persona”. Ese es el corolario natural y aproblemático de la frase de Fuch. De allí no se sigue nada acerca de la inefabilidad de la experiencia de las víctimas, sólo se sigue que ellas no detentan un poder especial en la configuración de la memoria. Pero Martyniuk parece imponer una desautorización mayor, pues parece aludir a un Otro, a la Víctima, el Desaparecido, sujeto de verdadero privilegio epistémico, cuya ausencia impone un vacío que arrasa con todo discurso. Así, Martyniuk, parece querer decirnos que no podemos ir más allá de esa Primera Persona, el desaparecido, si uno no quiere introducir más horror en el horror desoyendo ese vacío. Mi tercera pregunta es, entonces, ¿la convocatoria a no privilegiar ningún testimonio por encima del testimonio imposible, el testimonio de los desaparecidos, y por lo tanto a callar o, a lo sumo, a construir un relato fragmentario del pasado, un relato que se sepa imprudente y que no pretenda más que ofrecer un deshilachado monólogo interior, no reintroduce alguna forma de cartesianismo en lo que podríamos llamar políticas de la memoria? Por último, en relación con la idea de que todo abordaje historiográfico más o menos tradicional del horroroso pasado reciente es imposible, pues es inefable su objeto, querría sólo indicar que desde Wittgenstein hay razones para impugnar una historia precisa y pormenorizada de la experiencia del horror. En sus conversaciones con Oets Kolk Bowsma durante su estadía en Cornell, el filósofo vienés rechaza la idea de que el dolor y el placer pertenecen a la misma categoría con el siguiente argumento: la diferencia entre las sensaciones y las emociones es que, si bien ambas se dan en el tiempo, a las primeras las podemos medir, en el sentido de especificar en que momento comenzamos a tenerlas y en que momento dejamos de tener la afección, mientras que no podemos hacer eso con las emociones. El dolor es, pues, una sensación, podemos especificar en qué momento empezó a dolerme la muela y en qué momento dejó de dolerme. Pero con las emociones, no podemos hacer eso, sus límites temporales son difusos. No tiene sentido decir “en este instante comienzo a sentir placer”. El placer es una emoción. Así, desde Wittgenstein, una historia de la experiencia del horror, en tanto involucre una historia de las pasiones, no puede ser una historia precisa, mensurable, con una exacta cronología. Pero de allí no se sigue el fenómeno de la inefabilidad. Y no se sigue por el rasgo que sí comparten las pasiones con la sensación de dolor: se ven en el cuerpo. Hay una publicidad de las pasiones que hace pues posible un discurso, al menos expresivo, que muestre el horror de los cuerpos. La gran canallada de la dictadura militar, con la invención del método de desaparición de personas, ha sido el ocultamiento del horror a través de la sustracción definitiva de los cuerpos. Pero justamente por eso, mirar a los sobrevivientes, mirarlos con espíritu crítico, se torna obligatorio para restaurar el espacio público del horror y de allí la justicia. Mi cuarta y última pregunta a Martyniuk es, pues, de lo que no se puede no hablar, ¿hay que callar?