CRISIS masIVA JAVIER CASTAÑEDA Prólogo Hay un antiguo dicho que afirma que la muerte nos iguala a todos, pero eso no es más que una patraña. Si alguien tiene alguna duda, no tiene más que venir a nuestro pueblo y visitar el cementerio. Allí comprobará que el panteón de los Rocamora en el que podría alojarse un país entero contrasta con la pequeña tumba de mi padre, enterrado a la antigua envuelto en una sábana porque no tuvimos dinero ni para un ataúd. Siempre ha habido categorías hasta para morir. Mi nombre es Casimiro Indalecio por desgracia de mi padre, que se empeñó en conservar los nombres de mis dos abuelos. La gente me llama Casi o Inda y afortunadamente solo en mi más tierna infancia algún niño utilizó las dos sílabas iniciales para hacerlo. A mí la crisis me golpeó como a todos, ni más ni menos. Soy propietario de un pequeño bar en un pueblo de Aragón justo en la frontera con Cataluña. Al principio pensé que el descenso de clientes era debido a una pequeña recesión exagerada por los medios de comunicación. Pero cuando las cajas de ahorro empezaron a caer, entonces me di cuenta de que era no era una crisis más. Era de esperar que no funcionasen unas entidades fabricadas por los partidos políticos de turno para poder financiarse de forma fácil y sin tener que dar explicaciones a nadie, pero hacer trampas para conseguir dinero no podía significar nada bueno. Y eso que nos hemos criado riendo las gracias al lazarillo de Tormes y escuchando eso de: “de bueno eres tonto”. Pero claro eso nos ha hecho gracia cuando el afectado era otro. Cuando nos ha tocado a nosotros… Pues así fue como sucedió. A algún iluminado de esas cajas de ahorro se le ocurrió una idea genial para sacar dinero. ¿Y cómo llamar a la estafa? Acciones preferentes. Nada de «acciones de mierda», ni «el timo de la estampida 2.0». Acciones preferentes para que todo el que cruzase la puerta del banco pensara: «¡Yo quiero ser el preferido!». Pero lo que no te explicaban era que tenías preferencia, pero para perder tu dinero. Picaresca pura y dura, que si se hubiese aprovechado de franceses, alemanes o ingleses… pues ahora nos estaríamos riendo. Pero se aprovecharon de sus compatriotas, de sus propios hermanos. Y aún así, no podríamos criticarles sin ser hipócritas. La picaresca y el cainismo son los dos pilares sobre los que se asienta esta piel de toro que llamamos hogar. Por eso no se engañen pensando que es la muerte la que nos iguala a todos, porque al final es nuestra propia estupidez. 1 1 A mi hermano le ingresaron de urgencia en el hospital de Zaragoza. Había estado muerto cinco minutos hasta que consiguieron reanimarle. Así que allí estábamos: mi mujer Loles, incondicional esposa e infatigable ama de casa; mi hija Silvia, una mamarracha llena de piercings, tatuajes de quita y pon y vestida de negro como si su abuela no hubiese gastado ya el luto de este siglo y el pasado. Y finalmente estaba yo, intentando mantener la calma ante la situación. Mi hermano abrió los ojos: —Que susto nos has dado —le dije—. Pensé que ya no volvería a oírte decir: «¡Esos rojos tienen la culpa!». Mi mujer le colocó la almohada para que pudiese levantar la cabeza y vernos a los tres. —¡Enfermera! Tráigame otra. Esta no es anatómica. ¡Enfermeraaaaaa! —vocifero ella. Mi hija se acercó hasta él y le soltó: —¿Qué se siente al estar tan cerca de la muerte? —¡Isabel! Deja a tu tío. ¡Enfermeraaaaaaa! —No soy Isabel, soy Helzebet, princesa de los os… —¡Enfermeraaaaaa! —Volvió a gritar mi mujer haciéndola caso omiso. Las saqué a las dos a empujones al pasillo donde el médico nos puso al día. Nos confirmó lo que ya intuíamos, que el cáncer había derivado en metástasis y era ya terminal. No le daban más de un mes de vida. Con ternura nos dijo: —No le cuenten nada. No hay necesidad. Acompáñenle estos últimos días y denle cariño. Prefería pillarme las pelotas con la tapa de un piano que darle cariño a mi hermano, pensé para mí. Pero no me quedó más remedio. Él no tenía a nadie más y al fin y al cabo era familia. Regresemos a casa con el enfermo en cuanto le dieron el alta, que era más bien un desahucio. Loles estaba encantada. Se sentía feliz por poder ayudarle como él nos ayudó con el bar cuando pasamos por un mal momento. Claro que ella no podía saber que si nos ayudó fue para poder restregármelo de por vida. Había acondicionado la habitación de invitados. No es que fuese nada del otro mundo. En realidad la casa no lo era, pero por lo menos la teníamos. Bueno, la teníamos relativamente, porque 2 la casa en realidad era del banco hasta que no hubiésemos pagado la hipoteca. Otra de las patrañas que nos han vendido a lo largo de estos años. Tengo un «amigo», Ginés se hacía llamar, que siempre me decía: «Vivir de alquiler es tirar el dinero. Yo porque estoy soltero y me gusta cambiar de piso cada poco. Pero si yo fuese tú, casado y con una hija, no me lo pensaba dos veces». Hijo de puta. Cuando compramos la casa me di cuenta de que el precio era casi lo de menos: impuestos de patrimonio, IVA, notarios, IBI todos los años, averías que surgen en una casa antigua como la nuestra… y por supuesto los intereses del banco. O sea, que acabamos viviendo en una casa más pequeña y pagando tres veces más que de alquiler. Y lo que era peor, atado a ella de por vida. Pero si se me hubiese ocurrido decirle a mi mujer que volviésemos de alquiler, la hostia que me hubiese dado la escuchan los chinos. Y eso que Loles es muy comprensiva. De verdad. Por lo menos mi mujer intentó hacer de nuestra casa un hogar digno. Y ahora que estaba mi hermano Abel, se desviviría para que se sintiese como en su propia casa. Así que me obligó a colgar de la cabecera de su cama una bandera española con el águila a pesar de mis insistentes protestas, a buscar una foto de ese asesino de animales llamado Paquirri para su mesilla de noche y a traerle su perro a pesar de que soy alérgico. En cuanto entré en la casa me tuve que salir al balcón para poder respirar. Eso sí, mi hermano estaba contento de tener a Franco con él. Sí, ese era el nombre del perro. Todavía no entiendo que fuésemos hermanos. Él era un facha recalcitrante, españolista y adorador de los toros. Yo de izquierdas, independentista catalán y anti-taurino. ¿Cómo pudimos salir tan diferentes teniendo la misma educación? A veces creo que no tuvimos el mismo padre. Mi mujer le enseñó la habitación y a mi hermano se le retorció la cara cuando vio la tele, o eso es lo que me dijo Loles porque yo no pude verlo ya que todavía estaba intentando respirar en el balcón. Lástima no haber estado allí. —Una de esas antiguas que se ven mejor —le habrá dicho mi mujer con toda su buena intención y mi hermano, un estúpido de la tecnología, se habrá muerto del disgusto. Porque Loles es muy ingenua y como había oído eso de que los discos de vinilo se oían mejor que un CD, se pensaba que cualquier aparato antiguo era mejor que uno moderno. Así que la convencí para ponerle una tele de esas de tubo. Que no se quejase, por lo menos era a color. Así que mi hermano se instaló y yo tuve que comprar una mascarilla de esas que llevan los sibaritas para no contagiarse de virus y que no me podía quitar mientras estuviese en casa y el perro viviese con nosotros. Lo único bueno de la situación era que mi hermano poseía un dinerito 3 ahorrado y nos vendría muy bien para pagar las letras atrasadas del piso y las facturas del bar cuando sucediese la inminente tragedia. Pero Loles se encargó de destrozarme también ese sueño. Abel había ahorrado diez mil euros, sí, pero no eran para nosotros. —Tu hermano me dio una lista con las cosas que desea para su entierro y debemos cumplirlas. Un notario dará fe. Lo que sobre de ese dinero, eso sí, será para nosotros. El muy cabrón no cambiaría nunca. Mandar un notario a su propio hermano. Que feo estaba eso. Tenía que hablar con él para hacerle cambiar de opinión. A la mañana siguiente me levanté con confianza y preparé un café capuchino para mi hermano. Su preferido. Entré en la habitación. Él estaba tumbado en la cama viendo un programa repetido de La escalera derecha, una tertulia de fachas que echaban en uno de esos canales minoritarios. —Esos punkarras van a destrozar el país —dijo enfadado. Se refería a unos manifestantes del 15-M a los que estaban despellejando (figuradamente) en el programa. Mi hermano no sabía nada de los góticos ni ninguna otra de las modernas tribus urbanas por lo que para él cualquier joven ataviado de forma extraña era un punkarra. Su sobrina, mi hija, la primera. La única cosa en la que estábamos de acuerdo. Le di el café y lo agradeció. No tenía fuerzas ni para incorporarse para beberlo. Le ayudé a hacerlo y le comenté diplomáticamente lo de la herencia. Le solté toda esa mierda de que la muerte nos igualaba a todos, que era una tontería gastarse mucho dinero en un entierro… pero no escuchó a razones. Y la verdad, no podía culparle. Enterramos a nuestro padre como a un vagabundo lo que hacía mucho más difícil obligarle a renunciar a un entierro digno. Pero eso no solucionaba mis problemas, así que enfadado le cogí el mando y le cambié el canal a una tertulia más «inclinada» hacia la izquierda y le dejé maldiciéndome por dejarle viendo a esos rojos toda la mañana. Así que a Loles y a mí sólo nos salvaría encontrar un funeral barato que cumpliese con sus deseos y nos dejase algo de dinero para nosotros. Pero después de recorrer todas las funerarias de los alrededores, ninguna bajaba de los quince mil euros y sólo teníamos diez mil. Ya lo dábamos por perdido cuando de regreso a casa, en las afueras del pueblo vimos una funeraria que cambió nuestra suerte o eso creía. Era un caserón tétrico situado en medio de la nada, con un cartel fuera que rezaba: «Con estos precios da gusto morirse». Estábamos desesperados y no perdíamos nada por preguntar. 4 Entramos y pudimos oír el eco de nuestros pasos resonando en un enorme hall con una escalera de caracol que subía a un segundo piso. Un enjuto y pálido hombrecillo salió a recibirnos. Nos presentamos y nos hizo pasar a su despacho. —Cuénteme. ¿Qué les ha traído aquí? —dijo con una voz aguda. —Verá. Necesitamos un funeral —no me atreví a añadir barato. —Creativo —salió él en mi ayuda—. Aquí los llamamos funerales creativos. Yo asentí contento con la palabra y le di la lista de las cosas que quería mi hermano. La leyó atentamente y se puso a pensar. —¿Qué le parece?¿Por cuanto nos podría salir? —le pregunté. —Bueno, veamos. Hay que ser creativos, ¿no? Y aquí pone rosas rojas, pero ¿tienen que ser de verdad? —sonreí—. Y Aldaba. ¿Quién es Aldaba? Suspiré desesperado. —Un diseñador de trajes de luces que dio el toque final a la montera con la que murió Paquirri. —Bueno, eso sería muy caro… si no conociese a alguien que por dinero cambiaria su nombre por el de Satanás si hiciese falta. ¿Lo ve? Creativos es la palabra. Me gustaba ese tipo, así que me animé a ser creativo yo también. —Y mi hermano dice que quiere un ataúd de caoba, pero no especifica que deba ser el material. ¿Podría ser de color caoba? —Veo que lo pilla—me dijo —veo que lo pilla. A Loles no le hacía gracia, pero sabía cuanto necesitábamos el dinero. —Haciendo unos apaños, podría conseguirlo todo por unos ocho mil euros. Más el IVA del 8%. —¿Y no podríamos, ya sabe, pagar en negro? —apareció mi lado más picaruelo. —No. Aquí hacemos todo legal —me dijo mirándome como si hubiese violado a un niño. 5 Me había tocado el único tonto que pagaba el IVA, pensé para mí. Pero bueno, aun así eso nos dejaba unos 1400 euros, lo que nos daría para pagar muchas deudas. Sacó los papeles y le expliqué que mi hermano todavía no se había muerto, pero que desgraciadamente no le quedaba mucho de vida. —En ese caso será mejor que se dé prisa en hacerlo. El 31 de agosto van a subir el IVA de los servicios funerarios. Del 8% al 21%. Me quedé blanco. Eso suponía mil euros más de gastos. Y los necesitábamos para salir de un bache que parecía ya el Everest. —Pero ¿eso no era sólo para el cine? —le pregunté intentando buscar un resquicio. ¿Dónde quedaba ahora eso de que la muerte nos igualaba a todos? Patrañas y más patrañas. Ya no se podía morir uno ni con dignidad. Porque aunque quedaban tres meses para septiembre, conocía a mi hermano y por joder, sabía que no se moriría antes. Cuando regresamos a casa nos fuimos directos a la cama, pero no pude dormirme. Me levanté al baño y vi que una tenue luz salía de la habitación de mi hermano. Pensé que se había dejado la tele encendida, pero cuando entré en la habitación descubrí que la luz provenía de varias velas que estaban puestas en los vértices de un pentagrama. —¿Qué demonios estás haciendo? —le susurré a Isabel para no despertar a mi hermano. —Invocar a la segadora para conducirlo a su liberación espiritual. —Y pintada como una mamarracha. La empujé fuera de la habitación. Recogí las velas y abrí la ventana unos segundos para que se fuese el olor a incienso. Me dieron ganas de dejarla abierta por si el perro se tiraba, pero la cerré antes de volver a la cama. Y cuando por fin conseguí dormirme, me despertaron los gritos de mi mujer y la ambulancia que se llevaba a Abel en una camilla. —Mira que hace meses que te persigo para que arregles esa ventana. Meses —me dijo enfadadísima—. ¿Y si se muere qué? 6 No caerá esa breva, pensé para mí. Y efectivamente así fue. Mi hermano sobrevivió al frío de la noche para fortuna de todos. Bueno, de casi todos. 2 Llegó el mes de Julio y con él el calor. Mi hermano ya había cumplido el mes desde el ultimátum y como preví todavía seguía vivito y coleando. Yo mientras en el bar sufría lo indecible por no poder encender el aire acondicionado porque consumía demasiada electricidad que podía acabar con nuestra maltrecha economía. Sonó el teléfono y sabía lo que significaba. Abel aprovechaba que Isabel no estaba en casa y Loles preparaba la comida, para pedir que sacaran al perro. Cerré el bar y subí a cumplir con mi penitencia por haber olvidado que la ventana cerraba mal. Pero ese día a mi hermano no le debía parecer suficiente castigo y cuando llegué a casa vi como le terminaba de dar un vaso de leche. Por si no lo sabéis la mayoría de los perros sufren intolerancia a la lactosa y Franco no era una excepción. Cuando quise coger al perro este ya había dejado un reguero de mierda por todo el pasillo. Loles me dio una fregona para limpiarlo. —Te está bien empleado por casi matar a tu hermano. Y cuando termines con eso no te olvides de sacar al perro. Bajé con él y en el paseo me crucé con un punk pidiendo dinero. El tipo era de la vieja escuela: una camiseta raída y sin mangas con el símbolo de la anarquía, pantalones de pitillo y una cresta grande y verde. Al verle se me ocurrió una idea. —¿Quieres ganarte un par de euros? —le dije. Se hacía llamar Vicioso y accedió a mi petición encantado. Cuando cerré el bar volví a recoger al perro, me despedí de él y regresé a casa. Un chaval muy simpático ese Vicioso, pensé. Y mañoso. Muy mañoso. En la habitación mi hermano estaba viendo una infame corrida de toros. Cuando notó mi presencia, enseguida intentó llamar al chucho, pero ya no podía ni hablar. Secuelas de coger frío. Franco apareció por la puerta y a mi hermano se le iluminó el rostro de alegría. Él todavía no podía verlo bien por la oscuridad que reinaba en la habitación. Saqué la cámara y me preparé. Cuando el perro subió a la cama les hice una foto que no olvidaré jamás. Todavía me río sin parar cuando miro su cara desencajada contemplando al perro con el corte de pelo que Vicioso le había hecho: 7 una enorme cresta verde le recorría transversalmente todo el cuerpo. Mi hermano intentó agredirme y Loles tuvo que venir a poner paz. Yo le acusé de tener que sacar al perro y él lo miró con lágrimas en los ojos. Loles dijo salomónicamente: —De verdad que sois como los políticos. Siempre echándoos la culpa el uno al otro. Y no le faltaba razón. Le pedí perdón a mi hermano, nos abrazamos y me marché de la habitación algo avergonzado, pero contento de que lo arregláramos. O al menos eso pensé. Cuando Loles regresó a la habitación me dijo que Abel quería ayudar. Le había propuesto una gran idea, según ella. Pero es que Loles es muy inocente. Yo nací catalán, me crié por un padre catalán que me inculcó amor por este país y moriré catalán. En mi casa el día de la Diada siempre ha sido una fiesta más importante incluso que Navidad. Llevo la senyera en el corazón. Por eso, cuando Loles me propuso el descabellado plan «para ayudar» de mi hermano, quise matarle. Pero nuestra situación económica no me permitía elegir y desgraciadamente sabía que sacaríamos dinero. Así que tuve que ceder. Aunque me entraba urticaria de solo pensarlo, decoramos el bar con banderas españolas, camisetas de la selección y carteles de apoyo. Sacamos tortillas de patatas, croquetas, habitas con jamón, migas y todo lo necesario para animar a la gente a consumir. Nos habíamos gastado un buen dinero (prestado en un crédito personal), pero España jugaba la final de la Eurocopa y no podíamos dejar pasar esa oportunidad. El bar se fue llenando poco a poco. Desde las cuatro de la tarde ya comenzó a venir gente. Y a partir de las ocho, poco antes del partido, ya no se podía entrar por lo que la gente tuvo que agolparse fuera. El pueblo no era muy grande y nos conocíamos todos. Parte de los que vinieron sintieron curiosidad por ver como el bar, siempre decorado con la esteleada, se había pasado al lado oscuro. Pero la gran mayoría vino a ver el momento cumbre, en que el «Catalán», como se me conocía en el pueblo, daría un espectáculo digno de verse. Cuando llegó el momento me arrepentí. Loles me animaba a que saliese ya y la gente empezó a corear mi nombre: «Caaasi, Caaaasi, Caaaaasi». Por la cortina de macarrones pude ver en primera fila, sentado en su silla de ruedas, a mi hermano, el maquiavélico precursor de todo ello. —Que no salgo así, Loles. Que no salgo así —le dije. 8 —Esta gente ha venido a verte y ya hemos recuperado todo el dinero invertido. Ahora ya todo lo demás son beneficios. «Caaasi, Caaaasi, Caaaaasi», seguía coreando la multitud. Loles me dio un pequeño empujón y aparecí detrás de la barra. La gente comenzó a aplaudir, a reír y a dedicarme los más diversos piropos. Si mi padre levantase la cabeza, le hubiese dado un infarto. Mi hermano sonrió socarronamente. Estoy seguro de que sólo vino a ver como había resultado «su ayuda». Capullo. Únicamente esperaba que ahora que ya se podía morir a gusto por verme así, lo hiciese de verdad. Vestido con un traje de luces y con dos banderillas gigantescas hechas con un pepino, una cebolla y un pimiento enormes, empecé a poner cañas. Cada vez que las servía cogía las banderillas y hacía un pase torero gritando olé. Los parroquianos allí congregados sabían que era más difícil que entrase un rico en el cielo que verme así vestido, por lo que todo el mundo aprovechaba para inmortalizar el momento con una foto. Era una atracción y en ese sentido no podíamos quejarnos. Ya teníamos beneficios y quedaba todo el partido por delante. Lástima que el destino decidiese otra cosa. Cuando España parecía que iba a meter su primer gol, la luz se fue. Llevábamos más de dos meses sin pagarla, pero nunca pensé que nos la iban a cortar justo el día en el que podíamos sacar la cabeza del agujero. 3 El mes y medio siguiente me lo pasé mirando por la ventana de casa el cartel de «Cerrado por vacaciones» que colgaba de la entrada del bar. Sin dinero para pagar la luz, no podíamos abrir. Las medicinas que debíamos comprar para Abel se llevaban parte de lo poco que teníamos y para rematar el asunto, el perro Franco resultó ser perra y estaba embarazada. Vamos, que hasta Dios tuvo más misericordia con Egipto enviándole diez plagas. Mientras tanto, mi hermano seguía esquivando la muerte como un gato el agua. Hasta los médicos estaban sorprendidos. Yo le decía a Loles que le cuidaba demasiado bien y que debía aflojar un poco, que ya había vivido demasiado. Pero ella seguía recordando lo bien que se portó con nosotros y no había manera de que rebajase ni un poquito los cuidados que le daba. Llegó el veintinueve de Agosto. Faltaban dos días para que subiese el IVA y cualquier esperanza de que nos quedase algo de su herencia, se iba por el retrete del gobierno. 9 Mi hermano veía las noticias cuando fui a darle su vaso de leche diario. Yo ya lo hacía para ver si se atragantaba de una puñetera vez y nos dejaba en paz. En las noticias anunciaron la enésima ayuda a los bancos. Yo me quejé de que su gobierno, el gobierno de derechas y español que él tanto defendía, volvía a incumplir otra de tantas promesas electorales que había hecho. Y mi hermano soltó su manida frase: —Son todos iguales. El dinero es el que tiene el poder. Esto sólo lo soltaba cuando quería decir «Ha dado la casualidad de que están los de derechas, pero si hubiesen estado lo rojos habrían hecho lo mismo». Esta vez no pude contenerme. —No te equivoques hermanito. El día que un rojo se deje guiar por el dinero, ese día, deberá romper el carné en mil pedazos —le grité enseñándole el mío de Esquerra Republicana. Ya estaba harto de tanta igualdad ficticia. Todos somos iguales pero a los bancos no los dejan quebrar como a cualquier empresa; cualquier gobierno tendría que hacer los mismos recortes, pero no dejaban de quejarse cuando estaban en la oposición. Y todos somos iguales ante la muerte, pero mi hermano quería su propio funeral. Mucha excusa y poca responsabilidad. Intenté echarme la siesta, pero no fue posible. Recibí un aviso de que nos habían abierto un expediente de desahucio. La guinda del pastel de una crisis que nosotros no provocamos. Esa noche no conseguí dormir. Estaba de los nervios. Nos iban a embargar la casa y con ella el bar que estaba de aval. No sabía donde podríamos vivir ni qué hacer. No razonaba bien. El estrés hacía mella en mí y en aquel momento me pareció una salida razonable. Sabía que mi hermano no moriría antes del treinta y uno de Agosto, por lo que tuve que tomar medidas desesperadas Desperté a mi hija y le pedí ayuda, abandonando todos los principios que pudiese poseer. Isabel, bueno Helzebet princesa de lo oscuro, me ayudó a hacerme el tribal en la cara, a pintar un pentagrama en el suelo de la habitación de Abel y a poner cinco velas negras en sus vértices, mientras este dormía. Me situé en el centro y comencé a recitar las palabras que ella me había escrito en un papel con la convicción de que si esto no funcionaba, todo se iría a la mierda: —Señora de la vida, señora de la muerte, yo te invoco. —Papaaaá. La ropa. —¿No pretenderás… 10 Ella asintió y yo me la quité. No creo que me estuviese tomando el pelo. Ver a su padre en pelotas no era precisamente una imagen que ella podría encontrar divertida, pero si lo hizo, no podría culparla. La había martirizado tanto con lo del ser una «románica» que aprovecharse de mi debilidad para humillarme era lo menos que podía esperar. Seguí con el ritual, invocando a la segadora, a la parca, al ángel de la muerte, los epítetos eran infinitos hasta que al final terminé. Cerré los ojos y recé, sí, recé después de invocar a la muerte, para que viniese a por él. Pero lo único que conseguí fue cabrear a Morfeo, porque cuando volví a abrir los ojos mi hermano me miraba incrédulo y sin saber qué hacer. Miré hacia a atrás para echarle la culpa a mi hija, pero esta ya había huido. Cría cuervos. Cuando iba a salir de la habitación corriendo, oí a Abel que pedía ayuda. Sus ojos de besugo no eran porque yo estuviese delante suya con la cara pintarrajeada y con la polla al aire, era porque estaba sufriendo una parada cardiorrespiratoria. Corrí a socorrerle y le hice un masaje cardiaco. Llamé a Loles, que entró asustada y a la que también casi se le para el corazón cuando me vio subido encima de él, botando para hacerle el masaje cardiaco y con una inoportuna erección debido a la adrenalina que corría por mi cuerpo. —Llama a una ambulancia. ¡Ya! Le mantuve vivo hasta que llegó. Lo llevaron al hospital y le acompañé en la ambulancia ataviado con una bata que pude coge antes de salir. Yo no soy religioso, pero no dejé de rezar durante el trayecto pidiendo que no se muriese. Por la mañana nos dejaron visitarle. Nos dijeron que había sufrido mucho y que era cuestión de horas. Cuando entré y le vi conectado al monitor, no pude evitar que una lágrima corriera por mi rostro. No sé todavía cómo pude intentar matarle, aunque fuese con un inane ritual. ¡Era mi hermano, joder! Me puse junto a él y le cogí la mano. Él me la apretó un poco, lo que pudo, pero fue suficiente. —Mucho mejor con pantalones—dijo con un hilillo de voz. Yo sonreí. —Nunca hemos sido grandes amigos y muchas veces nos hemos dejado llevar por la estupidez —le dije—. Pero ahora me doy cuenta de que tenías razón. En el fondo, somos todos iguales. Saqué el carné de Ezquerra Republicana y lo partí en mil pedacitos. 11 —El dinero es lo que manda en todos —tuve que reconocer. Mi hermano sonrió y me hizo bajar la cabeza para que le escuchase mejor. —Lo tuyo no fue por dinero, Casimiro, fue por tu familia. Esas palabras me hicieron llorar. Le di un fuerte abrazo espontáneo y me susurró al oído: —Quería que fuese una sorpresa, pero prefiero que lo sepas ya. El dinero que tengo, los diez mil euros, son todo para vosotros. Para que paguéis el bar y las letras atrasadas del piso. —¿Y tu entierro? —No quiero nada para mí que no podáis pagar. Al fin y al cabo la muerte nos iguala a todos, ¿no? En ese momento el pitido intermitente del monitor se convirtió en continuo y su corazón dejó de latir. Con lágrimas en los ojos le dije: —Puede ser que la muerte nos iguale a todos, pero desde luego no a ti hermanito. A ti la muerte sólo te ha ennoblecido. Epílogo Al final fue un duro golpe para mí. Quien lo hubiese dicho, pero todavía conmocionado tuve que ir al banco a sacar el dinero para preparar el funeral. Se encontraba guardado en una de esas entidades salvadas por el estado y alrededor de cuya sucursal se reunían los perjudicados por los desahucios. Entramos después de firmar una petición para la dación en pago. Nos recibió el director de la sucursal. Un tipo bien alimentado y que debía estar avisado de nuestra llegada. Nos condujo a su oficina y nos invitó a sentarnos. —La que tienen ahí liada —dije intentando ser cortés. —Ya sabe. La gente vive por encima de sus posibilidades y después la culpa la tiene cualquiera menos ellos mismos —me dieron ganas de responderle algo, pero me callé. Solo quería coger el dinero y salir de allí —. Bueno, veo que vienen a por la herencia de Abel Vivó. —Así es —asentí y cogí a Loles la mano. 12 —Su hermano era un gran hombre. Fíjese que cuando vino aquí buscando consejo para invertir su dinero, me dijo: «Son para mi familia a la que quiero con locura». Palabras textuales, lo juro — el gordo sonrió de una forma estúpida que no me gustó nada—. Y yo, bueno, nosotros, el banco, vamos, le aconsejó que invirtiera en una oportunidad única que teníamos en ese momento. Así que él aceptó —otra vez esa sonrisa nerviosa— y... —hizo una pausa dramática— bueno, invirtió todo su dinero en acciones preferentes. ¡Un diez por ciento de interés iba a recibir! ¡Imagínese que chollo! En ese momento mi cuerpo tomó vida propia y saltó por encima de la mesa para intentar golpearle, mientras mentaba a su madre y a toda su familia. Nos echaron del banco como a perros y al salir nos unimos a esa multitud que las cajas habían hecho que pasásemos de ser hermanos a ser primos. Preguntamos a abogados qué podíamos hacer, pero nos dijeron que si conseguíamos algo, sería dentro de varios años. Aun así el funeral lo celebramos. No iba a hacer con mi hermano lo que tuvimos que hacer con mi padre. Yo di el discurso de despedida. Fue muy aplaudido, a pesar de que relacioné el comportamiento de las cajas con nuestra tendencia innata al cainismo y a la picaresca. Cuando todos se fueron, entré para despedirme de mi hermano. Lo necesitaba después de todo lo ocurrido esos tres últimos meses. —No ha venido mucha gente, pero sí tus seres queridos. Hasta Franco y su cachorro al que no pudiste conocer están aquí para decirte adiós —Franco ladró—. Y bueno, al final hemos conseguido más o menos cumplir tus deseos. Hemos trabajado duro para hacerlo. Con cajas de fruta hemos construido este hermoso ataúd de madera. ¡De color caoba cómo tú querías! Y Silvia nos ayudó a hacer cientos de rosas rojas de papel cebolla. Sin embargo, esa maldita montera del dichoso diseñador Aldaba… —miré a los perros—. ¡Venid aquí! Les tiré una montera que tenía mi hermano por casa. El cachorro la cogió y empezó a morderla y deshilacharla por varios sitios. Cuando ya le había dado su «toque personal», la recogí del suelo. —Del cainismo debemos huir como de la peste, pero tal vez a la picaresca debemos darle una oportunidad. Una oportunidad creativa. Le puse a mi hermano la montera todo deshilachada en la cabeza. 13 —¡Vamos Franco! Franco acudió hasta mí y el cachorro se quedó atrás. —¡Aldaba! ¡Vamos Aldaba! El cachorro acudió hasta mí. —No pensarías que te iba a dejar sin tu montera de diseño exclusivo, ¿verdad? —dije sonriendo. Salí con los dos perros de la sala dejando a mi hermano descansando con su montera. El pequeño cachorrillo salió el último sin saber que había contribuido a cumplir el sueño de su amo al que nunca pudo conocer. FIN 14