Conmemoración de todos los fieles difuntos

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Conmemoración de todos los fieles difuntos
2 de noviembre de 2008
Lm 3, 17-26. Es bueno esperar en silencio la salvación del Señor.
Sal 129. Mi alma aguarda al Señor más que el centinela la aurora. De él viene la redención.
Rm 6, 3-9. Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él.
Jn 14, 1-6. Yo soy el camino, y la verdad, y la vida. Nadie va al Padre sino por mí.
Conocer a Dios, eso es recibir esperanza
Sólo Dios conoce la frontera entre la vida y la muerte, tanto que la muerte se convierte
en la puerta de la Vida. Es oportuno recordar una vez más que la llamada a la santidad nos
proyecta más allá de esta vida, la que está en nuestras manos y en la que ejercemos nuestra
libre responsabilidad. También en ella hay necesidad de purificación, de transformación
constante a partir del reconocimiento humilde de nuestras propias debilidades e
imperfecciones. Nuestro pecado tiene que ser superado, aniquilado para siempre ya que la
salvación está en Dios y nos llama a vivirla en su total plenitud. Hoy no es un día para el luto
o sólo para el recuerdo, sino para la esperanza. La razón es muy evidente y constituye la
buena noticia que hoy acogemos de corazón: «si nuestra existencia está unida a Cristo en
una muerte como la suya, lo estará también en una resurrección como la suya» (2ª lectura).
La llamada a la esperanza nos viene del mismo Jesús y con esta carta de presentación:
«Yo soy el camino, y la verdad, y la vida. Nadie va al Padre sino por mí» (Evangelio). Nuestra
mirada se fija en Él, solamente en Él. Jesús es la Palabra del Padre, la Palabra definitiva sobre
el hombre, sobre su vida y su muerte. Él abre nuestra vida a unas dimensiones insospechadas
que hacen que su caminar sea de cada vez más un avanzar en aquella fe que nos sitúa en un
horizonte de plenitud, en una proyección esperanzada de eternidad: «cuando vaya y os
prepare sitio, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo, estéis también
vosotros» (Evangelio). Es lo que hemos pedido a Dios en la oración inicial y seguiremos
pidiendo siempre: que, al confesar la resurrección de Jesucristo, tu Hijo, se afiance también
nuestra esperanza de que todos tus hijos resucitaran.
Nuestra humanidad, tan «humana», sin embargo, nos hacer percatar de que hay
muchos momentos en los que aparecen con fuerza aquellos interrogantes que crean en nuestro
interior una profunda inquietud. Son preguntas que expresan nuestro deseo de conocer, de
saber, también de saber qué decir, qué contestar cuando acechan las dudas. Será importante ir
afinando mediante la fe el deseo humilde y paciente de superarlas, pero sobretodo con la
voluntad de querer «conocer a Dios, al Dios verdadero, porque eso significa recibir
esperanza» (cf. Benedicto XVI, Carta encíclica Spe salvi, 3). El hecho es que la muerte va unida
siempre a un «por qué», más cercana al «misterio» que a la «evidencia». Y esto lo sabemos,
pero seguimos insistiendo. Con la muerte, la propia y la de los demás, aparece un
cuestionamiento radical, una ruptura única, espontáneamente no querida, signo de debilidad e
impotencia. Con frecuencia, se nos hace difícil tener la serenidad y la paz interior necesaria
para afrontar una realidad que aparece de repente. Más difícil aún si viene añadido el dolor de
la enfermedad, del abandono, de la catástrofe natural, del accidente o, lo que es aún peor, la
violencia y la injusticia. Ésta es la realidad tan «humana» de nuestra humanidad.
¿Dónde, cómo y en quién encontrar respuesta cuando cuesta tanto reaccionar y
hablar desde la fe? ¿Qué hacer para recibir esperanza? ¿Cómo llegar a conocer a Dios?
¿Con qué palabras y desde qué experiencia podemos explicar y compartir las razones
de nuestra esperanza cuando el tratamiento público que se da a la muerte «que acontece
cada dia» es por un lado el de puesta en bandeja sobre la mesa de nuestras casas en todos
los telediarios y noticias y, por el otro, mantenida a distancia, relegada al silencio y sin
posibilidad alguna de reflexión humanitaria o de testimonio creyente?
Todos sabemos y hemos conocido lo importante que es en estos momentos mantener
la calma, entrar en nuestro interior, buscar en Dios Padre sobretodo el consuelo, hacernos
solidarios y cercanos en el duelo, contagiar la «alegría de la fe». Por algo Jesús nos ha dicho
hoy una vez más: «No perdáis la calma: creed en Dios y creed también en mí. En la casa de
mi Padre hay muchas estancias, y me voy a prepararos sitio» (Evangelio). No dudemos nunca
de que está a nuestro lado, nos acompaña y puede responder por nosotros.
Cuando alguien a quien hemos amado y amamos se nos va y la proximidad de su
acostumbrada presencia se vuelve «lejanía» e incluso nos parece «desaparición», y tenemos la
dolorosa impresión de que algo o alguien también «muere» en nosotros, entonces aparece
Cristo resucitado que nos invita a vivir de una forma totalmente nueva, como la suya. En
este momento, la Iglesia que nos acoge y nos reúne como hijos, nos invita a rezar. Así, lo
diremos dentro de unos momentos al iniciar la Plegaria eucarística: «Te damos gracias
porque al redimirnos con la muerte de tu Hijo Jesucristo, por tu voluntad salvadora nos
llevas a nueva vida para que tengamos parte en su gloriosa resurrección» (Prefacio).
Hay que renacer a la esperanza. La Iglesia nos ayuda a ello y «enseña al hombre que
Dios le ofrece la posibilidad real de superar el mal y alcanzar el bien. El Señor ha redimido al
hombre, lo ha rescatado a caro precio (cf. 1Co 6,20). El sentido y el fundamento del
compromiso cristiano en el mundo derivan de esta certeza, capaz de encender la esperanza, a
pesar del pecado que marca profundamente la historia humana: la promesa divina garantiza
que el mundo no permanece encerrado en sí mismo, sino abierto al Reino de Dios. La Iglesia
conoce los efectos del «misterio de la impiedad» (2Tes 2,7), pero sabe también que «hay en la
persona humana suficientes cualidades y energías, y hay una “bondad” fundamental (cf. Gn
1,31), porque es imagen de su Creador, puesta bajo el influjo redentor de Cristo, “cercano a
todo hombre”, y porque la acción eficaz del Espíritu Santo “llena la tierra” (Sab 1,7)» (CDSI, 578;
cf. Juan Pablo II, Carta encíclica Sollicitudo rei socialis, 47).
Por la resurrección de Cristo y nuestra existencia unida a la suya, hay, pues, motivos
para la esperanza en una vida en Dios para siempre. Porque, como dice san Pablo, «nuestra
vieja condición ha sido crucificada con Cristo quedando destruida nuestra personalidad de
pecadores y nosotros libres de la esclavitud del pecado; porque el que muere ha quedado
absuelto del pecado» (2ª lectura). Nuestra sensibilidad hacia nuestros hermanos difuntos e
incluso hacia nuestra propia muerte no puede perderse en el vacío del sin sentido o en la
indiferencia, sino que puede ser reforzada por aquella confianza que proviene del amor y que
nos proyecta hacia una vida por siempre en Dios. Dice Benedicto XVI que «el hombre es
redimido por el amor, que el ser humano necesita un amor incondicionado y que la verdadera,
la gran esperanza del hombre que resiste a pesar de todas las desilusiones, sólo puede ser Dios,
el Dios que nos ha amado y no sigue amando «hasta el extremo», «hasta el total
cumplimiento» (cf. Jn 13,1; 19,30). Quien ha sido tocado por el amor empieza a intuir lo que
sería propiamente «vida» (cf. Benedicto XVI, Carta encíclica Spe salvi, 26-27).
La celebración de la Eucaristía, ofrecida en sufragio por nuestros hermanos difuntos,
junto con nuestra oración confiada, es una vez más fuente de gracia, de reconciliación y de
perdón y da fuerza a nuestra esperanza porque anticipa los frutos de la redención para toda la
humanidad. Jesús ha venido para que tengamos vida y la tengamos en plenitud.
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