Un maestro a distancia: - digital

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Un maestro a distancia:
mi relación con la obra del “novator” José María López Piñero
Leoncio López-Ocón
Instituto de Historia-Centro de Ciencias Humanas y Sociales-CSIC
Línea de investigación Historia cultural del conocimiento: discursos, prácticas y
representaciones
Pertenezco a una generación que tuvo contados maestros en las aulas
universitarias. En aquella Universidad contestataria de mediados de la década de 1970,
expectante ante el fin de nuestro particular “ancien régime” franquista, “enragée” ante
las cortapisas que se nos imponían ante los numerosos cambios que debía de afrontar
una sociedad encorsetada por arcaicas y asfixiantes estructuras políticas, escaseaban los
profesores que uniesen en su quehacer las diversas cualidades que han de adornar
cualquier magisterio: capacidad de transmitir los conocimientos con entusiasmo y
claridad, apertura mental para escuchar las demandas de los jóvenes alumnos,
generosidad en el esfuerzo de modular el carácter de jóvenes retoños enseñando a abrir
horizontes vitales.
Tuvimos entonces, sobre todo los estudiantes que llegábamos de provincias con
escaso bagaje a la gran ciudad, que buscarnos orientación de mil maneras en una
universidad sin norte y sin poderosos referentes intelectuales. En mi caso particular
intentando localizar maestros fuera de las aulas como intenté en el curso 1974-1975
asistiendo a las charlas que impartía D. Enrique Tierno Galván en un piso de la
madrileña calle Marqués de Cubas los sábados por la mañana para analizar la realidad
social contemporánea, o complementando las escasas clases que recibí en aquel singular
curso que el ocurrente ministro Julio Rodríguez redujo a seis meses- de enero a julio de
1974- con mi matriculación en el primer curso de la Facultad de Ciencias Políticas y
Sociológicas “León XIII” de la Universidad Pontificia de Salamanca, en su campus
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madrileño. En la pequeña librería de esa Facultad, allá por el invierno de 1973-74,
adquirí un libro, al que en aquel momento no presté excesiva atención, pero que con el
transcurso de los años me fue dejando honda huella al apreciar en su factura la labor de
un gran historiador, el cual, a medida que me fui profesionalizando como historiador de
la ciencia, se convertiría en una especie de “maître à penser”, aunque distante. Aquel
libro fruto de un historiador de fuste era La introducción de la ciencia moderna en
España, editado por José María López Piñero en 1969 como volumen nº 24 de Ariel
Quincenal, aquella magnífica colección que desempeñó tan importante papel formativo
en los jóvenes universitarios del tardo franquismo y de los inicios de la transición
democrática.
Ese volumen de 1969 de apenas 170 páginas puede considerarse un hito en la
historiografía de la ciencia que se ha hecho en este país al abordar de manera concisa y
con gran claridad expositiva el arduo problema de la recepción de la ciencia moderna en
una sociedad en declive y refractaria a los valores de la modernidad como lo fue la
hispana en el siglo XVII. Tras los logros de esa importante monografía se encontraba
una renovada visión de la historia de la ciencia, una gran acumulación de trabajo
empírico y un trabajo en equipo de una incipiente escuela historiográfica valenciana de
historia de la ciencia.
Ya para entonces López Piñero tenía claro que el método de las “grandes
figuras” al que tan proclive había sido la inicial historiografía de la ciencia, y bajo cuyo
influjo se llegó a considerar que la ciencia moderna se había debido a la capacidad
creadora de un grupo selecto de genios, había quedado obsoleto. La historiografía de la
ciencia más madura de la década de 1960 apostaba por considerar que el despliegue de
la ciencia moderna en Europa y las Américas había sido un proceso de larga gestación,
debido a causas múltiples y de diversa naturaleza.
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Esa nueva perspectiva le permitió a López Piñero contemplar con una nueva
mirada una etapa histórica –la última fase del reinado de Carlos II- considerada no sólo
“deslucida” por carecer de grandes figuras creadoras, sino que incluso había llegado a
identificarse con el período de máxima decadencia y postración de la Monarquía
hispana. Apoyándose entonces en la obra de una serie de notables historiadores como
Reglá, Nadal, Vilar, Domínguez Ortiz y García Martínez que en el primer lustro de la
década de 1960 iniciaron una revisión del último cuarto del siglo XVII, así como en sus
propias investigaciones empíricas dadas a conocer entre 1962 y 1967, y en las de
diversos colaboradores de su grupo de trabajo en la ciudad de Valencia, pudo López
Piñero en el libro que comentamos defender la tesis de que el movimiento innovador
producido en el pensamiento filosófico y en la medicina y en las ciencias biológicas
durante las primeras décadas del siglo XVIII tenía hondas raíces en el último cuarto del
siglo XVII, y ofrecer una visión de conjunto del proceso de introducción de la ciencia
moderna en la España del fin de la dinastía de los Habsburgo. Esa etapa López Piñero la
asoció con una primera fase de la renovación científica española, surgida
fundamentalmente en la periferia de la España peninsular, alentada por sectores de la
nobleza preilustrada, y cuya punta de lanza fue un grupo de médicos autodenominados
“novatores”, quienes se agruparon en tertulias independientes o en torno a diversos
mecenas.
En ese libro nuestro autor analizó con perspicacia y finura el contexto y la
significación del manifiesto fundacional de los “novatores”: la Carta filosófica, medicochymica de Juan de Cabriada, publicada en 1687. En ella ese médico valenciano, nacido
en 1665, además de criticar el atraso científico español y refutar la autoridad de los
antiguos efectuó un alegato a favor de la nueva ciencia, reivindicó el valor de la
experiencia como método de conocimiento de “las cosas naturales” y del “arte de
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anatomizar la naturaleza” y defendió que el médico tenía que estar instruido en tres
géneros de observaciones y experimentos: anatómicos, prácticos y químicos. Texto de
oposición al sistema de creencias y valores imperante entre sus coetáneos hispanos tuvo
también un carácter constructivo. El manifiesto de Cabrada generó, como bien mostró
López Piñero, una década de polémicas entre tradicionalistas y “novatores” que
proporcionó argumentos y energías a los reformistas científicos esparcidos por la
Monarquía hispana como le sucedió al foco renovador sevillano que lograría fundar en
la ciudad hispalense en 1700 la Regia Sociedad de Medicina y otras Ciencias. Esta fue
la primera institución española puesta al servicio de la propagación de las ideas
científicas modernas, y con ella se iniciaría la segunda fase del movimiento de
renovación científica, que cubriría aproximadamente el primer cuarto del siglo XVIII.
La huella de La introducción de la ciencia moderna en España creo que ha sido
profunda en la historiografía de la ciencia española. Por un lado en sus planteamientos
puede verse que estaba “in nuce” el despliegue de su magna obra Ciencia y técnica en la
sociedad española de los siglos XVI y XVII, publicada diez años después, en 1979, y
que ha constituido la mejor respuesta a planteamientos “ideologizados” de muchos de
los participantes en las polémicas de la ciencia española, y guía para todos los que se
han preocupado en las tres últimas décadas en resaltar el decisivo papel que
desempeñaron los conocimientos científico-técnicos en la articulación de la Monarquía
Universal de los Habsburgo. Por otra parte la revalorización por parte de López Piñero
del papel dinamizador de los “novatores” ha inspirado el quehacer de muchas empresas
y colegas en nuestro medio académico. No ha de extrañar por ello que una de las
mejores colecciones de alta divulgación promovida a partir de 2001 por Antonio
Moreno y Antonio Lafuente, mi maestro directo en el campo de la historia de la ciencia,
se pusiese bajo la advocación de aquellos “novatores” que crearon un estado de opinión
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crítico del desfase científico hispano respecto a otras sociedades más dinámicas y libres.
Me refiero claro está a la colección “Novatores” de la editorial Nivola.
No tuve oportunidad de relacionarme con D. José María López Piñero, y
conversar con él. Mi trato con su persona ha estado mediado por su ingente obra, que
sólo conozco en parte. Coincidí una vez con él cuando los organizadores de un ciclo
sobre La tradición liberal en la Residencia de Estudiantes –creo que a finales de la
década de 1990- me pidieron que moderase una mesa en la que participaban él, y otro
de mis maestros próximos, José Luis Peset. Si ahora pudiese compartir un café con D.
José María le preguntaría si al estudiar a los “novatores” valencianos de finales del siglo
XVII no se estaba estudiando a sí mismo, y al papel que estaba desempeñando como
reformador de la Universidad española de la década de 1960. Por lo que he podido
averiguar en los obituarios que se publicaron con motivo de su fallecimiento, y en
particular al leer la necrológica publicada por Luis Berenguer Fuster en El País del 17
de agosto de 2010, cuando se estaba gestando La introducción de la ciencia moderna en
España D. José María simultaneaba su docencia e investigación con la dirección del
colegio mayor Luis Vives de Valencia, una isla de libertad y tolerancia en la España
desarrollista, pero autoritaria, de los años 1960. Adoptó un sistema de dirección en el
que corresponsabilizó a los colegiales en la toma de decisiones, a través de una política
de gestión que llamaba “autocontrol”, enseñando a los jóvenes universitarios allí
congregados que había otras formas de ver las cosas, diferentes a las que quería imponer
el Régimen franquista. Su carácter antidogmático, resaltado por Luis Berenguer, quizás
bebía de su contacto con el espíritu crítico de los “novatores” con los que se estaba
familiarizando por aquellos mismos años.
En fin la sombra de la obra de D. José María López Piñero ha sido alargada en
mi modesta obra de historiador de la ciencia. Su influencia es bien evidente en la factura
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de dos de los trabajos de los que me siento orgulloso como son mi Breve historia de la
ciencia española, publicada por Alianza editorial en 2003, y mi edición de Los tónicos
de la voluntad de Santiago Ramón y Cajal, editada por Gadir en 2005, para cuya factura
me resultó de suma utilidad su densa y cuidada Bibliografía cajaliana, preparada
conjuntamente con María Luz Terrada Ferrandis y Alfredo Rodríguez Quiroga.
Maestro de amplios horizontes intelectuales, universitario tolerante D. José
María también fue crítico, en la estela de los “novatores”, con el devenir de una
disciplina, la historia de la ciencia, cuyo recorrido historiográfico en la década de 1980
le resultaba insatisfactorio. Así defendió en un clarificador texto de 1992 publicado por
la revista Arbor, “Las etapas iniciales de la historiografía de la ciencia. Invitación a
recuperar su internacionalidad y su integración” que los historiadores de la ciencia se
esforzasen por hacer estudios de calidad comparados, transhistóricos y transculturales
de las diversas formas de actividad científica.
López Piñero fue también un organizador científico, pues a él se debe la
creación en 1985 del Instituto de Estudios Históricos y Documentales sobre la Ciencia,
antecesor del actual centro de investigación mixto del CSIC y de la Universidad de
Valencia Instituto de Historia de la Medicina y de la Ciencia López Piñero, dedicado a
los estudios históricos de la medicina y de la ciencia. Quizás una tarea a acometer desde
esa institución, con la colaboración de los lectores y admiradores de su obra esparcidos
en muchas partes, fuese la creación de un portal en Internet dedicado a su trayectoria
científica en donde se pudiese tener acceso de manera fácil, accesible y amigable a la
mayor parte de la obra de uno de los principales historiadores de la ciencia surgidos en
este país en el siglo XX, si no el más importante, por ahora.
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