LA DISTANCIA CONFERENCIA INAUGURAL DEL CURSO EN LA UNED Yo no soy catedrático, ni siquiera un don profesor. Soy más bien un dron profesor, dron Pablo, pues sobrevuelo la UNED. Formo parte de la UNED de una manera algo etérea como tutor sustituto, y me alegro por tanto de haber sido invitado a participar en esta conferencia inaugural como escritor, que es lo que soy a ras de suelo, cuando los viernes aterrizo. Cada viernes, a las 19:30, mi motor pierde fuerza y me alejo a una considerable distancia de la Universidad a Distancia. Los aterrizajes son suaves y a veces alzo de nuevo el vuelo a deshoras, cuando en la bandeja de entrada del ordenador aparece un nuevo correo de un alumno dubitativo ante el que me esfuerzo por mostrarme amable, bajándome del dron, y es que los drones no están tripulados porque entonces no serían dron y, en la pista de aterrizaje, miro a los ojos al estudiante que no veo, procurando que se sienta cómodo y que descarte la menor sospecha de que pudiera estar molestando por mostrarse dubitativo, profesor, es que no sé. Mi dron entra físicamente en las instalaciones de la UNED cada viernes por la tarde y cuenta con una llave que abre el mejor despacho del mundo, al menos el mejor despacho que conozco: el que me permite cerrar la puerta y contemplarlo como si fuera mío, y al que, durante unos instantes, doto de mobiliario que me permitiese pasar en él el resto de mi vida, sin tener que abandonarlo jamás. Una cama, una cocina y un baño bastarían. En las anchas noches de insomnio, cuando el mecanismo destructor del camión de basuras abajo en la calle me atraviesa los oídos y me araña los pliegues del cerebro, recobro a distancia (recorro a distancia) la imagen de la universidad a distancia, vuelo a mi despacho sin salir de la cama, valiéndome de la oscuridad, y siento, al otro lado del pasillo, la inquietud de mi perro, que probablemente siente que me estoy yendo, el tableteo de las aspas del dron confundiéndose con las dentelladas del camión de basura devorando los restos de la cena que he devorado, y me instalo en el despacho y nadie sabe que estoy allí, aquí, y los malos me buscan, el mundo está lleno de malos, y el edificio de la UNED, este, es ya un edificio abandonado, en ruinas, excepto el despacho 6 donde yo vivo gracias a los víveres que tramposamente he instalado allí, tramposamente porque no estaban y los necesito y por lo tanto decido de manera inverosímil que ya estaban instalados allí, y es tan tramposa la instalación que debo justificarla y ese proceso mental me hace abrir los ojos, estrellar el dron, regresar a mi dormitorio a distancia, al epicentro del insomnio. Mi perro, entonces, vuelve a tumbarse del todo, tranquilo, y dormita. A veces pienso que no me quedaría mal una corbata y entonces me gustaría no sólo ser don profesor sino catedrático con un brillante doctorado que alimentase otras tesis en Harvard, ser parte integrante de la universidad a distancia, parte presencial de la distancia y que la distancia de mi puesto hasta el suelo fuese mínima. Pero sólo soy un dron escribiendo a distancia, un escritor que se despega de su trabajo cuando sube, cuando subo, nervioso y con vergüenza, a una tarima y os leo mis palabras. Hablo de la distancia porque la distancia es la madre de todas las ciencias. La distancia es el número de obstáculos que hay entre dos puntos y es mentira que la distancia más corta sea siempre la línea recta. La distancia que me separaba de la vecina con la que me cruzaba en el ascensor durante mi adolescencia era infinitamente mayor que la que me separaba de los personajes de las novelas que leía, personajes que los profesores se empeñaban en hacerme creer que no vivían; pero yo sabía que no era cierto, si estaban ahí, conmigo. La vecina siempre estuvo lejos, aunque hubiese podido tocarla con sólo estirar el brazo, preguntarle oye, di, ¿por qué estás tan lejos si estás aquí al lado? La distancia me ha obsesionado tanto que me dijeron las horas que se tardaba en llegar a China desde Málaga, a La India, y para desmentir lo que me decían cogí trenes en dos viajes distintos y un año tardé un mes en llegar de Málaga a Beiging enlazando trenes sin prisas, y otro año tardé cincuenta días en cruzar la frontera de Pakistán con La India tras haber salido de la estación de trenes de Málaga. De un barrio de Calcuta a otro puedo asegurar que la distancia es de cuatro meses. Pero me voy, en mi discurso se me cruzan los caminos y no sé escoger el principal y debo volver una y otra vez al punto de origen, al cruce, y recordarme que estamos en la inauguración del curso en la UNED, donde vosotros habéis decidido entrar, este puerto, buscando salir más sabios, con la incertidumbre que asalta al viajero los primeros días de su viaje en solitario. Yo estudié en la universidad a distancia, o al menos eso creí hacer durante un tiempo. Teatinos era un conjunto de terrenos no urbanizables, decían, siempre dicen, la gente no para de decir, hablar, murmurar, y la fuente de las palabras se pierde y se hace universal, “se dice”. Decimos se dice y parece que ya es una verdad irrefutable lo que se dice, y eso que aún no aparecía lo que se decía en internet, ese tablón de anuncios al que dotamos del poder de un oráculo, como si al caer hacia internet cada concepto atravesase el filtro de la certeza, en fin, no existía internet en aquellos años – otra distancia-, es que casi no había ni ordenador: sólo Teatinos con tres o cuatro facultades dispersas –una maqueta inacabada-, pasillos abiertos como si en Málaga no hiciese frío, viento, lluvia (arquitectos que proyectan a distancia y luego se defienden con que no sabían, los pobres, cuando los pobres somos nosotros que agradecíamos que no hubiese perchas en la clase porque era mejor no quitarse el abrigo, esa prenda que apenas usamos, que apenas tenemos, apenas apena el frío aquí, dicen). Teatinos estaba lejos y no había internet. Las clases eran presenciales pero qué distancia hasta llegar a las aulas hermosas y frías, llenas de estudiantes casi adolescentes sentados codo con codo, mostrando impúdicamente –qué íbamos a hacer- nuestros granos y nuestra incultura. Pero queríamos saber –muchos porque nos lo habían dicho, porque nos habían dirigido-, como queréis saber vosotros que sí elegís la Universidad a Distancia, esta institución que muestra el grado de civilización y capacidad de conciliación de un pueblo. Yo abandonaba mi dormitorio compartido donde ninguna pantalla destacaba en la oscuridad –rompía la oscuridad- y bajaba a la parada del autobús sin un móvil que meterme en el bolsillo y sacar cada tres pasos por si había recibido el mensaje más importante de mi vida: no había mensajes electrónicos, no había móviles: para quedar bastaba con acordar un lugar y una hora, y solía funcionar. El único teléfono era el fijo del domicilio familiar, y cuando la estridencia del timbrazo cruzaba el pasillo corrías por si por fin se había decidido a llamarte esa compañera de la facultad, pero ni era ella ni llegabas a tiempo: uno de tus hermanos había logrado alcanzar antes el teléfono y estiraba el cable retorcido para que nadie escuchase sus monosílabos y el padre o la madre se acercase con esa cara de enfado y decepción, de te vas a enterar, ese gesto que componemos a veces los padres, e imitaba con los dedos índice y medio el movimiento de las hojas de la tijera (las tijeras tienen hojas y ojos) indicándonos que cortásemos, que justo el día antes había venido la cuenta del teléfono, la cual también tenía hojas y ojos, veneno, una cifra que nos sería restregada a nosotros casi adolescentes con ganas de saber y que recorríamos una considerable distancia para llegar a la universidad fija. El autobús nos dejaba en el centro y había que cruzar la mañana hasta otra parada más allá del autobús de otra línea donde iniciábamos otra espera pero ya rodeados de estudiantes como nosotros, con carpetas y la torpeza que emanábamos los listos. El autobús de la línea 20 abandonaba la ciudad, pasaba junto a un barrio de chabolas –qué triste la alegría de los chavales de las chabolas- y remontaba una pequeña loma donde la hierba crecía verde entre montones de tierra que semejaban tumbas y a mí se me antojaba una fuente de huevos rellenos gigantes, un premio por haber logrado llegar hasta allí, el descampus universitario, como lo llamábamos. Vuestra distancia es otra: es la distancia que os permite la civilización conciliadora. La civilización es orden. La ciudad, como escribió el escritor Carlos Fuentes, es un pacto entre tribus. Acuerdo, paz, justicia. Un mundo mejor. Quien trabajaba no podía estudiar, o le resultaba muy complicado, quien tenía hijos, quien hacía años que había dejado atrás los granos y la tontería. La Universidad a Distancia os permite crecer, además de estudiar, y la ventaja del desarrollo y acercamiento a la ciudadanía de la alta tecnología se percibe aquí mejor que en muchos otros sitios. Lo virtual aquí es casi tangible. La Universidad a Distancia rompe todas las distancias. Al otro lado del correo electrónico hay un tutor, una plataforma con guías y foros, un mundo virtual que complementa este de tres dimensiones que se muestra tan desordenado. El tutor, otro de los pilares de la enseñanza a distancia, también cobra forma y dimensiones durante las horas de tutoría en las que poder aclarar dudas desde el otro lado de la mesa, o de pie, en un aula, las tardes de seminario. En mis años de estudiante, algunos profesores fumaban en clase y ya se formaban algunos corrillos de estudiantes que protestaban por ello y eran mal mirados por los demás. En la biblioteca se hablaba y se reservaban sitios, algunos profesores dictaban los apuntes y entonces para qué el viaje, el traslado, la distancia hasta la universidad presencial cuyos muros se agrietaban y eso que era nueva. Terrenos no urbanizables, decían, por las noches se cambian de lugar las marquesinas del autobús de la línea 20 para acercarlas a las facultades que habían sufrido movimientos, corrimientos de tierra, se bromeaba. Los profesores dictaban y por cada frase dictada las grietas de esa aula crecían un milímetro. En la Universidad a Distancia vosotros dictáis, vosotros os organizáis, vosotros os ponéis un horario y os enfrentáis a un temario dispuesto en vuestra mesa de vuestra casa que consta –aunque no nos acordemos de ello- con todos los avances tecnológicos del mundo. La Universidad a Distancia, vuestro presente, es el futuro. Llegáis hoy aquí, ahora, cuando escenificamos físicamente el inicio virtual del curso. Os damos la bienvenida y os aseguramos que la decisión ha sido correcta; la elección, acertada. Sois uno, pero no estáis solos. Sois uno pero la soledad no es sino otra herramienta. Tenéis un edificio y una biblioteca y una plataforma virtual y un despacho donde dicen que un profesor habita allí, escondido, para siempre, o casi siempre, porque hoy ha salido para hacer lo que menos le gusta: subirse a un púlpito, pero al menos para hacer algo que le gusta: animaros, desearos suerte, deciros bienvenidos a la UNED. Pablo Aranda, 30 de octubre de 2014