LA IDEA PSICOLÓGICA DEL HOMBRE VIKTOR E. FRANKL Rialp

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LA IDEA PSICOLÓGICA
DEL HOMBRE
VIKTOR E. FRANKL
Rialp, Madrid 1984, 220 pp.
PRÓLOGO
En mis años de juventud conocía a Sigmund Freud y a Alfred Adler y fui invitado por ambos para
colaborar con artículos en sus revistas internacionales de psicoanálisis y de psicología individual (los cuales fueron publicados en 1924 y 1925). Los modos freudianos y adlerianos de ver la psicoterapia eran
diametralmente opuestos uno del otro. Pero este es un fenómeno general. Cada vez que abrimos el libro
de historia de la psicoterapia nos enfrentamos con dos imágenes del ser humano, por así decirlo, que no
solo difieren entre sí, sino que incluso de contradicen la una a la otra.
Figura 1
Figura 2
Si simbolizamos tales contradicciones mutuas por un cuadrado y un círculo en páginas opuestas,
puede ocurrir lo que sabemos de la matemática: el problema de cuadratura del círculo está demostrado
que es insoluble. Pero si colocamos la página izquierda en forma perpendicular a la otra, podemos imaginar al cuadrado y al círculo como proyecciones bidimensionales de un cilindro tridimensional, que representan su vista de perfil y su plano de base. Las contradicciones entre las imágenes dejan de contradecir la
unicidad de lo que ella representan.
Otra contradicción desaparece tan pronto como concebimos las imágenes como meras proyecciones.
Si suponemos que el cilindro no es un sólido, sino más bien un recipiente abierto –digamos, un vaso vacío- esta cualidad de abierto también desparece en las dimensiones inferiores: ambos, el cuadrado y el
círculo son figuras cerradas. Pero tan pronto como las vemos como meras proyecciones, sus cualidades de
cerrados dejan de contradecir la cualidad abierta del cilindro. Este símil se aplica también a nuestra concepción del ser humano, a nuestra teoría antropológica, en tanto ella -explícita o implícitamente- está presente en nuestra práctica psicoterápica. Las contradicciones entre las distintas imágenes del ser humano,
tales como son presentadas por las distintas escuelas psicoterapéuticas, no pueden ser superadas, salvo
que avancemos hasta la próxima dimensión superior. Mientras permanezcamos en las dimensiones fisiopsicológicas en las cuales hemos proyectado la persona humana no hay esperanza de un concepto unificado. Solamente si nos abrimos hacia una dimensión superior, la dimensión humana con sus fenómenos específicamente humanos; sólo si seguimos a la persona humana en esta dimensión, es posible captar su
unicidad, así como su humanidad. Entrar a la dimensión humana se convierte en obligatorio si queremos,
liberar o dejar fluir aquellos recursos que están disponibles únicamente en la dimensión humana, a fin de
incorporarlos a nuestro arsenal terapéutico.
LOS RECURSOS HUMANOS
Entre esos recursos, dos son los más relevantes para la psicoterapia: la capacidad humana de autodistanciamiento y de autotrascendencia.
Autodistanciamiento
El autodistanciamiento es la capacidad de poner distancia de las situaciones exteriores, de ponernos
firmes en relación a ellas; pero somos capaces no solamente de poner distancia con el mundo, sino también con nosotros mismos. Esta capacidad es movilizada en la técnica logoterapéutica de la intención paradojal. Yo comencé a practicarla en 1929 en el Hospital psiquiátrico de la Escuela de Medicina de la
Universidad de Viena, la publiqué por primera vez en 1939 y acuñé el término «intención paradojal» en
1947.
El siguiente pasaje de ese libro, escrito hace treinta y tres años, muestra los fundamentos teóricos sobre los cuales está basada la intención paradojal. (La cita también puede tender un puente de entendimiento mutuo entre los logoterapeutas y los terapistas behavioristas.) «Todas las psicoterapias orientadas psicoanalíticamente conducen principalmente al descubrimiento de las condiciones primarias del "reflejo
condicionado” por las cuales la neurosis puede ser bien comprendida. O sea, la situación -exterior o interior en la cual un determinado síntoma neurótico emergió por primera vez. Es la tesis del autor, sin embargo, que la neurosis madura o completamente desarrollada está determinada no solamente por las condiciones primarias, sino también por condiciones secundarias. Este reforzamiento, a su vez, está causado
por el mecanismo de retroalimentación (feedback) llamado angustia expectante. Por tanto, si deseamos
recondicionar un reflejo condicionado, debemos romper el círculo vicioso formado por la angustia expectante, y éste es el verdadero objetivo logrado por nuestra técnica de intención paradojal.»
1 evoca
3.refuerza
Síntoma
Fobia
2 provoca
Figura 5. El primer círculo vicioso: Fobias
Esta técnica ofrece por sí misma un tratamiento de las neurosis fóbicas y obsesivo-compulsivas. En
las fobias, un determinado síntoma evoca en el paciente una fobia en la forma de miedo o temerosa expectación de su recurrencia; esta fobia provoca la real presentación actual del síntoma, y la recurrencia del
síntoma refuerza la fobia.
En algunos casos, el objeto de la «expectación temerosa» es el miedo mismo. Nuestros pacientes hablan espontáneamente de «miedo al miedo». Mediante un interrogatorio más detallado, se descubre que
ellos temen las consecuencias de su miedo: desmayos, problemas coronarios o ataques fulminantes. Como
puntualicé en 1953, ellos reaccionan a su «miedo al miedo», por una «escapada del miedo» -lo que podríamos llamar un esquema de conducta de evasión. En 1960 llegué a la convicción de que las «fobias
eran parcialmente debidas a la conducta de evitar las situaciones en las cuales surge la ansiedad»
Esa tesis ha sido confirmada por terapeutas behavioristas en muchas ocasiones.
Junto con el esquema fóbico que nosotros hemos descrito como “escape del miedo”, un segundo esquema –el esquema obsesivo compulsivo- está caracterizado como “luchas contra las obsesiones y compulsiones”. Los paciente tienen miedo de de llegar a suicidarse o cometer un homicidio, o que las extrañas
ideas que les atormentan puedan ser precursoras, o incluso ya los síntomas de la psicosis. Estos pacientes
tienen miedo, no del miedo mismo, sino de ellos mismos.
De nuevo en estos casos se establece un círculo vicioso. Cuanto más luchan los pacientes contra sus
obsesiones y compulsiones, más fuertes se hacen estos síntomas. La presión induce a una contrapresión, y
la contrapresión a la vez incrementa la presión
Para quebrar estos círculos viciosos, lo primero que hay que hacer es dejar de alimentar la angustia
expectante que está subyacente, y ése es principalmente, el objetivo de la intención paradojal. Los pacientes son alentados para hacer o para desear que ocurran justamente las cosas que ellos temen, burlándose
de ellas. «Un elemento integral en la intención paradojal», escribe Lazarus, es la provocación deliberada
del humor. Después de todo, el sentido del humor es un aspecto de la capacidad específicamente humana
de autodistanciamiento. Ningún animal es capaz de reírse.
En la intención paradojal, sin embargo, los pacientes son invitados a exagerar sus miedos y ansiedades actuando con formulaciones tan llenas de humor como sea posible. Se citan numerosos ejemplos
en la bibliografía pertinente.
Hand y otros que trataron agorafobias crónicas de pacientes yen grupo, observaron que los pacientes
usaban espontáneamente el humor, como un extraordinario recurso de superación: «cuando el grupo
completo estaba asustado, alguien rompía el hielo con una broma, que era recibida con una carcajada de
alivio. Podría decirse que ellos reinventaron la intención paradojal.
La intención paradojal ha sido efectiva aun en casos severos. Lamontagne curó un caso de una eritrofobia incapacitante que había persistido durante doce años, en cuatro sesiones. Niebauer trató con éxito a
una mujer de sesenta y cinco años que había sufrido de compulsión de lavarse las manos durante sesenta
años. Jacobs cita el caso de la señora K, quien durante quince años había sufrido de una grave claustrofobia y fue curada en una semana. Su tratamiento fue una combinación de intención paradojal, relajación y
desensibilización, demostrando este hecho que la intención paradojal, o en su caso la logoterapia, de ninguna manera invalida otra psicoterapia previa o combinada, sino que más bien ofrece un medio para sumar o potenciar sus efectos correspondientes. En el mismo sentido, Ascher apunta que «muchos enfoques
terapéuticos tienen técnicas específicas», y que «dichas técnicas no son especialmente útiles ni relevantes
para sistemas terapéuticos alternativos». Hay «una notable excepción en esta observación» y es la intención paradojal. «Es una excepción, porque muchos profesionales representando una amplia variedad de
enfoques diferentes de la psicoterapia han incorporado esta intervención en sus sistemas, tanto práctica
como teóricamente.»
De hecho, «en las últimas dos décadas la intención paradojal se ha hecho popular para una gran variedad de terapeutas» que han quedado «impresionados por la eficacia de la técnica». Más importante aún,
«se han desarrollado técnicas behavioristas, que parecen ser la traducción de la intención paradojal en
términos de aprendizaje».
Ascher y Turner fueron los primeros en presentar una «comprobación experimental controlada de la
eficacia clínica» de la intención paradojal en comparación con otras estrategias behavioristas. Solyom y
otros también comprobaron experimentalmente que la intención paradojal es efectiva.
Autotrascendencia
La segunda capacidad humana, la de la autotrascendencia, denota el hecho de que el ser humano
siempre apunta y se dirige a algo o alguien distinto de sí mismo -para realizar un sentido o para lograr un
encuentro amoroso en su relación con otros seres humanos. Sólo en la medida en que vivimos expansivamente nuestra autotrascendencia, nos convertimos realmente en seres humanos y nos realizamos a nosotros mismos. Esto siempre me hace recordar el hecho de la capacidad del ojo de percibir visualmente el
mundo que le rodea, la que irónicamente es contingente de su incapacidad para percibirse a sí mismo. Cada vez que el ojo ve algo de sí mismo, su función está perturbada. Si yo estoy afectado por una catarata,
veo una nube -mi ojo ve su propia catarata-. O si estoy afectado por un glaucoma, veo un halo como el arco iris alrededor de las luces, es como si mi ojo percibiera la tensión ocular aumentada producida por el
glaucoma. El ojo que funciona normalmente no se ve a sí mismo, no se percibe a sí mismo. Análogamente, nosotros somos humanos en la medida que somos capaces de no vernos, de no notarnos y de olvidarnos de nosotros mismos dándonos a una causa para servir, o a otra persona para amar. Sumergiéndonos en
el trabajo o en el amor, nos estamos trascendiendo, y por tanto nos estamos realizando a nosotros mismos.
Se ha planteado la pregunta de por qué una cualidad fundamental de la condición humana cual es la
de autotrascendencia ha sido tan ampliamente ignorada por la psicología. Tal como yo lo entiendo, esto
tiene algo que ver con la ley de Heisenberg, la cual, reformulada un poco libremente, dice: La observación de un proceso influye sobre dicho proceso inevitable y automáticamente. Algo similar es válido en
relación con la observación de la conducta humana realizada en forma estrictamente científica (más bien
que fenomenológica): esta observación no puede evitar el transformar un sujeto en un objeto. Pero, ¡ay!,
es propiedad inalienable de un sujeto la de dirigirse a objetos propios del sí-mismo. De acuerdo con la
terminología de la fenomenología de Brentano-Husserl-Scheler, ellos se denominan «objetos intencionales» o «referentes intencionales».
En forma más comprensible, en el momento en que el sujeto se transforma en objeto, sus objetos
propios desaparecen. Y como los «referentes intencionales» forman «el mundo en el cual un ser humano
es», en el sentido de «ser-en- el mundo» (para usar la frase de Heidegger, frecuentemente mal empleada),
resulta así que el mundo se cierra tan pronto como a una persona se la deja de ver como a un ser que actúa
en el mundo y se la ve más bien como un ser que reacciona a estímulos (modelo behaviorista) o que manifiesta tendencias e instintos (modelo psicodinámico). En ambos casos, el ser humano es tratado como
una moneda carente de mundo, como un sistema cerrado, tal como se representa en la Fig. 3; la cualidad
de abierto del vaso desaparece al proyectarlo en dimensiones inferiores.
La conducta humana, entonces, es realmente humana en la medida en que ella significa «actuar en el
mundo». Esto, a su vez, implica ser motivado por el mundo. De hecho, el` mundo hacia el cual un ser
humano se trasciende a sí mismo es un mundo pleno de sentidos (que constituyen las razones y motivaciones para actuar) y lleno de otros seres humanos (que constituyen las personas para amar). Tan pronto
como proyectamos al ser humano a la dimensión de una psicología que sea concebida en forma estrictamente científica, lo recortamos, lo separamos del medio; de las motivaciones potenciales. Lo que queda,
en lugar de razones y motivaciones, son causas. Las razones me motivan para actuar en la forma que yo
elijo. Las causas determinan mi conducta inconscientemente, sin saberlo, tanto si las conozco como si no.
Cuando al cortar cebollas lloro, mis lágrimas tienen una causa, pero yo no tengo una razón, un motivo para llorar. Cuando pierda a un amigo, tengo una razón para llorar.
Y cuáles son las causas que le quedan al psicólogo con ceguera para la autotrascendencia y, consecuentemente, para la captación de sentidos y razones? Si es un psicoanalista, querrá sustituir los motivos
por ciertas tendencias e instintos como causas de la conducta humana. Si es un behaviorista, querrá ver en
la conducta humana el mero efecto de los procesos de condi- cionamiento y aprendizaje. Si no existen
1
sentidos ni razones, ni elecciones, deben suponerse otros de- terminantes,
de una manera a otra, para
reemplazarlos.
¿En tales circunstancias, la condición misma de humanidad se deja de lado en la observación de la
conducta humana. Si la psicología, o en este caso la psicoterapia, ha de ser rehumanizada, debe hacerse
siendo conscientes de la autotrascendencia más bien que ignorándola.
Un aspecto importante de la autotrascendencia es lo que se llama en logoterapia «la voluntad de sentido». Si queremos encontrar y vivir plenamente un sentido en nuestra vida, seremos felices y al mismo
tiempo capaces de superar el sufrimiento. Si podemos encontrar un sentido, estamos preparados para dar
nuestra vida por ese sentido. Por otro lado, si no podemos ver un sentido, estamos inclinados a quitarnos
la vida, aun en medio y a pesar de todo el bienestar y la opulencia que nos rodee. Considérese la cifra creciente de suicidios en países de alto nivel de vida, como Suecia y Austria.
Para citar a L. Bachelis director del Centro Behaviorista de Nueva York, «muchos de los que seguían terapias en el Centro contaban que ellos tenían un buen trabajo, que tenían éxito, pero querían suicidarse porque encontraban sus vidas carentes de sentido». Yo no pretendo afirmar que la mayoría de los
suicidios se consuman porque hay un sentimiento de falta de sentido, pero estoy convencido de que la
gente superaría sus impulsos de suicidarse si encontrara un sentido a sus vidas. Se tienen los medios para
vivir, pero no un sentido por el cual vivir. La logoterapia encara francamente la situación a la que nos veremos enfrentados en una «sociedad post-petróleo» e incluso «tiene especial relevancia durante esta crítica transición».
Contrarrestar la hiperreflexión
La felicidad no es solamente el resultado de la plenificación de un sentido, sino también, en un aspecto más general, es un efecto colateral, no buscado, de la autotrascendencia. Por tanto, no puede ser
«perseguida», sino que, antes bien, sobreviene. Cuanto más aspiramos a la felicidad - y al placer, tanto
más erramos nuestro objetivo. Esto se hace más palpable en el placer sexual, siendo característico del esquema de la sexualidad neurótica el que la gente se esfuerce directamente para lograr experiencias o realizaciones (performances) sexuales. Los pacientes masculinos tratan de demostrar su potencia, y los femeninas, su capacidad de orgasmo. En logoterapia hablamos de «hiperintención» en este contexto. Debido a que la hiperintención va a menudo acompañada por lo que nosotros en logoterapia llamamos «hiperreflexión», o sea, autoobservación excesiva, resulta que la hiperintención e hiperreflexión juntas forman
todavía otro círculo vicioso -el tercero.
Para romper el círculo, deben ponerse en juego las fuerzas centrífugas. La hiperreflexión puede contrarrestarse con la técnica logoterápica de la «derreflexión»: los pacientes, en lugar de observarse a sí
mismos, deben olvidarse de sí. Pero no pueden olvidarse de sí mismos salvo que se den a otro.
Repetidamente sucede que la hiperintención de obtener una realización (performance) sexual está
causada, por la orientación de los logros sexuales del paciente y por la tendencia a asignar al intercambio
sexual una «cualidad de exigencia, de obligación». Eliminar esto es el propósito de una estrategia logoterápica que se suma a la técnica de la derreflexión.
Tres caminos hacia el sentido
El sentimiento de falta de sentido no solamente subyace en la triada de la neurosis masiva de esta
época: depresión, drogadicción, agresión, sino que también puede concretarse en lo que nosotros los logoterapeutas llamamos «neurosis noógenas». Hasta ahora, diez investigadores, independientemente unos de
otros, han estimado que alrededor del 20 por 100 de las neurosis son noógenas. En estos casos, la logoterapia ofrece un procedimiento específico para ayudar al paciente a encontrar sentido. La logoterapia está
basada en una logoteoría, y la logoteoría, a su vez, está fundamentada empíricamente. El logoterapeuta
nunca prescribe sentido, pero puede muy bien describir las formas en que el proceso de la percepción de
sentido es realizado algo o realizar el encuentro con alguien el sentido puede ser hallado no sólo en el trabajo, sino también en el amor.
Weisskopf-Joelson observa en este contexto que la noción logoterapéutica «de que la experiencia
vivencial puede ser tan valiosa como la realización en terapéutica porque compensa nuestro unilateral énfasis en el mundo externo de las realizaciones a expensas del mundo interno de la experiencia vivencial
interior».
Más importante, sin embargo, es la tercera ruta hacia el sentido, la de las actitudes. Incluso si somos
víctimas indefensas de una situación desesperada, enfrentándonos a un destino que no podemos cambiar,
nos es factible elevarnos, crecer sobre nosotros mismos, y con ello cambiarnos a nosotros mismos. Podemos transformar una tragedia personal en un triunfo humano.
Pocos años después de la segunda guerra mundial, un doctor examinaba a una mujer judía que llevaba un brazalete hecho con dientes de niños, montados en oro. «Un hermoso brazalete», observó el médico. «Sí -respondió la mujer--, este diente pertenecía a Miriam, éste a Esther y este otro a Samuel...» La
mujer mencionaba los nombres de sus hijas e hijos según sus edades. «Nueve hijos -agregó-, y a todos
ellos los llevaron a la cámara de gas. Horrorizado el médico preguntó: ¿Cómo puede usted vivir con tal
brazalete? La mujer judía respondió tranquilamente: “Ahora estoy al cargo de un orfanato en Israel”.
Durante un cuarto de siglo dirigí el departamento neurológico de un hospital general y fui testigo de
la capacidad de los pacientes para transformar sus limitaciones en realizaciones humanas. Vi jóvenes que
hacía poco eran guías de montaña en los Alpes austríacos o conducían una moto Yamaha y hoy están paralizados del cuello para abajo. O muchachas que ayer estaban bailando en una discoteca y hoy diagnosticadas con tumor cerebral. P. L. Starck, una nurse que trabaja en Alabama, me informó del siguiente caso:
Tengo como paciente a una mujer de 22 años que resultó herida a los 18. Por un disparo cuando iba
camino del almacén. Solo puede realizar tareas mediante una varilla que maneja con la boca. Nuestra joven percibe con claridad un objetivo en su vida. Lee los periódicos y mira la televisión buscando relatos o
historias de personas con problemas y les cribe (tecleando en la máquina con la varilla de su boca) para
darles palabras de, consuelo, de ánimo y de aliento.
Debido a que el sentido puede «extraerse» incluso del sufrimiento, la vida demuestra estar potencialmente plena de sentido, literalmente hasta nuestro último aliento. De ninguna manera, sin embargo,
el sufrimiento es imprescindible para encontrar sentido. Pero el sentido es posible, aun a pesar del sufrimiento. Esto es cierto, por supuesto, sólo para sufrimientos inevitables. Si fueran evitables, lo sensato sería eliminar su causa, ya sea psicológica, biológica o política. Sufrir innecesariamente es masoquismo, no
heroísmo: Pero si no podemos cambiar la situación que causa nuestro sufrimiento, sí nos es posible elegir
nuestra actitud ante el mismo. No olvidaré una entrevista que escuché en la televisión austríaca a un cardiólogo polaco que durante la segunda guerra mundial había organizado el levantamiento del ghetto de
Varsovia. «Qué hecho heroico», exclamó el entrevistador.
«Escuche -replicó serenamente el doctor-, tomar un arma y disparar alrededor de uno no es gran cosa, pero si las S.S le conducen a una cámara de gas o a una sepultura común para ejecutarlo allí mismo y
usted no puede hacer nada al respecto salvo mantener erguida la cabeza y caminar con dignidad, vea usted, eso es lo que yo llamo heroísmo.1
La vida está potencialmente llena de sentido en cualquier situación, sea agradable, placentera o miserable, y precisamente esta piedra angular de la logoterapia ha sido corroborada sobre bases estrictamente
empíricas, mediante tests y estadísticas aplicadas a decenas de miles de sujetos» El resultado general; fue
que, en principio, el sentido es accesible a cada uno, independientemente del sexo, edad, cociente intelectual, antecedentes educacionales, estructura del carácter y medio ambiente, independientemente de si uno
es religioso o no, y en caso de ser religioso, independientemente de la confesión a la que uno pertenezca.
Las personas que, padeciendo de síntomas obsesivo-compulsivos y fobias, pueden ser ayudadas por
la intención paradojal, son una minoría. Pero la mayoría no es una mayoría silenciosa. Para aquellos que
saben escuchar, es más bien una mayoría que clama, ¡que clama por un sentido! Por demasiado tiempo
este clamor no ha sido escuchado. Pero una psicoterapia que se coloque «en camino de una rehumanización» deberá prestar oídos al no escuchado grito por un sentido.
1
Un estudio empírico realizado por un instituto de la opinión pública en Austria evidencia que los
individuos que son tenidos en mayor estima por la mayoría de las personas entrevistadas no eran los
grandes artistas, ni los grandes científicos, ni los grandes hombres de Estado, ni las grandes figuras deportivas, sino aquellos que habían sido capaces de afrontar una dificultad con dignidad.
PRIMERA CONFERENCIA
El verse ante la tarea de hablar sobre la contribución de la Psicoterapia al concepto de hombre, hoy vigente,
significa estar colocado ante una alternativa, es decir, ante la necesidad de escoger entre una exposición fundamentalmente histórica o una exposición fundamentalmente sistemática. Ahora bien, esta alternativa llega a ser
realmente penosa, si se tiene en cuenta que, en el caso que nos ocupa, por sistemática habría de entenderse en
realidad una plurisistemática; en efecto, en pocas ocasiones podría repetirse con tanta justicia, como en lo referente al estado actual de los conocimientos y técnicas psicoterapéuticas, aquel conocido dicho, que adaptado a nuestro caso sonaría así: Quot capita, tot systemata.
En otros términos sería un intento desmesurado el que yo pretendiese ahora dar cuenta, aunque sólo fuera de
los principales sistemas psicoterapéuticos hoy en uso, prescindiendo de que ello significaría una desconsiderada
exigencia a la paciencia de mis oyentes; más aún, un menosprecio de sus conocimientos sobre el particular. En
vista de ello, me he decidido a tratar el tema no tanto histórica, ni aun sistemática, sino críticamente. Quiero además advertir que esta crítica ni ha de ser limitada a uno de los grandes sistemas, ni tampoco se ha de extender al
conjunto de cada uno de ellos. Lo único viable en este caso será, pues, elaborar un denominador común a todos
ellos, en el sentido de denunciar el origen de los peligros y errores que les son comunes a todos. Espero que a lo
largo de mis explicaciones quede aclarado hasta qué punto ha de verse el origen de los peligros y errores inherentes a la Psicoterapia de hoy en un psicologismo dinámico, que en mayor o menor grado les afecta siempre. Y
quienes menos han logrado mantenerse alejados, o liberarse al menos, de todo psicologismo han sido precisamente los tres clásicos de la sistemática psicoterapéutica, a saber: Freud, Adler y Jung. Pero teniendo presente que la
Psicoterapia de hoy se asienta sobre tres pilares: el psicoanálisis, la psicología individual y la psicología analítica,
no estará de, más -a pesar de los reparos expuestos- echarles una rápida ojeada.
Freud es simplemente «el» pionero, por lo que se refiere a la Psicoterapia en sí misma, y «el» genio en lo referente a su propia persona. Si yo tuviera que precisar, digamos sobre la marcha, en qué consiste lo que Freud nos
legó de auténtica enseñanza, diría, sin titubear, que Freud tiene el mérito dé haber planteado la pregunta sobre el
«sentido», prescindiendo ahora de si la formuló en el sentido en que nosotros lo hacemos, e incluso de si ha dado
o no una respuesta a esta cuestión. Pero en cuanto que lo hizo, estuvo bien dentro del espíritu de su época y esto
en un doble aspecto: primeramente, en sentido material, en cuanto que Freud quedó enmarañado en el ambiente,
de un lado mojigato y lascivo de otro, que dominaba en su época, en la llamada cultura victoriana de terciopelo, y
en segundo lugar, también en sentido formal, por cuanto todas sus concepciones se basan en un modelo mecanicista, que no por llamarle dinámico -usando un eufemismo- resulta un ápice más aprovechable.
Lo que primordialmente preocupaba a Freud era llegar a develar el sentido de los que en su tiempo se llamaban «síntomas histéricos» --hoy diríamos síntomas neuróticos-, y esto le forzó a adentrarse en el terreno de lo inconsciente en la vida psíquica,, y : de este modo hacer comprensible ni más, ni menos que toda una dimensión de
esta realidad. El que nosotros podamos ver ahora dentro del ámbito de lo «inconsciente» y constatemos allí la
existencia de algo más que simples tendencias en forma de inconsciente instintivo, el que más allá y por encima
de todas estas instancias inconscientes hayamos podido percibir la existencia de un inconsciente espiritual, de una
espiritualidad, de una moralidad, más aún, de una religiosidad inconscientes, esto ya es otra cuestión, y no resta
mérito a la proeza histórica que vemos en la obra y en la doctrina de Freud.
Para Freud, el ser inconscientes era precisamente el sentido que tenían los síntomas histéricos, en cuanto que
se trataba no de algo «olvidado», sino de algo «reprimido», es decir; de algo relegado a lo inconsciente precisamente porque en esto que había llegado a ser, o se había hecho inconsciente, se trataba de algo desagradable. Pero
desagradables o molestos lo eran precisamente ciertos contenidos de conciencia, al ser referidos al sistema de
coordenadas de aquella cultura victoriana de terciopelo a la que poco más arriba hacíamos referencia. Así se comprende fácilmente que lo que en primer término había de interesar al tan ruboroso paciente de finales de siglo era
precisamente el inhibir lo sexual, aunque hemos de tener muy presente que el concepto de sexualidad es para el
psicoanálisis de mayor, extensión que el ámbito de lo genital, por un lado, mientras que por otro es de menor extensión que el concepto de Libido acuñado por Freud.
Para el psicoanálisis, la neurosis lleva, en definitiva, a una situación de «compromiso», al compromiso entre
tendencias encontradas, conflictuales, o bien entre las mutuas exigencias de diversas instancias intrapsíquicas,
como las del ello; el yo y el super-yo, usando la terminología del psicoanálisis. Mas también es un compromiso lo
que, constituye la esencia de lo que Freud llamaba intentos fallidos, y en último término, la esencia de los sueños.
Cuando, por ejemplo, un antiguo nacionalsocialista cuenta cómo en un hospital de mal nombre, por haber sido an-
tes un centro donde se practicaba la eutanasia, los enfermos son «eliminados»--y no «acogidos»2 - o cuando un
político socialista habla, no sobre la «anticoncepción», sino sobre la «conjuración de la miseria» -de lo que también yo mismo he sido testigo-, resulta evidente que en ambos casos se ha logrado imponer, y aflorar a la conciencia algo que había caído víctima de la represión, o cuando menos a ello estaba condenado.
Por lo que se refiere a los sueños, se llega a una situación; de compromiso, a causa de la llamada censura de
los sueños. Es de advertir que a Max Scheler cabe el honor de haber sido el primero en llamar la atención sobre
este punto álgido del psicoanálisis, es decir, sobre la aporía que representa este concepto de «censura de los sueños». La aporía consiste en que la instancia, que durante el sueño reprime, censura y sublima, no puede provenir
en modo alguno de los instintos, porque éstos son justamente el quod u objeto de la inhibición y no pueden ser en
consecuencia el «quien» o sujeto de la misma. A los alumnos que asisten a mis clases les suelo aclarar este punto,
recordándoles que aún no se conoce el caso de un río que haya construido su propia presa de contención.
Pero no solamente en lo referente a la «Genealogía de la Moral» ha caído en error el Psicoanálisis, con su hipotética reducción de la misma a la represión de lo instintivo, también ha fallado en lo referente a la teleología que
dirige la realidad psíquica, por cuanto el Psicoanálisis reduce el campo visual al suponer que el principio de la
homeóstasis, tomado de la Biología, era vigente sin más, no sólo en el ámbito de la naturaleza, sino también en el
de la cultura. Esto equivaldría a decir llanamente que el hombre . está por naturaleza orientado, o lo que es lo
mismo, que toda la actividad humana se puede dirigir a «liquidar y someter las magnitudes de estímulos o de excitaciones que, procedentes de dentro y fuera, llegan hasta él», a cuyo «intento sirve el aparato anímico» (S. Freud,
Gesammelte Werke XI, 370). «Los conceptos fundamentales de la motivación humana están pensados por Freud
en sentido de. la homeóstasis, es decir, Freud explica cualquier acción como encaminada al restablecimiento de un
equilibrio perdido. Sin embargo, la hipótesis de Freud, basada en la Física de su tiempo, según la cual la única
tendencia, fundamental y primaria, del ser vivo sería el relajamiento, no está de acuerdo con la realidad. El crecimiento. y la reproducción son fenómenos que se resisten a ser aclarados solamente a base del principio de la homeóstasis» (Charlotte Bühler, Psychologische Rundschau, t. VIII, 1, 1956).
En consecuencia, ni aun en el ámbito de lo puramente biológico tiene validez el principio de la homeóstasis,
por no hablar de la dimensión psico-noológica del hombre. «El hombre que crea, por citar un ejemplo, instala lo
que hace y lo que produce en una realidad positivamente concebida, mientras que en la tendencia a conservar un
equilibrio, del que se acomoda a algo, la realidad es concebida de modo negativo» (1. c.). También Gordon W.
Allport toma una actitud crítica y polemista frente al principio de la homeóstasis: «Motivation is regarded as a
state of tenseness that leads us to seek equilibrium, rest, adjustment, satisfaction, or homeostasis. From this point
of view personality is nothing more than our habitual modes of reducing tension. This formulation, of course, is
wholly consistent with empiricism's initial presupposition that man is by nature a passive being, capable only of
receiving impressions from, and responding to external goals. This formula, while applicable to opportunistic adjustments, falls short of representing the nature of propriate striving. The characteristic feature of such striving is
its resistance to equilibrium, tension is maintained rather than reduced».
Alfred Adler, en oposición a Sigmund Freud, se salé del terreno de lo psicológico para recurrir de momento a la
Biología, y tomar de allí su concepto de la «inferioridad del órgano». Esta, en cuanto fenómeno somático, lleva
como reacción psíquica as «sentimiento de inferioridad», pero no sólo ante la inferioridad orgánica, sino también
ante la constitución enfermiza, la debilidad y la fealdad. A su vez, el sentimiento de inferioridad busca su compensación,. bien sea en el ámbito de lo social, o lo que es lo mismo en su correlato psíquico el «sentimiento de sociabilidad» -aquí se pone de manifiesto cómo saliéndose de la esfera de lo biológico se introduce un elemento sociológico-, o bien sucede que se llegue a una compensación o incluso a una supercompensación del sentimiento de
inferioridad, más allá y fuera ya del ámbito de lo social, en cuyo caso, y siguiendo las teorías de la Psicología Individual, se ha tocado ya la esencia de la neurosis. A la petición de principio de unos instintos que se frenan a sí
mismos, según veíamos en el Psicoanálisis, corresponde ahora otra petición de principio, a cargo esta vez de Alfred Adler, puesto que, según su doctrina, no es algo personal, sino lo social mismo quien decide la actitud y postura del hombre ante la sociedad: lo decisivo en este sentido son el medio ambiente, el entorno y la educación del
hombre, si hemos de creer a la Psicología Individual.
Al hablar de C. G. Jung y de su Psicología Analítica no recalcaremos lo suficiente el mérito que supone el que
en su tiempo -y esto quiere decir en los primeros años del siglo- se haya aventu rado a definir la neurosis como «el
2
Freud insiste con frecuencia sobre el papel importante que desempeña el idioma en la elaboración de los
sueños, y ello se ha de tener en cuenta para su interpretación; lo mismo vale decir sobre los intentos fallidos. Sólo un enfermo de habla alemana pudo decir «umgebracht» (=eliminados), en lugar de «untergebracht» (= acogidos). (N. del T.)
padecimiento de la psiquis que no ha encontrado su sentido». Claro que tanto más seductor es el psicologismo
analítico anclado en la Psicología Analítica. El mérito de haberlo puesto al descubierto corresponde principalmente al barón de Gebsattel, quien en su obra Christentum und Humanismus (Stuttgart, 1947) valora y define a la persona como la instancia supra-psicológica que él echa de menos precisamente en la imagen que Jung nos ofrece del
hombre. Según él, es la persona, por sí sola y orientada por los módulos que le son propios, la única capaz de poner orden aun en el caos de motivaciones religiosas y «experiencias internas» que le presenta el subconsciente,
pues es ella quien acepta o rechaza. Sin embargo, continúa diciendo, falta en esta concepción del hombre la instancia que decide ante los «productos del inconsciente». Dios es aquí querido, pero no con la decisión de la fe. «Si
esto no es psicologismo -concluye V. Gebsattel como conclusión de su argumentación-, entonces con el mismo
derecho se podría llamar margarita a un elefante y justificarse diciendo que uno es botánico» (pág. 36).
Duras palabras tiene también Schmid para la Psicología de Jung cuando la rechaza y le echa en cara el haberse convertido en una especie de religión. Los nuevos ídolos serían aquí los arquetipos, puesto que solamente la referencia a ellos conferiría un sentido a la vida. El último asidero metafísico del hombre estaría en sí mismo, y su
«Psiquis» vendría a ser algo así como un moderno Olimpo poblado por Dioses-Arquetipos. La psicoterapia individual se convierte aquí en acción sacral y la Psicología nos daría la visión integral de la realidad (Weltanschauung). «Uno se pregunta con extrañeza -siguiendo a Hans Jórg Weitbrecht- cómo es posible que haya teólogos
que pasen por alto esta consecuente absorción de todo lo trascendente en la inmanencia psicológica y sigan siendo
convencidos secuaces de Jung» o. La Trascendencia es recluida incluso en la inmanencia biológica: «Los Arquetipos se heredan con la estructura cerebral; más aún, son el aspecto psíquico de ésta» (C. G. Jung, Seelenprobleme
de Gegenwart, Zurich, 1946, t. 3, pág. 179). Pero aún hay más: dos investigadores americanos «han conseguido, al
parecer -afirma triunfante C. G. Jung-, producir la visión alucinatoria de una imagen arquetípica, mediante estímulos aplicados al tronco encefálico»; se trata «de los llamados símbolos de Mandala, cuya localización en el tronco
encefálico» «había sospechado [Jung] hace tiempo. En caso de poderse confirmar la idea de una localización del
arquetipo mediante nuevas experiencias, la autodestrucción del complejo patógeno, debida a una toxina específica, conseguiría aún mayor grado de probabilidad y de este modo quedaría abierta la posibilidad de entender el
proceso destructor como una especie de reacción biológica de defensa, que ha fallado». A todo esto conviene no
olvidar que Mesdard Boss, por ejemplo, ha calificado «a la idea de arquetipo como el fruto de una precisión conceptual y como una abstracción hipostasiada»
Significaría un gran error el pretender comprobar la veracidad del psicologismo dinámico a base, dé sus resultados terapéuticos, es decir, a juzgar ex iuvantibus, pues hace tiempo que hemos llegado a la convicción de que,
en el terreno de la psicoterapia, el tradicional respeto ante facta y efficiency está fuera de lugar y pasado de moda,
ni nos podemos atener aquí sin más al precepto que ordena: «Por sus frutos los conoceréis.» Sin tener en cuenta el
método psicoterapéutico empleado en cada caso, el número de casos curados o mejorados notablemente oscila entre el 45 9 y el 65 por 100 (Appell, Lhamon, Myers y Harvey), y solamente, como excepción, se puede consignar
un resultado positivo del 75 por 100, como ha sucedido con el tratamiento psicoterapéutico ambulatorio llevado a
cabo por Eva Niebauer en la Policlínica Neurológica de Viena.
Podemos añadir más: B. Stokvis ha conseguido demostrar que por rara excepción los enfermos respondían
favorablemente y con perfecta regularidad a su procedimiento curativo de la «unión personal», realizado mediante
métodos psicoterapéuticos «develadores» y «encubridores». Sabemos de sobra que el número de curaciones duraderas conseguidas es independiente del método psicoterapéutico empleado en cada caso; lo único que los distingue entre sí es la duración del tratamiento. Claro que desde el punto de vista de la medicina social no es ciertamente indiferente el que, por ejemplo, un instituto berlinés orientado según el Psicoanálisis haya necesitado 75 sesiones, en tanto que el tratamiento ambulatorio llevado a cabo en la Policlínica Neurológica de Viena, y que procede de acuerdo con los principios de la, Logoterapia, haya necesitado solamente ocho sesiones, término medio,
para conseguir aproximadamente los mismos resultados, en lo que se refiere a curaciones y mejorías esenciales
(Eva Niebauer). Pero aun prescindiendo de esto, parece haberse dado el caso de que ciertos pacientes que estaban
anotados en la lista de espera, en una clínica extranjera, y que por tanto no habían sido sometidos aún a ningún
tratamiento, llegaron a experimentar mejorías perfectamente comprobables mediante tests, y ello en un número de
casos notablemente más elevado que el de los mismos enfermos que allí estaban en tratamiento. En vista de esto,
¿a quién no se le ocurre pensar en la observación de Schaltenbrand, según la cual, desde el momento en que determinadas medidas terapéuticas encaminadas a combatir la esclerosis múltiple no conducen en un mínimo de casos a positivas mejorías -es decir, en un número de casos no inferior por lo menos al de aquellos en los que la enfermedad tiende a remitir por sí misma—, significan ya de suyo un verdadero perjuicio para el enfermo?
Todo esto que venimos diciendo llega a ser comprensible solamente en la medida en que nos vayamos distanciando del prejuicio etiólógico que supone pensar que la psicoterapia, y el Psicoanálisis en especial, es eficaz
en el sentido de una terapéutica causal, y no -como lo es en realidad una terapéutica inespecífica; pero es que sucede que los tan recriminados complejos, conflictos y traumas -a cuyo develamiento atribuye sus éxitos el método
psicoterapéutico develador- no son tan patógenos como normalmente se cree y se supone. Al contrario, mis colaboradores han podido demostrar fácilmente, apoyados en los resultados que arrojaron las indagaciones estadísticas, que en una serie de casos no preseleccionados, tratados en nuestro departamento de neurología, han logrado
eliminar no tantos, sino muchos más complejos, conflictos y traumas que los logrados por un Ambulatorio de Psicoterapia, en un número de casos no preseleccionados tampoco, y hemos de aclarar en este sentido que nuestros
cálculos están hechos incluyendo la correspondiente carga adicional de problemas de los enfermos en cuestión.
Sea ello como fuere, desde el momento que los complejos, conflictos y traumas son hecho universal, no podemos
decir sin más que sean realmente patógenos. Lo que con frecuencia es tenido por patógeno es en realidad gnómico, es decir, no es propiamente la causa, `sino más bien el síntoma de la enfermedad. Cuando dentro del marco de
una historia clínica aparecen complejos, conflictos y traumas, suele con frecuencia suceder que éstos aparecen a
semejanza de las rocas que afloran a superficie cuando hay bajamar, pero no son la causa de ella. No son las rocas
quienes originan la bajamar, sino que es ésta quien las hace visibles. Un análisis hace aflorar complejos, que en
realidad son sólo síntomas de: la neurosis, es decir, indicios de la enfermedad. El hecho de que en el caso de conflictos y traumas se . trate de una presión psíquica o de una sobrecarga, es decir, de un stress en. el sentido de Selye, es sólo una razón de más para llamar la atención sobre el error tan extendido, y según el cual ha de obrarse
como si solamente la sobrecarga fuese lo patógeno y la liberación de la misma dejase ya de serlo, o lo que es lo
mismo, como si la presión, mientras está regulada, al estar uno, por ejemplo, sobrecargado o demasiado ocupado
por un trabajo, fuese de suyo «antipatógena».
Nosotros afirmamos no sólo que los complejos no son de suyo patógenos, sino que en muchos aspectos son
incluso «iatrógenos»! Por de pronto, Emil A. Gutheil y, J. Ehrenwald han logrado demostrar que los pacientes de
médicos freudianos soñaban con complejos de Edipo, y los de los adlerianos con conflictos de poderío y los tratados por los secuaces de Jung con los arquetipos.
Hoy día no puede ya fiarse de los, sueños quien haya de interpretarlos, puesto que están, orientados -como lo
reconocen destacados psicoanalistas- y, de tal modo dirigidos para que su relación sea «bien recibida» por el médico que efectúa el tratamiento, como muy conformes con sus teorías interpretativas.
El Psicoanálisis no actúa, por tanto, en el sentido de una terapéutica causal. «En los casos en que logra efectos curativos, los logra fundamentalmente a base de la terapéutica de sugestión. El enfermo no está preparado para
comprender la utilidad que pueda traerle esta búsqueda del médico para dar con los complejos reprimidos - a no
ser que se le ponga en antecedentes sobre la finalidad de tal indagación-. Pero en el momento en que se le aclara
esto -lo que suele suceder, dada la gran difusión que han logrado los conceptos fundamentales del Psicoanálisis- y
por el mismo hecho de entregarse precisamente al tratamiento psicoanalítico, pone ya de manifiesto su disposición
favorable respecto a él y da a entender que está poseído de un claro estado de ánimo de expectación ante sus resultados, lo que ya comienza a obrar en sentido de la autosugestión»
«El proceso de sugestión comienza ya antes de que haya- sido proferida una sola palabra», anota M. Pflanz, y
«el reconocimiento de que en casi toda terapéutica intervienen elementos sugestivos, lo que también acentúa
Stokvis, tal vez sirva para eliminar los prejuicios que se han levantado contra la sugestión».
Si prescindimos de este factor de la sugestión, podemos ver cómo también desempeña un papel importante la simple oportunidad de expresarse, lo que sirve para aliviar de un peso` al paciente, pues no solamente el «compartir»,
sino simplemente el «comunicar» una pena equivale ya a quitar la mitad de la pena, y si hubiésemos de aducir
pruebas en este sentido, sirva para ello el siguiente suceso: En cierta ocasión viene a mi consulta una estudiante
norteamericana para exponerme sus cuitas, pero me habla una atropellada monserga que hace inútiles todos mis
esfuerzos de entendimiento. No obstante, ella desahoga su corazón, y para no darle yo a entender la perplejidad en
que me encuentro, decido enviarla a uno de mis colaboradores, que era también norteamericano, con la advertencia de que debe ser sometida a una investigación EKG, y volver de nuevo a mi lado. Lo notable del caso es que ni
se presenta a mi colaborador, ni vuelve a mí con más razones. Pero he aquí que más adelante la encontré casualmente en la calle y allí pude comprobar que la conversación que había mantenido conmigo había sido suficiente
para liberarla del- conflicto en que se hallaba, y a todo esto no tengo, aun hoy, la más remota idea sobre el motivo
que la indujo -a visitarme.
A lo dicho se ha de añadir que el Psicoanálisis, lejos de actuar en el sentido de una conversión dinámicoafectiva y energético-instintiva como afirman los psicoanalistas sobre él, lo que en realidad provoca es un cambio
de actitud existencial en el enfermo, caso de que el tratamiento no falle su objetivo terapéutico. Sin asustarse ante
esta expresión tan en uso, se puede hablar también adecuadamente de un «encuentro» de hombre a hombre como
del verdadero agente curativo en los procedimientos terapéuticos del Psicoanálisis. Incluso la llamada transferencia es únicamente el vehículo de tal encuentro, y en este sentido se ha de entender la opinión contraria de
Rotthaus, que pone en tela de juicio el que la «transfusión» represente una condición previa e insoslayable en todo
proceso psicoterapéutico. El que un cambio existencial de actitud -como la que directa y sistemáticamente persigue el análisis existencial-, en cuanto tal, es decir, en cuanto existencial, la mismo que la llamada transferencia,
sobrepasan los límites de un proceso propiamente racional e intelectual, para tocar incluso las raíces de lo emocional y desencadenar, por tanto, un_ proceso que abarca a todo el hombre, es una cosa evidente. Quizá no resulte
en cambio tan evidente el que un cambio existencial de este tipo se escapa necesariamente a todo método y a toda
técnica; pero sí es cosa corriente oír ya por estas latitudes que dentro del ámbito de la Psicoterapia lo menos eficiente es la que ésta tiene de método y de técnica, y que lo que en realidad da el tono es la relación médicoenfermo a nivel humano. Acaso se trate a veces sólo de «una buena persona y de un buen médico»; pero el buen
médico ha de ser capaz de hacerse exigente para con el enfermo y hay sobradas ocasiones en las cuales se pone de
manifiesto cómo precisamente el abandono de una postura de distanciamiento y prefijada o el valor de intimar favorece de manera definitiva y eficaz al paciente y sólo a partir de este instante se hace éste accesible a la influencia del médico. Me da la impresión de que el sueño de medio siglo se ha revelado al fin como lo que era, un sueño, el sueño de una época que vivía de la ilusión de encontrar la mecánica de la psiquis y una técnica que fuese
capaz de curar sus afecciones en otros términos, se ha soñado con ofrecer la aclaración de la vida psicoanímica a
base de mecanismos y el tratamiento de las enfermedades psicoanímicas por medio de tecnicismos.
Ahora bien: existe una psicoterapia que reconoce por adelantado que ella -prescindiendo de neurosis típicamente noógenas- actúa no de manera causal, sino sólo en el sentido de una terapéutica inespecífica, y de ella,
quiero decir de la Logoterapia, afirma Edith Joelson, de la Purdue University, «Acaso sea cierto que, de hecho,
como asegura la teoría psicodinámica de las neurosis, en la aparición de éstas tengan parte principal ciertos conflictos de instintos surgidos en la primera infancia3; con esto no está dicho, sin embargo -sobre todo tratándose de
enfermos adultos-, que no haya de ser una reorientación hacia algo positivo, como son el "sentido" y el "valor los
que hayan de marcar la pauta del tratamiento curativo.» En otros términos, lo importante aquí es la- entrega a un
quehacer, es decir, la entrega .a la misión concreta y personal, que precisamente ha de ser aclarada para cada caso
en el curso de un análisis existencial. En consecuencia, aun cuando el Psicoanálisis tuviese razón en cuanto psicodiagnóstico, no quiere ello decir por eso que haya de ser correcto como psicoterapia, en el sentido de que haya de ser la condición previa e inevitable aun para aquellos casos en que la Logoterapia y el Análisis Existencial
fuesen lo aconsejable.
En oposición a J. H. R. Vanderpas, quien aventuró la afirmación: «Los logoterapeutas pueden trabajar incluso sin recurrir al Psicoanálisis», opina decididamente E. K. Ledermann, del Marlborough Day Hospital de Londres, que un análisis existencial en modo alguno excluye la necesidad del «análisis de la Libido», antes, al contrario, éste puede ser de suma utilidad para que el primero sea fructífero. Pero el punto de vista de G. R. Heyer es
muy otro: «Es preciso oponerse abiertamente a la tan difundida hipótesis de que en todo tratamiento llevado a cabo según la Psicología Profunda, primero ha de tener lugar una fase de desmontaje analítica- que habrá de ser
,complementada luego con otra segunda de construcción -parte sintética-. Tales ideas son erróneas y mecanicistas; -como si primero se hubiera de descomponer la psiquis en sus partes integrantes ("aparato anímico" de Freud)
para volver a reestructurarla luego "de nuevo". Quien ya desde el primer instante, y ya desde la fase de crítica, no
tiene ante la vista, imperturbable, lo positivo, el todo en su- realidad y no se acerca interiormente al "hombre con
quien habla" y a su realidad no aparente, este tal no aprovecha el principal resorte que ha de poner en juego cualquier orientación y cualquier tratamiento del hombre. Descripciones como la arriba citada -la de las dos fases perfectamente delimitadas- dan a entender que sus autores no han abandonado aún la senda del freudismo ortodoxo».
3
Cfr. J. H. SCHULTZ: «Es una deplorable moda de nuestro tiempo la de creer que la Psicoterapia "autén-tica" ha de ser siempre Psicoanálisis. Tales afirmaciones dan como cosa cierta, la opinión, completamente errónea, de que una neurosis en el fondo no es sino... una actitud fallida, que proviene, en todo caso, de la primera infancia y que ha arraigado con la-correspondiente profundidad en la personalidad, y que, por tanto, cualquier otro
tratamiento psicoterapéutico significa sólo un sucedáneo de baja calidad, un tratamiento íncompleto o una ilusión
vana del médico, etc. Error tan pernicioso sólo ha podido tener su origen en ambientes científicos, donde se ha
perdido por completo el contacto con la práctica médica corriente.» (Die seelische Krankenbehandtung, 7ª ed.,
Stuttgart, 1958, pág. 7.)
Del mismo modo se pronuncia el profesor doctor P. Adiel de Meyer O. F. M. en contra de «un tipo
de tratamiento que, en sucesión cronológica, elimina primero los complejos para dirigirse luego a las instancias psicoanímicas». «Uno no puede liberarse de la impresión de que estos psicoterapeutas no dan el
suficiente relieve a la unidad de la vida psíquica del hombre, unidad que está originada por el alma
como forma sustancial espiritual del hombre.» Pensamientos similares- expone A. Maeder cuando en
forma conminatoria y en son de advertencia formula lo que sigue:. «Nada de esquemas al estilo de primero análisis, después síntesis.» Con otras palabras, es decir, con las del arzobispo coadjutor de Viena, doctor Franz Jachym, se podría decir: «No acabo de ver claro por qué razón haya de tener yo acceso a casa
solamente por y a través del sótano y por qué toda .reparación de la misma haya de efectuarse siempre
comenzando desde abajo». Al traer esto a cuento nos viene a las mientes que ha sido el mismo Freud
quien juzgó al Psicoanálisis del siguiente modo: «Yo me he parado en el subterráneo y en el `parterre del
edificio y no he salido de allí»; esto escribía en una carta a Ludwig Binswanger.
En los dos casos que seguidamente aducimos puede verse claramente que no es preciso anteponer
necesariamente un psicoanálisis al tratamiento logoterapéutico:
Judith K.- venía padeciendo desde hacía trece años de una agorafobia grave. Había visitado a eminentes colegas de mi especialidad, había sido una vez hipnotizada, otra sometida a narcoanálisis, y finalmente a varios electroshocks en una clínica mental; sin embargo, todo esto había resultado infructuoso. Al
decimotercer dia del tratamiento logoterapéutico llevado a cabo bajo la dirección de nuestro colaborador
el doctor Kocourek, pudo la enferma-¡quien a lo largo de trece años había sido incapaz de abandonar; la
casa sola!- salir a la calle sin compañía. Después de un tratamiento de sólo cuatro semanas de duración,
durante las cuales estuvo internada, fue autorizada para salir de la Policlínica de Neurología, libre de
achaques, aun durante el tiempo de observación en que fue sometida a varios reconocimientos periódicos;
pudimos constatar, además, que durante este tiempo había reanudado las relaciones sexuales con su marido, de lo que había sido incapaz a lo largo de cuatro años. No vayamos a caer en el error de pretender explicar la etiología de tal neurosis a base de la abstención sexual, cuando lo que en realidad sucedió fue lo
contrario, es decir, que la abstención sexual no representa la causa, sino una simple consecuencia de tal
neurosis, del mismo modo que su recuperación en orden a poder ejecutar el acto sexual fue también un
efecto concomitante derivado de nuestra terapéutica.
- Este caso nos recuerda el de otra enferma, la señora Hede R. Esta enferma llevaba catorce años sufriendo, de una neurosis obsesiva. Se sentía forzada -a golpear los cajones de su mesa, siguiendo para ello
un ritmo determinado, con el fin de cerciorarse de que efectivamente estaban bien cerrados. En varias
ocasiones había llegado a hacerse herida en los nudillos de los dedos de tanto golpear e incluso rompió
varias llaves, todo ellos debido al ininterrumpido control que llevaba para poder asegurarse de que los cajones estaban bien cerrados. Se la internó en la clínica y se la puso bajo las órdenes de la doctora
Niebauer para que la sometiera a Logoterapia. A los dos días de comenzado el tratamiento se recuperó la
enferma, de tal suerte que ya no se sintió forzada a controlar más las cosas.
Hemos de añadir que solo despu8és de haber dado este primer paso y en el curso de una conversación nos informó de que su hermano –cuando ella tenía cinco años- le había estropeado su muñeca preferida, a partir de lo cual comienza ella a guardar sigilosamente sus juguetes. Cuando ya tenía dieciséis años
se enteró de que su hermana usaba sus vestidos sin que ella lo viera, e inmediatamente guardó los vestidos
bajo llave. Como puede verse, aun suponiendo que el trauma psíquico de la infancia o el de la pubertad
hubiesen sido patógenos realmente, su develamiento en el sentido en que lo persigue la psicoterapia develadora solamente hubiese simulado un éxito que en realidad ha venido por otro camino.
Indudablemente que primero de ha de comenzar por poner en orden todo aquello que –si me es lícito
expresarme así. Significa o representa las condiciones naturales de posibilidad para la existencia espiritual
y personal del hombre; la equivocación está tan, sólo en pretender localizar, de una manera tendenciosa y
exclusivista, el origen de todas las perturbaciones en la zona de lo psíquico, como continuamente se viene
haciendo. Esto equivaldría a localizarlas erróneamente, puesto que no solamente lo psíquico, sino también
lo somático y lo poético pueden ser el origen de la enfermedad. Y el Psicoanálisis, desde el punto de vista
de la etiología, es culpable de parcialidad en dos aspectos, quiero decir, su horizonte visual está coartado
por dos antiparras, sólo que no las lleva a la derecha y á la izquierda, sino una arriba y otra abajo, porque
de un lado, al aferrarse a la psicogénesis, olvida la somatogénesis, y de otro la noogénesis de las afecciones neuróticas.
En primer lugar vamos con la somatogénesis. Y para ello un caso concreto: En cierta ocasión me
llamó a su lado como consiliarius la doctora que estaba tratando a una joven paciente, recluida en cama en
un sanatorio. Había sido tratada anteriormente a lo largo de cinco años por una psicoanalista aficionada,
sin haber conseguido ningún resultado favorable. Cuando la enferma perdió finalmente la paciencia y
propuso a la psicoanalista: suspender el tratamiento, respondió la otra que en modo alguno, dado que el
tratamiento propiamente aún no había comenzado, por cuanto durante todo este tiempo había tropezado
siempre con la resistencia que le ponía la enferma, Y esto, le llevaba siempre al fracaso... Yo mismo ordené que se le pusieran inyecciones de acetato de desoxicorticosterona, y pocos meses después me enteré
por mi compañera, la doctora que la trataba, de que nuestra enferma se hallaba de nuevo en condiciones
de trabajar normalmente, continuaba sus estudios en la Universidad y que podía redactar ya su tesis doctoral. Se trataba de un caso de hipofunción de las cápsulas suprarrenales bajo el cuadro clínico de un síndrome de despersonalización.
Así como el hipofuncionalismo de las cápsulas suprarrenales suele ir acompañado, como en el caso
arriba descrito, del llamado « síndrome psicodinámico» (despersonalización, combinada con perturbaciones en la capacidad de concentración y de atención), así también resulta, como yo mismo he podido demostrar, que la hiperfunción del tiroides suele ir pareja con una agorafobia, que con frecuencia se presenta como síntoma psíquico aislado y lo mismo que los primeros responden favorablemente al tratamiento
con acetato de desoxicorticosterona, suelen responder éstos también al tratamiento con metansulfonato de
dihidroergotamina (DHE 45).
En otra ocasión se nos encomendó el tratamiento de un caso que durante varios meses había sido estudiado y tratado en otros sitios, donde habían llegado a la conclusión de que se trataba de una afección
psicógena, sobre la base de un conflicto matrimonial, con la agravante de que, según su parecer, el marido
era impotente. En realidad se trataba, según pudimos comprobar bastante pronto, no de una neurosis psicógena, sino simplemente de una pseudo-neurosis; de hecho, la paciente, con unas cuantas inyecciones de
dihidroergotamina, se vio libre de sus molestias, hasta el punto de que posteriormente y una vez recuperada su salud, incluso se vio en condiciones de resolver su conflicto matrimonial en todos los órdenes.
Este conflicto existía, por tanto, realmente, pero no era precisamente patógeno, y la enfermedad de nuestra paciente no era por ende psicógena. Si todo conflicto matrimonial fuese de suyo patógeno, bien podríamos asegurar que el 90 por 100 de los casados son neuróticos.
Vaya aún otro caso concreto: La enferma en cuestión padece desde hace cinco años de una grave angustia de aparecer en público. Está medio año en tratamiento con una psicoanalista que no es médico. Al
fin la deja aburrida, en vista que con ella no logra ninguna mejoría, antes al contrario, las presiones aumentaban y profundizaban más aún. Comenzamos poniéndole inyecciones de metan-sulfonato de dihidroergotamina por vía parenteral; en cuanto se le administraron varias más se vio completamente liberada
de sus ansiedades y notó incluso que los sueños horripilantes que antes la atormentaban «ahora van muy
bien». «La psicoanalista ,-observaba ella con ironía-, había interpretado los sueños, pero ellos continuaban siendo horribles».
Esto no quiere decir; que, por ejemplo, el hiperfuncionalismo del tiroides lleve directamente a la agorafobia; lo que sucede es que este hiperfuncionalismo trae consigo una predisposición para la ansiedad, de
la cual predisposición se servirá luego una angustia expectante y todo ello engendra el mecanismo que
nos es bien conocido a los psiquiatras: un síntoma, de suyo sin importancia, pasajero, produce en el enfermo el temor fóbico de su reaparición. Esta ansiedad de espera acentúa a su vez el síntoma, y finalmente
el síntoma, de este modo agudizado, afianza más aún al paciente en su fobia. Con esto se ha formado un
círculo vicioso realmente endiablado, en el que el enfermo queda aprisionado, enredado en sus propios hilos, lo mismo que el gusano en el capullo. De tales casos puede decirse aquello de que si, según el proverbio, el deseo es el padre del pensamiento, la ansiedad es la madre del proceso, es decir, del proceso de
la enfermedad. De la angustia expectante puede decirse que es lo realmente patógeno, por cuanto ella es
quien fija el síntoma. En consecuencia, nuestra terapéutica ha de apoyarse simultáneamente en los dos polos de este proceso circular, una vez en lo psíquico, otra en lo somático, de modo que mientras combate por medio de la medicación adecuada- la predisposición a la ansiedad, ha de dirigir al mismo tiempo sus
ataques contra la angustia expectante, y esto en el sentido --que aún hemos de explicar- del método de la
«intención paradójica». De este modo se aplica la tijera de la terapéutica para cortar el círculo vicioso de
la neurosis.
Ahora bien: ¿qué es lo que provoca la aparición de la angustia expectante? Es típico que ello sea debido precisamente al frecuente temor angustioso del paciente ante la misma angustia, en cuanto que se
atemoriza ante las posibles consecuencias que para su salud se pueden derivar de su angustioso estado de
excitación; así teme arruinar su salud o ser víctima de un ataque al corazón o al cerebro. Por temor ante la
angustia, intenta huir de la angustia, pero lo hace de un modo tan paradójico que en lugar de huir se mete
más dentro de ella; aquí nos las vemos con la típica forma de reacción agorafobia. En este sentido, quiero
decir, dentro de los distintos tipos de reacción, distinguimos nosotros en la Logoterapia clínica los distintos esquemas de reacción o neurosis reactivas.
Al igual que el neurótico angustioso reacciona a sus accesos de angustia con el temor a la angustia,
del mismo modo reacciona el neurótico obsesivo ante sus accesos de obsesión, con el temor a la obsesión,
y precisamente de esta reacción nace la auténtica neurosis obsesiva, clínicamente constatable. Estos pacientes obsesivos se atemorizan ante sus impulsos obsesivos, bien porque ven en ellos preludios o síntomas de una psicosis, bien ante el temor de poner por obra los impulsos que les oprimen. Pero, al revés de
lo que sucede con el tipo neurótico angustioso, que por temor a la angustia intenta huir de ella, el tipo
neurótico obsesivo reacciona de otro modo: por temor a la obsesión emprende la lucha contra ella; mientras que el neurótico angustioso huye de la angustia, el obsesivo va contra la corriente del impulso obsesivo y en muchos casos de neurosis obsesiva radicando en este mecanismo lo propiamente patógeno.
Por lo que se refiere a la constitución del individuo, se puede constatar la existencia de una constitución natural psicópata; nos referimos a la psicopatía anancástica, en la que, según los casos, se inserta por
sí misma esta o aquella caracterización de la ansiedad del paciente. Hasta qué punto es cosa del destino
este núcleo central de la neurosis obsesiva, se ha puesto últimamente de manifiesto, con ocasión de los resultados, a todas luces anormales, que arrojan los electroencefalogramas realizados en casos de auténtico
anancasmo. La psicopatía anancástica -substrato de su neurosis obsesiva- no se ha de atribuir a la persona
del paciente en su vertiente espiritual, sino que es algo inherente al carácter (anímico) del mismo. En este
sentido no es el paciente ni libre ni responsable, si bien tanto más responsable es de su propia actitud ante
el anancasmo. Lo importante, en el aspecto terapéutico, es ampliar lo más posible esta zona de libertad,
para lo que se ha de distinguir cuidadosamente entre lo humano en el enfermo, de un lado, y lo enfermizo
en el hombre, de otro. Esta terapéutica está muy lejos de ser puramente sintomática, antes, al contrario, de
lo que ella se preocupa no es del síntoma, puesto que se dirige a la persona del paciente, con la intención
de cambiar su postura frente al síntoma. Por cuanto la Logoterapia se dirige, no al síntoma, sino a introducir un cambio en la postura, una conversión personal del paciente frente al síntoma, se puede decir de
ella que es una auténtica psicoterapia personalista.
A diferencia del neurótico angustioso y del obsesivo, observamos de peculiar en el esquema reactivo
del neurótico sexual cómo un paciente que por cualquier motivo se ha vuelto inseguro en lo referente a su
sexualidad, reaccione de suerte que, o bien intenta forzar el placer sexual, o bien reflexiona cómo forzar
el acto sexual.: En el primer caso hace del acto sexual un programa; pero sucede que el .placer no puede
ser «intentado», es decir, ser objeto de un intento,4 sino que ha de resultar, venir espontáneamente sin ser
intentado directamente, quiero decir, ha de derivarse en el sentido de una consecuencia. Porque cuanto
más uno se esfuerza en buscar el placer, tanto más se aleja del mismo. El placer elevado a principio, y
mantenido consecuentemente como tal, fracasa en sí mismo, porque a sí mismo se cierra el camino. Cuanto más ansiosamente perseguimos algo, tanto más dificultamos el conseguirlo. Y si antes decíamos que la
angustia realiza aquello mismo que teme, ahora podemos decir que el deseo vivido con excesiva intensidad ahoga aquello mismo que tanto anhela.
La lucha por el placer es la característica absoluta del esquema reactivo del neurótico sexual. Vamos:
a ver un caso concreto La señora. S. se dirige a nuestra consulta a causa de su frialdad sexual. Siendo aún
niña, la paciente fue violada por su propio padre. En nuestra interpretación del hecho nos comportamos,
sin embargo, como si no hubiese tenido lugar ningún trauma psicosexual; al contrario, preguntamos a la
paciente sí en aquella ocasión creyó haber sido perjudicada por el incesto. La enferma confirma nuestras
sospechas y confiesa haber estado en aquel momento influida por lecturas de índole ordinaria; cuyo contenido era una vulgar interpretación del Psicoanálisis. La convicción a que llegó era que aquello «reclamaba una justa reparación». En una palabra, se afianzó en ella una ansiedad de espera. Dominada enteramente por esta ansiedad expectante, en cuanto llegaba a relaciones íntimas con el varón, se ponía la enferma «al acecho», pues aguardaba el momento en que por fin pudiese afirmarse en su feminidad y testimoniarla. Pero precisamente por esto quedaba su atención dividida entre el hombre con quien ejecutaba el
acto y ella misma. Consecuentemente se frustraba siempre el orgasmo, pues en la misma medida en que
se está atento al acto sexual, se hace uno incapaz de entregarse.
Incluso la buena conciencia es una de esas cosas que no pueden ser directamente intentadas, sino que
han de resultar siempre como un efecto. Un hombre no tiene buena conciencia cuando él quiere tenerla,
cuando es bueno por el deseo de tener buena conciencia -a no ser que caigamos en un fariseísmo-, sino,
que yo tengo buena conciencia solamente si soy bueno en una cosa, por amor de la misma cosa «buena»,
por amor de una persona o por Dios, por complacer a este Ser eminentemente personal.
Resulta que hay «efectos» que precisamente no se pueden «perseguir», sino que solamente tienen lugar cuando no se los intenta directamente. Un buen, ejemplo de ello es el sueño. Cuanto más se tortura
una persona e intenta violentamente conciliar el sueño, tanto más se le va el sueño. Otro ejemplo es la salud. ¿Qué sucede cuando uno se preocupa demasiado de su salud? Pues que ya desde este momento está
4
El placer no puede ser objeto de un intento con una sola excepción: cuando se le intenta como el
efecto psíquico de una causa somática, lo que sucede en la embriaguez.
enfermo; en el mismo instante padece de la enfermedad de hipocondría.
Pero ya no solamente el deseo de placer, sino también el deseo de dominio, no solamente el placer
elevado a principio del Psicoanálisis, sino también la tendencia a hacerse valer de la Psicología Individual, se cierran a sí mismos el camino: cuanto más se preocupa. uno, no de la acción misma, sino del
efecto que normalmente debe seguirse de ella --cuanto más uno se esfuerza en imponerse y dominar-, tanto más dificulta el conseguirlo. «Así se abriga aun intento y se nota malestar. Así también obstaculiza su:camino al ambicioso su mismo afán de dominio.
El modelo tipo de esta distinción entre aquello a que se aspira y se desea y aquello que sin haber sido
el motivo impulsor nos viene a las manos, dado como consecuencia, se encuentra ya en la Sagrada Escritura, donde en el Libro de los Reyes, capítulo III, se dice: «Durante el sueño se apareció el Señor a Salomón y le preguntó qué cosa deseaba para sí; .-a lo que respondió Salomón que rogaba le diera sabiduría,
no riquezas, honores, etcétera-»; pero precisamente porque él no intentó conseguirlas, lo puso, Dios por
efecto. Él hizo a Salomón más sabio que cuantos hubo antes de él y han venido después y «aun aquello
que» él «no pidió» le fue concedido: riquezas y honores como nadie había tenido hasta entonces.
Arriba decíamos, el temor hace real aquello mismo que teme; ahora decimos que el excesivo deseo
hace imposible aquello mismo que tanto anhela. Esta situación la aprovecha en su favor la Logoterapia,
en cuanto que procura inducir al paciente a que intente, es decir, -a que desee o se proponga conseguir -es algo paradójico- aquello mismo a que tanto teme, aunque sólo sea una fracción de segundo. De este
modo se consigue al menos frenar su carrera a la angustia expectante. Mis colaboradores Kurt Kocourek y Eva Niebauer, directora del Ambulatorio de Psicoterapia en la Policlínica Neurológica de Viena, han
conseguido por medio de este método de la intención paradójica mejorar rápidamente a pacientes de edad,
aquejados de una ya inveterada neurosis obsesiva, incluso hasta el punto de hacerse capaces de reanudar
sus quehaceres, o se pudo en otros casos desistir, de momento, de practicar la leucotomía5 que yo mismo
había prescrito al principio.
Sirva como prueba el caso de la señora Rosa L., tratada por la doctora Becker, y que en el curso de
una sola entrevista quedó curada, después de haber sufrido a lo largo de veinte años de la continua obsesión de que se había olvidado de si la puerta quedaba cerrada. A continuación reproducimos sus palabras
grabadas en cinta magnetofónica: «En cierta ocasión me olvidé de cerrar la puerta. Al- llegar de vuelta a
casa, estaba la puerta abierta. Yo me asusté mucho. A partir de entonces, cada vez que me marchaba me
imaginaba que quedaba abierta. Siempre tengo que volver y cerciorarme. Durante estos veinte años he sabido siempre que mis imaginaciones eran absurdas. Cada vez que volvía, la puerta estaba, en efecto, cerrada, A pesar de todo, yo tenía que seguir esta manía. No le he encontrado gusto a la vida. Ahora, desde
que estuve con la doctora Becker, cada vez que siento la obsesión me digo si la puerta está abierta, abierta
ha de quedar. Aunque me "limpien" la casa y no quede dentro ni una pieza. Entonces ya puedo seguir mi
camino.» Tres meses más tarde: «Me va magníficamente. No tengo ya ningún pensamiento obsesivo. No
puedo imaginarme que yo haya tenido semejantes manías. Antes estaba del todo apenada y no podía tener
alegría. Ahora soy feliz.»
Estos resultados de un tratamiento terapéutico no dejan finalmente de tener su valor, al probar que la
llamada terapia breve puede ser realmente breve y buena. Tocante a la afirmación de que lo que aquí se
lleva a efecto es una terapéutica sintomática, la Logoterapia, incluso en lo que se refiere al método de la
intención paradójica usada por ella, no es propiamente hablando un tratamiento sintomático, sino que ha
de ser entendida como una terapéutica que se dirige a la actitud personal. A lo que se ha de añadir, que
«los reparos tantas veces expuestos, en el sentido de que en tales casos a la eliminación de ciertos síntomas ha de seguir necesariamente la formación de un síntoma de sustitución o la de otra postura interna
equivocada, es una afirmación que, aplicada tan universalmente, carece de todo fundamento» (J. H.
Schultz).
La Policlínica Neurológica conserva la grabación, magnetofónica de lo declarado por un paciente
que visitó la clínica, después de haber estado a tratamiento con su director veinte años atrás, a causa de
los brutales impulsos obsesivos de suicidio que sufría:
5
En cada caso concreto se ha de dilucidar si el «handicap» que pudiera significar la leucotomía
para el paciente es menor que el que representa la misma enfermedad. Solamente en caso afirmativo está
justificada la intervención. En fin de cuentas, el ejercicio de la medicina lleva siempre consigo, ineludiblemente, la necesidad de sacrificar algo, es decir, la de trabajar con el menor mal y la de pagar el rescate de lo que supone hacer posibles las condiciones bajo las cuales se puede consumar y realizar la persona.
«Apenas me sentía- libre un minuto al día del pensamiento de que me podía suicidar; pero usted, señor profesor, me indujo a llevar un revólver cargado en el bolsillo ¡semejante artefacto no hubiera podido
ya ni mirarlo antes del tratamiento con el asegurador quitado. Luego tuve la idea fija de que si, por ejemplo, me ponía ante un escaparate, podía arrojarme contra el cristal y usted me dijo que me debía colocar
frente al escaparate y hacer el propósito de romperlo de un golpe; pero no salió así. Hoy me parece todo
esto un sueño. Todo ha desaparecido.» ¿Y por qué había vuelto de nuevo el paciente? ¿Por qué había
vuelto a visitar la clínica, es decir, a su director, después de veinte años? Resultó ser que fue cosa de su
mujer, quien le había impulsado a ello a causa de un conflicto matrimonial totalmente actual; ninguna
1neurosis obsesiva, ni síntoma neurótico de ninguna clase, había aparecido durante estos veinte años. Afortunadamente, también el conflicto matrimonial se pudo arreglar y resolver en el curso de una sola sesión.
Creemos que no viene a cuento hablar despectivamente de una psicoterapia «pequeña» en oposición
a otra que a sí misma se llama «grande» (también Ernst Kretschmer se manifiesta decididamente contrario
a tales distingos). Tal vez pueda suceder que el síntoma contra el que se dirige la intención paradójica,
pongamos por, caso un síntoma fóbico, represente sólo el primer plano sintomatológico de una ansiedad
primigenia, más profunda y anterior a él, que llegue incluso a afectar al mismo aspecto existencial del enfermo; pero la intención paradójica es precisamente el medio de llegar hasta conseguir un cambio profundo de actitud, que toca en lo existencial y logra, digamos, la reinstauración de una primordial confianza
en la propia existencia, lo que constituye al fin y al cabo el punto central, el núcleo, a partir del cual se
puede lograr la curación de la fobia y de la ansiedad primigenia de que hablamos.
Es cosa sabida que así como la intención paradójica procurada mediante el tratamiento terapéutico
viene a ocupar el sitio que ocupaba la intención forzada de una manera patógena, del mismo modo la
también patógena hiperreflexión tiene en la derreflexión su correlato ineludible... Con cierta frecuencia
podremos comprobar cómo para eliminar un síntoma es a veces suficiente con orientar de otra manera la
atención del enfermo, que estaba como enfocada y concentrada sobre tal síntoma. Mientras que la intención paradójica pone al enfermo en situación tal que es capaz de mirar con ironía su propia neurosis,6 por
medio de la derreflexión se pone en condiciones, de ignorar los síntomas. En el Diario de un cura de aldea, de Bernanos, se encuentra esta bella sentencia: «Es más fácil de lo que se piensa el odiarse; la gracia
consiste en saberse olvidar.»
Pues bien: del mismo modo podemos nosotros aplicar esta sentencia a nuestro caso y decir- en este
sentido- lo que más de un neurótico debiera tener muy en cuenta-: mucho más importante que menospreciarse a sí mismo o sobreestimarse sería el olvidarse completamente de sí mismo. Naturalmente que nuestros enfermos no deben seguir para ello el ejemplo de Kant, quien en cierta ocasión tuvo que despedir a
un criado de poca confianza, por su propensión a robar. Pero luego le vinieron grandes remordimientos al
filósofo, hasta el punto de que no era capaz de pensar en otra cosa. En vista de ello tomó la firme decisión
de olvidar completamente el asunto, y para ello colgó de la pared de su habitación un letrero que decía
así: «Mi criado ha de ser .olvidado.» Pero le sucedió lo que a aquel otro, a quien se aseguró que él mismo
podía convertir el cobre en oro con la sola condición de que mientras realizaba la correspondiente operación alquimista había de estar diez minutos sin pensar en ningún camaleón. El, resultado del experimento
fue que a partir de entonces no fue capaz de pensar en otra cosa, sino en aquel raro animalejo del que, no
había ocupado en toda su vida.
Así- no se consigue nada. Ignorar algo -en el sentido de cumplir con la derreflexión que aquí postulamos- sólo me es factible en la medida en que vivo al margen de ese algo, en cuanto ordeno mi vida a
otra finalidad. Y en este momento es cuando la psicoterapia se transforma en Logoterapia, en Análisis
Existencial, cuya esencia consiste precisamente -bajo cierto aspecto- en ordenar y encauzar al hombre hacia la finalidad y el sentido concreto de su existencia personal, finalidad que primero ha de ser aclarada
mediante el adecuado análisis.
6
No queremos decir que la técnica terapéutica de la intención paradójica convierta sistemáticamente en la practica clínica una hipótesis teórica de GORDON W. ALLPORT, que dice así: «The neurotic who learns to laugh at himself may be on the way to selfmanagement. perhaps to cure.» (The Individual and his Religlon. A Psychological Interpretation, Nueva York, 1956, pág,92. Cfr. MARTIN LUTERO: «El mejor medio para alejar al. demonio es el de reírse de él.»
16
SEGUNDA CONFERENCIA
Como queda dicho, el Psicoanálisis deja sin tocar no solamente la somatogénesis, sino también la
noogénesis de las afecciones neuróticas; pero resulta que las neurosis no han de arraigar necesariamente
en el complejo de Edipo, o en un sentimiento de inferioridad; también pueden asentarse en un problema
de orden espiritual, sobre un conflicto moral, o bien en una crisis existencial.
El Psicoanálisis nos ha llamado la atención sobre la voluntad de placer, lo que podríamos llamar el
principio de placer, y la Psicología individual nos ha hecho familiar el concepto de “voluntad de dominio”, bajo la forma de la tendencia a imponerse, a hacerse valer, pero mucho más profundamente está
arraigado en el hombre lo que yo llamo la voluntad de sentido: sus esfuerzos por buscar un pleno sentido
a su existencia.
Esta voluntad de sentido se presenta frecuentemente al psiquiatra de nuestro tiempo bajo la forma de
su propia frustración. No solamente se da, pues, la frustración sexual, la frustración del instinto sexual, o
en un sentido más amplio, de la voluntad del placer, sino también una frustración existencial, como se
llama en la Logoterapia, quiero decir, la sensación de la vaciedad o carencia de sentido de la propia existencia. Esta sensación acerca de la falta de sentido está muy por encima del sentimiento de inferioridad en
lo que se refiere a la etiología de las afecciones neuróticas. El hombre de hoy padece no tanto bajo el sentimiento de tener, tal vez, menor valía que otro cualquiera, cuanto por la sensación de que su existencia
carece de sentido. Y justamente, esta frustración es con frecuencia tan patógena, es decir, posible causa de
afecciones psíquicas, como pueda serlo la tan inculpada frustración sexual. Con esto no está dicho, sin
embargo, que ambos tipos de frustración hayan de ser nivelados con el mismo rasero o situados en el
mismo plano, es decir, no se ha de cometer el error de equipararlas como cuando se equiparan religión y
sexualidad, por ejemplo, en la sentencia de un librero que citó N. V. Peale: «Religion is much more popular than sex this year.»
El hombre que: padece esta frustración existencial no sabe de nada con lo que poder llenar su vacío
existencial, como yo le llamaría. Decía Schopenhauer que la humanidad oscila entre dos polos: necesidad
y aburrimiento. Pues bien: hoy día nos da más que hacer, incluso a nosotros los neurólogos, el aburrimiento que la necesidad; la necesidad sexual no ha de ser excluida, sino comprendida aquí-. Porque una
y otra vez se pone de manifiesto que, bajo la apariencia de tal o cual caso de frustración sexual, lo que se
esconde en realidad es la frustración de la voluntad de sentido: solamente en el vacío existencial, florece
la libido sexual.
Un caso ad hoc: Señora Eleonore W. (Policlínica de Neurología, amb. 3.070/1952), de edad treinta
años. Nos visita a causa de sus estados fóbicos. Un análisis existencial nos descubre, por detrás de la disposición (Anlage) psicopática y neuropática, más allá incluso de la constitución o condición natural
(Grundlage), dispositiva, condicionante, de la enferma en cuestión, el verdadero telón de fondo, el substrato existencial de la neurosis. La enferma lo describe con sus palabras: «Hay un vacío espiritual; me
siento sin apoyo; todo me parece absurdo; lo que más bien me ha hecho siempre ha sido el tener que ocuparme de alguien; pero ahora me encuentro sola yo quisiera hallar otra vez un sentido a mi vida.» No hemos de ver en estas palabras la simple relación de síntomas en el cuadro de la historia clínica de una enferma. Lo que aquí llega a nuestros oídos es el grito de socorro de un ser humano.
—Ahora otro caso:
Marion A. (Policlínica de Neurología, amb. 392/ 1955): Una de las declaraciones anamnésicas. suena
así: «Mi marido me da lástima. Necesita barullo. Como para él es fácil y a las cinco queda libre, su desasosiego le empuja a salir de casa. Tenemos un cuarto de estar bien acomodado y un aparato de radio, pero
no tenemos nada que decirnos, mutuamente. Y entonces, cuando todo el quehacer ha terminado, aparece
allí el vacío. Los libros no interesan (salvo novelas policíacas y de aventuras; pero en realidad se pueden
ver en el cine y así se ahorra uno el trabajo de leer), y durante los programas de radio le viene a uno el
sueño.» Pocas semanas más tarde, después del tratamiento: «Ya estoy sana, completamente sana. Ya me
he reencontrado a mí misma y me, siento acogida. Estoy muy contenta. Parece como si se hubiese abierto
una puerta muy grande por la que entra una claridad que ofusca. Ahora estoy tranquila. La vida es hermosa y llena de encanto.»
El tedio puede ser realmente, como dice el lenguaje corriente, «mortal»; de hecho aseguran algunos
autores que los suicidios no tienen en fin de cuentas otro origen sino ese vacío interior, que se corresponde con lo que nosotros hemos llamado frustración existencial; pero debemos evitar con todo cuidado el
reducir a su vez esta frustración existencial a la frustración sexual, como ha pretendido, por, ejemplo,
17
Maryse Choisy con su hipotética aclaración del aburrimiento como «símbolo del coitus interruptus»7.
Hoy gozan todas estas cuestiones de una especial actualidad. Vivimos en una época de «automatización» creciente y esto trae consigo un peligroso aumento del tiempo libre8. Porque tener tiempo libre no quiere decir solamente libre de algo, sino también libre para algo, y el hombre existencialmente
frustrado se encuentra con que no sabe cómo ha de llenarlo.
Pero yo veo aún más peligros en esta «automatización». La conciencia que el hombre tiene de sí
mismo podría, en efecto, ser influida, en el sentido de verse amenazada por ella, pues muy bien podría suceder que el hombre comenzase a entenderse falsamente a sí mismo, comparándose con esos mecanismos
de calcular y pensar. Primeramente se entendió el hombre a sí mismo como una creatura, pero a imagen y
semejanza de su Creador, Dios. Luego vino la época de las máquinas e inmediatamente comenzó a sentirse creador y a verse en concreto a través de la imagen de su creatura, o sea la máquina l’homme machine, como decía La Mettrie--. Y ahora nos encontramos metidos de lleno en la época de las máquinas de
calcular y pensar. Y ya podemos leer: en la Wiener Zeitschrift für Nervenheilkunde (revista vienesa de
neurología), tomo 1954, cómo, según un psiquiatra suizo, una máquina electrónica de calcular se diferencia del espíritu humano solamente en que aquélla trabaja prácticamente sin error, lo que desgraciadamente
no se puede decir del pensamiento...
Hoy nos acecha el peligro -al menos aquí lo presiento yo- de un nuevo homunculismo. El peligro de
que el hombre se malentienda otra vez a sí mismo y de nuevo interprete falsamente su propia imagen,
como un «nada más que... ». Porque los tres grandes homunculismos que hasta ahora se han dado -el biologismo, el psicologismo, el sociologismo, esto es lo que han hecho: presentarle la imagen de sí mismo,
pero desdibujada, caricaturesca, como la que reproduce un espejo cóncavo no bien enfocado: así no era el
hombre «otra cosa que» un autómata de reflejos, un mecanismo de instintos, un mecanismo psíquico o un
simple producto de los coeficientes de producción, respectivamente. A esto había quedado reducido el
hombre, el hombre a quien el Salmista llamaba paulo minor Angelis, a que, por tanto, había colocado muy
poco por debajo, de los seres puramente espirituales. Lo, auténticamente humano- era, en todo caso, excluido del, hombre. Y no lo olvidemos: el homunculismo puede hacer historia, mejor dicho, la ha hecho
ya. Recordemos solamente la historia de los útimos años, cuando, según, la concepción dominante, no
era el hombre otra cosa que un producto de la herencia, o del mundo en torno (Umwelt), o de la «sangre y
–el suelo», como entonces se decía, y en las catástrofes históricas a que nos ha empujado a todos, en las
catástrofes inherentes a todo homunculismo. De todos modos, y según mi modo de ver, de una cualquiera
de esas concepciones «homunculísticas» del hombre a la cámara de gas solamente hay un paso, el paso de
la consecuencia lógica. ¡Créanme ustedes, señoras y señores, ni Auschwitz, ni Treblinka, ni Maidanek
fueron preparados fundamentalmente en los ministerios nazis de Berlín, sino mucho antes en las mesas de
escritorio y en las aulas de clase de los científicos y filósofos nihilistas! Y no me cansaré nunca de advertir, sea en el extranjero, sea en ultramar, dondequiera que sea llamado con motivo de mis conferencias,
que también existen filósofos y científicos nihilistas allí donde, por ejemplo, un autor, un Premio Nobel,
diga que él, en definitiva, no ve en el hombre «otra cosa que minúsculos aglomerados de inmundo carbono y agua, los cuales se desintegran de nuevo en sus elementos constituyentes una vez que hayan rodado por unos decenios sobre la superficie terrestre». Pero aún hay otro peligro a largo plazo: la corrupción
del hombre por la «automatización»; claro que, al fin de cuentas, -para eso estamos los médicos, no sólo
para reconocer y si es preciso tratar, sino también para prevenir, cuando es posible, las enfermedades, y
las enfermedades del espíritu y las del espíritu de su tiempo, y por eso es nuestro deber elevar nuestra voz
de advertencia.
Si quisiéramos conocer: las principales formas bajo las que clínicamente se nos presenta la frustración existencial, se habrían dé citar, entre otras, la neurosis de falta de ocupación (Arbeits losigleitsneurose), que ya he descrito en otro lugar9. Y en este sentido se han de entender las crisis de los jubilados
y pensionistas, un problema de actualidad para la moderna Geriatría. Quizá sea excesiva, en este sentido,
la afirmación de -Hans Hoff cuando dice: «La posibilidad de dar un sentido a su vida, en el cual también
7
Dictionnaire de Psychoanalyse et de Psychotechnique, sous la direction de Maryse Choisy (1951), 233.
Según la opinión de J. W. STILL, en «Geriatrics», 12 (1957), 557, el tiempo libre de que disponemos
tiende a aumentar. El 20,7 por 100 de nuestro tiempo es hoy «tiempo libre», en oposición al 7,8 por
100 de que disponían las generaciones anteriores. Nuestro tiempo libre, según él, es hoy mayor que
nuestro tiempo de trabajo. Y según sus cálculos, para el año 2000 dispondremos de un 27,1 por 100
de tiempo libre.
9
Wirtschaftskrise und Seelenteben vom Standpunkt des Jugendberaters, en «Sozialärztliche Rundschau»
(marzo 1933).
8
18
el futuro quede comprendido, puede en muchos casos impedir la aparición de la psicosis senil.» Pero sí
creemos que encierran mucha sabiduría las palabras de Harvey Cushing, el más grande cirujano del cerebro; que ha habido, las cuales; fueron citadas: por Percival Bailey en su discurso conmemorativo, en ocasión de la 112 asamblea anual de la Sociedad Americana de Psiquiatras: «The ony way to endure life is
always to have a task to complete.» Por otro lado, jamás había yo visto tal cantidad de libros amontonados sobre una mesa -libros que estaban esperando aún una minuciosa lectura- como los que vi sobre el escritorio de Josef Berze, profesor de Psiquiatría de Viena, cuando éste tenía noventa años.
Del mismo modo que la crisis de los jubilados viene a ser algo así como una neurosis de falta de trabajo, pero permanente y continua, así también hay una neurosis de falta de ocupación, ésta fluctuante y
periódica; me refiero a las neurosis dominicales, una depresión que acomete a aquellos que se hacen
conscientes del vacío de su vida, sólo cuando descansan los domingos de su actividad t trabajo diarios, y
entonces aparece en ellos el vacío existencial.
Normalmente la frustración existencial no es, por supuesto, visible, sino latente. El vacío existencial
puede permanecer larvado, enmascarado, y sabemos de diversas máscaras tras de las que se oculta el vacío, existencial. Nos basta con recordar la llamada Manager's disease, la enfermedad del manager, y ver
cómo quienes la padecen se entregan a una actividad sin sosiego, empujados por su ciego afán de trabajar,
sin olvidar que su deseo o, voluntad de poderío, por no hablar de la más primitiva y vulgar de sus manifestaciones: la «voluntad de dinero» desplaza a la voluntad de sentido.
Pero no solamente hay una Manager's disease, sino también otra; que yo llamaría Mrs. Manager's disease --enfermedad de la señora del Manager Pues así como los managers tienen demasiadas ocupaciones
y por ende demasiado poco tiempo, hasta el punto de que carecen del necesario para respirar y no digamos ya para ocuparse un poco de sí mismos, a sus señoras les suele suceder al revés: que tienen demasiado poco que hacer; y en consecuencia, tanto tiempo libre, que no saben qué hacer con él, pero mucho menos qué hacer de su vida, y este vacío interior tratan de adormecerlo con su pasión por, la bebida (Cocktail-Parties), con su manía de aparecer (Social-Parties) y con su pasión por él juego (Bridge-Parties)...
Esta clase de personas tratan de huir de sí mismas, para lo que conforman su tiempo libre de una manera
que yo llamaría centrífuga; mas a esta forma de conformar el tiempo libre opondría yo otra, que no solamente ofrece al hombre ocasión sobrada para la distracción, sino que trata de ofrecerle también oportunidad para el recogimiento interior.
Por lo visto, también en el terreno de lo psicológico y no sólo en el de lo físico existe el horror vacui,
el horror al vacío. Yo veo en el afán de acallar, el vacío - interior con, el ruido de los motores y con la borrachera de la velocidad; la psicodinámica vis a tergo de una motorización tan velozmente creciente. Estoy convencido de que el ritmo acelerado dé la vida de hoy, es sólo un intento, vano por desgracia, de autocuración de la frustración existencial, pues cuanto menos sabe el hombre de una meta para su vida, tanto más acelera el paso en su andar por los caminos de la vida. En este sentido parodiaba el cabaretista vienés Helmut Qualtinger a un gamberro salvaje en moto, con el siguiente dicho: «Desde luego no tengo ni
idea de adónde voy, por eso llego allí más deprisa.»
Una ambición de este tipo puede alguna que otra vez, apuntar a metas más elevadas. Conozco a unpaciente, extranjero, que, representa el caso más típico de enfermedad del manager con que me he tropezado en mi vida; A la primera indagación quedó ya fuera de duda que nuestro hombre se mataba trabajando. Pero también salió a relucir el porqué de este rabioso trabajar, hasta el desfallecimiento; el hombre
era bastante rico, tanto que se podía permitir el lujo de poseer un avión particular; pero no debía ser suficiente, cuando él mismo confesó que, todo su afán se cifraba en llegar a tener un avión a. reacción, para
no andar volando con uno de esos aviones corrientes.
Este preocuparse por realidades como, el sentido, la finalidad de la humana, existencia así como el
ponerlos en: tela de juicio, más aún, incluso la total falta de fe la «desesperación» que origina el convencimiento de que no existen, ni tal sentido, ni tal finalidad; no son de suyo y por sí mismos- ni una situación enfermiza ni un fenómeno patológico, antes al contrario, debemos guardarnos mucho de pensar tal
cosa se podría hablar aquí de un patologismo, precisamente en la práctica clínica. Pues el cuidarse de
averiguar el sentido a su existencia es lo que caracteriza justamente al hombre en cuanto tal -no se puede
ni aun imaginar un animal que esté sometido a tal preocupación--, y no nos es lícito degradar esta realidad
que vemos en el hombre, -más aún, esto que es lo más humano en el hombre- a algo demasiadamente
«humano», a una especie de debilidad, una enfermedad, un síntoma o un complejo.
Más bien es al revés: conozco el caso concreto de un paciente -de oficio profesor de Universidadenviado a mi clínica precisamente por su actitud completamente negativa frente a esta cuestión del sentido de la existencia. A lo largo de nuestra conversación pude ver claramente que lo que allí había era un
estado depresivo endógeno; se trataba, en una palabra, de una melancolía, pero no de un estado depresivo
psicógeno, es decir, neurótico, sino de uno somatógeno, es decir, de un estado psicótico. Lo notable del
19
caso es que sus cavilaciones sobre el sentido de su vida se le ocurrían no precisamente en los períodos de
la fase depresiva, como pudiera suponerse, sino, al revés, en estas épocas estaba siempre preocupado de
modo tan hipocondríaco que ni siquiera le hubiera sido posible pensar en ello. ¡Solamente en los intervalos de normalidad era cuando caía en tales cavilaciones! En otros, términos, entre la indigencia espiritual,
por un lado, y la enfermedad psicoanímica, por otro, se daba en este caso concreto una relación de exclusión mutua.
Pero aún hay más, y es que la frustración existencial, o la frustración de la voluntad de sentido, como
la podemos llamar también, no solamente no es de suyo algo patológico -mucho menos aún se podría
llamar tal cosa a la voluntad de sentido en sí misma esta innata tendencia del hombre a llevar una existencia lo más rica posible de sentido y está tan lejos de ser algo enfermizo, que más bien puede y aun debe
ser aprovechada en sentido terapéutico. El procurar esto es precisamente el principal intento de la Logoterapia, como terapéutica basada en el Logos, y esto quiere decir en nuestro caso: un tratamiento orientado
(y re-orientador para el paciente) hacia el sentido de su vida. Para, lo cual no solamente se trata de poner
en acción la voluntad de sentido, sino, que ante todo es menester provocarla o evocarla, hacerla aparecer,
donde se hubiera perdido, donde estuviera latiendo inconscientemente, donde haya sido reprimida. Otra
de las tareas encomendadas a la Logoterapia es, además, la de proponer y hacer patentes diversas y concretas posibilidades `dé realizar este sentido, para lo que, desde luego, es necesario un análisis previo de
la, existencia concreta, personal, del enfermo en cuestión: en una palabra, un análisis existencial.
Por supuesto que cuando hablamos aquí de análisis existencial no entendemos por «análisis» lo que
comúnmente se entiende; lo que queremos decir es una explicación de la existencia concreta, y tal explicación se realiza justamente a través (in medium) de la biografía del sujeto; en efecto, en el curso de la
vida se despliega la personalidad del hombre, en él se va escribiendo y, por consiguiente, en él puede
leerse como en ningún otro sitio lo que en realidad es el hombre, tanto por lo que concierne a su ser real,
como con vistas a sus posibilidades de sentido: la vida en sí misma es una especie de «autoexplicación»
del ser personal.
Por lo que venimos diciendo, debe resultar ya evidente que el análisis existencial no tiene nada que
ver con eticismos o sermones, aunque toque tan de cerca el sentido y los valores. La Logoterapia no es
una Ética, ni aun con la Religión ha de confundirse, pues, como luego veremos, estamos en condiciones
de delimitar exactamente una y otra.
Para los americanos resulta, por lo visto, particularmente difícil dominar su propensión a la unidimensionalidad y superar esa indolencia, tan frecuente en los Estados Unidos, cuando se trata de marcar
los límites entre el Psicoanálisis y la Religión; quiero decir, no acaban de ver que en el Psicoanálisis se
opera con la esperanza de la curación, mientras que en la Religión se da la esperanza de la curación milagrosa; en otros términos, equiparan la creencia en la ciencia con la creencia supersticiosa.
Naturalmente, una de las tareas que incumben a la Logoterapia es la de ampliar lo más posible en el
enfermo el campo visual de valores, de suerte que se haga cargo de toda la abundancia de posibilidades posibilidades de sentido y valor que están a su alcance; dicho de otro modo, que llegue a percibir todo el
espectro de los valores. Pero su realización es cosa del enfermo exclusivamente, por propia iniciativa, por
su plena conciencia de responsabilidad, que la Logoterapia le ayuda a recobrar, y significaría no valorar
debidamente la objetividad de este algo que llamamos valores y sentido, si no abrigásemos la seguridad
de que una verdad, incluso la verdad de los juicios de valores, la verdad del conocimiento y reconocimiento de los mismos, es algo que por sí mismo se impone al paciente y que no necesita, ninguna imposición por parte del médico. Resulta, empero, que la Logoterapia es quien menos tentada se siente a forzar
tal imposición, dado que se entiende a sí misma precisamente como, educación para la responsabilidad,
como suena el programático, título de un libro.10 Si hay algún tipo de psicoterapia que esté inmunizada
contra la «transmisión» de la peculiar manera de ver las cosas y de la jerarquía personal de valores, por
parte del médico al enfermo, ésa es la Logoterapia.
Tocante a la delimitación de fronteras entre Psicoterapia (toda clase de Psicoterapia y no sólo la Logoterapia), de un lado, y la Religión, de otro, se puede llevar a cabo, según mi opinión, de la siguiente
manera, el fin de la Psicoterapia es la curación psíquica o mental (Seelische Heilung), el fin de la Religión
es, por el contrario, la salvación del alma (Seelenheil). Se pone de manifiesto lo distintas que son ambas
finalidades, en que el sacerdote ha de procurar la salvación del alma, del creyente, aun a expensas del peligro de exponer a éste, en algunas ocasiones, a una mayor tensión emocional; pero es una consecuencia
que no se puede evitar, porque primariamente y en razón de su ministerio el sacerdote no se ocupa de me10
4 Prof. Dr. KARL DIENELT, Erziehung zur Verantwortlichkeit. Din ExistenZanalyse. V. E.
FRANKL, Und ihre, Bedeutung für die Erziehung. Mit eínem Geleitwort von Univ. Próf. Dr. ArfrON
SIMON C, Osterreichischer Bundesverlag. (Viena; 1955.)
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didas psicohigiénicas. Cómo decía humorísticamente un padre jesuita de EE. UU, la religión es algo más
que un medio para preservar a la gente de úlceras psicosomáticas de estómago. Ahora bien, aunque la Religión no se preocupa primaria y fundamentalmente de la curación psíquica o mental, sin embargo, per effectum -no per intentionem- resulta también psicohigiénica; es más, tiene eficacia en sentido psicoterapéutico, por cuanto recoge y ofrece asilo al hombre y le da una seguridad sin par, el recogimiento y la seguridad que significa estar anclado en lo trascendente, en el Absoluto. Del mismo modo podemos anotar
también por parte de la Psicoterapia un efecto secundario derivado, análogo al de la Religión, y que también resulta sin haberlo intentado, y es cuando podemos constatar, en casos concretos, realmente afortunados y agraciados, cómo el paciente vuelve a descubrir en el curso del tratamiento psicoterapéutico el
manantial, tiempo ha seco, de una fe original, inconsciente, que había sido ahogada por la represión. Pero,
aun en los casos en que esto sucede, nunca podrá haber sido la auténtica intención del médico el conseguirlo, a no ser en el caso de que éste profese la misma confesión y participe en las mismas convicciones
religiosas del enfermo, y le traté por ello en virtud de una especie de unión personal entre ambos, lo que
al fin y al cabo viene a significar que no le trata como médico.
Éste estado de cosas se da no sólo en el ejercicio de la medicina, sino también en la teoría médica:
por muy de acuerdo que estén los resultados de un tratamiento o los obtenidos por la investigación, dentro
del ámbito de la psicoterapia clínica, con lo que el médico esperaba en virtud de sus convicciones religiosas personales, esta concordancia resulta per effectum, no per intentionem. Al contrario, en la medida en
que estas investigaciones se llevan a cabo, partiendo no precisamente de un itinerario prefijado, u orientadas a una meta concreta (la de que sus resultados coincidan con las enseñanzas de la Teología), tanto
más favorables serán para la Teología estas conclusiones, asentadas con total independencia de todo motivo religioso y de toda intencionalidad confesional. Por eso nos parece un contrasentido llamar a la Psicoterapia «criada del apostolado» (I. A. Caruso). Cuanto menos procure la Psicoterapia servir a la Teología, tanto más útil le será-¡no es preciso ser criada para poder servir!11 Explícitamente asegura el profesor
doctor P. Adiel del Meyer, O. F. M. (1. c.): «Siempre, y ante todo, la Psicoterapia ha de mantener su independencia como ciencia», y no debe «ser reducida a la calidad de ancilla theologiae, algo que por su
misma esencia no puede ser.» No dudo en asegurar que sólo el material científico reunido por una investigación autónoma, por principio y desde el principio, puede, a la postre, ofrecer argumentos válidos a la
Teología.
Volviendo de nuevo a la problemática de los valores y del sentido, hemos de dejar asentado que tanto la cuestión de «de qué» como la cuestión de «ante qué» es responsable el paciente, son cuestiones que
sólo a él corresponden, y esto quiere decir que una respuesta a estas preguntas sólo es posible sobre la base de un sentido de responsabilidad personal nuevamente recuperado por el enfermo. Una cosa podemos
asegurar desde ahora: dónde no está, en modo alguno, el sentido de la existencia. Y no está precisamente
en esa autorrealización o en esa autoconsumación de que últimamente se ha hablado tanto y de que se ha
hecho moda; por el contrario, el hombre no está ahí para- consumarse o realizarse a sí mismo, sino que
siempre que con relación al hombre se pueda hablar de una autorrealización o una autoplenificación, ha
de tenerse en cuenta que ambas han de resultar per effectum, no per intentionem. Solamente en la medida
en que nos damos, en que nos exponemos y entregamos al mundo y a la tarea y a las exigencias que de él
irradian sobre nuestra vida, solamente en la medida en que nos preocupe lo que pasa allá afuera en el
mundo y en las cosas y no de nosotros mismos o de nuestras necesidades, solamente en la medida en que
realizamos una misión, cumplimos con un deber, llenamos un sentido o realizamos un valor, en esa misma medida nos realizamos y consumamos a nosotros mismos.
¡Qué traidor o al menos qué tentador resulta ese dicho de moda de la realización y de la consumación
de sí mismo! Como si el hombre existiese solamente para calmar necesidades, y como si, los objetos que
le sirven para ello no fuesen otra cosa que un simple medio con que lograr tal fin.
Consumación del propio yo, realización de las propias posibilidades, no son, en suma, finalidad en sí
mismas, y por ello solamente a un hombre que ha malogrado el sentido real de su vida se le ocurre concebir la realización de sí mismo no como un efecto resultante, sino como una finalidad. Pero el volver sobre
si mismo la «reflexión», es no solamente una forma derivada, sino también deficiente, de la intención: sólo cuando el «bumerang» ha fallado su objetivo es cuando vuelve de nuevo al punto de donde había sido
enviado, pues su primordial destino era el de alcanzar la presa y en modo alguno retornar al cazador que
lo había lanzado.12
11
Véase mi obra Der unbewusste Gott (1ª ed. Viena, 1948), 119.
Con otras palabras, la existencia que apunta no al Logos, sino a sí misma, se malogra pero no se
malogra menos si -teniendo al Logos- no se trasciende a sí, mis En una palabra, la intencionalidad perte12
21
Resumiendo, consumación y realización de sí mismo son el resultado de la consumación de un sentido y de la realización de un valor, y así podemos comprender qué tergiversación de las cosas significa el
obrar como si la consumación de un sentido y la realización de un valor fuesen simples medios para lograr el fin de la consumación de sí mismo y de la realización de sí mismo.13
Resulta, sin embargo, que el médico, en su labor profesional, se las ha de ver siempre con hombres
que sufren, y en sobradas ocasiones con enfermos incurables, con hombres que se enfrentan consigo
mismos y también con el médico con la pregunta de si su vida, en vista del continuo sufrir que les depara,
de un sufrir que continuamente está en ella presente, inalterable, inevitable, fatal, no ha llegado ya a carecer simplemente de razón de ser.14
El médico se encuentra ante el deber no sólo de hacer a su enfermo apto para el trabajo, como a su
oficio de médico corresponde, no sólo de hacerle capaz de sentir un placer o de experimentar una alegría,
sino que tiene además otro deber, el de crear en el enfermo la aptitud para el sufrimiento, tercera tarea que
le está encomendada (su recuperación respecto a, la capacidad de crear no es, por así decirlo, la cuarta
meta que ha de alcanzar, sino más bien una misión, que excede su ámbito profesional y por ende una consecuencia contingente, derivada del tratamiento médico, como se ha dicho).
Esta capacidad de sufrir no es, en fin de cuentas, otra cosa que la capacidad de llevar a cabo y de realizar lo que yo llamó los valores de actitud (Einstellungswerte). Pues no solamente el realizar un quehacer
de acuerdo con la correspondiente. aptitud para el trabajo) puede dar un sentido a la existencia -en este
sentido hablo yo de la realización de valores creadores-, ni solamente el vivir algo (Erleben), el «encuentro» con, alguien y el amor (de acuerdo con la correspondiente aptitud para el goce), pueden hacer una vida plena de sentido -en este sentido hablo de la realización de, valores vivenciales---, sino, también el sufrir puede hacerlo, es más, no se, trata, en este caso de una posibilidad más, al alcance del hombre, sino de
la posibilidad de realizar el valor, supremo y, de la oportunidad, de realizar el sentido, en su dimensión
más honda. Lo relevante desde el punto de vista médico, mejor dicho, desde el punto de vista del enfermo
es la postura que uno adopta frente a la enfermedad, la actitud con que se desenvuelve frente a ella. En
una palabra: lo que importa es la postura conveniente, es el recto, valiente sufrir un destino irrevocable. El
cómo se sobrelleva un sufrimiento ineludible encierra ya en sí un posible sentido. No queremos omitir
aquí una poesía de Julius Sturm, que Hugo Wolf ha puesto en música:
Por la noche, por la noche viene gozo y dolor, y antes de que tú lo pienses, te abandonan ambos y se
marchan a decirle al Señor cómo los has soportado.
En efecto, el saber sobrellevar es lo que importa, el cómo se soporta el destino, cuando ya no se le
pueden tomar las riendas en la mano, sino sólo conformarse con él. En otras palabras: cuando ya no hay
posibilidad de obrar --es decir, cuando ya no es posible una acción capaz de conformar el destino-, entonces es preciso salirle al encuentro con digno ademán. Ahora comprendemos con cuánta razón pudo decir
Goethe: «No hay situación que no se pueda ennoblecer bien por la acción positiva, bien por la resignación.» Pero aún podemos completar su pensamiento: el soportar, al menos en el sentido del digno y valiente sufrir un destino duro, es ya de suyo realizar y llevar a cabo gran obra; más aún, no sólo es una gran
obra, sino la más grande que le es dado realizar al hombre. Y en este sentido entendemos las palabras de
Hermann Cohen: «La más alta dignidad del hombre es el sufrir.» Felix dolor…
Vamos a intentar ahora dar respuesta a la cuestión de por qué el sentido que ofrece al hombre el sufrir es el mayor de todos los posibles. Pues bien: los valores de actitud resultan tanto más nobles con relación a los valores de creación y de vivencia, en cuanto que el sentido del sufrimiento está dimensionalmente por encima del sentido del trabajo y del sentido del amor. Y esto, ¿por qué? Vamos a partir del supuesto de que el Homo sapiens se puede descomponer en Homo faber, el hombre que consuma el sentido
de su existencia por medio de la actividad creadora; en Homo amans, el hombre`, que enriquece su vida
de sentido por medio de sus vivencias, su «encuentro» con otro hombre, y por su amor, y finalmente, en
Homo patiens.
nece a la esencia de la existencia humana, y la trascendentalidad pertenece a la esencia de lo que llamamos sentido y valores.
13
Cfr, MAX SCHELER, Philosophische Weltanschauung (Berlín, 1954), 33: «Solamente quien
quiere perderse a sí mismo en - una cosa puede lograrse auténticamente a sí mismo.»
14
Véanse mis artículos: Der Mensch von heute und die Sinndeutung des Leidens, en «Universitas», 12 (1957), 897, y Sinndeutung des Leidens. Ein metaklinisches Bekenntnis (en preparación).
22
El Homo faber es justamente lo que se llama el «hombre de éxito»; para él sólo hay dos categorías y
sólo en ellas puede pensar: éxito y fracaso. Su vida pendula entre estos dos extremos, siguiendo la línea
de una Ética del éxito. El Homo patiens es de otra manera: sus categorías distan, mucho de llamarse, éxito
y fracaso, son plenitud y desesperación. Con este par de categorías se sitúa perpendicularmente (véase el
gráfico) con relación a la línea de toda Ética del éxito, pues «plenitud» y «desesperación» pertenecen a
otra dimensión. Mas precisamente de esta diferencia dimensional se deriva su superioridad dimensional,
pues resulta que el Homo patiens puede encontrar su plenitud incluso en la mayor falta de éxito, en el fracaso. Por donde se pone de manifiesto que esta plenitud es compatible con el fracaso, lo mismo que lo es
el éxito con la desesperación. Naturalmente, esto sólo puede entenderse teniendo en cuenta la diferencia
dimensional de ambos pares de categorías: Pues si proyectamos el triunfo del Homo patiens, su plenitud
de sentido y la plenitud de sí mismo lograda en el sufrimiento, sobre la línea de la Ética del éxito, necesariamente ha de resultar, por razón de la diferencia dimensional, una informe sucesión de puntos, un algo
sin configuración
determinada, un sinsentido. En otros términos, a los ojos del Homo faber el triunfo del
1
1Homo patiens ha de ser por necesidad locura, y escándalo. Pero esto sólo es comprensible bajo el signo de
esta cruz de coordenadas Solamente bajo este signo tiene el sufrir un posible sentido.
Cuando, por ejemplo, en un libro sobre la psicología de los enfermos de cáncer, aparecido en USA,
se colocan en fila: primero, el suicidio; segundo, la religión; tercero, la psicosis, como formas de «escapismo» ante el hecho inevitable de una enfermedad incurable, todas sobre el mismo plano, quiere decir
que en tal alineación niveladora lo que se ha hecho en realidad es proyectar algo que pertenece al plano de
lo espiritual (el único en que es imaginable un sentido del sufrimiento) sobre la base, sobre el plano del
bienestar psico-orgánico y de la capacidad psíquica de acomodación, lo que a su vez significa una proyección sobre el plano en que se mueve; el «hombre de éxito» adaptado forzosamente a tal situación.
Ha sido la profesora Edith Joelson, de la Purdue University, quien ha puesto de manifiesto cómo el
«escapismo» ante la penuria y la muerte, el sufrir y el morir, es una forma de reacción característica del
americano, que mete a éste en un círculo vicioso, dentro del cual el hombre que no ve la .posibilidad de
hallar un sentido al sufrimiento, sino que lo concibe a lo sumo como una inadaptación o ve en él un síntoma neurótico, no hace sino aumentar más y más su sufrimiento, ya inevitable, porque así le ha caído en
suerte con su apenarse por su inevitable sufrir.15 También F. C. Redlich ve en la tan acentuada intolerancia para el miedo y el dolor una característica bien marcada de la vida americana; esto se deduce, según
su opinión, del parangón entre soldados de diversas nacionalidades durante los años de guerra. Y que la
cultura americana actual es todo menos espartana16. Pero lo que a mí me parece más digno de tenerse en
cuenta es que F. C. Redlich no omite llamar la atención en un cierto orden de cosas, sobre la tendencia a
rehuir el dolor y buscar el placer, tendencia que va muy de acuerdo con la Psiquiatría dinámica tan en boga en los Estados Unidos, por cuanto habla explícitamente de una corriente hedonística que pudiera servir
de apoyo a esta orientación de la Psiquiatría. En tanto que Edith Joelson presenta, por otro lado, a la Logoterapia como el correlativo adecuado frente a la mentalidad de higiene mental, que goza allí de tantas
simpatías, o lo que es lo mismo, frente al «escapismo» tan característico de dicha mentalidad.
Por lo dicho, resulta que la capacidad de realizar valores creadores, es decir, la posibilidad de tomar
en la mano las riendas del destino mediante la acción adecuada, tiene preferencia sobre la forzosa necesidad de aceptar sobre sí el destino ineludible, mediante la digna actitud de resignación, o sea, sobre la capacidad de realizar los valores de actitud. Dicho de otro modo, si bien la posibilidad de sentido que encierra en sí el sufrir es superior, según la jerarquía de los valores, a la posibilidad de sentido del obrar activo,
aunque el sentido del sufrir tenga la primacía, el sentido del crear tiene la prioridad, pues el soportar no un
sufrimiento inevitable, sino un sufrimiento innecesario, carecería de valor positivo, sería una petulancia.
El sufrimiento innecesario es -según la expresión de Max Brod- «innoble» y no «noble» infortunio.
Ahora bien: ¿cómo se nos presenta esto en la práctica médica in clinicis? De lo que hemos dicho
puede ya deducirse que, por ejemplo, un carcinoma operable no es una enfermedad cuyo sufrimiento sea
razonable por tener un sentido; el soportarle simplemente equivaldría a un sufrimiento petulante. Lo que
necesita el enfermo en cuestión, el enfermo afectado de tal carcinoma, es valor para aguantar la operación; mientras que el recalcitrante, ciego de ira, a quien la suerte ha deparado un carcinoma inoperable,
necesita en realidad resignación.
15
Some Comments on a Viennese School of Psychiatry, en «The Journal of Abnormal and Social
Psychology», Vol. 51, número 3 (noviembre 1955), ,y Logotherapy and Existential Analysis, en «Acta
Psychoterapeutica», 6 (1958),193.
16
«American Journal of Psychiatry», 11.4 (1958), 800.
23
Ni los dolores que ocasiona una enfermedad son tampoco, por regla general, necesarios ni imposibles de evitar, sino un sufrimiento carente de sentido, pues dentro de un margen muy amplio se pueden
calmar. La renuncia heroica a todo calmante o la anestesia local, más aún, la renuncia en el caso de una
enfermedad inoperable, a todo medicamento para calmar el dolor, no es en modo alguno cosa de la que
todo el mundo sea capaz. Acaso lo fuera Sigmund Freud, quien realmente se mantuvo hasta el último
momento en su renuncia a todo analgésico -literalmente: «llevó a cabo» (¡qué sabio es el lenguaje! . Pero
en general, esta renuncia ha de venirle impuesta a uno, de tal manera que no se puede hablar de una renuncia valiente, eficaz (Verzicht, leistung) cuando se renuncia temerariamente a toda atenuación del dolor.
A diario se ofrece al médico la oportunidad de observar cómo pasa el enfermo y efectúa el cambio,
de la posibilidad de dar un sentido a su vida mediante la actividad creadora, posibilidad que acapara el
interés y la atención- principales de nuestra conciencia en la vida cotidiana normal-, a la necesidad de realizar el sentido de la existencia, por medio del sufrimiento, por la aceptación de un destino siniestro, ydoloroso. A la luz de un caso concreto vamos a ver cómo no solamente la renuncia al trabajo y -al posible
sentido de la -vida que en él había de fundarse, sino incluso la renuncia al amor, es capaz de obligar al
hombre a, ver el sentido de su vida precisamente en la aceptación de esa limitación de posibilidades que
ha truncado un trágico destino:
En cierta ocasión viene a mi consulta un anciano médico que hacía un año había perdido a su mujer,
a quien él amaba sobremanera, sin que pudiera encontrar algo capaz de consolarle por esta pérdida. Yo
pregunto a este paciente, tan profundamente deprimido, si se le había ocurrido pensar alguna vez lo que
hubiese sucedido caso de haber muerto él antes que su mujer. «No es para imaginado, contestó él; mi mujer se hubiera desesperado.» Entonces me permití hacerle esta observación: «Vea usted de qué trance se
ha librado su mujer, y usted ha sido precisamente quien se lo ha evitado, aunque esto le cueste a usted el
tener que llorarla ahora muerta.» En el mismo instante comenzó a tener un sentido su dolor: el sentido del
sacrificio. Su sino estaba decidido y nada podía cambiarlo, pero se había cambiado su actitud frente a él.
El destino le había exigido la renuncia a la posibilidad de plenificar su -vida- en el amor, pero le -había
quedado la posibilidad de tomar postura ante este destino, la de aceptarlo y enfrentarse a él dignamente.
Indudablemente esto no es Psicoterapia, aquí no se ha efectuado ninguna terapéutica, pues la situación de hecho continuaba invariable, la misma. En casos como éste podíamos hablar adecuadamente de
una especie de obra de apostolado, de una especie de cura de almas, que el médico ha de ejercitar a diario
y en cada consulta y, en consecuencia, es una misión que cae de lleno dentro del oficio y práctica de la
medicina. Pues Pastoral médica es cosa del internista, que diagnostica enfermedades incurables; del geriatra, que se las ve con los inevitables achaques de la vejez, del dermatólogo, que se encuentra ante desfiguraciones; del ortopedista, que se ve ante un ser deforme; pero sobre todo del cirujano, que se ve con
frecuencia forzado a producir él mismo una mutilación; todos ellos tratan con pacientes a quienes ha caído en suerte un destino irrevocable, invariable tal vez desde siempre. Y en tales ocasiones, cuando ya no
existe la posibilidad de curar, cuando tal vez no sea siquiera posible aminorar el dolor, no queda sino un
recurso: consolar. De que también esto es de la incumbencia del médico nos da emocionante testimonio la
inscripción colocada en el frontispicio de la puerta principal del Hospital General de Viena, con la que el
emperador José II dedicó al público esta institución benéfica: «Saluti et solatio aegrorum» no sólo para la
curación, sino también para el consuelo de los enfermos--, incluso entre las ordenanzas de la «American
Medical Association» encontramos esta advertencia: «El médico debe también confortar el ánimo. Esto
no es en modo alguno exclusivo del psiquiatra. Es simplemente la misión de todo médico mientras ejerce
la medicina.» Evidentemente se puede ejercer la medicina sin ocuparse para nada de ello, pero entonces
no veo por qué no decir lo que Paul Dubois decía, refiriéndose a una situación similar, a saber, que el médico se distingue del veterinario sólo en una cosa: en la clientela.
El médico se ve forzado, sin él buscarlo, a ejercer esta pastoral médica. «Son los mismos enfermos
quienes nos colocan ante la necesidad de ejercer la misión de cura de almas.» (Gustav Bally.) Se trata
aquí de una función que es «impuesta» al médico (Karl Jaspers, Alphons Maeder, W. Schulte, G. R. Heyer, H. J. Weitbrecht, entre otros)17. La pastoral médica no puede ser de ningún modo una suplantación de
la labor pastoral propiamente dicha, que es y sigue siendo la labor pastoral del sacerdote; pero lo que Víctor E. von Gebsattel llama la «emigración del hombre occidental del sacerdote al neurólogo» es un fenó17
Cfr. A. GÖRRES, en «Jahrbuch für Psychologie und Psychoterapie», 6 (1958), 200: «... la Psicoterapia... es, Sin poderlo evitar, y aunque no quiera darse cuenta de ello, siempre y de algún modo,
pastoral... Con frecuencia tiene que desempeñar explícitamente funciones pastorales... »
24
meno real que el sacerdote no puede ignorar y, al mismo tiempo, una exigencia que el neurólogo no debe
rehusar. Precisamente el médico de sentimientos religiosos es quien menos debe evadirse de ella. Claro
que se puede liquidar limpiamente el asunto refugiándose en la opinión de que tal «intromisión»- es un
«contrasentido18, o que es algo que no viene a cuento, por cuanto el «psiquiatra no debe inmiscuirse como
suplente, aun cuando el paciente no estuviese dispuesto a tratar el aspecto religioso-moral de su enfermedad con un sacerdote», y la razón es porque «esto no es asunto de su competencia»19. Sólo que tal modo
de portarse ante la precaria situación psíquica o espiritual en que puede encontrarse un paciente raya en la
frivolidad, por no decir en el fariseísmo. En última instancia, nadie que vea a un- hombre en trance de
ahogarse puede limitarse a decir, «¡Que hubiera aprendido a nadar!», sino que cualquiera haría todo lo
posible por salvarle, dispuesto incluso a tirarse al agua si es menester, sin refugiarse en la disculpa de que
no está inscrito en un equipo de salvamento...
Precisamente en una época como la nuestra --una época en que tan difundida está la frustración existencial-, una época de angustia desesperada para tantos, porque no tienen fe en el sentido de su vida, y esto a su vez porque son incapaces de sufrir y porque en la misma medida sobreestiman el valor y divinizan
la capacidad de trabajo y de placer20 y, en esta época, digo, tiene lo expuesto una especial actualidad. Es
indiscutible que también en tiempos pasados se daba la frustración existencial, pero los hombres aquejados por ella no acudían al médico, sino al sacerdote, a quien también ahora deberían acudir.
Pero hay algo que, no debemos olvidar: aunque la frustración existencial no represente de suyo un
fenómeno patológico, es indudable que encierra en sí la posibilidad de llegar a serlo; puede ser patógena y
conducir a la neurosis; ahora bien, esto es una posibilidad; quiero decir que la frustración existencial no es
necesaria, sino posiblemente patógena: puede ciertamente conducir a la neurosis, pero no, es forzoso que
así sea; y también a la inversa: una neurosis puede tener su origen en una frustración existencial, en una
falta de confianza o en una total desesperación sobre el sentido concreto de la propia, existencia personal,
pero no tiene por qué ser así necesariamente.
Cuando esta frustración existencial, que puede ser patógena, se convierte alguna. vez en patógena de
hecho, es decir, cuando en un caso concreto lleva de hecho y realmente a una enfermedad neurótica, entonces llamo yo a la tal neurosis neurosis noógena. En concreto: ni toda frustración existencial es patógena, ni toda enfermedad neurótica es noógena. La neurosis no tiene siempre origen en un conflicto de conciencia, o en un problema de valores (ni mucho menos en el problema de lo divino (W. Daim), ni la neurosis se ha de explicar siempre como una absolutización de valores relativos (I. A. Caruso), ni esta absolutización lleva siempre a la neurosis.
Llegados a este punto en nuestras consideraciones, tropezamos además con el peligro del patologismo, del que ya hemos hablado, con otro peligro: el peligro de noologismo. Significarla caer en los defectos del patologismo si pretendiésemos afirmar que toda «desesperación» o falta de seguridad conduce a la
neurosis. Y a 1a inversa significaría caer en el vicio de noologismo si afirmásemos que toda neurosis tiene su origen en una «desesperación». No nos es lícito olvidar lo mental, pero tampoco debemos sobrevalorarlo. El ver en la mente la única causa de las enfermedades neuróticas equivale a aceptar un noologismo, porque resulta que las neurosis arraigan no solamente en la zona de lo mental, sino también en la
zona de lo psicofísico. Más aún: no dudo en afirmar que la neurosis en sentido estricto ha de definirse no
como una enfermedad noógena, sino más bien como una enfermedad psicógena. En cambio, las neurosis
tomadas en sentido amplio, y según se desprende de una estadística elaborada por el profesor Kretsehmer,
del Ambulatorio de Psicoterapia de la Clínica Neurológica de la Universidad de Tubinga, aproximadamente el 12 por 100 de los casos de neurosis allí presentadas pueden ser calificados como neurosis noógenas (Langen y Volhard) La directora del Ambulatorio de Psicoterapia- de la Policlínica Neurológica de
18
P. MATUSSEK, «Jahrbuch für Psychologie und Psychoterapie», 5 (195, 8), 90.
E. RINGEL, en «Wiener Archiv für Psychologie, Psycriatry und Neorologie», 6 (1956), 69.
20
Nuestro deber es mostrarles -y para ello tenemos que verlo antes nosotros- que su desesperación
proviene de una obcecación, es decir, de atribuir un valor excesivo a un valor determinado, de obrar como si sólo este valor tuviese valor, como si dicho valor brillase tanto por encima de los otros que ofuscase nuestra vista y no dejara ver otra cosa. No tengo reparos en afirmar que siempre que uno está desesperado, con ello mismo da a entender que ha divinizado algo, que ha hecho de ello un valor absoluto. (V.
E. FRANKL, Homo patiens; Viena, 1950, págs. 87-88, 90.) En este sentido se obra como si el sentido de
la vida de una mujer consistiera exclusivamente en tener un marido y en tener hijos. Como si la vida de
una mujer que no se ha casado y que no tiene hijos, no pudiera encerrar en sí otras posibilidades de sentido y de valor. Como si el sentido de la vida consistiera solamente en propagar la especie. Pero, a su
vez, el propagar una vida que es en sí carente de sentido, es el mayor de los sinsentidos.
19
25
Viena reseña en su informe estadístico sobre las neurosis la existencia de un 14 por, 100 de neurosis noógenas y, además, un 7 por 100 de acasos de frustración existencial suave (Niebauer), mientras que según
otra estadística de la Clínica Ginecológica de la Universidad de Würzburg habría que contar con un 21
por 100 de neurosis noógenas (Prill).
Y no queremos hablar de esa teoría según la cual cualquier enfermedad, por tanto no sólo toda
enfermedad psicógena, sino incluso todas las afees ciones somatógenas, serían de índole nogena, como
pretende afirmar ese neologismo que se llama a sí mismo Psicosomática, y que en realidad, es una Noosomática. La Medicina Psicosomática asegura que solamente enferma quien a sí mismo se aflige, cuando
en realidad se puede demostrar que en muchos casos enferma también quien se alegra. El cuerpo del
hombre no es- en modo alguno - un reflejo fiel de su alma; esto podría afirmarse del cuerpo «glorificado»; pero el cuerpo del hombre «caído», de ser un espejo, es- un espejo roto, un espejo que desfigura la
imagen, En realidad, el proceso de la enfermedad orgánica no tiene, normalmente, ese valor de representación en la vida, ni ese valor de expresión del espíritu que con tanta liberalidad le atribuye la Medicina
Psicosomática. Ciertamente, muchas cosas acaecidas en la humana existencia tienen su correspondiente
valor representativo en la biografía- del individuo, y en tanto que lo tienen, tienen también un valor de
expresión personal. Pues la biografía no es, en resumen de cuentas, otra cosa que la explicación de la persona en el tiempo. En la vida que allí pasa ante nuestros ojos, en la existencia que allí se desenvuelve, se
explicita y se desdobla la persona, es desenrollada como un tapiz, que nos muestra de este modo su inimitable estampado.
Pero el suceso de la enfermedad orgánica no es el reflejo .fiel de la persona en su aspecto espiritual y
moral. Puede decirse que la Medicina Psicosomática ha hecho las cuentas sin contar con la criada, es decir, con el organismo- psicofísico. Mientras tengamos en cuenta que no -toda lo que el hombre quisiera en cuanto persona espiritual- puede realizarlo en sí mismo --en cuanto organismo psicofísico--, en vista
de tal impotencia oboedientialis, nos guardaremos celosamente de cargar toda deficiencia en el cuerpo a
un fallo del espíritu. Esto por no referirnos a ciertos extremismos de la Noosomática, como cuando nos
dice que el estar enfermo de carcinoma es no solamente la representación in corpore de un suicidio inconsciente, sino lo que es peor, la reproducción de una pena de muerte ejecutada inconscientemente en si
mismo, como consecuencia de algún complejo de culpabilidad.
Por más que el hombre sea, según su esencia, un ser espiritual, sigue siendo, a pesar de ello, un ser
finito y limitado; esta limitación está acorde con su calidad de ser condicionado, ya que sólo potencialmente es el hombre un ser incondicionado, mientras que de hecho está siempre condicionado. De aquí se
deduce que la persona espiritual no siempre es capaz de imponersea través de los estratos psicofísicos.
En estas zonas psicofísicas, no es la persona espiritual ni siempre perceptible, ni siempre efectiva.
Ciertamente es el organismo psicofísico el conjunto de órganos y de instrumentos, es decir, de medios
que han de servir a una finalidad; pero este medium es -en cuanto a su función expresiva- densamente
turbio y en cuanto a su función instrumental grandemente pesado.
No cabe duda que toda enfermedad tiene su «sentido», pero el sentido verdadero de una enfermedad
no está donde lo busca la investigación psicosomática; no está en el factum de estar enfermo, sino en el
modo como se sufre, y por eso es preciso, ante todo, darle el adecuado sentido a la enfermedad, y esto sucede cuando el hombre que sufre, homo patiens, con su digno y correcto sufrir un destino fatal, colma y
realiza el posible sentido de un padecimiento inevitable. Pero el médico no puede dar este sentido por medio de interpretaciones psicosomáticas.
Es además evidente que también el factum de la enfermedad tiene su sentido. Pero este sentido no se
ha de buscar en la inmanencia, sino que se hallará en la trascendencia. Se trata de un sentido de orden superior, quiero decir, de un sentido que está más allá de lo que el hombre puede alcanzar. Esto sí que sobrepasa los límites de cualquier temática psicoterapéutica que sea auténtica. El violar estos límites y el
pretender, en un esfuerzo desesperado y violento, aventurarse hasta construir una Patodicea, o incluso una
Teodicea, es un vano intento que hace fracasar al médico. Cuando menos, pone a éste en situación tan
apurada como la de aquel hombre a quien habiendo preguntado su hijo qué significaba eso de que Dios es
Amor, le respondió el padre, tomando como ejemplo el caso del niño: «Él es quien te ha librado del sarampión», pero que quedó sin saber responder cuando el niño le opuso a su vez: «Sí, pero Él primero me
mandó el sarampión.»
Así pues, el médico, también él, para llegar a ver no solamente la voluntad de sentido, sino también
el sentido del dolor, y precisamente en una época que tanto sufre de la falta de fe en el sentido, es preciso
que se haga cargo más que nunca -y haga de ello consciente al enfermo- de que la vida del hombre que
sufre no deja por ello de tener su sentido, sino al contrario: ella es la que ofrece las mejores posibilidades
de colmar el más profundo de los sentidos y de realizar el valor de más elevado rango.
26
TERCERA CONFERENCIA
Aún queda por tratar un tercer punto –una cuestión que va más allá dee la voluntad de sentido y del
sentido del dolor-: estas consideraciones sobre la imagen del hombre que nos presenta la Psicoterapia necesitan ser completadas con unas reflexiones sobre la libertad de la voluntad. Claro que esto nos llevará a
adentrarnos en el ámbito de lo que sería la “teoría metaclínica” de cualquier Psicoterapia, y teoría quiere
decir visión –es decir visión de una imagen de hombre. Y no es que nosotros los médicos, pretendamos
introducir la Filosofía en el ámbito de la Medicina; son nuestros enfermos quienes vienen a nosotros con
sus problemas filosóficos a cuestas.
Pero es que además, de hecho, toda Psicoterapia se hace su Antropología sin excluir el Psicoanálisis.
Nada menos que el psicoanalista Paul Schilder es quien ha reconocido que el Psicoanálisis es una «visión
de la realidad». Mi opinión personal es que toda Psicoterapia se basa en premisas antropológicas, a no ser
que el psicoterapeuta no se haya hecho consciente de ello, en cuyo caso se apoya en implicaciones antropológicas. Lo cual es aún más grave: precisamente a Sigmund Freud debemos el descubrimiento del peligro que encierran los contenidos de conciencia, y podríamos añadir las actividades mentales mientras son
inconscientes. No tengo reparos en afirmar que en cuanto un psicoanalista ordena al paciente que se
acueste en la camilla y que comience a asociar libremente21 ya le sugiere una concreta imagen del hombre, pero, además, una imagen del hombre que desatiende la auténtica personalidad del paciente, lo que
permite al psicoanalista evitar el encuentro personal de hombre a hombre, de rostro a rostro, frente a frente. Cuando un psicoanalista asegura que él se mantiene al margen de toda valoración, quiere decir que esta misma  constituye ya en sí misma un juicio de valores.
Cuando una enferma, extranjera ella, afirmaba que el único resultado positivo logrado en los tres psicoanálisis, inútiles por lo demás, a los que había sido sometida era el de que inmediatamente había comenzado a «probar» sexualmente a diversos varones -¡la paciente en cuestión estaba casada!-, no nos
equivocaríamos al afirmar que tal cosa no le había sido recomendada por ningún psicoanalista. Pero sí
van a permitirme ustedes que recuerde a este efecto lo dicho por E. A. Loomis (Chairman, Department of
Psychiatry and Religious Counseling, Union Theological Seminary, New York): «A diario sucede que
nuestro silencio o nuestra paciencia son interpretados no sólo como una aprobación de lo que el paciente
hace, sino, lo que es peor, como una incitación a ello.»
M. Van Dusen asegura: «All therapies have a philosophy, but few are so explicit in their relation to a
philosophic view of the world as is existential analysis.» Efectivamente, y como ya se ha dicho, la Logoterapia se muestra como una educación para la responsabilidad, y como tal es la que más inmunizada está
contra el peligro –que por lo demás amenaza a todas las escuelas y tendencias de la Psicoterapia- de pasarse las legítimas fronteras de la valoración. Pues en tanto que los psicoanalistas americanos están como
poseídos de la manía de imponer valoraciones al enfermo, una forma de psicoterapia que de modo tan explícito opera con los valores —como es la Logoterapia- solamente persigue un intento, a saber: el de ampliar lo más posible el campo visual de valores en el enfermo, para dejar luego a su iniciativa por cuál
quiere decidirse, qué sentido concreto quiere consumar y qué valor personal quiere realizar -y ante qué-:
si ante algo o mejor ante alguien cree él ser responsable de su existencia.
¿No podría decirse que el Análisis Teórico conjura el peligro de pasar el límite legítimo de la valoración, que ayuda a precaver de valoraciones inconscientes? A mí me parece lo contrario; a saber: que el
Análisis Teórico es más bien un medio apropiado para hacer surgir valoraciones inconscientes. No es
nuestra intención aceptar sin limitaciones las observaciones de William Sargant, quien en su libro Battle
for the Mind asegura que con bastante frecuencia sólo puede darse el Psicoanálisis por terminado en el
momento en que el paciente haya aceptado y asimilado totalmente los puntos de vista del psicoterapeuta y
una vez que se haya derrumbado toda su capacidad de resistencia frente a la interpretación psicoanalítica
de sucesos pasados. De donde deduce el autor que los psicoanalistas alcanzan el éxito de su tratamiento,
entre sus enfermos, por los mismos procedimientos que los políticos, es decir, por los llamados lavados de
cerebro. Indudablemente esto es demasiado afirmar, pero a buen seguro que el psicoanalista J. Marmor,
21
Cfr. A. GÖRRES: «La afirmación que va implícita en la insinuación del analista para que el paciente asocie libremente, en el sentido de que el entregarse al curso espontáneo de las ocurrencias, que libremente se le van presentando, fuese una cosa lícita en sí misma, es una decisión sobre el "poder" y el
"deber” del hombre, que en modo alguno es inatacable y, al tiempo, una respuesta en parte a la cuestión
de qué es el hombre, cuál es su verdadera imagen y cuál es su finalidad.» Methode und Erfahrungen der
Psychoanalyse. (Munich, 1958.)
de Nueva York, tiene sus motivos para advertir que el analista ve en toda crítica hecha a su persona, o
bien al Psicoanálisis, un indicio de la resistencia del paciente. Y aquí sí que quiero yo ir más lejos, por
cuanto me parece seguro que el Psicoanálisis lleva consigo lo contrario a toda resistencia, es decir, no
precisamente una transferencia negativa, sino positiva; por tanto, si me es licito expresarme así, la falta de
resistencia por parte del enfermo, su total carencia de crítica frente al Psicoanálisis. ¡Con cuánta más razón podríamos afirmar esto del Análisis Teórico. El psicólogo H. J. Eysenck, de Londres, declara taxativamente que todo aquel que haya soportado un Análisis Teórico «no puede ya enjuiciar objetivamente
y sin prejuicios las concepciones psicoanalíticas». «Cuando el psicoanalista asegura que el «psiquiatra de
escuela» no analizado no puede, por más que lo intente, hacer interpretaciones psicológicamente correctas, entonces se ha llegado al punto en que acaba toda discusión científica y comienza en su lugar una decisión de creencias», afirma el profesor ordinarius de Psiquiatría en la Universidad, de Bonn, H. J. Weitbrecht.
El conocido psiquiatra católico E. B. Strauss se ríe sarcásticamente de «una nueva especie de aristocracia», por la, que entiende aquellos «que han sido exhaustivamente analizados» en oposición a «la nueva especie de proletariado, formada por los quintos que aún no han aprendido la instrucción en los cuarteles psicoanalíticos».
De todos modos, por doquier se ven florecer intentos de separar y delimitar entre la Antropología del
Psicoanálisis por un lado y su método terapéutico por otro; pero resulta que la imagen del hombre que nos
da el Psicoanálisis no es ninguna calcomanía. Y si Karl Stern piensa que el Psicoanálisis, en cuanto método terapéutico, no tiene de suyo nada que ver con la Filosofía, que es filosóficamente neutro, o que cuando menos se puede hacer neutro, también piensa lo contrario nada menos que Rudolf Allers: «Toda crítica
ha de ser aplicada precisamente al método». Y cuando Albert Górres, al indagar lo que constituyen «las
auténticas experiencias del Psicoanálisis», pregunta: «¿A qué se puede llamar en Psicología hechos comprobables, como lo es, por ejemplo, la existencia de cloro y de sodio en la sal común?», respondería yo
que ha sido justamente Rudolf Allers quien ha dado la respuesta hace ya nada menos que treinta y seis
años: «Si alguien viene a mí y me dice: “En tal o cual sustancia he encontrado cloro, y responde a mi pregunta sobre el método que ha empleado: `He disuelto la sustancia en ácido clorhídrico rebajado”, no va él
a esperar que yo examine su hallazgo según su método, pues es natural que encuentre cloro, si ha añadido
ácido clorhídrico.»
Y esto ¿qué quiere decir en la práctica? Vamos a fijarnos solamente en la libre asociación de imágenes, en cuya producción se basa, como es sabido, el método terapéutico del Psicoanálisis. Pues bien: un
hombre de solvencia, como lo es el famoso psicoanalista Emil A. Gutheil levanta su voz de advertencia:
«Hoy día son pocos los pacientes de quienes se puede presumir que asocien en realidad espontáneamente.
La mayor parte de las asociaciones que produce el enfermo durante un tratamiento de cierta duración son
cualquier cosa menos "libres"; con excesiva frecuencia están calculadas con el fin de transmitir determinadas ideas al analista, ideas que el paciente cree serán del gusto del mismo. Lo que en tales casos exponen los pacientes es material precalculado, determinado de antemano para dar gusto al analista. Esto aclara el hecho de que en los informes sobre enfermos publicados por ciertos analistas se encuentre en tanta`
abundancia material que, al parecer, confirma las ideas del terapeuta. Por lo visto, los pacientes de los adlerianos solamente tienen problemas de dominio, y sus conflictos parecen sólo originados por su ambición, su tendencia a imponerse y otros por el estilo. Los pacientes de los secuaces de Jung atosigan a sus
médicos con sus arquetipos y con toda clase de simbolismos anagógicos. Los freudianos ven confirmados
por los enfermos su complejo de castración, su trauma del nacimiento y demás».22
Como puede verse, los mismos psicoanalistas comienzan hoy a sentir lo que yo llamaría refiriéndome al título de una obra de Freud: “Malestar en la cultura”- un malestar en el culto, quiero decir
con ese culto que rinden al Psicoanálisis. Los psicoanalistas sienten desasosiego por la popularidad de que
por doquier goza el Psicoanálisis. Es que saben de sobra que esta popularidad dice poco, no digo en favor
del Psicoanálisis, sino en favor del hombre de hoy, quien malentiende y abusa del Psicoanálisis para apoyar su neurosis y su nihilismo. En todo caso, una Psicología Profunda, que se entiende y se llama a sí
misma «desenmascarante», está muy de acuerdo con su propia y descarada «tendencia desvalorizante».
Es muy agradable para el neurótico oír que una cosa como el amor, queda, reducida a puro instinto. Y entonces malentiende y abusa el neurótico del Psicoanálisis para huir de una crisis existencial o para intentar
22
La Psicología profunda y la Psicosomática son doctrinas cuyo esoterismo es exigido, no precisamente por
la misma materia, sino por razones que debieran ser objeto de un estudio científico-histórico. No son teorías misteriosas, asequibles sola mente a través del espaldarazo del Análisis Teórico, y una formación para «la» Psicología
Profunda fracasa, de antemano, por el hecho de que hay un considerable número de escuelas y tendencias, totalmente divergentes entre sí, principalmente por lo que se refiere a sus ideas antropológicas fundamentales, a pesar
de la igualdad de ciertos tecnicismos de que se sirven.»
1
huir de una neurosis noógena; en resumen, para huir de una neurosis noógena a una neurosis colectiva.
Hasta Karl Stern --¡el psicoanalista!- se mofa de la «actitud» «desenmascarante»; del psicoanalista
«filosofizante» y «el sadismo con que destruye, las ilusiones espirituales del hombre» (1. c., p. 221); pero
no queremos pasar por alto una cuestión sobre la que también ha llamado la atención Karl Stern: «Desgraciadamente es la Filosofía reductiva la doctrina psicoanalítica que ha encontrado más amplia aprobación. Ello es debido a que concuerda tan armónicamente con esa medianía de la pequeña burguesía, que
va asociada al menosprecio de lo espiritual.)
Veamos un ejemplo: para Sigmund Freud es la Filosofía simplemente una de las formas más aceptables de sublimación de la sexualidad reprimida y nada más». Indudablemente, pueden darse casos en los
cuales ese procurar y preocuparse el hombre por un algo como es el último y más alto sentido de su vida
no sean realmente «otra cosa que» una sublimación de los instintos reprimidos, y también pueden darse
casos en los cuales los valores sean realmente «formaciones de la reacción y racionalizaciones secundarias». Para algunos autores, como Ginsburg y Herma, no son otra cosa; pero entendemos que esto puede
ser así en casos excepcionales, porque normalmente el preocuparse por hallar un sentido a la existencia es una realidad primaria; es más, la característica más original y primaria del ser humano, lo que nosotros llamaríamos un constituens de la existencia humana.
Precisamente es la Psicoterapia la menos llamada a ignorar la voluntad de sentido -como se llama en
Logoterapia a este fundamental procurar y preocuparse el hombre de colmar su existencia del mayor sentido posible-, imitando en esto a esa Psicología que a sí misma se llama deslarvante y que no acepta la voluntad de sentido, ni aun lo espiritual en el hombre como algo primario, original e irreductible, sino que
lisamente lo tilda de máscara. Lo que en realidad se esconde detrás de esa tendencia a desenmascarar es la
tendencia a desvalorizar, una tendencia que repudia lo espiritual del hombre justamente en el sentido de
Karl Stern, y que de este modo se declara a sí misma esencialmente nihilista.
Pero una Psicoterapia que quiera dirigirse al hombre tiene por fuerza que hacerse cargo de la voluntad de sentido, muy en consonancia con esa sentencia dé Nietzsche, que dice: «Quien tiene un `porqué para su vida, soporta casi siempre el `cómo'»; así es en verdad, sólo que yo diría sin restricciones: soportar
cualquier cómo, desenmascarar y deslarvar pueden ser realmente necesarios, pero tienen un límite que no
han de sobrepasar, y es el de lo auténtico; ni tienen otro sentido que el de servir de medio para conservar
lo auténtico, más aún para separarlo de lo que no lo es y hacer que de este modo aparezca lo auténtico en
toda su pureza. Porque donde se ha hecho del desenmascaramiento y del deslarvamiento una finalidad en
sí mismos, donde ya no queda, digamos, nada santo ni intangible para el psicólogo, allí se ha reducido de
nuevo el desenmascaramiento a simple medio para lograr un fin, pues entonces esta tendencia a deslarvar
está al servicio de los intereses de la tendencia, a desvalorizar. A través de los árboles de la mendacidad
de la vida no ve ya el psicólogo deslarvador el bosque de la misma vida; entonces vienen a parar el desenmascaramiento y el deslarvamiento en cinismo y, finalmente, ellos mismos se convierten en máscara: la
máscara del nihilismo. En este sentido cobran relieve las palabras de Wolfgang Kretsehmer: «Sobre este
cimiento mefistofélico, que tan bien caracteriza a la primera mitad del siglo xx, se ha construido lo que
tan a gusto llamamos Psicología Profunda.» Al mismo tiempo arengaba Freud a sus coetáneos: «¡Yo os
diré cuál es el verdadero resorte motor de vuestro pensar y de vuestro obrar» Con todos los respetos ante
la genialidad de Freud y ante la calidad de «pionero» que tiene su Psicoanálisis, no podemos cerrar los
ojos a la realidad ni dejar de ver el hecho de que también Freud fue un hijo de su tiempo y que no se mantuvo incólume a la influencia del espíritu de su época. Y de este espíritu de la época proviene en primer
lugar el que Freud haya definido a «la Religión» como «una neurosis de la humanidad» o como una ilusión, y a Dios como una imago del padre.
Pero aún hoy, pasados varios decenios, no ha disminuido el peligro del que nos advertía Karl Stern.
Entre las observaciones que salieron a relucir en una discusión, después de una conferencia en una sociedad americana de Psiquiatría, no hace muchos años, en 1953, se pudo oír que apenas si se podría encontrar un psicoanalista en Nueva York que no albergara serias dudas acerca de la total curación de un paciente cuando éste, concluido el tratamiento psicoanalítico, seguía practicando ceremonias religiosas o
asistiendo a los cultos; en una palabra, si seguía visitando la iglesia o el templo: «most analysts would
question the results of their therapy in a patient who persisted in his religious practices at the end of an
analysis» ". Y que no hay aquí ninguna afirmación exagerada me lo hizo ver bien claro un amigo mío inglés, a quien en cierta ocasión decía otro amigo suyo psicoanalista, refiriéndose a un paciente: «I must regard him as a failure because he admitted that he is still running to confession and mass.» Que tampoco se
trata aquí de hechos casuales, que lo que aquí se expresa es en realidad algo inherente a la psicoterapia
analítica y dinámica e inseparable de ella ha sido puesto en claro, no hace mucho, por un buen conocedor
-¡y enjuiciador!- del Psicoanálisis y del psicodinamismo, por el profesor F. C. Redlich, de la Universidad
de Yale: «Psychodynamic psychiatry threatens the strict religious dogmas. It seems to do this by its implicit values rather than by explicit statement» (1. c.). Las palabras citadas y lo anteriormente aducido ponen al descubierto la Antropología que está implícita en el Psicoanálisis; abren el saco para que salga el
gato pero se compra el gato junto con el saco. A menudo sucede que alguien a quien se ha sometido a un
Análisis Teórico, entiende el Psicoanálisis de muy distinta manera a como es concebido por los psicoanalistas, al menos mientras no sea sometido a un análisis no doctrinal. Porque el Psicoanálisis tiene
crédito, y fiado de este crédito; el analista que «analizó» más de la cuenta23 invierte en el Psicoanálisis algo que se sale de los límites categoriales de
éste, de modo que; al fin, el Psicoanálisis viene aparar en la inflación; sólo que a mí me parece muy expuesto el intento de completar o perfeccionar el Psicoanálisis de un modo convulsivo y violento, tratando
de incorporar en él algo que no encaja en la imagen que él se ha formado del hombre. No es completar el
Psicoanálisis sea como fuere lo prudente, sino construir sobre él; sobre el cómo sobre el fundamento histórico y clásico de toda Psicoterapia. Pero esto quiere decir a su vez que el Psicoanálisis ha de correr la
suerte que espera a todo fundamento, es decir, el dejar con el tiempo de ser visible; en una palabra, quedar
debajo de la edificación.
Cuando hablamos aquí de edificar sobre el Psicoanálisis y no de completar el Psicoanálisis con edificaciones adicionales, queremos dar a entender que el Psicoanálisis ha de ser, en términos arquitectónicos,
sobreelevado de forma integrante -integrante hacia arriba y no aditiva en longitud-, y que ninguna «fórmula de compromiso» es posible ninguna «en la que los defectos, en lugar de eliminarse, no se reforzaran
mutuamente (lo que siempre ha sido y será el resultado final de todos los compromisos en cualquier ámbito en que se realicen)». Lo que importa y a lo que ha de dirigirse nuestra atención es a conseguir «la síntesis auténtica, y esta autenticidad se pondrá de manifiesto en no ser una especie de media aritmética entre
los contrarios -en el sentido de un compromisario y comprometido no solo sino-también-, sino el verdadero medio, que estando por encima asume a ambos». De hecho, o bien es Dios solamente la imago del padre (Freud), o bien el padre es una «imago», es decir, la primera imagen concreta que el niño se forma de
Dios, aquí no es posible un compromiso al estilo de «no-sólo-sino-también»; no es posible ser un poco
ateo y un poco teísta. Tampoco entre lo verdadero y lo falso, y no sólo «entre lo bueno y lo malo” es posible ni dialéctica ni síntesis, sino sólo decisión por uno o por otro. El tratar estos extremos sintéticamente
es lo que constituye la impureza del espíritu» (Romano Guardini).
Lo que va a quedar del Psicoanálisis, una vez que se haya construido sobre él, no será seguramente
esa «hidráulica de la Libido», como la llamó Peter R. Hofst Hofstátter. Tampoco Mesmer ha logrado sobrevivir a lo que. él llamaba el` magnetismo animal; su valor perdurable consiste en haber sido quien preparó el camino al hipnotismo científico; y ya al principio dejamos sentado que a Freud debemos ni más ni
menos que el habernos hecho accesible toda una dimensión del ser psíquico.
Otra cuestión es ya si lo que va a sobrevivir del Psicoanálisis podrá seguir llamándose así, porque resulta que, como Eissler ha advertido ya la actual fase por la que atraviesa el Psicoanálisis -y es ya la sexta
en su historia- no tiene de común con la primera más que una cosa: la terminología. Por tanto, hay para
preguntarse si es oportuno -y no sólo oportunismo- seguir reclamando el nombre de Psicoanálisis a algo
que se sale de las categorías en que pensaba Freud; mejor dicho, a algo que categorialmente ha sido sobre
elevado. Y el decidirse en pro o en contra de la conservación del nombre de «Psicoanálisis» nos lleva a su
vez a la cuestión de si un tipo de Psicoterapia que, como la Logoterapia, es tan esencialmente distinta del
Psicoanálisis, ha de ser concebida como una suplantación o sólo como un complemento del mismo.
De todos modos, esto depende exclusivamente de los psicoanalistas, y no deja de ser curioso observar cómo parecen diferir en este punto los psicoanalistas americanos de los europeos; porque mientras los
americanos se aferran celosamente a las teorías y técnicas psicoanalíticas importadas allá de segunda
mano, los europeos vuelven a importar, reimportan de allí, la ortodoxia psicoanalítica; en otros términos,
mientras la «élite» de los americanos ha dejado ya de guiarse por los europeos, el grueso de éstos sigue en
su tendencia a imitar a los americanos.
A todo esto es bien seguro que Freud ha sido nada menos que un detractor de lo «espiritual», usando
otra vez la expresión de Karl Stern o de lo «moral»; a fin de cuentas él fue quien en cierta ocasión afirmó
que el hombre era no sólo mucho más inmoral de lo que él mismo cree, sino también frecuentemente mucho más moral de lo que él mismo piensa -y yo añadiría por mi cuenta- y en sobradas ocasiones mucho
23
El psicoanalista, por tanto, para quien según el autor nada hay intangible o que no sea “analizable”,
quiere decir, nada a lo que no se pueda aplicar el Psicoanálisis, ni reconoce como límite la frontera de lo
auténtico (cfr. pág. 140), por lo que tal «análisis» es en realidad una «imposición» en- su-doble sentido:
como inversión y como coacción. (N. del T).
más religioso de lo que él mismo sospecha. De esta convicción no quiero en modo alguno excluir a Freud,
pues, en definitiva, él fue quien en cierta ocasión habló -de «nuestro Dios Logos»...
Hay una «espiritualidad»24 inconsciente»,25 una moralidad inconsciente y una creencia inconsciente.
Esta creencia inconsciente es, con frecuencia inconsciente, a mi juicio, en el sentido de una religiosidad
reprimida; y con el mismo derecho se la podría también llamar religiosidad de que uno se avergüenza. El
intelectual de hoy, crecido a la sombra de una visión naturalista del mundo y del hombre, tiende a avergonzarse de sus sentimientos religiosos. Los mismos enfermos que están dispuestos a contar sin dificultades su vida sexual, por ejemplo, hasta los más íntimos detalles, hasta los detalles de perversión, encuentran «trabas» en cuanto asoman a la conversación sus vivencias religiosas íntimas. Esto mismo viene confirmado por la afirmación de Gordon W. Allport: «Durante los últimos cincuenta años parece que la religión y la sexualidad han cambiado sus respectivas posiciones; "hoy día escriben los psicólogos con la llaneza de un Freud o de un Kinsey sobre los apasionamientos sexuales de la Humanidad, en tanto que se
ruborizan y guardan silencio en cuanto sale a relucir la pasión religiosa.»
Sin embargo, debemos tener cuidado de no interpretar falsamente la religiosidad inconsciente o, dicho de otro modo, de no localizarla falsamente, ya que no pertenece a la zona de lo inconsciente instintivo, sino a la de lo inconsciente «espiritual». No es que uno se sienta arrastrado hacia Dios, sino que ha de
decidirse por Él o contra Él. No se da un instinto religioso, al menos no podemos hablar de él en el sentido en que se habla de «un instinto de agresión»; así como no se puede hablar de -siempre dentro del ámbito de la «espiritualidad» inconsciente y sin referirnos a la creencia inconsciente, sino más bien a la moralidad de esta índole- un «instinto» moral del mismo modo que se habla del instinto sexual por ejemplo,
puesto que nadie se siente arrastrado por su conciencia. Pero también aquí, y llegado el caso, me veo yo
en la necesidad de tomar una decisión ante mi conciencia.
La cuestión no se resuelve diciendo que -como señala por ejemplo William C. Bier, SJ.- hasta los
mismos freudianos admiten hoy, junto al instinto sexual, instintos agresivos, al lado de él (in addition),
pues de todos es sabido que la objeción que se hace al Psicoanálisis, en el sentido de que es pansexualista,
y esto quiere a su vez decir que no admite nada junto al instinto sexual, esta objeción, repetimos, es absurda y representa un prejuicio de tiempo ya superado. Solamente cuando se hace una caricatura de él
24
Geistigkeit traducimos “espiritualidad”; pero tanto en este pasaje como en otros de esta misma obra. no se refiere esta «espiritualidad» a la vida religioso-espiritual, sino a una serie de fenómenos, como inclinaciones, afectos,
creencias, que no se pueden derivar de lo sólo instintivo, ni de lo psico-instintivo, y que pertenecen, por ende, a otro,
ámbito: el de lo psicoespiritual. En el hombre será, pues, necesario admitir dos vertientes de la misma realidad que es
el alma espiritual: la vertiente de lo psicoespiritual y la de lo psicoorgánico. En este sentido distingue el autor, como
es frecuente entre los psicólogos alemanes, las siguientes realidades en el hombre: Geist (espíritu, mente, o alma en su
vertiente espiritual, exclusiva del hombre), Seele (alma, psique, o alma en su vertiente orgánica, el alma en cuanto
anima al ser viviente) y Leib (cuerpo del ser viviente). De aquí: Geistseele (el alma espiritual en cuanto espiritual) y
Leibseele (el alma en cuanto inmersa en, el organismo). Cfr. pág. 160, donde se usa explícitamente esta distinción.
(N. del T.).
La Logoterapia conoce y reconoce no solamente un inconsciente instintivo, sino también -un inconsciente «espiritual», y el Logos, del que ella hace norma, meta. y punto de partida en sus prácticas terapéuticas, arraiga en el inconsciente. De donde se deduce que lo «espiritual» no puede identificarse en modo alguno con lo simple intelectual o
con lo simple racional. De todos modos, hemos de añadir que aquí se entiende por «espiritualidad inconsciente» aquella cuya -«inconsciencia» consiste en la ausencia de la autoconciencia reflexiva, mientras se conserva activa la autocomprensión implícita no refleja de la existencia humana, de lo que se desprende la necesidad de admitir una inmediatez de la comprensión de sí mismo. En oposición a la comprensión de sí mismo, autocomprensión, que como decimos
es inmediata e indirecta, la conciencia de sí mismo, la autoconciencia, es mediata y refleja, mientras la conciencia sin
más, el tener conciencia de algo --que también es mediata- es de suyo intencional y, en tanto que lo es, representa un
tener consciente, de modo que al fin sólo la autoconciencia equivale a una conciencia propiamente dicha. La intencionalidad y la reflexividad de que acabamos de hablar son las que constituyen la doble trascendencia de lo «espiritual»;
en virtud de esta doble trascendentalidad es capaz el ser espiritual de «ser» en otro existente, como de «ser» en «sí
mismo». La primera de ambas facultades, la de poder «ser en o junto» a otro (bei-sein) no se refiere, evidentemente, a
una facultad de existir en el espacio, es decir, a poder «ser» en un espacio figurado; pero, propiamente hablando, el
espacio es solamente una especificación de esa -otra «espacialidad» en la que se realiza el «ser en» otro, -o sea el espacio espiritual, que no es, por, tanto, un «espacio» en sentido figurado, sino el espacio espacial, un espacio en sentido
restringido. Cuando yo pienso en mi hermana que vive en Australia, no estoy yo espacialmente «con mi hermana en
Australia», pero no por ello -dejo de estar realmente «con (bei, apud) mi hermana que vive en Australia». La vieja
cuestión de cómo puede -el sujeto llegar hasta el objeto (para poder estar en él, junto a, o con él espiritualmente) está
por eso mal -planteada, puesto que el sujeto está ya siempre «fuera de sí» (justamente porque «está» «con», «junto» al
objeto); pero este «estar-fuera-de-sí» no lo es en sentido espacial y por eso no es un «estar-fuera-del-cuerpo»..Ni tampoco está lo espiritual dentro del cuerpo, de donde se deduce lo insostenible que es una localización en los centros cerebrales.
aparece el Psicoanálisis a nuestra vista como una Antropología que ha hecho del pene -del membrum virile---- totum humanum. Propiamente hablando, el Psicoanálisis no ha sido nunca pansexualista. Y hoy lo
es menos que nunca. De lo que en realidad se trata es de que el Psicoanálisis, más en concreto el psicodinamismo, describe al hombre cómo un ser accionado exclusivamente por instintos, y el que sea el Yo
puesto en acción por el Ello o por un Super-yo; en otros términos, el que el hombre sea impulsado sólo
desde abajo o que lo sea desde abajo y desde arriba es una cuestión accesoria. Porque en ambos casos no
deja de ser el hombre un ser a quien sólo mueven los instintos, un ser cuya esencia consiste en satisfacer
instintos. Siguiendo con el Super yo, sí la conciencia fuera realmente algo que nos impulsara en el sentido
de un instinto, de suerte que pudiera yo hablar adecuadamente de ella como de un Super-yo, mí comportamiento sería moral siempre que yo obrara movido sólo por el deseo de verme libre del aguijón de un
Super-yo remordedor como una conciencia, siendo así que en ese caso mi comportamíento no sería tan
verdaderamente moral.
Porque mi comportamiento no es moral cuando obro impulsado por el deseo de librarme de la mala
conciencia que me oprime; ni soy bueno cuando hago u omito algo por el deseo de tener buena conciencia
1
-entonces sería yo un vulgar fariseo-, sino que soy bueno en una cosa cuando lo soy por el deseo de la
misma- cosa buena, por amor de otra persona o por complacer a Dios, que en definitiva es quien está detrás de la conciencia. Pues la conciencia como factum de índole psicológico-inmanente apunta por sí
misma a la trascendencia; sólo el carácter trascendente de la conciencia nos hace posible la comprensión
del hombre y en concreto de su personalidad hasta su sentido más hondo; a través de la con ciencia de la
persona humana «personal» una instancia extrahumana Ya Freud conocía la existencia de la moralidad inconsciente y Jung tenía noticia de la religiosidad inconsciente; pero tanto la moralidad inconsciente como
la creencia de la misma índole fueron «des-`yo'-izadas» y convertidas en «ello». La escuela de C. G. Jung
reduce la religiosidad a un instinto religioso y la hace derivar de un inconsciente colectivo, cuando en
realidad la religiosidad auténtica nada tiene que ver con lo colectivo, puesto que es por su naturaleza todo
lo contrario, lo más personal que hay; ni tal religiosidad, consciente o reprimida, si bien inhibida por vergüenza, necesita del recurso a ningún arquetipo para ser aclarada.
En cierta ocasión me preguntó uno de los asistentes a mis clases si no admitía yo la existencia de una
especie de arquetipos religiosos, porque -decía él- no deja de llamar la atención el hecho de que todos los
pueblos lleguen, con el tiempo, a una idea de Dios que concuerda con la de los otros, lo que, según mi objetante, sólo se podría explicar mediante un arquetipo de Dios. Entonces le pregunté yo si no admitía él
también la existencia de un arquetipo del número cuatro. El comprendió rápidamente lo que yo quería insinuar, por lo que me limité a añadir: Mire usted, con el tiempo hasta los pueblos más primitivos llegan a
la convicción de que dos y dos son cuatro- muy bien pudiera suceder que para aclarar éste fenómeno no
necesitásemos recurrir a la existencia de un arquetipo del número cuatro, porque, a lo mejor dos y dos son
realmente cuatro. Tal vez con Dios nos suceda lo mismo, y no necesitamos, por tanto, recurrir a ningún
arquetipo divino para explicar el fenómeno de la religiosidad del hombre. ¿No será que acaso exista Dios
realmente? Dicho en resumen: la semejanza de contenidos (quiero decir, los diversos conceptos de Dios)
no se ha de explicar a base de la igualdad de cualesquiera formas (entiéndase, los arquetipos), sino a base
de la identidad del objeto (es decir, del mismo Dios). En realidad, a nadie que vea dos fotografías iguales
se le ocurrirá pensar que por necesidad han de ser las dos copia del mismo negativo; puede resultar que
ambos negativos sean semejantes o tal vez iguales por haber sido tomados de un mismo y único objeto.
Dentro del marco de la antropología psicodinámica se nos ha ofrecido el cuadro de un hombre accionado sólo por instintos, el cuadro del hombre como un ser aplacador de instintos y tendencias del Ello y
del Super-yo, como una esencia orientada al compromiso entre las instancias conflictuales del Yo, Ello y
Super-yo. Este bosquejo psicodinámico de una imagen del hombre está, sin embargo, en directa
oposición a la idea que la humanidad tiene sobre el ser del hombre, y de un modo, particular a su idea sobre lo que constituye la característica primaria y fundamental del, hombre, que es su impronta espiritual y
su orientación a un sentido.
Esto es una caricatura, un retrato que desfigura y deforma la verdadera imagen del hombre, pues volviendo por última vez y resumiendo la crítica a la antropología implícita en el psicodinamismo— en
lugar de la primaria orientación del hombre a un sentido se ha puesto su pretendida determinación por los
instintos, y en lugar de su tendencia a los valores, que tan característica es del hombre, se ha puesto una
tendencia ciega al placer.
Por lo que se refiere al primero de los dos puntos débiles de esa antropología tendenciosa y orientada
exclusivamente de una manera psicodinámica y psicogenética, ya he tratado de dejar asentado que hay algo que oponer a esa ilimitada determinabilidad del hombre por los instintos -no en contra de una determinabilidad por parte en concreto del instinto sexual—. Nada hay, por tanto, que objetar contra el instinto
sexual en sí mismo, en el momento y desde el momento en que éste sea asumido en el ámbito de lo per-
sonal; en una palabra, en y desde el momento en que la sexualidad quede personalizada, personalizada
por el amor. Sin olvidar que por amor entendemos ese acto humano espiritual que nos permite captar a
otra persona humana en su esencia íntima, en su modo de ser concreto, en su unicidad, en su realidad única; mas no sólo en su esencia y en su modo peculiar de ser, sino también en ese su valor para nosotros que
nadie podría suplantar en ese su tener que ser, y esto quiere decir: afirmarla. El amor es cosa que sin rodeos se puede definir como un poder decir «tú» a alguien y también en poderle decir «sí»; el amor personal tiene que absorber y adueñarse del instinto sexual de la persona espiritual, hacer de él también algo
personal. Solamente el «yo» que puede tender a un «tú» es capaz de integrar el «ello».
Mas ahora resulta que, en realidad, todos los instintos están personalizados, asumidos en y por la
persona. Pues los instintos del hombre -en oposición a los del animal- están siempre invadidos y gobernados en su dinámica interna por el espíritu; todos los instintos del hombre están siempre incorporados dentro de esta «espiritualidad», de suerte que no sólo cuando los instintos son frenados, sino también cuando
se les ha dado rienda suelta, ha tenido que actuar el espíritu; él ha tenido que decir la última palabra, o por
el contrario, se la ha callado. No impulsan los impulsos a la persona; estos impulsos están siempre inundados en su ser por la persona; a través de ellos oímos el eco de su voz. La impulsividad humana está
siempre «gobernada de un modo personal» (W. J. Revers). Indudablemente hay «mecanismos apersonales» en el hombre (V. Gebsattel), pero no nos está permitido situarlos donde en realidad no están; no pretendamos buscarlos en el ámbito de lo psíquico, cuando los podemos encontrar en el de lo somático.
Aún podemos ir más lejos y afirmar, sin escrúpulos, que lo que se dice un instinto, propiamente hablando, no existe en el hombre. El psicólogo de Zurich Wilhelm Keller, por ejemplo, califica a los instintos de «abstracciones, que perviven gracias a la creación del término correspondiente y sólo debido a una
ingenua actitud de tipo realístico conceptual son tenidos por objetivos»; según él, son simplemente «unidades abstractas, hipotéticas o constructivas» que «al manipularlas se han ido convirtiendo, poco a poco,
en manos del psicólogo, en fuerzas autónomas, hasta terminar por ser hipostasiadas como fuerzas reales».
Entonces, ¿cómo ha podido llegar el Psicoanálisis a este hallazgo de los, al parecer, instintos en sí?
Sencillamente, a la despersonalización de los instintos había precedido una destrucción de la persona.
Mas luego se vio forzado el Psicoanálisis a reconstruir también la persona que primero había demolido y
reducido a trozos." Primeramente se privó al hombre de su yo, fue «desyoizado» y reducido a «ello», y
luego a continuación hubo de ser reconstruido de nuevo a base de los componentes instintivos y de los
instintos parciales en que primeramente se le había descompuesto. A esto se le llama también hacer las
cuentas sin contar con la patrona. Tal reconstrucción no es, en efecto, posible; pues la persona espiritual
es algo original, último, aunque luego haga su propia evolución (W. Steinberg). «El principio espiritual
tiene su origen en el mismo instante en que lo tiene el ser de esta índole» (W. Keller). Más aún, la «espiritualidad» da su tono al hombre; incluso en el orden biológico, incluso en el anatómico, y es vergonzoso el
que haya de ser precisamente un biólogo el encargado de hacer ver a los psicólogos que «no se puede encontrar en nuestro proceso evolutivo ningún estadio del que se pudiera decir que solamente a partir de él
comienzan a revelarse aquellos caracteres que destacamos como espirituales» (A.Portmann. Biologie und
Geist, Zurich, 1956, pág. 36).
Que en semejante «descomponer», como el que nos ofrece «el Análisis Teórico», que «en tal separar
mutuamente los elementos de la psique, duerme solapada la idea de su manipulación», es cosa que ha
demostrado, de forma impresionante ULRICH SONNEMANN; también nos hace observar que «normalmente se da una inclinación por parte de los enfermos a exponerse a esta operación manipulatoria y a
comportarse de acuerdo con ella» Así se comprende por qué llamaba Scheler al Psicoanálisis una especie
de Alquimia con ayuda de la cual sería posible sacar de los instintos cosas como bondad, amor, etc. Pero,
como dice M. Boss, aún con mayores dificultades «podemos hacer derivar de los solos instintos una existencia tan ejemplar como la que el mismo Freud nos ha ofrecido en su persona. Una conversión de los
instintos, a partir de su propia dinámica interna, en, la conciencia humana de responsabilidad para la verdad y para la dedicación personal al servicio de una ciencia, como las que caracterizan la vida y la obra de
Freud, es algo inimaginable e incomprensible».
Indudablemente hay una dinámica no sólo en la zona de lo psíquico, sino también en la de lo noético;
pero, ateniéndonos a ejemplos concretos, en la medida en que los valores ejercen su influencia sobre el
hombre, no podemos decir que le arrastran, sino que le atraen. Vamos a intentar aclarar con más detención esta diferencia: para el Análisis Existencial antes del «querer» viene un «deber» del que se ha tomado conciencia; para el Psicoanálisis, por detrás del «querer» consciente está un inconsciente «tener que».
Para el Análisis Existencial, el hombre se encuentra frente a los valores; para el Psicoanálisis, actúan a sus
espaldas los instintos, el Ello; para el Psicoanálisis, cualquier energía es energía instintiva, fuerza motriz,
todo es «vis» -vis a tergo-. En este sentido, las metas que el Yo se propone son simples medios encaminados a fines que el Ello hace prevalecer a espaldas del Yo, desafiando su poder.
Evidentemente, no siempre ha de hacer el hombre uso de su libertad. La cualidad del hombre de ser
libre no es un «factum», sino simplemente una facultad. Pero siempre que el hombre se deja llevar, se deja auténticamente llevar, y esto quiere decir que, como libre que es, renuncia, abdica, con el fin de verse
disculpado como no libre, con lo que hemos caracterizado una forma de comportamiento típicamente neurótico: la abdicación del Yo en favor del Ello -la renuncia a la propia personalidad y existencialidad en
favor de la facticidad, porque la  del acto existencial pertenece a la esencia de la neurosis. En otra ocasión he definido al neurótico justamente como el hombre que conmuta la interpretación de
su existencia, de un «poder-llegar-a-ser-continuamente-de-otra-manera» a un «tener-que-ser-así-de-unavez-.y no-de-otro-modo». En cierta ocasión dijo Schiller: «Habla el alma, ¡ah!, ya no habla más el alma»;
de modo similar se comporta el neurótico: si habla un neurótico de algo, digamos de los rasgos de su carácter, o incluso de los defectos de su carácter, entiéndase que se disculpa de ellos.
A pesar de ello sigue el neurótico siendo libre, sin duda. Y quien lo ponga en tela de juicio no tiene
más que presentarse a un jurisperito, que sea técnico en Psiquiatría, y tratar de convencerle para que declare que un neurótico no era ni libre ni dueño de sus acciones. El neurótico no es libre, en el sentido de
que no. es responsable, de su neurosis, pero sí es libre en cuanto que es responsable de su actitud ante la
neurosis, y en cuanto, que lo es, le compete un grado determinado de libertad.
Por esto se comprende fácilmente que una Psiquiatría, cuya Antropología es determinista y fatalista,
necesariamente ha de correr el riesgo de solapar la neurosis en lugar de combatirla. Por esto mismo es
preciso que la Psiquiatría declare libre al hombre; sólo que, este veredicto de libertad reclama una limitación, por un lado, y una ampliación, por otro. Por lo que concierne a su limitación, la necesita este veredicto de libertad, por cuanto es -siguiendo con esta terminología jurídica- una sentencia liberatoria condicionada. Sólo de un modo condicional es el hombre un ser incondicional. El hombre puede ser perturbado
en el ejercicio de su libertad y en el desarrollo de sus funciones «espirituales» por el organismo (Leib) y
por la psiquis (Leibseele). Lo que en modo alguno significa que también su alma espiritual (Geistseele)
pueda ser afectada por la perturbación. Siempre y en todo momento le queda a ésta un resto de libertad, y
es precisamente el neuropsiquiatra quien mejor conoce no sólo la debilidad del espíritu humano limitado,
sino que también, una y otra vez, es testigo de su potencialidad, a pesar de las deficiencias de otra índole.
Pues aun en los casos en que el hombre cae víctima de una psicosis, de la llamada enfermedad mental, cae
en la enfermedad, por completo, entregado a ella en cuerpo y alma, pero no con su espíritu (Geist); pues
es precisamente lo espiritual en el hombre lo que no puede enfermar, sino, al contrario, lo que pone al enfermo en condiciones de entendérselas con el hecho de la enfermedad orgánica de un modo a, veces bien
precario, ciertamente, pero no por ello menos personal.
Permítanme ustedes que explique más en concreto mi pensamiento a base de un ejemplo, concreto también. En cierta ocasión es enviado a mi consulta un enfermo, un hombre de unos sesenta años, en un estado depresivo agudo, según una dementia praecocissima. Oye voces, padece, por tanto, alucinación acústica, es autístico, y en todo el día no hace otra cosa que rasgar papeles, y de este modo lleva una vida sin
sentido ni razón de ser, al parecer. Si hubiéramos de atenernos a la clasificación de las funciones vitales,
que discurrió Alfred Adler, tendríamos que decir que nuestro enfermo -este «idiota», como es llamado- no
cumple uno solo de los quehaceres de la vida; no se entrega a un solo trabajo, está aislado completamente
de la sociedad, y la vida sexual, nada digamos de amor ni de matrimonio, le está vedada. Y, sin embargo,
¡qué elegancia, única, impresionante, irradia de este hombre, del núcleo central de su humanidad, núcleo
que no ha sido afectado por la psicosis! ¡Ante nosotros está un gran señor! Hablando con él, irrumpe a
veces en accesos de cólera rabiosa, pero en el último momento siempre es capaz de dominarse. Entonces
aprovecho yo la ocasión para preguntarle, como si no viniera a cuento: «¿Por amor de quién se domina
usted luego?», y él me responde: «Por amor de Dios.» Y aquí se me ocurre pensar en las palabras de
Kierkegaard: «Aun cuando la demencia me pusiera ante los ojos la máscara del bufón, aún podría yo salvar mi alma: si mi amor de Dios triunfa en mí.»
Indudablemente, hay momentos en los que el clínico puede atisbar la personalidad del paciente oculta y desplazada por la psicosis, que ocupa el primer plano; pero la práctica médica no hace sino confirmar
una y otra vez lo que yo he llamado mi Credo psiquiátrico:, la fe inconmovible en la personalidad espiritual, incluso del enfermo psicótico.26
26
A mi modo de ver, esta opinión se puede defender también dentro de la Teología. En efecto, A. F.
UTZ (ed. alemana de las obras de Santo Tomás, tomo 18, comentario, p. 484) habla, explícitamente del
espíritu, que sigue estando presente incluso en los dementes, y Josnr FULKO GRONER en «Hochland», 48 (1951), 142, dice: «Posiblemente pueda uno, incapaz de cualquier exteriorización propiamente humana, vivir en tiniebla espiritual: su esencia humana, su personalidad como dato, hecho ontológico
sigue subsistiendo en la misma forma que antes. La posibilidad de tomar una decisión interior moral, en
Decíamos más arriba que el veredicto de libertad del hombre, exigía una salvedad, y que este dictamen era condicionado, que la misma libertad humana era condicionada, pero que, por, otro lado requería
una ampliación; esta ampliación consiste en que el hombre es no sólo libre de hablar, sino también responsable de ello.27 -Pues siempre hay además de un «de qué», un «ante qué» es el hombre responsable;
porque mientras no tengamos en consideración el «ante qué» es responsable el hombre, sólo podremos
hablar -aun desde el punto de vista jurídico- de que alguien es sujeto capaz de imputación, de que algo le
es imputable, no de que es responsable; porque responsable tiene que ser alguien, no sólo de algo, sino
también ante algo. Este algo es la conciencia. Y ahora surge la cuestión de si esta conciencia es precisamente la última o sólo la penúltima instancia ante la que somos los hombres responsables. De hecho resulta que, efectivamente este «ante qué» descubre su faz en un detenido análisis fenomenológico, y entonces de este «algo» resulta un «alguien», una instancia que posee una estructura típicamente personal;
más aún, la más personal que imaginarse pueda, pues -consciente o inconscientemente- por detrás de la
conciencia, está Dios, bien que de un modo u otro invisible, un testigo y un espectador invisible.
Pero, ¿qué importa que sea invisible? Tampoco el actor que, desempeña su papel en el escenario ve
al público ante el que representa; la luz de bambalinas y candilejas le envuelve y le impide ver al auditorio que permanece en la oscuridad. Y, sin embargo, el actor actúa, plenamente consciente de que allá debajo, en la oscuridad, hay espectadores mudos que siguen sus movimientos, sabe que actúa ante alguien.
En idéntica situación se encuentra el hombre. En su actuación en el teatro de la vida, las incidencias de
cada día acaparan su atención, forman su inmediato horizonte visual, le impiden ver otra cosa y, sin embargo, no le impiden sentir en la sabiduría del corazón la presencia del gran testigo, del testigo invisible
del que se dice en el Salmo 8, versículo, 12: «Estaba oculto en las tinieblas.»
Solamente el sentirse ante su presencia, solamente el saber que Él es ante quien el hombre es responsable de sus acciones, es lo que pone al hombre en la forzosa situación de colmar un sentido concreto y
personal para su vida, un sentido de que el dolor no está excluido; sólo merced a esto se adentra la existencia humana hasta una dimensión en la que esta existencia tiene un valor absoluto, incondicionado, por
encima de todas las situaciones, condiciones y circunstancias.
Decimos por encima de cualquier condición y circunstancia, como puede ser la enfermedad, incluso
la enfermedad incurable y la enfermedad mental incurable, lo que a su vez quiere decir: la vida humana es
digna de ser vivida, aun en los casos en que más bien pudiera parecer que es una olvida que no merece la
pena», y que solamente la eutanasia está indicada. Porque los problemas que ésta plantea siguen, siendo
actuales, al: menos por lo que se refiere a los enajenados mentales. Bien claramente, nos lo demuestra el
resultado obtenido concretamente en las indagaciones, estadísticas llevadas a cabo por un instituto vienés
para la exploración de la opinión, según el cual nada menos que un tercio de los psicólogos y neurólogos
austriacos no se mostraron decididamente en contra de la eutanasia para los enfermos psicóticos.
Los tres elementos constitutivos de la existencia humana, «espiritualidad», libertad y responsabilidad, son tres fenómenos primarios, irreductibles, del ser del hombre; no son epifenómenos, sino fenómenos que no se pueden reducir a otro anterior o más simple. Pero el psicodinamismo intenta reducir estos fenómenos primarios a instintos, y la psicogénesis quiere hacerlos derivar de los instintos. Primeramente intenta el Psicoanálisis reducir la voluntad a instinto, el «querer» al «tener que», y luego pretende,
explicar el «deber», a base del «querer». En otros términos, primeramente se hace derivar el Yo del Ello mediante la constitución de los llamados instintos de Yo- luego se hace derivar el Super-Yo del Yo; y así
como esta derivación del Yo a partir del Ello conduce a la auto-represión, del mismo modo la derivación
del Super-Yo a partir del Yo conduce a la auto-responsabilidad; por tanto, parece como si el hombre, en
última instancia, sólo fuera responsable ante sí mismo. ¡Esta sí que es una epopeya, pero en dos tiempos:
favor de lo bueno, no depende para nada de una determinada intensidad de la capacidad mental o volitiva.»
27
En tanto que la libertad humana es condicionada, no se puede identificar con la omnipotencia, y en
tanto que el hombre es no sólo libre, sino también responsable, goza de una libertad que no se puede
identificar con el capricho. En este punto se distingue esencialmente el Análisis Existencial de cualquier
existencialismo; pues responsabilidad supone necesariamente un «de qué» es uno responsable y lo es de
la realización de un sentido concreto, cuya concreción está determinada por la unicidad de cada hombre
en particular, en cuanto existencia y por su peculiaridad en cuanto esencia. Esto quiere decir que se trata
de un mundo objetivo del sentido y de los valores, de un mundo ordenado, de un cosmos, del Logos, el
cual, en el sentido de lo espiritual objetivo, viene a ser el correlato -tan abandonado por el existencialismo- de la existencia personal, en cuanto espiritual subjetivo.
para salir de la ciénaga del Ello se agarra el Yo a las ramas del Super-Yo! La conciencia proyectada desde
el plano de lo noológico al de lo psicológico toma la configuración de un Super-Yo, pero a su vez el Super-Yo no es más que la «imago» del padre «intro-inoculada», ni Dios «más que» el Super-Yo proyectado, sin tener naturalmente en cuenta, porque se ignora, que la conciencia remite a un algo que está más
allá y por encima del hombre. Según las teorías psicoanalíticas, el Yo sale, pues, del Ello, y el Super-Yo,
del Yo. Y así, de este modo, reduce el Psicoanálisis arbitrariamente la existencialidad a facticidad, por un
lado, y desmiente la trascendentalidad -la disposición natural y la ordenación del hombre a la trascendencia-, por otro.
Gran relieve adquieren frente a éstos las palabras de Leo Baeck: «Precepto y libertad no brotan de un
"natural", sino que crecen dentro de su seno» Y realmente es así; nada de índole espiritual se puede hacer
derivar únicamente de psique y «physis», sino que, al contrario, lo espiritual se inmerge y se desarrolla en
el campo dispuesto y feraz de lo psicofísico.
Antes de tocar el segundo punto álgido de una antropología unilateral y orientada exclusivamente de
modo psicodinámico y psicogenético, o sea, su suplantación de la tendencia a los valores que realmente
hallamos en el hombre por la tendencia al placer, en el sentido de Psicoanálisis -además de que ignora la
cualidad del hombre de estar orientado a un sentido, lo que ha confundido con la supuesta determinación
por los instintos-, antes de pasar, pues, a este segundo punto, quisiera advertir que Freud no sólo cometió
el error de tener al hombre por un ser determinado, lo que quiere decir que ignoró o no supo reconocer el
«ser decisivo» (Karl Jaspers) del hombre -o su cualidad de ser responsable, como me parece más adecuado decir, para no caer en subjetivismo- sino que además cometió el error, como acentúa H: A. Maslow-,
de identificar el hecho de «estar determinado» con el hecho de «ser motivado inconscientemente», como
si no existieran otras determinaciones del comportamiento. En otros términos, por dinámica se entiende
entre los psicoanalistas la dinámica inconsciente, y a esta «tendencia del Psicoanálisis a buscar por sistema el punto de gravitación de las vivencias en el inconsciente» la llama Albert Görres «misticismo romántico».
Ahora bien: ¿cómo pudo llegar el Psicoanálisis al hallazgo de esa tendencia al placer, que no es sino
la tendencia al valor, malentendida y deformada por él? Algo consustancial al psicologismo analítico es
que priva de su actividad psíquica a su objeto, a lo que es objeto de su análisis, y de este modo lo subjetiviza. M. Scheler nos ha enseñado a distinguir entre los sentimientos de situación, los objetivos y el placer
-en oposición a la alegría-, al que encuadra entre los primeros. Yo diría por mi parte: cuando se despoja al
objetó a que se tiende de la alegría que debe proporcionar, esta alegría es desobjetivizada, es convertida
en placer. Pero a esto es preciso añadir que -considerando ahora la otra parte, el sujeto de esta actividad la
persona espiritual se objetiviza, es convertida en simple cosa. El psicologismo analítico comete, por ende,
un doble pecado contra lo espiritual en el hombre: uno, contra lo espiritual subjetivo, la persona espiritual,
y otro, contra lo espiritual objetivo, los valores objetivos. Dicho de otro modo, este psicologismo es responsable no sólo de una despersonalización, sino también de una desobjetivación, por cuanto, debido a su
falsificación del verdadero ser del hombre, termina en un desconocimiento del primordial poseer el mundo, que compete al hombre; y al mismo tiempo por su subjetivización del objeto viene a parar en una inmanentización de la totalidad de los objetos del mundo, en una palabra. Sencillamente termina en ese encerramiento de lo psíquico dentro de sí mismo, a que ha aludido ya Ph. Lersch en tono de acusación.
Quisiéramos aclarar, a la luz de un caso concreto, esta pérdida del mundo, que viene como consecuencia de la inmanentización del mundo de los objetos y que tan fácilmente aparece como fruto de un
tratamiento psicoanalítico. En cierta ocasión viene a mi consulta un diplomático americano que desde hacía cinco años, nada menos, estaba sometido a tratamiento psicoanalítico en Nueva York. El diplomático
en cuestión abrigaba un solo deseo, que era el de dejar su carrera de diplomático y dedicarse a otra clase
de actividades, en concreto a la de industrial. Pero el analista que le trataba había luchado denodadamente
durante todo este tiempo por conseguir, claro que sin resultado, que el paciente terminara por reconciliarse de una vez con su padre; porque el analista estaba firmemente convencido de que el jefe del diplomático no era «más que» una «imago» de su padre, y que todo el resentimiento y todo el odio que albergaba el
paciente contra su profesión no eran más que el resultado de la batalla enconada que venía librando el paciente contra la «imago» de su padre. La cuestión de si tal vez el jefe se habría hecho realmente acreedor
a la repulsa del paciente, o si realmente pudiera ser aconsejable que éste dejase su carrera de diplomático
y cambiase de oficio, ni había sido planteada una sola vez a lo largo de cinco años que venía durando ya
la ilusoria batalla campal que ambos juntos, médico y paciente, codo con codo, venían librando contra las
«imágenes». Como si a cualquiera asistiera el derecho indiscutible a convertirse en caballero enderezador
de los entuertos del oficio, o como si solamente la acción que se realiza por amor --o a pesar-- de personas
imaginarias fuera una acción justa y meritoria, y no la que se realiza movido por objetos o situaciones
reales. Pero, claro está, había tantas «imágenes» delante que no se podía ver la realidad; la realidad se ha-
bía escapado hacía ya tiempo a las miradas de la pareja «analista-paciente»: para ellos no había ya ni un
jefe real, ni un oficio real, ni un mundo fuera de todas estas «imágenes», un mundo al que nuestro enfermo se debía, un mundo cuyas exigencias y demandas con nuestro enfermo seguían pendientes de solución. El análisis había llevado al enfermo por los derroteros de una «auto-interpretación» y de una «autocomprensión» que estaban desligadas del mundo y de la realidad; me atrevería a decir, por los derroteros
de una imagen monadológica del hombre, pues el análisis se había centrado exclusivamente, en la pertinaz aversión del paciente contra la «imago» del padre. Desde luego, no era difícil darse cuenta de que las
tareas diplomáticas, y la carrera del paciente habían frustrado -si se me permite expresarme así- su voluntad de sentido. En cuanto nuestro enfermo abandonó su carrera de diplomático y se convirtió en un manager industrial, pudo por fin desplegar ampliamente sus facultades.
Parejamente con la subjetivización del objeto y con la inmanentización del mundo objetivo va la que
atañe muy de cerca al mundo del sentido y de los valores- una relativización de los valores; pues en el
curso de la «desrealización» que acompaña a la despersonalización, es el mundo no sólo privado de su
objetividad, sino también de su valor. La desrealización» consiste precisamente en una desvalorización.
El mundo pierde su relieve de valores, porque los valores son sometidos a nivelación; y caen víctimas de
ella. Por donde el psicologismo analítico conduce, en definitiva, a un allanamiento de la altura y relieve
de los valores. Al fin, todas las cosas terminan por tener el mismo valor, por ser indistintas en lo que se
refiere a su valor, pero por ello mismo indiferentes.
El considerar el problema de los valores, desde un punto: de vista psicogenético y psicodinámico no
puede conducir nunca a la solución de dicho problema; a lo que conduce es a la subjetivización y a la relativización de los mismos valores. Los valores son aquí reducidos a lo subjetivo por cuanto ya no pueden
tener validez independientemente del sujeto y son relativizados por cuanto ya no. pueden tener validez de
un modo incondicional. Es característico de este modo de ver las cosas, en este sentido psicodinámico
(que lo reduce todo a un suceso de instintos) de que venimos hablando, la actitud adoptada por R. Brun,
quien abriga el deseo y la esperanza de hacer derivar, en última instancia, incluso el mundo de los valores
de las necesidades instintivas», mientras la postura de los psicogenetistas (que hace derivar todo de la historia de los instintos) viene a parar en que los valores no pueden ser entendidos más que como «sublimaciones, productos de la reacción y racionalizaciones».
Por lo que a mí se refiere -y van a permitirme ustedes que hable de lo que personalmente siento- yo
personalmente no estoy dispuesto a vivir por mis productos de reacción, ni a morir por mis racionalizaciones secundarias. Un hombre está dispuesto a vivir por un sentido y por un valor, es más, está dispuesto
a exponer su vida por ellos; y para que se vea que no miento, según el resultado arrojado por una encuesta, solamente un 9 por 100 de los jóvenes franceses consultados se atrevieron a dudar que el hombre necesitase de un algo por amor al cual mereciera la pena vivir. Una encuesta similar llevada a cabo entre pacientes neuróticos y no neuróticos de la Policlínica Neurológica de Viena, en la cual también fueron preguntados los médicos y el personal sanitario, arrojó prácticamente el mismo resultado.
Lo que ya suena a tragicomedia es que los psicoanalistas no se excluyan a sí mismos de esa concepción psicologística del hombre, que ellos pregonan. Como muestra aducimos el ejemplo de ese par de psicoanalistas americanos que, al responder a la encuesta que se les planteaba sobre el motivo o motivos que
les habían inducido a hacerse psicoanalistas, dejaron traslucir su curiosidad malsana, su sadismo, y sabe
Dios cuántas cosas más hubieran exhibido; en cambio se horrorizaban de aducir como motivo al escoger
su profesión la disposición de ayudar a los demás y cosas por el estilo. Tales insinuaciones «moralizantes» y «racionalizantes» fueron rechazadas enérgicamente con noble indignación.
Mientras, por un lado, el objeto de un acto intensional, digamos un valor, escapa al alcance de la
concepción monadológica del hombre, para la concepción psicologística es como si este objeto no fuera
otra cosa que un simple medio puesto ahí con el solo fin de satisfacer necesidades, cuando en realidad es
al revés. Y es al revés, en el sentido de que las necesidades están para dirigir y ordenar al sujeto a un ámbito objetivo, al ámbito de los objetos. Pero a veces se obra como si el hombre existiese solamente para
calmar necesidades, es decir, para satisfacerse a sí mismo. En la teoría de la «autosatisfación» presentada
mediante un eufemismo como autoplenificación y autorrealización reconocemos de nuevo «la hipótesis
de- Freud, basada en la Física de su tiempo, y según la cual la distensión sería la tendencia fundamental y
primaria del ser viviente», la cual hipótesis «no está, sin embargo, en lo cierto» (Charlotte Bühler, 1. c.);
es, decir, nos encontramos de nuevo con el principio de la homeóstasis, ante el cual también Gordon W.
Allport toma postura crítica. (Véase primera conferencia.)
A la esencia del psicologismo pertenece, además, el que concluye a posteriori de la génesis de un acto «espiritual», la «validez» de su contenido «en otras palabras, lo que importa al sicologismo es hacer
pasar algo como lógicamente justificado explicando su génesis psicológica; pero ¿quién nos impide aplicar el psicologismo al mismo Análisis? R. Allers ha dado ya el paso al decir: «Indudablemente es cierto
que, en nuestro caso concreto, una actitud negativa ante lo sexual ha contribuido decisivamente y con
mucha frecuencia a crear una postura de franca antipatía contra el Psicoanálisis, pero no menos cierto es
que una actitud positiva ante lo sexual y ante otros elementos sentimentales es quien, en la misma proporción, ha ofrecido la predisposición para aceptar las ideas directrices menos demostradas y más incomprensibles de dicha teoría. Sobre el caso concreto de S. Freud, afirma H. Kunz: «Posiblemente la falta de
moderación de Freud- en lo tocante a introducir la manía de "psicologizar", es decir, de recurrir a tendencias de naturaleza inconsciente, en su lucha en pro del Psicoanálisis-, tenga sus raíces en algún interés de
orden no científico precisamente». Finalmente, y según Dietrich von Hildebrand, la preponderancia de
que gozaban las actitudes psicológicas y el éxito triunfal logrado por el Psicoanálisis han tenido gran influjo en la preparación del destronamiento de la verdad. De todos modos, continúa Von Hildebrand, el interés por averiguar las razones psicológicas, es decir, el de averiguar por qué éste manifiesta tal opinión,
hace una afirmación o tiene un criterio frente a tal o cual teoría, todo esto ha desplazado en mayor o menor grado el interés sobre la cuestión de si esta opinión, esta afirmación o tal teoría, son verdaderas o falsas; y tan pronto como esta sucede, concluye, comienza a tomar cuerpo una demoledora perversión (a disastrous perversión).
Había prometido ocuparme y dedicar mi atención al origen de los peligros y errores inherentes a toda
la Psicoterapia. Espero haber puesto en claro que, según mi opinión, el mayor peligro para nuestra concepción del hombre, por parte de la Psicología Profunda, está en la monadización de la psiquis y que esta
visión monadológica de la psiquis deriva a su vez como consecuencia de la Psicología Profunda conservadora, por no, decir reaccionaria, la que emplea mucha «profundidad» de ingenio, es cierto, pero sin saber ni tener en cuenta que también hay una Psicología de Altura y que lo que en realidad sucede es que no
poseemos la «elevación» necesaria para sacar a relucir, tal expresión. Realmente «encierra mucha verdad
el dicho paradójico de Kafka: «La verdadera profundidad del hombre es su cura», citando las palabras de
Ludwig Zeise y también es cierto lo que dice el mismo Ludwig Zeise: «Los reparos que por principio se
pueden oponer al Psicoanálisis se reducen a que su -idea de la profundidad es unilateral e incompleta, Y
como siempre suele suceder, también aquí es más perniciosa media verdad que un error completo.»
Lo que yo he pretendido con la Logoterapia y con el Análisis Existencial no es precisamente suplantar a la Psicoterapia en uso sino completarla, y completar también la imagen, la idea del hombre en que,
por necesidad, se apoya, hacer de ella una imagen del hombre cabal, como es en realidad, una imagen que
ha de estar dotada de plasticidad y de relieve, por cuanto he procurado tener en cuenta todas las dimensiones de la realidad de ese ser que llamamos hombre, de esa realidad que caracteriza al hombre y sólo a
él; porque la Psicoterapia no puede prescindir de una imagen correcta del hombre, y más necesita de ella
que de un método y de una técnica correctos. Ni sé cómo encarecer debidamente que no se ha de atribuir
un valor excesivo al método y a la técnica; porque si, tratándose de la Psicoterapia, nos preocupamos demasiada de técnicas, quiere decir que ya con ello damos claramente a entender que no vemos al Homo patiens, sino al homme machine.
Y ahora veamos el cambio de rumbo que va a efectuar la Psicoterapia, superada la primera fase en la
que se había llegado a la infiltración de la Psiquiatría por el Psicoanálisis, empieza ya a dibujarse una segunda en la que va a tener lugar una reabsorción de la Psiquiatría por la Medicina. No es verosímil que
este proceso vaya a terminar en una «psicologización» -mucho menos en una «psicosomatización»-- del
arte de curar (J. H. Schultz); lo que desearíamos vivamente y realmente nos llenaría de gozo sería una
humanización de la Medicina. Es decir, que el médico llegara a ver, no precisamente una máquina en la
psiquis, sino al hombre detrás de la enfermedad.
CONCLUSIÓN
No estoy autorizado a hablar en este contexto de Sigmund Freud o de Alfred Adler, pero, en lo que a
la logoterapia se refiere, confieso de buena gana que cuando joven tuve que pasar por el infierno de la desesperación ante la aparente falta de sentido de la vida, atravesando una etapa de total y extremo nihilismo. Pero luché a brazo partido contra él, como lo hizo Jacob con el ángel, hasta que pude «decir sí a la
vida, a pesar de todo», hasta que pude desarrollar una inmunidad contra el nihilismo. Desarrollé la logoterapia. Es una pena que otros autores, en lugar de inmunizar a sus lectores contra él nihilismo, lo, inculquen con su propio cinismo, el cual es un mecanismo de defensa o formación reactiva que ellos han construido contra su propio nihilismo.
Es una pena, porque hoy más que nunca la desesperación por la aparente falta de sentido de la vida
se ha convertido en un problema clave y urgente a escala mundial. Nuestra sociedad industrial tiende a satisfacer todas y cada una de las necesidades y nuestra sociedad de consumo aún crea algunas nuevas necesidades para satisfacerlas. La más importante necesidad, sin embargo, la necesidad básica de sentido,
permanece ignorada y descuidada. Y esto es tan «importante», porque una vez que la voluntad de sentido
del hombre ha sido realizada, él es feliz, y además se torna en un ser capaz de sufrir, de abarcar frustraciones y tensiones y -si fuera necesario- está preparado para dar su vida. Miremos los diversos movimientos políticos de resistencia a través de la historia y en el presente.
Por otra parte, si se frustra la voluntad de sentido, el hombre está igualmente inclinado a quitarse la
vida a pesar de la abundancia y el bienestar le rodean. Basta con ver las asombrosas cifras de suicidios en
los países típicamente prósperos, como Suecia y Austria.
Hace una década, el «American Journal of Psychiatry», comentando un libro mío, caracterizó el
mensaje de la logoterapia como una «fe incondicional en un sentido incondicional», y hacía la pregunta:
¿Qué podía ser más pertinente al iniciar el 1970? Ahora, entrando a los años 80, Arthur G. Wirth expresa
su opinión acerca de que «la logoterapia tiene especial importancia durante esta crítica transición», la cual
significa para él la transición «a una sociedad post-petróleo».
De hecho, yo creo que la crisis energética no es sólo un inconveniente, sino también una nueva posibilidad. Puede ser un incentivo para cambiar de meros medios a sentidos, de bienes materiales a necesidades existenciales. Hay escasez de energía, pero la vida nunca puede llegar a tener un escaso sentido.
El profesor Ghougassian ha sugerido la idea de un «movimiento» logoterapéutico. Si esto es así él
verdaderamente pertenece a los movimientos por los derechos humanos. Está centrado en el derecho humano a una vida tan llena de sentido como sea posible.
Señoras y señores, yo terminé mi primer libro con la frase de que la logoterapia «es tierra de nadie. Y
sin embargo ¡qué tierra prometida!» Hace de esto treinta y cinco años. Mientras tanto, la «tierra de nadie»
ha llegado a ser habitada. Prueba de ello es este congreso. Y vuestros trabajos prueban también que la
«promesa» está en camino de realizarse. El programa es como un viaje a través de los muchos y variados
paisajes y campiñas de la «tierra prometida»,
Y es un viaje guiado, gracias a nuestro guía, el profesor Ghougassian.
SELECCION BIBLIOGRÁFICA SOBRE LOGOTERAPIA EN CASTELLANO Y PORTUGUÉS
FABRY, Joseph B., La búsqueda de significado. La logoterapia aplicada a la vida. Fondo de Cultura
Económica, México 1977.
FIZZOTTI, Eugenio, De Freud a Frankl. Interrogantes sobre el vacío existencial. Ediciones Universidad de Navarra, Pamplona 1977.
FRANKL, Viktor E., Psicoanálisis y Existencialismo. De la Psicoterapia a la Logoterapia. Fondo
de Cultura Económica, México 1950-1978.
- Un psicólogo en el campo de concentración. Editorial Plantin, Buenos Aires 1955.
- La psicoterapia en la práctica médica. Editorial Plantin, Buenos Aires 1955 y Editorial Escuda,
Buenos Aires 1966.
- El Dios inconsciente. Editorial Plantin, Buenos Aires 1955.
- El hombre incondicionado. Editorial Plantin, Buenos Aires 1955.
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