ÉTICA ( Hacia una versión moderna de los temas clásicos )

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ÉTICA ( Hacia una versión moderna de los temas clásicos )
Leonardo Polo
(tomado de http://www.leonardopolo.net)
PRÓLOGO
Este libro procede de un curso de Licenciatura dictado en la Universidad Panamericana de
México en 1992. Su primera edición (1993) corrió a cargo de la Facultad de Filosofía de esa
Universidad en colaboración con Publicaciones Cruz O., S.A. de C.V. He de expresar mi
gratitud a la Dirección de la Facultad, a la profesora Virginia Arizpe, así como a sus
colaboradores David Ezequiel Téllez y Héctor Velázquez, que hicieron posible la edición
mexicana de este libro. Asimismo agradezco al Dr. Miguel Bastons ideas sobre la acción
humana.
Me he decidido a publicarlo en España para facilitar su difusión en nuestro país, y he
aprovechado esta ocasión para introducir algunas correcciones y eliminar imprecisiones, que
se explican por su procedencia oral. De todas maneras, el planteamiento inicial no ha sido
modificado.
Actualmente se publican muchos libros de ética. También en España. No se trata de una
simple moda, sino que ello obedece a exigencias cruciales de nuestra situación histórica. En
muchos ámbitos, como la empresa, la economía, la política, la investigación científica especialmente en biología -, etc., aparecen problemas cuya solución no puede encontrarse al
margen de la ética.
Las consideraciones aquí recogidas responden en gran parte a la misma preocupación de
fondo. Pero este libro no se dedica a resolver problemas éticos singulares, sino a mostrar las
dimensiones centrales de la ciencia moral y a destacar su unidad sistémica.
Por la atención que en él se presta a los asuntos de la vida práctica, este libro forma un grupo
con otros varios: Quién es el hombre (Rialp, Madrid 1991; 2ª ed. 1993; tr. ital.: Vita e
Pensiero, Milán 1992; ed. peruana: Universidad de Piura, 1993); Presente y Futuro del
Hombre (Rialp, Madrid 1993); Sobre la existencia cristiana (EUNSA, Pamplona 1996); La
persona humana y su crecimiento (EUNSA, Pamplona 1996); Antropología de la acción
directiva (AEDOS/Unión Editorial, Madrid 1997). A estos libros seguirá en breve La
voluntad y sus actos.
No es ésta mi primera colaboración en la tarea editorial emprendida por AEDOS, cuyo
objetivo es estudiar y difundir las enseñanzas de la Iglesia en el campo de la teología moral,
recogiendo las aportaciones de expertos en las ciencias humanas interpeladas por ese
Magisterio. Por su parte, el enfoque filosófico de los asuntos morales se distingue del
teológico y, en cierto sentido, es previo a él, de modo similar a como la gracia supone la
naturaleza. Por la misma razón corresponde a la filosofía moral aportar los materiales que la
teología ha de iluminar desde la Revelación, teniendo en cuenta ante todo la elevación del
hombre al orden sobrenatural. En estas páginas he procurado mostrar que ninguna dimensión
del actuar humano es ajena a la ética. Si no fuera así, la gracia no alcanzaría a informar
enteramente la conducta del hombre en este mundo. Por ello he estudiado la ética in statu
nascente, tanto desde el punto de vista de la constitución del cuerpo humano, como en el de
la iniciación espiritual de su actividad voluntaria.
No comparto la opinión de A. Maclntyre según la cual hoy existen tres versiones
rivales de la ética. Aunque la argumentación de este autor es brillante, su planteamiento se
mueve en un plano empírico y psicologista. Sin duda es interesante estudiar distintos modos
de percibir lo ético y poner de relieve hasta qué punto son incompatibles. Sin embargo, dicha
incompatibilidad sólo puede deberse a la parcialidad de los puntos de vista, es decir a la
desintegración de la unidad sistémica de la ética. Dicha unidad es lo que en este libro he
procurado mostrar. Las versiones rivales de que habla Maclntyre son, en el fondo, lo que
aquí llamo ética sólo de normas (racionalista), ética sólo de bienes (hedonista) y ética sólo de
virtudes (estoicismo).
Hago constar mi agradecimiento a Fernando Fernández, Presidente de AEDOS, por
incluir esta obra dentro de su propósito editorial y por haber decidido esta nueva edición.
Capítulo I
EVOLUCION Y APERTURA EN EL HOMBRE
Ética y legalidades humanas
Desde los Griegos la ética ha ocupado un lugar muy importante en la historia de la filosofía; pero
la ética no es solamente un patrimonio de Occidente: aparece en todas las grandes culturas,
porque los problemas humanos a los que ella responde son universales y su solución también está
basada en una inspiración global. Por eso, aunque las formulaciones aplicables o de detalle a
veces son dispares, hay un fondo común más o menos desarrollado. Los grandes principios
rectores de la conducta son compartidos por toda la humanidad y son formulados en cualquier
ámbito social, aunque como rama de la filosofía la ética es efectivamente un invento griego.
Concretamente, Aristóteles es el primer sistematizador de la ética.
Sin embargo, en el momento actual asistimos a lo que podríamos llamar una cierta
descomposición de la ética; o al menos, una falta de aplicación. Por una parte, hay
oscurecimientos en la conciencia moral de muchos grupos humanos, pero sobre todo falta la
integración ética en la vida, lo que en gran parte es debido al descubrimiento de otro tipo de
legalidades; en especial, las legalidades científicas, con las cuales se ha podido emprender el gran
progreso técnico que es característico de los últimos siglos. Ello implica una pluralidad de
normas, de pautas de conducta que compiten entre sí, de modo que la ética a veces es relegada en
favor de otras regularidades de la vida social. Piénsese, por ejemplo, en las llamadas leyes
económicas1. Aunque no son tan abundantes ni tan estables como pretenden ciertos economistas
que no han reflexionado sobre los fundamentos de la ciencia que cultivan, se acude a ellas para
tomar decisiones a la hora de corregir las disfunciones de la dinámica social.
En la vida humana intervienen otras regularidades descubiertas en nuestro siglo. Por ejemplo, la
biología ha adquirido carácter científico al sentar una serie de leyes, más o menos bien conocidas,
presididas por la noción de código genético, que seguramente es hoy la idea directriz de la
investigación biológica.
Sin duda, al hombre le afecta la legalidad económica; pero no exclusivamente, sino también ese
descubrimiento de la biología, que está adquiriendo un carácter practico muy acusado. Lo que se
suele llamar ingeniería genética es una tecnología cuya influencia en la vida humana puede ser
muy intensa. Piénsese, por ejemplo, en la fecundación in vitro, y sus implicaciones morales. Y
eso no es más que una parte de lo que se puede hacer.
Todo ello da lugar a que a veces la ética se refugie en formulaciones rutinarias y adopte una
actitud defensiva, residual o parcial en lo que a la conducción de la vida humana se refiere,
porque se supone que el hombre está sujeto a otras reglas más decisivas, como son las que rigen
los intercambios de productos, bienes y servicios; o bien, porque se capta que la manera de ser de
los individuos obedece a su dotación genética. Con otras palabras, ha aparecido el peligro de que
la ética se transforme, como diría Nietzsche2, en "moralina", es decir, en una serie de reglas
1
2
La economía como ciencia es un descubrimiento muy moderno que arranca de Adam Smith.
Cf. el análisis de la ética como producto de la mera costumbre en Genealogía de la moral, 1, 2, n. 17 ss; Humano
extrínsecas sujetas a una hermenéutica desde instancias más profundas, es decir, como remedios
someros o sujetos a sospecha, carentes de justificación intrínseca.
Lo primero que conviene evitar es que la ética se sale de esas otras reglas sociales, o biológicas,
porque en esas condiciones no se entiende ni lo ético ni lo que dichas reglas son. El hombre es un
ser complejo y unitario, abierto hacia afuera y desde dentro, que retorna a su intimidad y se
trasciende: en este ir y venir se forma (se forja). Nada hay en él que se pueda considerar neutral
desde el punto de vista ético, porque ninguna regla anónima, simplemente racionalizada, es capaz
de explicar ese co-existir que integra lo externo en lo interno y otorga lo interior a lo exterior, de
acuerdo con el cual se forja, como digo, lo humano.
Se suele afirmar que los negocios son los negocios; y hay que responder: los negocios no son los
negocios, sino que los negocios son negocios si son éticos. Y si no lo son, no son negocios, sino
malos negocios; pues no hay una autonomía de la actividad económica; si se acepta esa
autonomía, el ser humano se aliena: arranca de sus propias raíces tanto al negociar como al
negociante. Justo lo que tiene que ver con la radicalidad de la acción humana es ético. La ética no
es una cataplasma, no es moralina: sin la ética las otras regularidades diluyen al ser humano. Y no
pasan de ser (tales independizadas regularidades) sino aplicaciones incoherentes de un uso
secundario de la libertad.
No se debe decir que el hombre está dominado por leyes. Sí se puede decir es que cuando el
hombre actúa da lugar a ciertas legalidades que se dan precisamente en cuanto que actúa. La ética
es el estudio de la acción, en el despliegue del ser humano en tanto que ser vivo espiritual y
corpóreo. Toda otra legalidad está vinculada a las legalidades constituyentes del ser humano, es
decir, no está separada de la moral. Estas legalidades tienen que ser asumidas por la
consideración ética, y abrirse desde ella.
Si lo formulamos de esta manera, si enfocamos la ética como la dimensión intrínseca del ser
humano dinámicamente considerado, entonces se evita la superficialización o parcialización de lo
ético: esa alternancia u oscilación entre lo que es ético y lo que no lo es. Necesitamos un estudio
de la ética que dé razón del actuar humano, que nos haga ver de qué manera surge una legalidad,
una regularidad que tiene que ver con lo más elemental y lo más profundo del ser humano, y con
su ascender las escaleras del ser. La ética es la ciencia antropológica que siempre hay que tener
en cuenta, aquella de la que no se puede prescindir o dejar en suspenso. Una ciencia sin la cual el
hombre se hace ininteligible, se deshumaniza.
Etica y economía
La ética abarca e interesa al ser humano en todas sus dimensiones. No es un adorno, un añadido
sobrevenido al hombre en tanto que actúa, sino que configura (y eso es lo que habrá que ir
mostrando) la entraña misma de su actuar. Todo lo que el hombre hace tiene que ver con la ética .
No cabe un estudio completo de la acción humana si no es en términos morales.
Esto es claro. Hay muchas formas de estudiar la conducta humana; la conducta privada,
individual, y la conducta en las organizaciones. No es ociosa la pluralidad de ciencias acerca de
demasiado humano, I, I, n. 96.
estos asuntos: psicología, sociología, etc. Pero ninguna de ellas es abarcante o nos lo enseña todo
acerca del actuar humano; sólo la ética es capaz de lograrlo.
La economía es un cierto modo de estudiar el actuar humano. Es una ciencia acerca de la
conducta, pero no una ciencia completa, sino muy reducida, que logra sentar leyes para cierto
tipo de actividades humanas. Esas leyes son pocas, y, además, con ellas no se agota el sentido de
la acción.
La economía formula leyes que se refieren a los intercambios, según las cuales se puede
determinar más o menos cuál será la evolución de los precios, etc., todo ello basado en que la
asignación de los recursos disponibles se puede hacer de distintas maneras. Según se asignen los
recursos se pueden alcanzar unos resultados u otros. Las leyes económicas destacan que las
pretensiones de lograr determinados objetivos son inconsistentes, debido al modo de asignar los
recursos3.
En general, la ciencia económica puede decir: si asigna los recursos de esta manera, no logrará
los objetivos que pretende, o bien hay formas mejores o más adecuadas de asignar recursos, y
otras peores. La averiguación no es peque–a. Pero es claro que hay elementos integrantes de la
actividad humana que la economía no tiene en cuenta. La economía dice: supuesto que se asignen
los recursos de una determinada manera, el resultado estará de acuerdo o no con lo que se
pretende. Las pretensiones humanas, los fines, los objetivos no son una cuestión económica sino
un supuesto suyo. Ahora bien, la finalidad es una parte integrante de la actividad humana; el
hombre no actúa si no es por algún fin. Esa finalidad la ciencia económica no la estudia en
directo ni da ninguna ley acerca de ella. La economía advierte que según se asigne de una manera
los recursos, se alcanzará un fin u otro, pero acerca de si debe alcanzar ese fin o no, la economía
como ciencia no tiene nada que decir. El economista como ser humano pensará lo que quiera,
pero la ciencia económica no puede decir nada acerca de los fines del hombre4.
3
Por ejemplo, si la asignación de recursos adopta la forma de la planificación central burocrática, el objetivo de
aumentar el nivel adquisitivo de la comunidad es inalcanzable.
4 Aunque goza de gran predicamento, la teoría del mercado libre es también muy limitada. En palabras de James
Buchanan, "el gran descubrimiento científico del siglo XVIII fue el de las propiedades de coordinación espontánea
de la economía de mercado. Si se permite que el individuo actúe en su propio interés, sea cual sea éste, en el marco
legal de la propiedad y contratación privadas, se incrementa al máximo la riqueza de una nación, entendiendo dicha
riqueza en relación con el valor que los propios individuos conceden a los bienes y servicios". Y "dado que el
mercado, en su forma totalmente descentralizada, desempeña la función de asignación-retribución, desaparece
cualquier necesidad de gestión colectivizada o politizada de la economía". Se trata de un "orden sin diseño", o de
consecuencias que no derivan de la voluntad de elección de individuo o grupo alguno.
Se sostiene, pues, que la coordinación del mercado es ajena a la voluntad e incluso a la planificación racional. Por
eso no es extraño que se trate de añadirlas: un orden sin diseño parece una hipostación imaginativa no justificada (la
mano invisible). De aquí la apelación a una voluntad ordenante de tipo también global. Es la dirección burocrática de
la economía o ersatz de los beneficios del mercado que se llama el Estado del Bienestar. Lo característico del
socialismo o burocratismo económico es desacoplar el binomio asignación-retribución. A la postre, la ideología
socialista postula la satisfacción del consumo al margen de la producción. En palabras de Hayek, es ésta una fatal
arrogancia.
Es obvio que el valor económico ha de ser generado. Sin producción, no existe. "Y como producir exige esfuerzo, un
gasto de energía consistente en trabajo, los individuos asumirán voluntariamente dicho gasto sólo si están seguros de
obtener a cambio un incremento del valor del producto que juzguen ventajoso".
Ahora bien, esta apelación a la voluntad del agente económico no es coherente con la teoría del mercado, es decir,
con la noción de orden sin diseño. En la teoría económica, las facultades humanas aparecen y desaparecen como el
Guadiana. Como pura consecuencia, el orden sin diseño, el mercado mismo, es ajeno a la voluntad y a la
programación de los individuos. Sin embargo, la consideración dinámica del binomio asignación-distribución es
imprescindible, y en ella la voluntad y el cálculo racional están presentes de un modo especialmente intenso. Sólo
que al insertarlas en la justificación del mercado en general quedan precisamente encerradas en él. Así se constituye
la jaula de hierro de que habla Max Weber. La consagración de la noción econó¬mica de valor es la reducción de las
La ciencia económica establece unas leyes que suponen que el hombre pretende resultados, y
señala cómo alcanzarlos asignando medios. También la motivación es una parte integrante de la
acción, respecto de la cual los economistas adoptan un postulado: "el agente económico actuará
siempre por motivos racionales buscando la optimización de su esfuerzo". Pero esa idea de
agente económico movido por objetivos como la satisfacción de sus necesidades o la obtención
de lucro, de ganancias, aunque la asuma el economista (asunción que no responde enteramente a
la realidad), no es justificable por la ciencia económica. No hay ninguna legalidad económica que
conduzca a lograr ese tipo humano. En primer lugar, no es una idea verdadera; y en segundo
lugar, en todo caso es una convención, un postulado, abstracto o incompleto, pues la experiencia
muestra que no siempre los hombres actúan movidos por los mismos motivos ni tratan de lograr
los mismos fines, y sobre todo que no suelen limitarse a los que el economista le atribuye. Acerca
de si esos motivos son buenos o malos, adecuados o no, de si aparecerán siempre, etc., el
economista no puede decir nada.
Ética y psicología
Se podría pensar que hay que complementar la economía con la psicología. Correspondería a la
psicología elaborar el elenco de las necesidades y motivaciones. Sin embargo, la articulación de
esa psicología con la economía no es segura, pues la psicología no es capaz de fijarlo de un modo
enteramente científico. Basándose en criterios empiristas es posible fijar los móviles de la
conducta de acuerdo con niveles de "deseidad": la satisfacción de ciertas necesidades es previa a
la de otras de nivel superior. Como se suele decir, primum vivere, deinde philosophari: hay que
estar vivo para poder hacer otras cosas; la necesidad elemental es sobrevivir. Aunque tampoco
esto es del todo exacto. El hombre puede actuar de muchas maneras, alterar la importancia
relativa de sus objetivos y los modos de satisfacer necesidades. Precisamente por eso, si la
relación de la psicología con la economía da lugar a planteamientos con pretensiones
deterministas, sus conclusiones son bastante resbaladizas.
La ética aprovecha mejor que la ciencia económica los datos de la psicología, pues no les impone
restricciones. Pero, a la vez, los considera como un material por organizar. En este sentido la
psicología es una ciencia subordinada a la ética .
Etica y sociología
La sociología tampoco es capaz de aclarar por completo el actuar humano. Entre otras cosas,
porque la sociología suele aceptar un postulado que científicamente es válido, pero al mismo
metas humanas al nivel de los medios.
Pero el supuesto más problemático de la teoría del mercado es la noción de individuo. Es un supuesto estático, o que
deja fuera la consideración del proceso de constitución del ser humano y, por tanto, la organización creciente de sus
facultades superiores. Al centrar la atención en la idea de orden sin diseño este estatuto no se investiga.
En suma, en la idea de homo oeconomicus hay un déficit antropológico. El ser humano no es un individuo, un
indiviso, sino una realidad sumamente compleja, que requiere una averiguación de sus entresijos, esto es, de la
conexión de sus facultades, las cuales pueden ajustarse o irse desajustando. El hombre tiene que aprender a serlo.
Pero este aprendizaje puede fracasar, es decir, conducir al desajuste de las dimensiones de su ser. Dicho desajuste
ocurre siempre que el hombre reduce el ámbito de sus intereses, reducción inevitable en el aislamiento que comporta
la idea de individuo, según la cual cada ser humano sólo mantiene relaciones de intercambio de medios con los
demás.
tiempo establece los límites de dicha ciencia. Quizá quepa hacer sociología de otra manera, pero
hoy se hace suponiendo que la dinámica social depende de factores que llaman endógenos. Esto
es aceptar un presupuesto metódicamente útil pero parcial. La dinámica social depende de
factores endógenos, esta determinada por los pasos sucesivos entre fases estáticas. La evolución
social se entiende desde tipos ideales (Max Weber). Cada uno de los estadios de la sociedad surge
de los anteriores entendidos a manera de condiciones iniciales. Esto sólo puede sentarse a parte
post, es decir, hay que referirlo al pasado. Además, dada su complejidad es muy difícil establecer
los factores endógenos de la sociedad actual. Por otra parte, dicho postulado no es enteramente
cierto, aunque se pueda tener en cuenta (como se pueden tener en cuenta las leyes económicas o
ciertas investigaciones psicológicas), porque las inflexiones históricas no se pueden explicar tan
sólo por una dinámica endógena: eso es una pretensión contra la historia. Pensar que la sociedad
acontece como los procesos naturales no es más que la confesión de la limitación del enfoque de
esta ciencia. Hay un factor extraordinariamente importante, la libertad humana, que no siempre se
ejerce de la misma manera, ni con la misma intensidad. Pero la libertad es un factor exógeno
respecto de cualquier proceso o dinamismo natural, porque interviene en él y lo modifica desde
ella misma. La libertad incide en los procesos, pero no es consecuencia de ninguno de ellos.
Pensarla como endógena a la sociedad es incurrir en ambigüedad, pues la libertad nace en el
interior de cada hombre.
Los sociólogos que niegan la libertad o prescinden de ella lo hacen porque no cabe en su método
(si la incluyeran, éste les fallaría). No se debe hablar de un desarrollo natural de la libertad;
sostenerlo es no haberla investigado a fondo. La libertad humana crece o se desvía y debilita en
relación con lo otro, pero siempre en sus propios términos, y esto último muchos sociólogos lo
ignoran. Por eso tienen que prescindir de ella y lo que afirman (una dinámica social solamente
endógena) es unilateral. La libertad influye extraordinariamente en el curso histórico, abre y
cierra líneas temporales. Hay tiempos abiertos por la libertad y tiempos cerrados por la libertad.
Cualquiera que sea la ciencia positiva que se ocupe de la actividad humana, la considera siempre
de una manera parcial. La única que realmente la considera por entero, teniendo en cuenta lo
decisivo, sin establecer postulados, aunque dejando implícitas algunas de las dimensiones
humanas (que si se piensa un poco más, aparecen y completan lo averiguado), es la ética . Con
todo, no siempre el pensamiento ético tiene en cuenta todas las dimensiones de la acción humana.
Pero en ese caso cae en reduccionismos, como pasa con las otras disciplinas. Ahora bien, si el
estudioso de la ética dirige su atención hacia la averiguación de los factores olvidados, advierte
que esos factores entran coherentemente en relación con el planteamiento global de la ética . Esto
no se puede decir de las otras ciencias humanas, que para constituirse han de prescindir de
factores pertinentes; esas ciencias están en situación de penuria explicativa, y, por tanto, se
subordinan a la ética .
La ética es la consideración científica más ajustada de la actividad humana. Desde la ética se ve,
mejor que desde la psicología o la sociología, la economía o la biología, la índole del dinamismo
humano, de la conducta humana. No es que la ética , insisto, lo considere todo, que sea una
antropología completa. Pero su planteamiento es coherente con una antropología completa,
porque, aunque sea de modo indirecto, tiene en cuenta los factores radicales; entre otros, la
libertad, que es la dimensión más importante del ser humano y la más característica. Aunque no
la estudie a fondo, o no haya una teoría ética de la libertad en sentido riguroso que agote los
significados de ella, sin embargo, la ética conecta directamente con la libertad humana. Sin la
libertad humana la ética sería imposible o se formularía mal. Ya veremos algunos planteamientos
éticos insuficientes por este motivo.
Para exponer la relación de la ética con las otras ciencias que se ocupan del mundo humano,
debemos arrancar de la ética misma, es decir, estudiar la ética simplemente como ética . Debemos
mostrar lo que acabo de decir: que la ética no es un a–adido a un dinamismo humano
suficientemente constituido por otros factores. No cabe considerar con rigor el dinamismo
humano sin atender a lo que le es intrínseco. Por eso, el estudio de la acción humana ha de
detectar lo ético en su arranque y en su acabamiento. Las otras ciencias del hombre progresan en
la medida en que su estatuto metódico se hace más flexible y amplio, de acuerdo con su carácter
subordinado.
Para empezar, procede mostrar la ética in statu nascens; es decir, surgiendo con y del ser humano.
Este es el planteamiento filosófico más riguroso. Si exponemos la ética de acuerdo con los
manuales o como una doctrina suficientemente constituida, transmitida de modo estático, nos
costará más reconocer que la ética no le viene al hombre de fuera, sino que lo ético es intrínseco
al ser humano: desde lo biológico a lo más alto en el hombre, lo espiritual.
Acudir a Aristóteles ayuda a ver la ética en su génesis, puesto que Aristóteles es el primero que
con suficiente coherencia la ha formulado Así. Como él mismo dice en la Etica a Nicómaco, no
es un tratado, una disciplina construida en abstracto, sino que hay que ver cómo surge lo moral en
el hombre, y cómo se despliega5. No hay que ver la ética in actu signato, como si ya supiéramos
todo acerca de ella, o como si gozara de un estatuto objetivo separado. Hay que atender a cómo
surge, pues la ética es nativamente humana, y a cómo la vivimos, pues no hay nada en el hombre
que no tenga que ver con ella. Un desarrollo teórico no es el tipos de la ética , a la que se capta
donde realmente está: en el hombre cabal.
Ética y teoría de la evolución
Por eso es oportuno estudiar la relación que hay entre la ética y la interpretación del ser humano
desde el punto de vista de la teoría de la evolución. Si lo hacemos, hemos de dar razón de lo que
venimos diciendo: no hay unas leyes constitutivas del ser humano que sean independientes de la
ética ; sino que todas están impregnadas de una técnica moral y tienen que ser asumidas y
comprendidas por la ética , que debe dictaminar acerca de ellas. De otro modo, el despliegue del
ser humano a partir de otras especies no es comprensible; se trata de problemas prácticos, no
meramente teóricos. El hombre no puede desarrollar su peculiar biología al margen de la ética.
Quizá esto parezca una alusión a un asunto que de entrada no es ético: un mezclar o confundir
cuestiones completamente dispares. Pero no es Así. Estamos obligados a descubrir, a detectar lo
ético en el meollo mismo de la constitución humana, y como lo que está de moda cuando se trata
de la constitución del ser humano es acudir a la teoría de la evolución, no hay más remedio que
enfocar la ética desde este punto de vista, o acceder a la ética y llegar a una comprensión de lo
ético en el hombre también desde la idea de evolución. Admitido que todos nosotros tenemos
conciencia ética y que el conocimiento directo de la realidad contribuye a formarla (lo cual es una
tesis filosófica tradicional, que incluye el discernimiento del primer principio cognoscitivo que
rige la acción humana, que suele llamarse sindéresis), no es una digresión ocuparnos de estos
temas biológicos elementales, sino todo lo contrario.
5
"Ejerciendo la justicia nos hacemos justos". Aristóteles, Etica a Nicómaco, 1103a 6.
Desde luego, también podríamos exponer la ética repitiendo la formulación clásica de sus temas;
pero, repito, de esa manera quizá llegaríamos a convencernos de importantes contenidos éticos,
pero no nos daríamos cuenta de que la ética impregna todo lo que existe en el hombre y
correlativamente toda la acción humana. No hay nada en el hombre que no tenga que ver con la
ética. No hay nada en el hombre impermeable, aislado, autónomo de la ética.
Empecemos, pues, por una breve exposición de la teoría de la evolución; digo teoría, porque la
noción está bastante elaborada aunque subsisten aún varios problemas. La teoría de la evolución
está hecha a medias; hay algunos problemas derivados del mismo planteamiento que permanecen
sin resolver, como veremos a continuación. De todas maneras, trataré de destacar lo que hay de
más seguro en el planteamiento tal como hoy se piensa.
Lo primero que conviene decir es que la aparición de la vida en este planeta (y seguramente la
tierra es el único planeta en el que hay vida), es muy antigua: la vida surge hace unos 3600
millones de a–os. Téngase en cuenta que la edad del universo, según la teoría del big-bang, es
aproximadamente de unos 15000 millones de a–os. La tierra se formó hace unos 4500 millones
de a–os (quizá haya que revisar a la baja estas dataciones, pero no parece muy significativo).
Todo el sistema solar es consecuencia del estallido de una supernova. La consideración de la
complejidad de los átomos que componen sus planetas parece que no permite otra explicación
física.
Hace 1500 millones de años aparecen las primeras células con núcleo. Los mamíferos aparecen
hace unos 200 millones de años. Los prosimios hace 50 millones; los póngidos, animales que
tienen una dotación genética muy parecida a la nuestra, hace aproximadamente 30 millones de
años.
Dentro ya de lo que podríamos llamar proceso de hominización, tenemos las siguientes especies:
en primer lugar las dos o tres ramas del Australopithecus que aparecen hace 4 millones de a–os;
después de este antecedente hay seguramente tres especies que son denominadas por los
paleontólogos de la siguiente manera: la primera es el Homo habilis que aparece hace unos dos y
medio millones de a–os y se extinguió un millón de a–os después. El Homo habilis es llamado
también Pithecanthropus, pero es mejor esta terminología (Homo habilis), porque es la
designación específica, esto es, de especie. Una especie posterior es llamada Homo erectus;
aparece hace 1 millón 600 mil a–os aproximadamente y se extinguió hace unos 200 mil a–os. Y
la tercera especie es el Homo sapiens. Dentro de esa rúbrica están el Neanderthalensis y el
hombre de Cro-Magnon. A la especie humana se la denomina Homo sapiens sapiens.
El Homo sapiens aparece aproximadamente hace unos 170 mil años. Así pues, de un modo
global, cabe decir que la naturaleza se ha tomado mucho tiempo desde las primeras formas de
vida que surgieron hace unos 3600 millones de a–os hasta nosotros (el estudio del DNA de las
mitocondrias femeninas dio un resultado verdaderamente sorprendente (y son estudios del año
1989): que existió Eva, es decir, que todas las mujeres descienden de una sola mujer que vivió, lo
más tarde, hace 170 mil años).
El estudio de estas especies, sobre todo el habilis, el erectus y el sapiens, es interesante porque
constituyen todos ellos el género Homo, cuyo antecedente es el Australopithecus. Pero el
Australopithecus no se considera dentro del género Homo.
Se trata de tres especies diferentes (después veremos qué es una especie desde el punto de vista
evolutivo). Tiene sentido hablar de género Homo por varias razones muy importantes de las que
destacar por lo pronto una.
Para la explicación del sapiens hay que distinguir, por así decirlo, dos procesos, o dos preguntas
acerca de cómo aparecen los caracteres que le son peculiares. Uno es el proceso de hominización,
y el otro, proceso de humanización. Son dos cosas distintas. La hominización es el proceso según
el cual aparecen los caracteres somáticos, corporales, del hombre. La aparición pasa por lo menos
a través de tres especies. Y el proceso de humanización es la explicación de aquellas
características exclusivas de nuestra especie, que son de tipo psíquico y cultural. Es evidente que
hay rasgos en el ser humano que no son meramente corpóreos aunque están muy vinculados con
su cuerpo.
Se llama hominización al proceso de formación del tipo morfológico humano, es decir, a la
sucesión de fenómenos que da lugar a la corporeidad del hombre que conocemos actualmente.
Nuestro cuerpo evidentemente es muy distinto del de otros seres vivos. En cambio, se llama
humanización a la explicación de una serie de caracteres que también son obvios en el hombre
actual, pero que no son corpóreos; en definitiva, es la aparición de la inteligencia: cómo y en qué
especie surge la inteligencia.
Pues bien, el proceso de hominización tiene que ver con las tres especies aludidas. Pero este
proceso evolutivo es sumamente peculiar. Si nos damos cuenta de dicha peculiaridad,
empezaremos a entender, ya desde el punto de vista corpóreo (de la formación del tipo
morfológico humano), una diferencia respecto de otras ramas animales que es
extraordinariamente significativa.
Diversos tipos de especificación
Hay que aclarar antes qué significa especie. Para un biólogo especie significa simplemente la
imposibilidad de cruce genético de ciertos individuos con los de otra especie. Especie es aquel
grupo de vivientes que es interfertil, interfecundo; y se habla de distinción de especies cuando la
interfecundidad no se da. Esto es el único criterio posible para distinguir especies biológicamente.
La teoría de la evolución es la teoría de la especificación, es decir, un intento de explicar la
aparición de especies; pero una especie no es más que un grupo de seres vivos que es
interfecundo, y en cambio no es interfecundo con otros individuos. Insisto: la teoría de la
evolución no es más que eso, un intento de explicar la aparición de especies nuevas: referida a la
hominización, se habla de tres especies porque el habilis, el erectus, el sapiens no son
interfecundos. Por otra parte, hubiese sido muy difícil su interfecundidad porque los nichos y
periodos de coexistencia son escasos o cortos.
La aparición de una nueva especie puede tener lugar, según los biólogos, de dos maneras, o según
dos mecanismos: la primera manera es lo que llaman aislamiento geográfico. Ahora bien, se sabe
que el aislamiento geográfico no es el único modo o proceso de especiación. Voy a referirme a él
para poner en claro que la hominización no se produce Así. Es decir, la teoría de la evolución no
es una teoría unívoca o uniforme. Hoy no lo es; hoy ya se sabe que el proceso de aparición de
especies no es el mismo siempre. Hay diversos tipos de procesos de especificación o especiación.
El aislamiento geográfico es el que tiene más que ver con las primeras hipótesis acerca del asunto
(aunque comporta una rectificación de Darwin). Dentro de las otras se habla de una especiación
instantánea o simpática, que tiene mucho que ver con algo que ya está comprobado: con una
dotación genética similar, si esa dotación genética está organizada de distinta manera (eso son los
cromosomas), no hay interfecundidad. Por ejemplo, nuestra dotación genética y la del chimpancé
es casi por entero la misma. En cambio, nuestros cromosomas son distintos de los del chimpancé.
Por tanto, también desde otro punto de vista, la mutación genética no es el único causante, o la
única explicación de cómo aparece una especie nueva. No se trata de la afinidad entre unos
caracteres parecidos o de la discrepancia entre otros más o menos distintos; se trata del problema
de la interfecundidad, que es el único criterio científico de especificación. Si son interfecundos,
entonces son una única especie; si no son interfecundos, son de distinta especie.
El aislamiento geográfico puede dar lugar a que individuos primitivamente interfecundos que
habiten después en nichos distintos, se adapten y aparezcan mutaciones que hagan que ya no sean
interfecundos: entonces ha tenido lugar un proceso de especiación. De modo que individuos que
proceden de individuos interfecundos no son interfecundos según las adaptaciones a distintos
nichos ecológicos.
Las distintas poblaciones inicialmente pertenecientes a la misma especie, si se mantienen
separadas por barreras geográficas (de modo que no tengan manera de intercambiar las
mutaciones surgidas en cada una de ellas) por adaptación a los distintos ambientes (y si esto
ocurre durante bastante tiempo) acaban haciendo incapaces de cruzamiento a los individuos de
los distintos grupos. Este es el primer proceso (bastante común, por lo demás) de especificación.
La radiación es simplemente el ir a habitar otros climas, otros medios distintos. Según la
radiación, la especie o grupo se extiende a distintos ámbitos climáticos, lo cual implica
adaptación. De manera que de la adaptación surge la diversificación, y de la diversificación surge
la selección. La selección, en rigor, es un factor terciario, no primario como pensaba Darwin.
Lo primero que hace falta para este tipo de evolución es la radiación; si no hay radiación no hay
aislamiento geográfico; luego, eso da lugar a la adaptación, a mutaciones que pueden explicar
cambios morfológicos, es decir, a una diversificación y correlativamente a una selección. Pero la
selección es un concepto relativo, porque depende del medio de que se trate. Los que sobreviven,
sobreviven según sea el medio; la noción de selección no es un concepto absoluto. Los seres
vivos que pueden ser más aptos para subsistir en un ámbito geográfico, no lo son para otro.
La selección significa simplemente que los genotipos más adecuados para el nicho son los que
sobreviven, y esto evidentemente tiene que ver con la fijación de caracteres. Tanto la
diversificación como la selección de caracteres tienen que ver con el genotipo más adecuado para
el nicho ecológico; de manera que lo que puede ser muy bueno para un nicho, en cambio para
otro no lo es, y se puede decir, por tanto, que una selección natural de los individuos, tal como la
formuló Darwin6 es un criterio puramente relativo.
Dentro de la diversificación y estabilización de caracteres morfológicos, llega un momento en
que precisamente por esas mutaciones o modificaciones genéticas, si son muy importantes, sólo
se da la interfecundidad dentro de un grupo: ha habido especificación. Queda un problema sin
6
Esa teoría expuesta especialmente en los capítulos III y IV de la obra: Darwin, Ch., On the Origin of Species by
means of Natural Selection, publicada en Londres en 1859.
resolver: lo que se suele llamar evolución potencial. Quizá se podrá resolver si se entiende el
código genético mejor de como se conoce hoy7.
Ahora bien, en la línea genética que va hasta el hombre fallan las llamadas leyes de la evolución.
No hay diversificación; no hay adaptación, no hay selección. En suma, el aislamiento geográfico
no entra en juego en el caso de la hominización. El primer bípedo (es muy importante el primer
bípedo, es decir, el Australopithecus, aunque no sea una de las especies homínidas, porque Ž se es
el carácter morfológico primario del ser humano: ser bípedo), vivió siempre en el mismo clima.
Sólo se han encontrado fósiles de Australopithecus en el centro sur de Africa. Por tanto, es
suficientemente claro que en el Australopithecus no hay radiación, y que no se especializó: vivió
tres millones de a–os en el mismo nicho ecológico (esto plantea problemas serios respecto del
antecesor del Australopithecus). Seguramente el Australopithecus es una especie, aunque hay
diversos tipos. Hay unos más robustos que otros, más fuertes, con una capacidad craneana un
poco mayor, pero eso no impide la unidad de la especie. ¿Pero de dónde procede esa especie? En
cualquier caso, lo que sí parece claro es que el Australopithecus no aparece por radiación y que
sus caracteres tampoco se explican por adaptación, porque vivió siempre en el mismo sitio y no
hubo cambios importantes en el clima.
Pero la cosa se complica todavía más cuando se trata de las otras especies que realmente forman
el proceso de hominización. Estas especies, el Homo habilis, el Homo erectus, el Homo sapiens,
en rigor, no puede decirse que se hayan formado como especies distintas, o que se hayan
especiado, por adaptación al medio. En estas especies ya hay radiación; sin embargo, la radiación
no elimina la interfecundidad. Hay radiación en el habilis, en el erectus (el erectus está en China,
Java, Europa, Africa8).
Estos animales se caracterizan por una paulatina especialización del cerebro, por el crecimiento
del mismo, lo que se corresponde en el tiempo con la fabricación cada vez mas perfeccionada de
herramientas líticas. Eso es lo que pasa en el habilis y en el erectus. La distinción entre el habilis
y el erectus reside sobre todo en el aumento de capacidad craneal.
Independización respecto del medio
Existe una serie de datos en los distintos yacimientos de acuerdo con los cuales éstos se
clasifican; pero lo que interesa resaltar es que la fabricación de instrumentos (la habilidad para
hacerlos), aunque sea muy rudimentaria, explica que estos animales, estas especies del género
Homo, no sigan la estrategia de la adaptación, es decir, que puedan irradiar sin adaptarse. Su
relación con el medio ambiente no lleva consigo una modificación morfológica que dé lugar a
especies distintas, por la sencilla razón de que van independizándose del medio en la misma
medida en que su cerebro crece y empiezan a usar las manos y comienzan a fabricar utensilios.
Por tanto, no solamente es que en el caso del hombre las leyes de la evolución alotrópica no se
cumplan, sino que esta línea evolutiva, en cierto modo, es opuesta a la otra, porque la adaptación
al medio provoca especificación, es decir, fijación de nuevos caracteres morfológicos en tanto
que no hay otro modo de sobrevivir. En cambio, si el animal es capaz de hacer frente a las
7
Lo que se llama código genético es asunto complejo que desde luego debe estudiarse más. Pero es una cuestión de
tipo específico. Entretenerse en ella sería una digresión que nos desviaría de lo que estamos diciendo como
introducción al carácter constitutivo de la ética humana.
8 Es sabido que en América no hay homínidos; no hay más que sapiens. Las otras especies no aparecen en América.
diferencias climáticas con instrumentos fabricados, entonces no tiene por qué sufrir cambios
morfológicos adaptativos y no hay lugar para ese tipo de evolución. La hipercerebralización no se
debe entender como un procedimiento adaptativo, sino como un modo de liberación de la
necesidad de adaptarse.
A medida que la vida del animal se vincula más a la fabricación, y en definitiva a la técnica, en
esa misma medida la unidad de la especie se mantiene a pesar de la diferencia de nicho. En
nuestra especie es suficientemente claro: un esquimal y un habitante del trópico son
interfecundos, pertenecen a la misma especie. Conviene meditar sobre este importante asunto. La
teoría de la evolución sirve para mucho si uno toma de ella lo que hay de más seguro, por Así
decirlo, lo más elaborado, y selecciona aquello que tiene más significado. Cabe percatarse de que
el proceso de adaptación al medio como explicación es inaplicable al género Homo, puesto que el
género Homo es técnico, fabrica instrumentos y la fabricación de instrumentos debilita cada vez
más la necesidad de adaptación al medio. Se ve que la línea que lleva al Homo sapiens se puede
describir como un proceso de independización del medio. Por tanto, ante el problema de
determinar el mecanismo por el cual la especiación se produce, el biólogo tiene que decir que lo
que servía para explicar otras especies, es decir, las leyes que se encuentran cuando se trata de la
adaptación al medio, aquí’ no son aplicables, porque estos animales se diferencian solamente por
el crecimiento de su cerebro; en la medida en que crece su cerebro (por eso el Australopithecus es
el precedente), aprovechan su condición bípeda; es decir, aprovechan el hecho de que tienen unas
extremidades exentas de la función de andar.
El ser bípedo tiene la cabeza en posición levantada respecto de su cuerpo; la cabeza del
cuadrúpedo es perpendicular respecto del suyo; la cabeza del bípedo es ocupada en su mayor
parte por el cerebro; en cambio, en el cuadrúpedo el cerebro es una parte pequeña de la cabeza.
Así pues, la condición de posibilidad del crecimiento cerebral es el bipedismo.
El bipedismo comporta la aparición de las manos, es decir, de unas extremidades aptas para
muchos usos. En rigor, lo que constituye la condición de posibilidad de construir instrumentos es
la conexión entre el cerebro y la mano. El crecimiento del cerebro no es simplemente un aumento
de masa o de tamaño, sino el aumento de las llamadas neuronas libres (que son aquellas que no
tienen que ver con las funciones vegetativas). El aumento de neuronas libres sólo tiene sentido
desde el punto de vista de la conducta, si enlaza principalmente con las manos; sin control
cerebral el hombre no puede hacer nada con ellas: no puede fabricar instrumentos.
Por eso cabe decir lo siguiente: el Australopithecus es un bípedo que no aprovecha su bipedismo;
no usaba las manos prácticamente para nada, porque el Australopithecus no tiene industria lítica
(junto a los fósiles de Australopithecus se han encontrado algunas piedrecitas, pero no
modificadas por él; cantos rodados, y poco más). Seguramente agarraba palos para golpear o
arrojaba piedras y cosas Así, pero carecía de manos "expresivas" y con frecuencia colgarían
flácidas. Con otras palabras, no llegaba todavía a hacer instrumento con instrumentos, y por
tanto, era un ser para el que tener manos constituía una preparación para un aprovechamiento
posterior. Las manos empiezan a servir cuando el desarrollo del cerebro interconecta con ellas.
Las representaciones gráficas tienen evidentemente mucho de imaginativo; no se sabe cómo era
morfológicamente (desde fuera), cuál era el aspecto de las especies siguientes9; pero lo que sí se
9
Atribuirles una configuración casi simiesca obedece a prejuicios o a una mala interpretación de algunos fósiles. Si
el Australophitecus era netamente bípedo, las especies posteriores no lo serían menos. Algún fósil de
Neanderthalensis daba la impresión contraria, por sus piernas arqueadas. Pero hoy se sabe que ello es una
deformación debida a la artritis (se trata de un individuo anciano, cuya supervivencia indica que se le atendía y
puede decir es que usarían las manos de vez en cuando (ya que su industria lítica era bastante
intermitente); sabían manejar las manos, pero sólo confeccionaban cosas muy rudimentarias.
Serían animales que andaban normalmente y que alternarían el uso de las manos con la inacción;
o se sentaban, que es otra manera de aprovechar el bipedismo (si no hay bipedismo el asiento no
tiene sentido). Pegarían con la mano o harían algo de vez en cuando, pero si se compara con lo
que hacemos nosotros con las manos, se verá que nosotros estamos empleando siempre las
manos: somos capaces de tocar un violín, y nótese la complejidad cerebral que hace falta para
que esa actividad se realice, pero también se puede tocar el piano, escribir, se pueden hacer
gestos, asociarlos, dar un carácter expresivo a la mano de manera que el gesto acompañe al
lenguaje; la única época de la vida en que parece que el hombre se aturde con las manos es la
adolescencia ¿Y qué hace el adolescente? Cruza las manos a la espalda o las introduce en los
bolsillos.
El Australopithecus no podía aprovechar su bipedismo porque tenía una capacidad craneana muy
pequeña; pero el aumento de capacidad craneana no tiene sentido practico sin manos, sin
extremidades que sirven para otra cosa que para andar; de entrada, el bipedismo es una
desespecialización: la mano está desespecializada, como observa Tomás de Aquino 10. Utilizando
la teoría de la potencia y el acto de Aristóteles, dice que la mano es puramente potencial11 si se le
compara con la garra o con la pezuña (que son propias de cuadrúpedos); la pezuña está en acto,
porque no sirve más que para una cosa; es como el hacha. Según Aristóteles, el acto del hacha es
el filo: todo lo demás en el hacha es potencial puesto que el hacha está hecha para cortar. La
pezuña está hecha para algo y nada más que para algo, y la garra, por su parte, sólo para algo
más: para desgarrar, y, por tanto, está en acto. ¿Y la mano para qué está? Está abierta a una gran
gama de actualizaciones; es un órgano potencial, y precisamente por ello es el instrumento de los
instrumentos, aquello con lo que se pueden hacer todos los instrumentos; también Aristóteles lo
puso de relieve. En el fondo, lo que dice Aristóteles acerca de las manos es lo que se tiene en
cuenta para distinguir el proceso de hominización de cualquier otro proceso de especificación o
de especiación en otras líneas animales: las moscas, los reptiles, los équidos, etc.
En dichas especificaciones puede haber ocurrido lo que se quiera, y las leyes serán las ya
aludidas; pero cuando se trata del proceso de hominización, lo que entra en juego, ante todo, es la
interconexión entre el cerebro y la mano. Precisamente por eso, las leyes de la evolución
alotrópica no juegan, porque el género Homo adapta el ambiente a él y no él al ambiente. El no
adaptarse al ambiente es posible por su capacidad creadora de instrumentos, que a su vez es
posible por la correlación entre manos y cerebro, cuya base es el bipedismo. En los otros
animales la adaptación lleva consigo grandes cambios corpóreos; en el caso del Homo, la
evolución se ha centrado en el crecimiento del cerebro; sin manos, el crecimiento del cerebro no
serviría para nada, no tendría sentido biológico, y sin técnica el bipedismo es inútil. Esa
vinculación acontece en la rama que va del habilis al sapiens. Ahí, insisto, ha quedado en
suspenso la adaptación morfológica al nicho ecológico; el instrumento ha sido el elemento
adaptativo, es decir, el que ha sustituido la estrategia alotrópica.
Disminución del instinto
cuidaba).
10 Aquino, Tomás de, S. Th., I, 91, 3.
11 Aristóteles, Acerca del alma, I, 431b.
En la misma medida en que ocurre esto, el comportamiento se va haciendo menos instintivo,
porque el comportamiento se centra en la correlación entre cerebro y manos; y eso no es
meramente instintivo, sino que exige algún tipo de componente cognoscitivo sin el cual no hay
mediación instrumental y no se pueden hacer cosas. En la misma medida en que un tipo de
conducta es una característica de la especie, no se puede decir que la técnica es algo extraño a la
evolución, sino que es inseparable de una evolución; la técnica no es ajena a la vida, sino que es
lo característico de un peculiar modo de vivir que llamamos hominización; la técnica y el género
Homo son indisociables, entendiendo por técnica simplemente el hacer instrumento con
instrumentos. El hacer instrumento con instrumentos es lo que le permite al hombre, por ejemplo,
poder abrigarse (corta unas pieles de animales, las curva y entonces se pone un vestido encima, y
con ese vestido puede vencer al frío; si hace calor se lo quita: se ha independizado del medio).
Como es claro, en el habilis esa independización es menor, puesto que su técnica es elemental,
pero implica una creciente disminución de la instintividad; lo cual se corresponde también con el
carácter inespecífico, inactual del cuerpo. Esto lo han visto pensadores; su descubrimiento por los
biólogos modernos no es nada nuevo: lo se–alan Platón, Aristóteles, los filósofos del siglo XIII, y
en el siglo XVII (entre los escolásticos españoles) hay investigaciones muy interesantes acerca
del carácter inespecífico del cuerpo humano.
Gehlen12, en su importante obra El hombre, insiste en la misma idea: el hombre es un ser de
instintos poco firmes. La instintividad se va indeterminando porque la conducta va siendo
apuntalada por relaciones que permiten la producción de instrumentos. Instintivamente no se hace
ningún instrumento con instrumentos; un panal de abeja se puede decir que es un producto
instintivo, pero no es propiamente un instrumento planeado, construido utilizando otros
instrumentos (un instrumento de segundo orden). Por eso, la mano es instrumento de
instrumentos; para hacer cerámica interviene la mano y el barro: la mano moldea el barro. Es
notable que el ser humano o el género Homo, no tiene miedo al fuego; mientras que instintivamente todo animal huye del fuego, el hombre cultiva el fuego, lo mantiene y con el fuego va
haciendo cosas, lo instrumentaliza.
Así pues, el proceso evolutivo que estamos considerando no es un proceso de adaptación, puesto
que ni siquiera comporta determinación morfológica, sino más bien indeterminación. La
conclusión que sacamos de aquí’ es: el organismo humano está hecho para trabajar, destinado a
hacer; lo que nos une con el erectus y con el habilis es el carácter de faber. Por eso, se puede
hablar de hominización, y de tres o cuatro especies distintas unas de otras y aparecidas
sucesivamente a lo largo de un proceso evolutivo cuya clave es justamente una creciente independización del medio ambiente (esa independización respecto del "medio" sólo es posible en la
medida en que forma parte de la vida construir medios, instrumentos).
No se intenta arbitrar una explicación más o menos plausible, sino que se trata de comprender
qué hay en la morfología humana que es irreductible a todas las demás morfología. El hombre se
hace especie de una manera muy curiosa, simplemente por modificaciones que tienen que ver con
el crecimiento cerebral, y no hay adaptación morfológica al ambiente: hombres que viven en
climas muy distintos no se adaptan a ellos desde el punto de vista evolutivo. Y por tanto, en
definitiva, al final el hombre habita un mundo instrumental.
12
Gehlen, A., Der Mensch. Seine Natur und seine Stellung in der Welt, 1940 (Versión castellana, El hombre,
Sígueme, Salamanca, 1980).
Homo, pues, significa biológicamente esto: animal que domina su entorno, el ambiente; este
acontecimiento no tiene lugar en ningún otro tipo de ser vivo. Las leyes de la evolución
(variación, adaptación, fijación de caracteres, selección) en el hombre no juegan, porque el
hombre es capaz de hacer, y ésta es una característica intrínseca sin la cual no hay hominización.
No podemos considerar nuestra actuación técnica como un sobreañadido accidental, del que
podríamos prescindir por extraño a nuestra constitución somática, sino que forma parte de nuestra
biología.
El Homo es un género de vivientes que culmina cuando tiene lugar la humanización, es decir,
cuando el ser vivo es dueño de su conducta. La humanización, la aparición de la inteligencia y de
la libertad en el hombre, es coherente con el indicado punto de vista morfológico: no es, digamos,
un cuerpo que lo más que puede hacer es establecer una relación hemostática con el estímulo
externo, que es lo que ocurre en cualquier otro animal, sino que cuando se trata del Homo su
cuerpo no está cerrado, sino que está abierto no al ambiente, sino a una factura suya.
El hombre, decía Leibniz, es un petit dieu, un pequeño dios, porque es capaz de crear: si no
produce, si no hace algo, decir que el hombre es creativo carece de sentido; se puede crear más:
una sinfonía, un poema, un automóvil, pero todo esto es posible porque el hombre es morfológica
y vitalmente trabajador. La Biblia lo dice: el hombre fue hecho ut operaretur13, y para dominar el
mundo (que es lo mismo). El hombre está hecho para dominar el mundo, vive trabajando (aunque
no hay que hacerse ilusiones: hay gente que no trabaja porque es perezosa; y aquí’ empieza a
aparecer una noción ética que ha jugado un gran papel en la ética moderna: el hombre perezoso;
ser perezoso es un vicio). Para el mismo Aristóteles la pereza es un vicio14. El hombre perezoso,
el hombre que no trabaja, el que no hace nada, biológicamente es parásito, no puede vivir como
hombre. Imagínese que la humanidad dijera: nos declaramos en huelga todos. ¿Cuánto duraría la
humanidad en esa situación? Aproximadamente una semana. No habría alimentos (porque
también cultivar, pastorear, y cocinar es trabajar). El hombre es independiente del medio. Paralelamente, observa Aristóteles, el hombre no come sólo por instinto, sino que come con arte: la
primera de las artes es la culinaria15. Al hombre no le gusta la carne cruda, la prefiere asada: eso
es técnica, porque arte y técnica son para el sapiens inseparables. Hay un sector de la humanidad
que no trabaja porque no puede: los ni–os todavía no están en condiciones de trabajar y por eso
hay que alimentarlos, cuidarlos, educarlos. Eso quiere decir también otra cosa: que cada hombre
es capaz de producir más de lo que necesita para él mismo, es capaz de producir para los demás16.
Hoy la población activa es aproximadamente el 35% de la población total. Si el hombre sólo
fuera capaz de satisfacer sus propias necesidades, ya se habría extinguido la especie humana. El
hombre es capaz de trabajar para los otros, y además tiene que hacerlo, porque de otro modo el
largo periodo que va desde el nacimiento del hombre a su viabilidad práctica no quedaría
satisfecho (depende de las culturas, pero durante los 10 ó 12 a–os primeros no se está en
condiciones de tomar parte en las actividades productivas. Para desempeñar las actividades
complejas de nuestra sociedad hacen falta lo menos 23 o 24 años: durante esa etapa de su vida, el
13
Génesis 2, 15.
Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1125a. Cf. Tomás de Aquino, De Malo, 8, 1, en donde acentúa más aún la
detención de la vida humana que la pereza comporta.
15 Como el hombre es racional, sus satisfacciones sensibles no son las del animal. Por eso, el arte se vincula a la
sensibilidad (culinaria, música, pintura, etc.).
16 Como se ve, trabajo y comunidad son solidarios. Esta relación es primariamente ética . Desde ella, la ciencia de la
economía y la sociología han de buscar unir sus métodos respectivos.
14
hombre se forma para ser hombre "hábil", capaz de encargarse de tareas. De lo contrario, la
universidad sería un lujo asiático).
Instintividad y adaptación al medio
El trabajo es un tema ético porque no es un proceso automático. La ética arranca con el hecho de
que el hombre sólo es comprensible en tanto que su vitalidad conecta con su potencialidad
manual, y eso le hace productivo en cualquier sentido; productivo quiere decir dominador del
mundo, y, por consiguiente libre de la necesidad primaria de adaptarse, dotado de iniciativa
propia en orden a la suscitación de obras que de otro modo no existirían. Por eso el hombre es se–
or del mundo y controlador de su conducta: está constituido por Dios de esta manera. Son de
notar los muchos asuntos humanos de toda índole que se esclarecen en cuanto esto empieza a
tenerse en cuenta. Claro es que cabe alegar que exagero: trabajamos porque no tenemos más
remedio; el prestigio del trabajo es un prejuicio de una Ž poca concreta. Hay otras culturas más
antiguas en las que los hombres trabajan muy poco; nosotros estamos en una situación activista
un poco neurotizante o que conduce al agotamiento y a la depresión psíquica; podríamos pensar:
"somos víctimas de oprimentes convencionalismos sociales". Quizá el enfoque occidental
(o japonés) del trabajo sea una hipertrofia, pero lo es de algo constitutivamente humano. El
hombre es de suyo trabajador, creador de un mundo propio, habita en él sin necesidad de
adaptarse al medio. Ser moreno o rubio, más alto o más gordo según la dieta, con mayor
capacidad pulmonar o más hematíes si se vive en la montaña, son diferencias secundarias, no
específicas.
Así aparecen una serie de normas que siendo biológicas son muy peculiares. Por eso, sostengo
que una ética que no tenga que ver con la vida (una ética formal, por así decirlo) no es completa,
sino una falsa ética . La raíz de la ética está en la vida del Homo. Un perro no tiene ética ni puede
tenerla, al igual que una abeja; se comportan vitalmente en virtud de unas adaptaciones, de una
constitución que funciona en un régimen de intercambio equilibrado con el medio que lo rodea, y
se acabó; el hombre apenas es capaz de ese intercambio, sino que transforma el medio, está
obligado a trabajar.
Si el hombre no trabajara, tendría que adaptarse, pero su cuerpo no está hecho para ello;
biológicamente no es competitivo. Pertenece a la esencia misma del hombre en cuanto ser vivo
estar abierto al mundo en la forma de modificar el entorno a través de su acción. El hombre ejerce
actividades racionales; ningún otro animal ejerce esas actividades.
Los antecesores nuestros desde el punto de vista morfológico, el habilis y el erectus, se
extinguieron seguramente porque su capacidad fabril no fue suficiente para competir con la
adaptación. La estrategia de la modificación del entorno por la acción competía en ellos con la
estrategia de la adaptación, y seguramente venció la segunda. Y precisamente porque estaban
lanzadas en la línea de la estrategia evolutiva no adaptativa de un modo precario por carecer de
inteligencia, dichas especies eran poco viables, y urgidas por exigencias adaptativas se
extinguieron. En cambio, es patente que el Homo sapiens sapiens no se extingue por dicha razón,
sino que se puede extinguir justamente por la razón contraria: por hacer inhabitable su entorno.
Dicho de otro modo, nosotros no tenemos de ninguna manera nicho ecológico, lo que tenemos
son problemas de tipo ecológico. El problema ecológico es un problema moral suscitado por
actividades de las que somos responsables. La responsabilidad es una categoría ética . No hay
ningún otro animal que tenga problema ecológico o que provoque una crisis ecológica; sólo el
hombre (actual) puede hacerlo porque es un super habilis: y eso es una característica de la
civilización occidental17.
Interesa resaltar que la ética no solamente ha asomado ya la cabeza en cuanto hablamos del
trabajo, sino que empezamos a darnos cuenta de que hace mucho más; el trabajo humano (no el
de los homínidos) da lugar a problemas muy originales y de mucho alcance. Y ello precisamente
porque el proceso de humanización no es el proceso de hominización; es distinto (aunque se
apoya en él porque ya no tiene sentido evolutivo, como veremos enseguida.
Por otra parte, si no se entiende su profundo valor vital, quizá pudiera creerse que si las leyes
ética s no se respetan o se descartan, no pasa nada. Pero sí que pasa, porque la ética tiene que ver
directamente con la vida humana, es decir, con la actividad humana. Comparado con un hombre,
un animal es un ser inerte; el hombre es un ser muchísimo más vivo que un animal precisamente
porque está llamado a la acción; su vida no le está simplemente dada, sino que la tiene que
encauzar activamente; de lo contrario se extingue. Comparada la actividad humana con la de un
animal, se da uno cuenta de que el animal obedece siempre la ley del mínimo esfuerzo. Por
ejemplo, un león no se levanta más que para comer, y si no, está tumbado y no hace más; se
levanta para comer y beber o para procrear, y el resto del tiempo ¿qué hace? Nada, porque, en
rigor, el león no hace nada. El único que hace algo es el hombre.
No podemos pensar que hemos inventado históricamente el trabajo y que podríamos eliminarlo.
Tampoco podemos pensar que el trabajo es un castigo debido al pecado original, como si la vida
de Adán en el paraíso hubiese sido una vida ociosa. Adán tumbado en el paraíso es un simple
absurdo, si lo pensamos un momento. Aunque muchas veces se nos pase por la cabeza que Adán
era feliz porque tenía todo al alcance de la mano, no hay tal. Adán, que seguramente cometió el
pecado original cuando era joven, es decir, antes de tener hijos con Eva, fue encargado de una
tarea por Dios, una tarea que es importantísima: poner nombre a las cosas. Eso es lo primero que
hizo. Nombrar, como siempre se ha sabido, es ejercer un poder posesivo.
Trabajo y lenguaje
El lenguaje se asimila al trabajo. Hoy se habla mucho de pragmática lingüística (es, en definitiva,
a donde ha ido a parar lo que se llama filosofía analítica del lenguaje). El lenguaje está para su
uso, y lo primero que hace el lenguaje es imponer y relacionar nombres y verbos. Por eso, suelo
decir que la forma más pura de técnica es el lenguaje; los animales no hablan18. Si unimos la
técnica al lenguaje, tenemos el gobernar: haz esto. Trabajo más lenguaje es igual a dirección: el
lenguaje sirve (ante todo) para dar instrucciones; y así es como se enseña, como se forma el ser
humano: sin lenguaje, ¿cómo formar a un niño? Además, el lenguaje hace posible el trabajo en
común, la organización del trabajo, y aquí’ aparecen temas éticos centrales como mandar y
obedecer.
El hombre puede considerarse una especie única, precisamente porque tiene inteligencia; sin
inteligencia, evidentemente, no se puede hablar. Al hablar, la inteligencia toma contacto con la
17
El crecimiento tecnológico cada vez más acelerado presenta otro problema ético de primera clase, que es la
relación entre los llamados países desarrollados y los no desarrollados.
18 En mi libro Quién es el hombre, se expone cómo tiene que ver el lenguaje con las manos y con el cerebro; por qué
la boca humana es como es; cómo permite la articulación de voces y de esa manera la discriminación de sentidos
verbales. Cf. Polo, L., Quién es el hombre, Rialp, Madrid, 1991.
dotación actuante de su corporeidad: si se dice: "oye, pon esa pieza ah’", "enlaza esa pieza con
esa otra", se va instruyendo al otro, y se da una relación recíproca: decir y escuchar. Y ah’
aparece un problema ético decisivo, que es la distinción entre decir verdad y mentir. ¿Se puede
usar el lenguaje de cualquier manera? No, sino que el lenguaje hay que emplearlo según una
norma: la veracidad. El que no usa su lenguaje verazmente está destruyendo su lenguaje. Destruir
el lenguaje es hacer imposible la cooperación humana, y por tanto estorbar el desarrollo y la
organización del trabajo humano. Suelo decir que el subdesarrollo no es una consecuencia de la
ineptitud; el subdesarrollo es la consecuencia de mentir demasiado, de que la gente no se fía de
nadie. Cuando un se–or dice "voy a hacer tal cosa" y luego no lo hace, y se le pregunta: "¿porqué
no lo has hecho?", y responde "que por educación no sé decir que no", miente con sus obras y
conculca las condiciones básicas del trabajo en común.
Así las cosas, aparecen otros problemas éticos. Es difícil vivir la justicia distributiva si no se sabe
qué aptitudes tiene cada uno. Dar a cada cual lo suyo según sus aptitudes, dar a cada cual el
encargo que puede desempeñar mejor, es una condición indispensable para el correcto
funcionamiento social.
La ética no es "moralina": establece las leyes del actuar humano de tal manera que, si esas leyes
se conculcan, el hombre deja de comportarse como tal. En relación con esto, hay un personaje de
la literatura que merece recordarse19. La epopeya griega Los argonautas es extraordinariamente
ilustrativa de lo que es el trabajo humano. La ocupación del territorio por el hombre, en
definitiva, eso que el hombre puede hacer porque no tiene que adaptarse sino que domina, es lo
que se conoce como civilización. La civilización no es más que la apropiación humanizante del
territorio. El hombre ocupa el espacio precisamente como aquello a lo que aplica su trabajo; el
hombre transforma el campo en paisaje, en huerto, en ciudad: eso es la civilización.
Todo esto se encuentra espléndidamente descrito en Los argonautas: son los tripulantes de la
nave Argón (cuyo jefe es Jasón) que se dedican a viajes exploratorios y civilizadores; parten del
Cáucaso, del extremo oeste del mar Negro, y van explorando los Balcanes, hasta que terminan en
Grecia.
En Grecia, Jasón se encuentra con que lo que él ha intentado hacer en sus viajes exploratorios y
colonizadores, está ya hecho; Jasón se enamora de la civilización griega porque ha encontrado
realizado (de una manera más perfecta) lo que él había venido intentando hacer a través de sus
viajes.
Jasón está casado con una mujer de su mismo origen, que es Medea. Medea, muy enamorada de
su marido, ha colaborado con él en sus tareas de civilización, pero conserva un fondo salvaje, está
muy poco civilizada si se le compara con los griegos. Jasón llega a Atenas, y en Atenas se
encuentra con que en Grecia la civilización florece. Ya en Grecia, Jasón considera a Medea poco
civilizada, la repudia y se une con una mujer griega. Medea se enfada furibundamente, se
transforma en un ser puramente instintivo, y para vengarse de Jasón, como no lo puede matar a
él, mata a los hijos que ha tenido con él. Esa venganza es la culminación trágica de una epopeya.
Aquí’ ha irrumpido un elemento que inmediatamente tiene un calificativo moral y al mismo
tiempo biológico porque, ¿qué es lo que lleva a Medea a hacer esto? El haber sido rechazada por
Jasón transforma su amor en ganas de matar; si no es suyo, no lo quiere: él no puede vivir. No se
19
Hay gente que cree que la literatura es una especie de diversión; no, la literatura es una exposición muchas veces
espléndidamente intuitiva, insustituible, en este sentido, de características humanas.
puede llamar odio, es un paradójico y trágico rechazo de lo humano que a ella la ha rechazado:
como no puede poseer a Jasón en su nueva condición, mata lo que tiene de él.
Eurípides da una salida a Medea, porque Jasón se da cuenta de que no tiene derecho a castigarla,
pues tampoco él ha obrado bien: ha preferido una mujer culta a su mujer legítima (el relato está
lleno de simbolismos). La destierra precisamente a Atenas, y entonces tiene lugar una modificación: Medea se civiliza y poco a poco se va amansando, se va haciendo humana en el sentido
(éste es el sentido de la humanitas, tal como la entendían los latinos) de vivir con medida su
violencia (es la transformación de las Erinnias en Eumónides).
Esos valores morales que aparecen tan claramente en el humanismo antiguo, por ejemplo, están
tomados del carácter no feroz, no ferino, no de fiera, que el hombre adquiere a lo largo de su
trabajo civilizador. Ello es correlativo con los grandes poderes ordenadores cósmicos: las
Erinnias, que son las vengadoras violentas de lo injusto, se transforman en las ordenadoras
racionales o Eumónides benéficas: eso es, expuesto en el nivel del mito, la transformación de
Medea. Medea era una mujer furibunda que se tomaba la justicia por su mano, que no era capaz
de aguantar la afrenta; y se transforma, sin dejar de ser ella, sin perder su intensa vitalidad, al
alcanzar con el pensamiento valores nuevos (es muy peculiar de los griegos el intento de darse
cuenta de cómo el hombre, en la misma medida que va haciendo cosas, va adquiriendo un
carácter civilizado elevante, completamente contrapuesto al carácter puramente animal de la
reacción instintiva. Una personificación literaria muy brillante de todo esto es justamente
Medea). Pero esto no es más que una ilustración.
El modo de aparecer la ética en la vida humana, o la visión de la ética desde la biología, es lo que
se ha empezado a exponer aquí’. Por lo pronto, el hombre es un ser ético porque la hominización
no es un proceso de adaptación: a primera vista puede parecer curioso; sin embargo, es así. El
hombre no es un ser vivo por adaptación, sino que es vivo en cuanto que faber, en cuanto que
trabaja; si no, no puede subsistir la especie. El hombre se encuentra inmediatamente con
problemas éticos que están engarzados ante todo en la biología tecnológica del ser humano. Por
eso, una bio-tecnología a la que se subordine el hombre es una contradicción; la idea, por ejemplo
de modificar el código genético humano, es una locura si la ética se margina.
Capítulo II
INTELIGENCIA Y COMPORTAMIENTO HUMANO
Fabricación de instrumentos
Adoptando el punto de vista de la teoría de la evolución y destacando sus averiguaciones
más seguras y significativas (es una teoría limitada; muchos aspectos del hombre no se
pueden explicar con ella), se ha visto que el proceso de especificación que se llama
hominización es muy diverso del que han seguido otras especies cuya determinación se
entiende básicamente como adaptación. Si acontece una radiación o dispersión de nichos
ecológicos diferentes, es posible después de un largo tiempo una acumulación de
modificaciones genéticas tal que impide la interfecundidad entre los grupos geográficamente
separados.
En líneas generales, este enfoque es verosímil, pero no es aplicable al género homo, el cual,
a partir del australopithecus, es decir, del primer bípedo, se orienta por otra línea. El alterar
la relación con el medio exime de la adaptación, sustituida de una manera progresiva por la
capacidad de producir, de construir instrumentos, y después de instrumentos de
instrumentos, entendiendo tales instrumentos como aquellos que se han hecho con otro20.
De manera eventual, un animal puede utilizar instrumentos: un chimpancé puede, por
ejemplo - algunos etólogos se maravillan de ello -, usar una rama para hurgar dentro del
agujero abierto por un gusano del que el chimpancé se alimenta. El chimpancé es incluso
capaz de darse cuenta de si la rama vale o no vale, es decir, si es demasiado corta o si no es
suficientemente fina para entrar; y entonces llega a intentar reducir el diámetro del palito. Se
da cuenta de que no entra bien, pero una vez usado, el chimpancé tira el palo. Es decir, en
primer lugar, en la vida de los monos más "evolucionados" o de mayor capacidad craneal, el
acudir al uso de instrumentos es muy rudimentario. Y sobre todo es un hecho esporádico.
Los monos viven en términos de animal adaptado. Cuando recurre a alguna utilización para
conseguir algún objetivo vital, para satisfacer alguna necesidad, el animal no la retiene, y,
consecuentemente, no tiene lugar una acumulación de experiencias de uso, por lo que
tampoco cabe hablar de una integración de la técnica en su vida. Ahora se habla mucho de la
capacidad animal de percibir lo instrumental. Pero la característica central de los
instrumentos no reside en esto ni tampoco en el ser utilizados.
Lo característico de lo instrumental es su importancia permanente para la supervivencia: por
eso tiene que ser fabricado. Y al insertarse la técnica en el despliegue de la vida, al ser
retenido en ella, un instrumento es usado para otro. Esta conexión sólo aparece en el proceso
de hominización. Desde luego, el homo habilis y el erectus tienen una técnica, la cual, sin
embargo, por los yacimientos conocidos, se sabe que está prácticamente detenida. A lo largo
de cientos de miles de años no hay progreso. En cambio, en el sapiens los cambios se
suceden con cierta rapidez; según la cronología, los distintos yacimientos muestran una
progresiva complicación e incremento de los tipos de técnicas y de utensilios utilizados.
Aparece la cerámica, la talla del hueso, etc. La utilización de instrumento para fabricar
20
Esto se parece a lo que Paulov llama "segundo sistema de señales", que guarda cierta isomorfía con el
lenguaje humano. Cfr. Paulov, I.P., Lecciones de Fisiología, 1927. Cfr. Merleau-Ponty, M., La estructura del
comportamiento, PUF, Paris 1942.
instrumentos llega, por otra parte, a una complejidad extraordinariamente alta, hasta el punto
de que ni hoy siquiera podemos reproducir algunas de las técnicas que ellos emplearon. No
sabemos cómo hacer el tallado del sílex con los medios que ellos emplearon. Lo que
intentaban era conseguir una especie de filo. La talla del sílex consiste en ir arrancando lajas,
pedazos de la piedra, utilizando otra, lo que comporta calcular el ángulo y la fuerza del golpe
para conseguir alinear el filo. Al arrancar un trozo, el siguiente ha de continuar la misma
línea, y lo mismo por el otro lado. Lo cual lleva consigo que estos instrumentos sólo se
podían hacer si se contaba con un lugar donde apoyarlo cuya elasticidad fuera conocida
(seguramente un hacha de sílex no se puede tallar apoyándola en una superficie dura; desde
luego, tenían que tallarla con otra piedra, pero no apoyándola sobre otra igual, porque
entonces seguramente una u otra se romperían. Hace falta apoyarlas sobre algo elástico.
Seguramente sobre un montón de tierra y hierba, y todo ello calculado).
Actualmente no podemos reproducir esa técnica. Ni con computadoras (las ecuaciones que
deben regular la talla seguramente ellos no las conocían, formalmente hablando, pero las
estaban usando). No somos capaces de tallar una piedra como ellos; el porcentaje de fracasos
cuando lo intentamos es demasiado grande. Y eso que nosotros podemos utilizar
instrumentos que ellos no tenían.
De los cráneos descubiertos se infiere que la capacidad craneal del Neanderthalensis y del
Cro-Magnon es superior a la nuestra. De manera que tenían un cerebro sumamente
desarrollado. Tiene su interés el hecho de que el sistema nervioso de esta gente fuera en
cierto modo superior al del hombre actual, al del sapiens sapiens —aquella especie a la que
pertenecemos nosotros—. Neanderthalensis y Cro-Magnon se pueden considerar como una
sola especie precisamente porque hay indicios de que eran interfecundos. No se puede
descartar que sean inteligentes de acuerdo con otros criterios que expondremos después. En
cualquier caso, lo que no se puede decir es que el Neanderthalensis y el Cro-Magnon sean
especies distintas, porque el descubrimiento de ciertos fósiles con rasgos mestizos no lo
permite, de acuerdo con el criterio de no interfecundidad, que es el único que tiene un
biólogo para hablar de especies diferentes. Es interesante, decíamos, eso de que tengan una
capacidad craneal mayor que la nuestra (seguramente, además, poseían muchas neuronas
libres, no sólo un cerebro de mayor tamaño). Y ello por varias razones.
En primer lugar, porque es una prueba, o por lo menos un indicio muy fuerte, de que el
proceso de crecimiento cerebral se ha detenido. Según algunas hipótesis evolutivas próximas a la ciencia ficción - después del hombre actual podría aparecer otra especie con un
cerebro más potente. Muchas películas de este género pintan la cabeza del hombre dentro de
3.000 años con una frente enormemente protuberante y una naricilla, una boca pequeña: un
cabezón con una capacidad craneal enorme y un rostro reducidísimo. Es una hipótesis
desechable: lo que podía dar de sí el proceso de hominización, ya lo ha dado.
Se podría aducir algún argumento al respecto, y es que el crecimiento de las neuronas libres
no puede ser ilimitado. Seguramente ese crecimiento sería, además, contraproducente,
porque un cerebro hipertrofiado no sería capaz de autoorganizarse: se descompondría
funcionalmente. En última instancia, como dice Zubiri, un cerebro óptimo es justamente el
que puede utilizar y formalizar una inteligencia, y como ésta lo trasciende, basta el cerebro
del hombre actual, que es el animal inteligente. Por otra parte, la reducción del paleocórtex
posiblemente es conveniente.
Además, tampoco es seguro cómo funcionaban aquellos cerebros, precisamente por el
problema que plantea su técnica. Probablemente esos cerebros (porque si no es difícil
entender cómo podían hacer la talla de la piedra tal como la hacían) tenían un débil
funcionamiento digital, por así decirlo. Es con sistemas binarios como hacemos las
computadoras; aunque es claro que nuestro cerebro no es una computadora21. El de los
homínidos debía de serlo todavía menos, como cabe inferir también de su probable modo de
organización social.
De momento, y para los efectos de un curso de ética, nos interesa decir que nuestro cerebro
no funciona de una manera solamente digital. Es probable que el Neanderthal se encontrara
con un conflicto entre el funcionamiento no digital y el digital. Es posible que eso sea una de
las causas por las cuales al menos ciertos rasgos de esta especie hayan desaparecido.
Seguramente, ellos asistieron también a cambios climáticos muy fuertes, pero eran
tecnológicamente mucho más avanzados que el habilis y el erectus.
Cuando un animal se conduce, no lo hace nunca con ideas generales; eso se puede
demostrar: lo que un animal necesita para fabricar instrumentos o incluso para hacer
instrumento de instrumentos, que sería el caso de los homínidos, habilis o erectus, es cierta
dotación cognoscitiva. Pero, en rigor, para ello bastan razonamientos condicionales: si A, B.
A este tipo de razonamiento se le da hoy más importancia de la que tiene. Para establecer
una cierta regularidad en esa secuencia basta la imaginación. Si estudiáramos un poco a
fondo la imaginación, veríamos que a veces funciona de manera digital y a veces no.
La imaginación es una facultad extraordinariamente compleja e importante para la evolución
hominizante. Seguramente, el habilis y el erectus eran capaces, por poseer una imaginación
suficientemente perfeccionada según su desarrollo cerebral, de conocer incluso una
secuencia del tipo si A, B: un silogismo condicional o relación entre los condicionales. Este
tipo de silogismo falta en la lógica de Aristóteles; sin embargo, está muy presente siempre
que trata de la razón práctica. La política de Aristóteles está construida casi toda ella con este
tipo de argumentos. Pero esto no es universalizar.
Aparición de la inteligencia
La humanización consiste en la aparición de la inteligencia. Y este es un asunto
suficientemente serio para la ética, porque la virtud ética primaria es la prudencia. La
prudencia es una virtud dianoética; es decir, una virtud intelectual que marca el enlace de la
inteligencia con la conducta práctica, en tanto que la conducta práctica puede y debe ser
dirigida. La prudencia es un tema ético central en la tradición occidental. Actualmente la
prudencia está desacreditada o más bien descuidada. Aunque es evidente que cualquier
hombre de acción, y sobre todo un hombre de gobierno, la está utilizando constantemente:
está viviendo la prudencia en el manejo de sus asuntos; de lo contrario no puede subsistir.
La prudencia es imprescindible para el gobierno, es - así la llamaban los clásicos - auriga
virtutum. Es la virtud directiva o la dimensión directiva de la ética. La prudencia exige, sin
duda, tener en cuenta los razonamientos condicionales, pero añade a esto el pensar
constantes que se pueden comparar con otras: una idea universal es un objeto pensado,
suficientemente estable para que al compararlo con otro pueda atribuirse a la conexión un
carácter permanente. Esa permanencia comporta que las notas de la idea universal valen por
21
Un gran físico británico, R. Penrose, ha escrito un libro sobre este asunto —tema muy discutido—, que es el
problema de la inteligencia artificial. Cfr. Penrose, R., La nueva mente del emperador, Mondadori, 1991. El
hecho de que construyamos computadoras es un indicio de que un mayor crecimiento cerebral en el futuro es
superfluo. Si consideramos la información sensible como una semántica y la formalización lógica como
modelo sintáctico, cabe sostener que somos capaces de pensar una pluralidad enorme de modelos.
sí autónomamente. Se constituye así una especie de sistema, una estructura compleja.
Aludiré a un experimento muy curioso que se ha hecho con chimpancés: una isla en medio
de un lago se rodea con fuego (mecheros de gas). Dentro de la isla está el alimento del
chimpancé. Al chimpancé se le enseña que el alimento está ahí. Por tanto, en situación
famélica el chimpancé intentará ir a la isla. Pero (como a todo animal) el fuego le da miedo;
entonces, se construye una balsa en la que se encuentra un recipiente y una cuchara: el
recipiente se llena de agua, y se le enseña que si toma agua con el cazo y la arroja al fuego,
el fuego se apaga (esto se prepara para que el chimpancé pueda imaginar la relación
condicional). Entonces desembarca y come el alimento colocado ahí.
Pues bien, si se le da al chimpancé el cubo sin agua, repite automáticamente la operación:
intenta tirar agua con el cazo, aunque evidentemente no tira nada. Así pues, el chimpancé no
ha hecho una cosa que cualquier ser humano hubiera hecho: ¿cuál? Tomar agua del lago. No
sabe lo que es el agua. Si A, B. Pero para el mono, A no es general; si ejerciera la
inteligencia, pensaría que el fuego se apaga con agua; que el agua esté en el cubo o no esté
en el cubo es igual: en cualquier caso, es agua. Y además hay otra cosa; si me falta agua, me
la procuraré, lo que al chimpancé no se le ocurre.
El agua es la misma: esté aquí o allí, el agua apaga el fuego. Pero para conocer esto hace
falta tener la idea de agua. La inteligencia se comprende ante todo así. Es la aparición del
universal. Los objetos universales se pueden combinar, si se quiere, con argumentos
condicionales, pero la argumentación condicional se puede hacer sin ideas generales, y por
lo tanto, en definitiva, no es (Aristóteles tenía razón) un tema de lógica abstracta o de lógica
de la inteligencia.
Precisamente así, con la utilización de condicionales, se pueden construir circuitos de
cómputo, pero la computadora no es inteligente, porque le falta una dimensión fundamental:
la conciencia. La clave de la humanización es la siguiente: el hombre actual se caracteriza
por ser inteligente. Es un dato obvio (incluso un evolucionista lo tiene que aceptar). La
imaginación es diferente de la capacidad de universalizar, a la cual es inherente otra
característica muy importante: según la capacidad de universalizar, el hombre puede
interrumpir su acción práctica, es decir, puede desencadenar una actividad que es puramente
mental. Eso no se puede hacer con sólo la imaginación (también está suficientemente
demostrado). En el animal, el conocimiento sensible es una fase de su comportamiento, no
desarrolla una actividad cognoscitiva pura.
Suspensión de la conducta práctica: el universal
El conocimiento en el animal no es más que una fase de su comportamiento. Eso quiere decir
que el animal no ejerce ninguna actividad intelectual. Porque lo característico de la actividad
intelectual es justamente que se independiza de la conducta. De entrada es independiente de
ella, hasta tal punto que es otra manera de vivir, otra actividad vital. Cuando se piensa, se
queda uno detenido respecto de cualquier otra ocupación. Cuando se piensa, no se hace nada.
Pero ese no hacer nada no es el puro quedarse en blanco: es sustituir la acción práctica por
otro acto, la acción por el conocimiento. Por eso se dice a veces que primum vivere, deinde
philosophare, primero vivir y después filosofar. Vivir es la vida práctica. Si no tenemos
resueltos los problemas prácticos, no podemos dedicarnos a pensar, porque justamente
pensar es detenerse a pensar, limitarse a pensar. Desde el punto de vista biológico, la
inteligencia se describe así: es la interrupción de la conducta práctica por otro tipo de
actividad vital que nos pone enfrente de lo universal.
Cabe decir que objetivar universalmente (en este momento no vamos a hacer ulteriores
precisiones, propias de la teoría del conocimiento) es abstraer; y abstraer es justamente
suspender la relación directa con el entorno o con la conducta práctica. Prueba de que esto es
así, es que no hay nada general que sea real, o no hay nada real que sea general. En todo
caso, los universales tienen fundamento in re (este es el planteamiento clásico).
En principio, pensar es detenerse a pensar; porque pensar es tomar contacto con un ámbito
que no es el mundo real físico, sino inmutable: el mundo de las ideas. Desde ese mundo se
interviene en el plano práctico de una manera nueva y mucho más eficaz. Desde luego, si no
me he parado a pensar en el agua en general, si no conozco sus propiedades, no puedo
realizar una actividad más perfecta, de mayor alcance, en orden a lo real concreto, que la
desarrollada por un mono, es decir, por un animal dotado, a lo más, de imaginación.
Pues bien, se puede decir con seguridad que el habilis y el erectus no pasaban de tener
imágenes, asociaciones. La cosa es más complicada cuando se trata del sapiens. Hemos de
buscar otros indicios para averiguar si esa última o penúltima especie tiene inteligencia.
Algunas investigaciones puestas en relación con la etnología parecen indicar que esta gente
tenía una dotación cognoscitiva superior a la imaginación. En primer lugar, en los
yacimientos del sapiens aparece una cosa que no se ve en los otros: los motivos estéticos.
Hay arte. Y en qué sentido el arte tiene que ver con la inteligencia enseguida se verá.
Hemos dicho que la inteligencia es la detención de la conducta práctica, su sustitución por
otro tipo de actividad, que desde luego el homo sapiens sapiens ejerce. Es indudable que
nosotros tenemos inteligencia, que nosotros universalizamos; pero habérselas con
universales es detener la conducta práctica, porque cuando se piensa en el fuego, en tanto
que se está pensando, el fuego no quema. El fuego en que estoy pensando es intencional,
pero no es real, decimos los filósofos. Cuando estoy pensando en el fuego no estoy haciendo
nada con él, no estoy asando comida o fundiendo metales. Pensando en el fuego se deja en
suspenso por completo la relación con la realidad del fuego en cuanto inserta en la práctica
(ello no obsta, insisto, para que el pensamiento enriquezca la práctica).
Lo mismo ocurre con la planificación de la conducta. Un arquitecto, antes de hacer un
edificio, piensa un plano. Pensar un plano no es hacer un edificio, sino el modelo del
edificio. Y de acuerdo con el modelo, luego puede tener lugar la actividad práctica de
construirlo. Pero la elaboración del modelo, del plano, no es una actividad práctica, sino una
actividad teórica. La diferencia entre las dos actividades es clara: se pueden conectar, pero
de entrada son distintas. Además, el pensamiento es más amplio. Aunque, por otra parte, lo
más rentable es pensar: si no se piensa, las cosas salen mal22.
Se puede sostener que el arte tiene que ver con la inteligencia precisamente porque el arte es
una cierta suspensión del carácter utilitario de la obra. Cuando se ve, por ejemplo, que en un
primitivo instrumento de hueso están labradas unas figuras geométricas o una cabeza de
caballo, entonces hay que admitir que el que hizo eso (y seguramente lo hizo porque también
satisfacía a quien lo iba a usar; el arte tiene un cierto carácter social) no centró su atención
exclusivamente en el valor práctico del instrumento. No consideró al instrumento sólo como
tal, porque desde el punto de vista de la acción eficaz, dibujar unos ornamentos no tiene
22
Si no hay dirección teórica de la conducta, no hay ética. Lo que hacemos de un modo instintivo, sin darnos
cuenta de ello (lo que se llaman los primo primi en teología moral, tentaciones en las que no fija uno la
atención o los actos reflejos) no comporta responsabilidad.
ningún valor.
En suma, si la enfocamos biológicamente, la primera caracterización de la vida intelectual es
la suspensión de la acción práctica, que es sustituida por otro tipo de actividad que se
caracteriza precisamente porque es capaz de llegar a objetos universales o a ideas generales,
a considerar consistencias, como que el "agua es agua" (por tanto, que el agua esté en el
cubo o que el agua esté en el lago no la modifica en sí misma). El agua práctica, física, es
siempre particular; el agua pensada, aunque no ahogue ni calme la sed, es agua en general,
abstracta, y no una realidad física ni práctica23.
El arte es un indicador de la inteligencia porque la actividad artística, sin dejar de ser
práctica, no es útil; es decir, es una suspensión del valor biológico de la acción. Para hacer
una obra de arte hay que pararse en la consideración de lo estético, pero la consideración de
lo estético se distingue de la valoración utilitaria. El arte no es instrumental, sino cierta
suspensión de lo instrumental por el símbolo24. Al buscar que algo sea bello, ¿se ha
aumentado su efectividad?
En los yacimientos del Cro-Magnon y del Neanderthalensis hay manifestaciones artísticas.
Podría alegarse que ese arte no lo es en sentido propio - porque más que arte era magia y la
magia es un saber práctico con directa intención utilitaria -. Sin embargo, la objeción no es
definitiva, porque persiste el carácter simbólico de dichas representaciones, que no cabe
atribuir a la imaginación sin intervención de la inteligencia.
Otro dato importante son los enterramientos. Hasta el Neanderthalensis, a los muertos no se
les entierra. Y si nos paramos a pensar en qué significa enterrar, se notará que se entierra
porque se considera que cada miembro del grupo tiene un valor en sí; no es un puro
individuo de la especie que se extingue con la muerte, sino que es él mismo (de lo contrario,
no se enterraría). El "él mismo" va más allá de lo corpóreo. Para reconocer al otro como un
ser subsistente y no como un puro individuo de la especie, es menester la inteligencia. Pero
es evidente que los enterramientos están vinculados a esta idea. Además, en muchas de las
tumbas, sobre todo en las megalíticas (amontonamiento de piedras o cuevas), aparece un
agujero que se ve claramente que está intencionalmente hecho, y que se conoce entre los
paleontólogos como "el agujero del alma". Estos hombres tenían ya la idea de que la muerte
no es definitiva, de que hay supervivencia. Pensaban y formulaban lo que nosotros llamamos
"alma inmortal"; y esto tiene que ver con un asunto muy importante: la religión (la filosofía
de la religión se puede hacer con antecedentes históricos nuestros, pero también se puede
afrontar desde el punto de vista paleontológico, evolutivo).
Los enterramientos indican dos cosas: que se considera el alma como inmortal, y que se hace
patente la identidad personal. Si uno busca lo que puede significar enterrar muertos desde el
punto de vista de la humanización, se ve que comporta una fijación de caracteres. Cada
individuo no es un puro caso. Además, cuando aparece la ventana del alma en los
enterramientos, es clara la idea de la inmortalidad. Si algo en el hombre es inmortal, la vida
humana no está determinada empíricamente, sino que la vida humana posee una dimensión
ideal intrínseca, la cual permanece más allá del tiempo: no se corrompe.
23
Antonio Millán acentúa la irrealidad objetiva y la extiende a los proyectos. Véase su libro Teoría del objeto
puro, Rialp, Madrid 1990.
24 Max Weber distingue la acción productiva, económica, del arte. Otros sociólogos, como T. Parsons, señalan
que en la sociedad moderna los artistas constituyen una clase aparte, que realiza una crítica de principio a la
organización basada en la división del trabajo propuesta por E. Durkheim.
Platón —filósofo del alma— dice que el alma es una idea25, es decir, Platón la piensa incluso
como anterior a su encarnación en el tiempo; las almas existen antes y la unión con el cuerpo
es solamente una caída. El alma es una idea, pertenece al kósmos noetós, al mundo de las
ideas. Es decir, está desempirificada. Evidentemente, sin inteligencia es imposible semejante
noción.
No tiene sentido enterrar si no se sostiene este aserto: "El alma de ése es precisamente el
alma de ése", es un alma consistente y exclusivamente de ése, el cual por ello es una persona
- aunque la noción de persona es posterior, está implícita en el aludido aserto -. Hay una idea
de la identidad humana; si no, el enterramiento no es explicable: ningún animal entierra.
Cabe señalar todavía algunos otros hechos significativos. Uno de ellos - que a primera vista
puede resultar raro - es el canibalismo ritual.
El canibalismo ritual, que es frecuente en los yacimientos neanderthalenses, también indica
la inteligencia; o bien, sin la inteligencia es muy difícil explicarlo. No consistía en matar a la
gente, sino en comerse a ciertos muertos. ¿Por qué? La explicación más plausible del
canibalismo ritual es que obedecía a la idea de que comiéndose al muerto, como éste tenía
unas capacidades, unas cualidades sobresalientes, podían ser apropiadas por los comensales.
Ese canibalismo pretendía que no se perdieran totalmente las propiedades sobresalientes del
muerto, sino que otros se hicieran con ellas.
Estamos planteando el asunto adoptando el punto de vista de un biólogo que ha de tomar en
consideración la inteligencia, y que advierte la insuficiencia de sus presupuestos metódicos
para explicarla. Lo extraordinario de la cuestión sube de punto cuando uno llega a darse
cuenta de que la inteligencia es de cada uno. No hay una inteligencia de la especie, porque la
inteligencia no es corpórea. Por eso, la teoría de la evolución no puede explicarla, porque es
una teoría para explicar la especificación; la inteligencia no es una propiedad especificarte
(Aristóteles no dijo que el hombre es animal racional, dijo otra cosa: que es el animal que
tiene razón; no es lo mismo, pues la razón es tenida por cada uno). Insisto: lo decisivo es que
el animal que tiene razón es cada uno; la inteligencia no es una propiedad específica, sino
una dimensión vital que surge y se despliega en cada uno. ¿Se ha visto alguna vez una
inteligencia de la especie?, ¿dónde está? En ninguna parte. La inteligencia está supositada en
cada uno de nosotros. La conclusión es patente: según la inteligencia, cada uno de nosotros
es superior a la especie biológica humana.
Inteligencia y finalización por la especie
La aparición de la inteligencia es más originaria que la diferencia entre la evolución por
adaptación y la evolución por cerebralización (inversión de la relación con el medio,
construcción de instrumentos); esa diferencia es muy importante, pero la diferencia entre el
animal inteligente y los otros lo es todavía más. La biología puede explicar el surgimiento de
especies nuevas; la humanización no se puede explicar así, porque la inteligencia trasciende
la especie. Por ser la inteligencia propia de cada ser humano, no se transmite genéticamente;
el origen de la inteligencia es divino. Ahora bien, por ser el hombre un animal, es generado.
La relación del padre y la madre con su hijo es un tipo de reproducción transido de sentido
ético. La generación de un ser humano tiene una dimensión biológica inmediatamente
trascendida: tanto los padres como el hijo son seres inteligentes. Las relaciones integrantes
25
Platon, Fedón, 80a 10-b5; Sofista, 248e 6-249b 4; Leyes, 892a 2-7.
de la institución familiar son posibles por ello.
La inteligencia no es sólo un factor especificante, sino un factor diferencial más decisivo —
desde el punto de vista de la definición aristotélica—. Por eso, por un lado, afianza la especie
biológica humana, y por otro va más allá de ella. No es una propiedad de la especie, sino que
reside solamente en cada uno. Por tanto, el hombre, desde el punto de vista de la
humanización, no es una especie explicable por el proceso de hominización.
Se presenta así el hombre como un ser superior a su especie. Ser superior a su especie quiere
decir, ante todo, que en él hay algo que es superior a su corporalidad viviente. La
inteligencia es lo hegemónico (el noûs es lo hegemónico, decía Aristóteles26, es decir, lo
autárquico en cada uno; el noûs no deriva del bíos. Por eso, el noûs no es una cuestión
evolutiva). La teoría de la evolución trata de explicar cómo aparecen las especies, y si tiene
éxito lo logrará. Pero sería un error extrapolar a la vida del espíritu los resultados que su
metodología permite abordar.
¿Cómo aparece una especie viva? Es un gran problema, pero es abordable. ¿Cómo aparece la
vida en general? Este ya no es un problema evolutivo, como es claro, y habría que afrontarlo
de otra manera. La teoría de la evolución no puede explicar cómo surge la vida por primera
vez, sino solamente cómo aparecen especies vivas diferentes. Tampoco puede explicar la
inteligencia, pues la inteligencia no se reduce a la determinación genética de una especie,
sino que comporta una peculiaridad completamente distinta, a saber, que los individuos sean
superiores a su especie. Esta tesis se puede expresar de la siguiente manera: el ser humano
no está finalizado por su especie.
Todos los animales —incluidos el habilis y el erectus, suficientemente originales desde el
punto de vista de la evolución— están finalizados por la especie: es decir, sólo actúan en
función de la supervivencia específica (los que funcionan por adaptación, todavía más). Es
bastante notable, y hay indicios suficientes en la paleontología, que el habilis y el erectus se
comportaban tecnológicamente también a favor de la especie, es decir, que su rudimentaria
vitalidad productiva era puesta en común. Es un dato suficientemente claro a partir de los
yacimientos (probablemente carecían del sentido de la propiedad).
El individuo humano no se agota en ello: no se limita a ocuparse de mantener la especie a
través de su vida, sino que tiene su propia existencia a su cargo. Su existir activo está en sus
propias manos. Así describe Aristóteles la libertad: ser libre significa ser dueño de los
propios actos, y esto significa ser causa sibi, causa para sí 27. Hay una teleología humana, y
correlativamente una legalidad humana cuyo cumplimiento depende de su libertad, en tanto
que la libertad del hombre es una característica de cada ser humano según la cual cada uno
tiene que desarrollarse alcanzando fines. Dichos fines son distintos del puro mantenimiento
de la especie. Insisto, el hombre no está finalizado por la especie, pero eso no significa que
no esté finalizado, sino que vive entregado a su propio dominio, a su propio albedrío, como
sugiere Calderón de la Barca28.
El hombre tiene que regular su vida de acuerdo con leyes que no se cumplen de suyo (como
las leyes endógenas de que hablan los sociólogos o las leyes psicológicas puramente
dinámicas). Son leyes de otra índole, que el hombre puede cumplir o no cumplir. Ahí
26
Aristóteles, Ética a Nicómaco, X, 1177a-6.
Aristóteles, Metafísica, 982b 26-27.
28 Dice Segismundo en el primer acto del drama: "¿y teniendo yo más vida, tengo menos libertad?" Calderón
de la Barca, P., La vida es sueño.
27
tenemos una dimensión de la ética: el hombre es un ser capaz de normas éticas. El puesto del
hombre en la escala de los seres vivos abre un hiato entre el sujeto racional y la especie
humana. En ese hiato se sitúa la normatividad ética, que rige las relaciones intersubjetivas y
controla el dominio del sujeto sobre su dotación esencial.
Libertad y legalidad
La normatividad ética es, por así decirlo, natural en el sentido de que es propia del ser
humano y surge de su carácter racional y libre. Pero no es natural en el sentido de las leyes
físicas que puede seguir una partícula material o de las leyes biológicas de una especie
animal. No es nada de eso: son leyes que rigen el actuar de manera no determinista, y que el
hombre puede conculcar: seguirlas o no. Pero no por ello son menos profundas o menos
ancladas en el ser. El cumplimiento libre no se confunde con el azar.
Sería, por tanto, un error, pensar que son leyes en sentido lato, leyes que el mismo sujeto se
da, convencionales o no vitales. La verdadera legalidad sería entonces una legalidad como la
que formula Newton en la mecánica racional, o las leyes según las cuales funciona el
instinto; las leyes morales no lo serían en sentido estricto, porque se pueden conculcar, no
rigen en el sentido de que sean inevitables: no sujetan enteramente o de manera inexorable al
ser humano. Son leves inherentes a la naturaleza humana, pero no tienen un carácter
automático. Son leyes, si se quiere, que expresan un deber ser, porque no son leyes
empíricas. Pero, insisto, este carácter de la normatividad moral no atenúa su importancia.
Aunque se conculquen, las normas éticas obligan. Por obligatorias, son existentes (en modo
alguno irreales); rigen el vector de finalización del sujeto no específicamente finalizado29.
La existencia de esta normatividad obligatoria es exclusiva del hombre. A partir de la
normatividad ética se pueden formular otros sistemas de leyes que también son peculiares
del hombre: por ejemplo, las costumbres o las normas jurídicas. También el derecho y las
costumbres en su carácter cambiante, la constitución de distintas maneras de conducirse de
acuerdo con la cultura o la civilización, son exclusivos del hombre; no hay ningún animal
que tenga costumbres y derecho. El derecho y las costumbres culturales son normas
derivadas de las normas éticas. Llamamos normas éticas a las leyes más peculiares del ser
humano, más exclusivamente suyas, porque su cumplimiento es libre. Y como corren a
cargo de la libertad, no son mecanismos, sino que la libertad puede decidir no cumplirlas. En
cuanto que derivadas, las normas de conducta citadas no son tan inseparables de la libertad.
El homo sapiens sapiens lleva a su última posibilidad la característica de no adaptarse al
ambiente, sino de especificarse de otra manera, y llega incluso a no subordinarse a la especie
en sentido teleológico. El individuo humano sobresale por encima de la especie: es persona y
queda abierto a unas leyes cuya adhesión no implica necesidad automática, sino que puede
cumplir o no cumplir. Las normas éticas, en tanto que no son leyes físicas ni psicológicas
que dependan de la biología animal, son leyes del ser libre para ser libre. De manera que si
estas leyes no existieran, o un ser humano se empeñara en decir que no hay normatividad
ética, o que tal normatividad no se explica por su carácter de ser personal libre, sino por
29
Normatividad existente equivale a vía insustituible de realización del sujeto. Por eso, su cumplimiento corre
a cargo de la libertad. La libertad es insustituible para la norma ética (no cabe la una sin la otra). El
incumplimiento de la norma ética es un intento de sustitución que detiene la libertad, es decir, la sujeta a reglas
inferiores a ella: más que de libertad esclavizada hay que hablar entonces de obstinación, capricho o frivolidad
—ilusiones o evanescencias de la libertad—.
convención o tradiciones culturales, o por acuerdos o pactos 30, entonces él mismo se
limitaría a la condición de mero animal, se aceptaría reducido a ese nivel. Si las normas
éticas no son normas de la libertad, entonces son naturales en el sentido biológico o puras
convenciones, y no se pueden tomar en serio, lo que es gravísimo para el ser que va más allá
de la finalización por la especie.
Uno de los grandes problemas de que se ocupa la mecánica cuántica es la aparición de las
leyes físicas. Ello depende, en principio, de la energía de los fotones. Por ejemplo, la
gravedad aparece en cierto momento; seguramente antes existía, pero no hacía notar su
efecto. La gravedad empieza a funcionar cuando la energía de los fotones disminuye, y esa
disminución es correlativa con la expansión del universo. Al expandirse el universo, según
los físicos cuánticos, la frecuencia de los fotones disminuye, varía su energía y se pasa a un
universo en polvo en el que ya hay núcleos, y a partir de los núcleos se forman los átomos.
Los átomos más pesados se forman después y no existen en todo el universo, sino en algunas
regiones suyas.
Todo esto es una explicación bastante válida (con algunos puntos oscuros). ¿Cómo aparecen
las leyes naturales? Según una historia que empieza con el big bang31; una historia o un
tiempo anterior a la evolución biológica, la cual supone la existencia de átomos pesados. Lo
cierto es que estas leyes no pueden ser incumplidas, sino que según cierto estado energético
aparecen unas leyes, y según otro estado energético aparecen otras. Es decir, son leyes que
expresan estados energéticos distintos; son leyes naturales, pero no son leyes de la libertad:
rigen el despliegue temporal de realidades diferentes de la biografía humana.
Si para la explicación de las leyes propiamente humanas apelamos a instancias distintas de la
libertad, negamos su índole de leyes morales. El cuerpo del animal está formado por átomos
pesados, por ejemplo, átomos de carbono, y eso lo aleja de ciertos estadios de la
temporalidad del universo contemplada desde la teoría del big bang (que es una teoría que se
formula bien en términos de mecánica cuántica). No se puede decir que, por ejemplo, cuando
el animal tiene miedo, sus átomos pesados se hacen ligeros (de helio, por ejemplo). Pero la
libertad abre un ámbito diferente, que no tiene nada que ver con lo físico; con todo, ahí
aparece una normatividad que comporta una oposición o alternativa: cumplir la norma o no
cumplirla. Desde aquí se formulan dos series de nociones que son enteramente originales: es
la ética la que las descubre y tienen ese mismo sentido. Por una parte, las nociones de bien y
de mal. Bien y mal no se puede decir de otras regiones de la realidad: no se puede decir que
sea mala la explosión de una supernova, a no ser que abusemos de las palabras. De una
manera traslaticia se puede hablar de una buena mesa o de una mala mesa, o de que existe un
buen clima o un mal clima, pero son acepciones secundarias. Donde realmente aparece su
original sentido es en la ética: bien y mal son nociones estrictamente éticas que sólo se
captan si se es libre. El ser humano es un ser personal, capaz de entender su destino y el
camino que conduce a él.
Por otra parte, el cumplimiento de las leyes morales comporta que el hombre es susceptible
de varios estados, a los que llamaremos estados interiores: son las virtudes (el
incumplimiento de esas leyes da lugar a los vicios). De acuerdo con dichos estados, la
libertad conecta con la naturaleza del hombre. Virtudes y vicios son estados internos que
siguen a la acción práctica, no como resultados o consecuencias externas, sino como
modificaciones intrínsecas de la capacidad de realizar acciones. Así se muestra, una vez más,
30
El pactismo es una doctrina bastante abundante en la edad moderna; recuérdese, por ejemplo, el contrato
social de Rousseau.
31 Mejor dicho, un poco más tarde. Del momento cero la física no sabe nada.
que la ética no es adjetiva o adventicia.
Libertad y norma moral
Solemos decir buena salud o mala salud. Pero también nos damos cuenta de que buena salud
o mala salud no es algo que tenga que ver con la libertad: ahí bueno o malo no es una opción
que esté en mis manos, como lo está realizar una buena o mala acción. Originariamente, la
alternativa bueno y malo es ética. Insisto en que se trata de ver las grandes dimensiones de la
ética in statu nascente. La ética surge porque el hombre tiene que conducir su propio existir.
Ese conducirse, en cuanto sujeto a una alternativa que sólo puede venir de la libertad, nos
permite hablar de una peculiar normatividad: la norma moral; de una peculiar diferencia que
llamamos bien y mal, y de una modificación del sujeto moral que son las virtudes y los
vicios.
Primaria, estricta y propiamente, decimos bueno y malo de lo que hacemos según las
decisiones libres. Esto está en estrecha relación con la existencia de una norma primaria: haz
el bien, no hagas el mal; si haces esto, bien; si no lo haces, mal. Hacer el mal, lo que no
conviene, es opuesto a hacer el bien. Bienes, males; normas cumplidas, normas conculcadas.
Todo esto pertenece al ámbito de la libertad; si no, no hay normas morales ni bien ni mal;
habrá lo agradable o lo que contraría. Aunque el animal percibe esas situaciones de agrado o
inconveniencia con su estado biológico y las estima como convenientes e inconvenientes, es
decir, por alcanzar o por evitar, ese sentido de bueno y malo no es lo bueno y lo malo moral.
Lo bueno moral es lo debido y lo malo es lo no debido; pero no en cuanto que me acontece,
sino en tanto que tengo la posibilidad de decidir cumplirlo y hacerlo, o no cumplirlo y no
hacerlo.
Muchas veces nos encontramos en la vida en situaciones que nos parecen malas, pero nos
damos cuenta de que si esas situaciones no dependen de nosotros, no son malas en sentido
moral, aunque mucho nos perturben, sino según fortuna o suerte, acontecimientos cuya
regularidad nos es ajena. Es bueno que haya encontrado un tesoro; pero no es un bien que se
derive de una decisión libre que se traduce en una acción y está presidido por una
recomendación normativa como "hazlo"; o una prohibición normativa: "no lo hagas". De
esto, todos, hablando en general, tenemos experiencia. Tenemos experiencia y
discernimiento respecto de otras maneras de emplear la palabra bueno o malo, y de otras
maneras de hablar de normatividad. Sabemos que existen leyes que están en estrecha
relación con el hecho de que somos libres; si no lo fuéramos, no tendría sentido decir que
hay normas que obligan, pero que son conculcables. Y la noción de bien (o mal) que se
dibuja en estrecha correlación con ello también es original.
El hombre es un ser que tiene que resolver problemas inherentes a su propio existir, que
tiene su propio existir en las manos, un ser no finalizado por una determinación finita, sino
que tiende infinitamente. Nosotros llevamos nuestro existir a cuestas, hemos de sacarlo
adelante; no tenemos ninguna dotación previa según la cual podamos descansar en nuestro
acontecer temporal, como descansa un animal, o como descansa un astro. El astro está
reclinado en su órbita, aunque esta expresión sea retórica - la retórica aquí sirve para resaltar
que el astro no hace nada desde sí; si lo hiciera, podría salirse de la órbita -, porque el astro
no es libre. Pero el hombre es un ser problemático en su existencia. La existencia no es el
puro acontecer temporal del movimiento; la existencia es yo mismo en mi libertad. En este
sentido estoy fuera de las leyes que funcionan sin más. Soy un ser abierto a otro ámbito, y no
es que eso me deje sin norma alguna, sino que precisamente porque el hombre actúa
libremente, aparece lo que es debido. Si es debido hacer o no hacer, hay unas normas: "haz
esto", "no hagas esto otro". E inmediatamente aparece la distinción entre bien y mal.
La norma moral indica obligatoriedad, un deber - se suele distinguir entre el ser y el deber
ser -; es obligatoria, pero no de forzoso cumplimiento. Esto no disminuye la importancia de
la norma moral ni la hace inferior a las indefectibles, sino todo lo contrario. La norma moral
comporta obligación, y obligación viene de ligar, una vinculación que puede ser aceptada o
no.
Hay que distinguir: hay cosas buenas y malas, pero la acción no es buena o mala de esa
manera, sino en cuanto que tiene relación con el cumplimiento de la norma. Dicha distinción
constituye una dualidad que se abre directamente ante nuestras decisiones. No se puede decir
que esto sea propio de las cosas, porque ellas no se eligen a sí mismas; en cambio, la acción
sí. La acción es buena o mala también de acuerdo con una característica que le es propia, y
es que de ella se siguen unos logros y unas consecuencias que pueden ser o no ser, según se
ejerza la acción. Hay algo más allá de nuestras acciones a lo que ellas apuntan y que puede
ser logrado o no. Esto es propio del ser humano. Piénsese en eso que se llama los futuribles,
lo que pudo haber sido y no ha sido. Nosotros somos capaces de abrir futuros, de abrir líneas
de tiempo, de hacer que acaezcan según nosotros decidamos. Esto está más allá de la
probabilidad en sentido cuántico. Aunque se ha hablado de una cierta libertad de las
partículas (parece que no funcionan de manera determinista), al final la probabilidad se
vierte de manera determinista en una serie de ecuaciones32. "Algo puede pasar, "algo puede
no pasar" está en nuestras manos. Si ponemos una decisión, tendrá lugar una serie de
acontecimientos, y si no, no.
La alternativa del bien y el mal es intrínseca a la acción, pero también va más allá de la
acción: buenas consecuencias, malas consecuencias. La distinción es bastante neta en lo que
respecta al acontecimiento futuro que depende de que pongamos una acción u otra. El futuro,
por tanto, no puede ser previsto desde una determinada situación del agente humano; lo que
vaya a venir después no es estrictamente necesario, sino que la acción abre diversos
caminos; en los que no se recorren están los futuribles.
Especie, sociedad y persona
En nuestra especie aparece un fenómeno que no es propio de las especies precedentes: la
familia. A su vez, la familia es la primera de las instituciones, es decir, de las organizaciones
constituidas por personas, con vínculo estable. Así surge un fenómeno completamente nuevo
también, que tiene que ver con la inteligencia, y que es de orden eminentemente ético: el
amor. La unión estable de la pareja es, entre los mamíferos, exclusiva del hombre, así como
el cuidado de la prole, es decir, la puesta en funcionamiento de las capacidades del hijo en
orden a la sociedad. Esto significa que el ser humano es social, no sólo específico. Y es
social de entrada. Aristóteles ya lo advirtió33. En el género homo los individuos funcionan a
favor de la especie y exclusivamente a favor de ella, pero el homo sapiens sapiens no34.
32
Por ejemplo, la ecuación de Schródinger es determinista; es una ecuación que vincula distintos estados
temporales de la probabilidad aplicada a las funciones de onda.
33 Aristóteles, Política, 1, 2,1253a 2-3.
34 Dejemos por ahora sin desarrollar completamente el tema de la familia, el cual tiene que ver con la
propiedad también y el trabajo. El tema de la propiedad es asunto ético: entra en la ética por la vía de la
justicia.
Lo que nos permite averiguar que el hombre no está finalizado por la especie, sino que es
persona, sujeto personal, es que la razón es exclusivamente de cada uno. Lo cual no quiere
decir, de manera alguna, que comporte aislamiento, sino justamente que la relación entre los
individuos, al no estar finalizada por la especie, crea la sociedad. Si desaparecen las
instituciones, la superioridad del hombre sobre la especie no se puede sentar, porque la
institución es constitutivamente intersubjetiva. La intersubjetividad es justamente la relación
entre individuos que son todos ellos superiores a la especie. Y eso es la sociedad.
El hombre es zóon politikón, animal social. Ningún animal es social como lo es el hombre.
Los otros animales están finalizados por la especie y, por tanto, conviven, se ayudan unos a
otros y combaten con los extraños. Pero eso no es la sociedad. La única sociedad en sentido
estricto es la humana: sociedad significa metaespecificación: relación entre seres vivos
subjetivamente inteligentes. Dicho de otra manera: el hombre es un ser social porque es un
ser dialógico, es decir, capaz de expresar lo que piensa a los demás y establecer así una red
comunicativa. La sociedad, en última instancia, es la manifestación de lo interior a los demás
en régimen de reciprocidad.
La incomunicación marca la crisis de la sociedad humana. Por eso la sociedad no se origina
por un pacto entre individuos previamente aislados. Los hombres nacen en una primera
institución social que es la familia; sus relaciones, por personales, son dialógicas, maridomujer, padres-hijos: eso es lo primero que el hombre es. Y lo es en tanto que animal
racional, en tanto que no está finalizado por la especie. Evidentemente, la generación sirve a
la especie, pero no se agota en ello, sino que está presidida por relaciones solamente posibles
si el hombre es un ser dotado de inteligencia y voluntad, capaz de amor constante.
La unión entre una hembra y un macho en ninguna especie pasa de la época de celo, o de
una nidificación intermitente. En cambio, la mujer es siempre receptiva. De aquí la
institución matrimonial. Como señala A. Polaino, a diferencia de lo que acontece en otras
especies animales, la paternidad-maternidad humana posee un valor trascendente justamente
porque el hombre sabe de quién procede. Algo análogo puede afirmarse de los padres,
puesto que también conocen que el hijo procede de ellos. El acto originario de un nuevo ser
humano es el núcleo de la paternidad: es un acto trascendente que sobrepasa la mera unión
sexual de un hombre y una mujer. La paternidad humana constituye de un modo nuevo al
hombre por hacerlo respectivo a un nuevo ser humano. A su vez, la relación del hijo con el
padre, por ser constitutiva y originaria, remite inevitablemente al origen del propio ser: el
hombre es interpelado por su propio origen. Así se evita la caída en el narcisismo - tan
extendido en la sociedad actual -, que viene a ser la exclusión de la conciencia del origen.
Por ello, tanto la paternidad como la filiación son relaciones permanentes. Ningún hombre
está autorizado a entenderse como ex-padre, como tampoco nadie puede comprenderse a sí
mismo como ex-hijo. Por ser esta relación constitutivamente originaria, posee una vigencia
extratemporal.
Insisto. Sea cual fuere la duración de su biografía, el hombre siempre es interpelado por la
cuestión de su origen, interpelación que le encamina al reconocimiento de su carácter de ser
generado, del que no puede hurtarse: no puede soslayarlo o sustituirlo. La identidad personal
es, por tanto, indisociable de ese reconocimiento. Sin embargo, uno de los fenómenos más
notorios de las ideologías modernas es el no querer ser hijo, el considerar la filiación como
una deuda intolerable35.
35
El sentido del trabajo es distinto cuando el hombre se acepta como hijo y cuando rechaza esa condición. Para
el que se sabe hijo, el trabajo es una tarea referida siempre a una encomienda a la que responde al tratar de
realizarse como hombre (así se desarrolla la virtud de la piedad). Para el que rehusa su condición filial, el
La familia es una prueba de que la humanización no se reduce a la hominización. Otra
prueba irrefutable, aunque negativa, es que el hombre puede atentar contra su especie. Si el
hombre puede ir contra su especie, es evidente que no está finalizado por ella; ningún animal
va contra su especie. El único animal que organiza guerras es el hombre. La guerra es un
hecho humano, no un hecho intraespecífíco. La guerra es del hombre contra el hombre. La
sentencia de Hobbes36: Homo homini lupus no es correcta, porque el lobo no es lobo para el
lobo. En los combates por el mando de la manada o por la hembra, la lucha termina cuando
uno está vencido; es una lucha que no mira a la muerte. Pero el hombre no es así. En la
historia del hombre acontece un episodio tan monstruoso como es la guerra.
En el parque zoológico de Sarajevo, en una ocasión en que los animales se estaban muriendo
de hambre, una osa se comió al compañero, y así pudo sobrevivir un poco más. Pero eso no
es un atentado contra la especie. La osa en ese momento no dejó de servir a la especie,
puesto que ella misma era un medio para que la especie sobreviviera. Esto no es comparable
con la guerra humana.
trabajo es la colmación de un interno vacío: atribuye al trabajo el valor de una autorrealización como puro
resultado.
36 HOBBES, T., De Cive, libertas, 1, 10.
Capítulo III
ÉTICA Y SOCIEDAD
La ética es intrínseca a nuestra biología porque el hombre es biológicamente faber —
pertenece al género homo— y a nuestro espíritu porque, al estar dotado de inteligencia, el
hombre es persona. Si somos personas, podemos tratar al otro como semejante, como
prójimo, o lo podemos matar.
Con lo dicho hasta aquí ha comparecido la dimensión normativa de la ética, Piénsese en los
mandamientos del Decálogo —revelados por Dios37—: "No adulterarás", "No desearás a la
mujer de tu prójimo", "Honrarás a tus padres", "No mentirás", "No robarás", "No matarás",
"Amarás a tu prójimo como a ti mismo". Al meditar en qué significa "animal racional", se ve
que indica supraespecificidad. De aquí la posibilidad de abusar de la especie, o ir a favor de
ella, de matar o colaborar con los demás. El ser supraespecífico no es un ser aislado, sino
social. Sin sociedad no hay ética, y al revés, porque sociedad significa relación activa y
comunicativa entre personas.
En la búsqueda de una fundamentación ontológica de la ética hubo que procurar ver la ética
in statu nascente, en situación de nacimiento. Al acudir a la teoría de la evolución hemos
encontrado un cierto tipo de proceso de especiación, distinto de otros, que permite entender
lo que se suele llamar hominización. Hay una serie de especies que a partir del carácter
bípedo del australopithecus, mediante un desarrollo de las neuronas libres, van
independizándose de la adaptación por construir instrumentos. Las neuronas libres tienen
una relación importante con las extremidades - las manos - que han quedado exentas de la
función ambulatoria en virtud del bipedismo y se han hecho extremadamente potenciales; las
manos sirven para todo.
El hombre es un ser técnico porque tiene manos; éstas, por otra parte, serían inútiles si su
movilidad no fuera cerebralmente controlada. Me permito insistir en la importancia de esa
base biológica desespecializada y desadaptada, que es justamente también nuestra propia
base biológica. En ese sentido, nosotros pertenecemos al género homo. No hay ningún
inconveniente en plantear la cosa de otra manera, pero si acudimos a la biología tenemos una
formulación que es sugestiva y al mismo tiempo bastante segura (prescindiendo de una serie
de problemas que la noción de evolución lleva consigo, y que no están resueltos por los
biólogos): por lo menos, introduce bastante bien en una comprensión del cuerpo humano; sin
embargo, con la hominización no basta para explicar al hombre actual. Es preciso añadir la
humanización.
La humanización se centra en un asunto más importante todavía que la liberación del medio
ambiente a través de la fabricación de utensilios; a saber, en la capacidad de suspender la
conducta, de quedarse con las ideas, las cuales llevan consigo la universalidad, la captación
de la fijeza de caracteres. Cosa que ilustramos con el ejemplo del chimpancé y el uso del
agua.
La teoría de la evolución no sirve para explicar esa gran modificación. Al preguntar sobre el
37
Éxodo, 20; Deuteronomio, 17.
origen de la inteligencia, no hay más remedio que acudir a la creación directa; una
inteligencia solamente puede tener como a priori explicativo a otra superior; y en la medida
en que la inteligencia no procede de la evolución se debe decir que su relación de
procedencia respecto de otra inteligencia es una creación. La inteligencia humana es creada,
y advertirlo nos hace ver la hominización como el proceso de preparación de un organismo
que es exigitivo de inteligencia, es decir, de un factor inmaterial, intemporal. Y es exigitivo
de inteligencia, pues sin ella la viabilidad de la hiperformalización cerebral y su éxito se
acabaría. Y esto tiene que ver con algo ya expuesto, es decir, con que el cerebro del hombre
actual ha sido precedido por otros cerebros más voluminosos (el Neanderthalensis tenía una
capacidad craneal mayor que la nuestra). El crecimiento del cerebro no se puede llevar al
infinito: hay un momento en que el cerebro hiperformalizado es incapaz de dirigir la vida. Es
un tema bien planteado por Xavier Zubiri38.
Con la aparición de la inteligencia se invierten las relaciones entre individuo y especie; la
inteligencia no es factor de especificación porque sólo pertenece al individuo, lo cual
significa que la inteligencia no se hereda, no se transmite, no es cuestión de genes; la
evidencia empírica de ello es, por otra parte, bastante notable: de padres muy inteligentes
pueden salir niños bastante tontos, y viceversa. Recuérdese el caso de Bethoveen, uno de los
grandes genios de la humanidad; era hijo de una madre tuberculosa y de un padre alcohólico.
En suma, la inteligencia no se hereda, no se transmite, sino que es creada directamente. Por
ello mismo, el asiento de la inteligencia es un alma inmortal (es una consideración que
conviene añadir). Esto significa que el hombre es un ser con una dimensión espiritual.
Origen de la inteligencia
Dios ha infundido al cuerpo humano un espíritu, según la terminología de la Biblia39, y esa
infusión de espíritu es obra directa de Dios; no corre a cargo de la transmisión hereditaria;
por eso no se puede decir que sea un factor de especificación. Una de las pruebas de que el
hombre tiene inteligencia es que puede pensar la negación, la cual es obviamente irreal; lo
negativo no existe; físicamente, en la naturaleza no hay nada negativo. Poder afrontar lo
negativo, poder pensar el no ente, por decirlo de una manera más filosófica, es una
peculiaridad de la inteligencia.
Tomás de Aquino propone varias pruebas del carácter inmaterial de la inteligencia y, por
tanto, de su imposibilidad de ser generada por procesos biológicos. Pero a algunos les está
impedido el uso de la razón, pues un estropicio cerebral hace imposible que la inteligencia
abstraiga; existe cierta dependencia respecto de las facultades orgánicas, en cuanto que la
inteligencia empieza abstrayendo y lo hace a partir de lo sensible. Por tanto, si a una persona
no le funciona normalmente el cerebro, aunque su inteligencia exista, no actúa, y no se
manifestará en su conducta; cuerpo y alma constituyen una unidad.
Todos los seres humanos, por principio, somos inteligentes. Pero otra cosa es que podamos
usar o no, o más o menos, la inteligencia, lo cual es una prueba de que somos animales
dotados de razón: la base biológica humana no es determinante pero sí condicionante. Con
todo, la inteligencia no es cuestión de herencia y por tanto de especificación. Por eso, los
38
En un artículo que publicó en la Revista de Occidente sobre el problema de la cerebralización y de la
viabilidad, Zubiri expone este problema de una manera muy clara, aunque dentro de sus coordenadas
filosóficas. Cfr. Zubiri, X., "El origen del hombre", Revista de Occidente, tomo IV (1984), pp. 146-173.
39 Génesis, 2,7.
conocimientos que el hombre es capaz de adquirir por el uso de su razón se perderían para la
humanidad si no quedaran depositados de alguna manera en una tradición. Los logros de la
inteligencia humana se perderían sin transmisión. También es claro que si una persona
piensa, pero no se comunica nunca con los demás, eso que ha pensado se pierde con él.
El desarrollo de la capacidad intelectual es de la estricta incumbencia del individuo, aunque
no en soledad. José Ortega y Gasset ha planteado una hipótesis para ponerlo de manifiesto.
Supóngase, dice, que se murieran todos los químicos y todos los físicos. La humanidad
subsiguiente ignoraría esas ciencias; si se conservaran los textos que escribieron, entonces,
con bastante trabajo y después de algunas generaciones, quizá se podrían recuperar.
Añade Ortega y Gasset que, por otra parte, la supervivencia de la humanidad estaría en
peligro; porque si se extinguieran todos los físicos y químicos, este planeta no podría dar de
comer a los cuatro mil y pico millones de hombres que existen: habría una gran disminución
de población, pues la desaparición de ese tipo de conocimientos que poseen los que se han
especializado en ellos, eliminaría técnicas necesarias para la humanidad. Esas ciencias son
poseídas por algunos seres humanos, otros carecen de ellas; por tanto, no se transmiten
biológicamente. La inteligencia altera la relación individuo-especie; pone a la persona por
encima de la especie, lo que no ocurre de ninguna manera entre los animales, pues están
finalizados por la especie.
Especie y persona. La esencia humana
Para entender mejor la relación persona-especie podemos acudir a algunas observaciones de
Tomás de Aquino: existe un tipo de viviente que es puramente espiritual y no tiene cuerpo.
Son los ángeles40. El ángel es aquel ser viviente creado que agota su especie, cada ángel es
una especie; no hay muchos ángeles de la misma especie, sino sólo uno. De manera que la
diferencia entre los ángeles - si hay muchos ángeles - será una diferencia jerárquica, una
diferencia entre especies angélicas, porque cada ángel es toda su especie (La palabra especie
es empleada en un sentido más amplio que el que tiene en la teoría de la evolución. Cabe
sustituirla por la palabra esencia. Podríamos decir que la esencia de cada ángel es
enteramente poseída por la persona angélica).
El ser vivo que se contrapone al ángel es el animal. Los animales son individuos que se
finalizan por la especie, la cual de ninguna manera tiene existencia personal. El ángel es la
existencia personal de una especie; el individuo animal no es la existencia personal de
ninguna especie. Piénsese, por ejemplo, en el problema del huevo y la gallina - clásico
problema filosófico con el que se encuentra uno cuando estudia las vías por las que se
demuestra la existencia de Dios -: ¿qué es primero, el huevo o la gallina? Según los filósofos
medievales, se trata de una serie accidental, distinta de la universalidad de la especie: dentro
de la especie existe una seriación de individuos según la línea generativa. Así se constituye
una serie accidental de causas. Según la línea generativa de individuos, se da una serie de
causas accidentales indefinida porque la especie es su fin. En cambio, las causas universales
no son accidentales, y la serie causal entre ellas no es indefinida (las causas universales son
las especies). Solamente así se puede demostrar la existencia de Dios según la segunda vía
que expone Tomás de Aquino41.
40
41
Tomas de Aquino, S. Th., I, 51,1; 54,5,4m; 102,2,1m.
Tomas de Aquino, S. Th., 1, 2, 3c.
De manera que todos los individuos de una especie animal están subordinados a su especie,
porque, en definitiva, ninguno se identifica por completo con ella, de manera que son
inferiores a su especie, y han de jugar en favor o por mor de ella. El hombre ocupa un lugar
intermedio entre los animales y los ángeles. Ningún hombre agota la especie, la esencia del
hombre - si la agotara, no habría más que una sola persona humana -, pero a la vez ninguna
persona está por completo al servicio de la especie, porque no es inferior a ella. Por eso
ocupa una situación intermedia entre el ángel y el animal. Esta observación se completa con
otra: precisamente por eso, el ángel es un ser viviente que tiene que resolver un único
problema; ese único problema es la aceptación de la superioridad de Dios: un problema de la
libertad intensivamente ético.
La problematicidad del ángel tiene que ver exclusivamente con Dios, precisamente porque
no tiene ningún problema acerca de su especie, ya que la agota. El ángel es un ser creado
espiritual, sin cuerpo, que correlativamente es una esencia él mismo: no hay muchos de la
misma esencia, sino que cada ángel es una esencia angélica. Por eso, no tiene problemas con
su esencia; con quien tiene problemas es con el autor de él y de su esencia, es decir, con
Dios. Por tanto, el ángel tiene que decidirse en términos exclusivos entre sí y Dios; ejerce un
sólo acto de libertad (evidentemente, superior a los actos de la libertad humana) por el cual
se determina definitivamente según acepte a Dios o no.
El hombre, en tanto que es una criatura espiritual, también tiene ese problema. Por eso, el
primer mandamiento de la Ley de Dios es: Amarás al Señor Dios tuyo con todo tu ser, con
toda su fuerza, con toda su mente, con todas tus obras, y al Él sólo servirás; te subordinarás
exclusivamente a Él42. Pero ése no es el único problema que tiene que resolver el hombre: ha
de encarar además otro problema, que es precisamente el de la convivencia con sus
semejantes; y ello, justamente, porque se trata de un ser personal, que por ser personal no
está finalizado por su especie biológica, pero que, por ser corpóreo, no la agota. Hay muchas
otras personas de la misma especie.
El hombre ha de afrontar problemas que son obviamente éticos y que no existen para el
animal. El animal está exento del problema que es común al hombre y al ángel; y también
del problema solamente humano, a saber, la relación con sus semejantes, el reconocimiento
del carácter personal de los demás (y en esto, dice el Señor, se encierra toda la Ley y los
profetas43), porque efectivamente eso es lo que le ocurre a una persona que no agota su
especie: se encuentra conviviendo con otras personas de la misma especie - la especie
humana la tenemos todos y cada uno, porque somos personas - y dado que no estamos
finalizados por ella, estamos en relación comunicativa con otros que también la tienen, lo
cual, como ya he dicho, es la sociedad humana. Los ángeles también se pueden considerar en
sociedad, o en comunicación entre ellos, pero es una sociedad distinta de la nuestra,
precisamente porque los ángeles se relacionan únicamente como superior e inferior: la
sociedad angélica es una pura jerarquía, porque como cada ángel agota su especie, los
ángeles se diferencian por pertenecer a una especie superior y a otra inferior. No hay otra
diferencia entre ellos44.
Sería un error para el hombre considerarse un ángel. Se parece al ángel en que es persona, un
ser espiritual; pero se distingue en que tiene cuerpo. Por tanto, el hombre es un ser personal
42
Deuteronomio, 6,4-5; 4, 35.
S. Mateo, 22, 40.
44 El tema de la jerarquía celeste es tratado por los teólogos cristianos medievales: ya el Pseudo Dionisio se
ocupó de este asunto de una manera muy intensa. También Tomás de Aquino en S. Th., I, 50,4; 50,2; 56,2; II,
50, 5.
43
que no agota su especie. En cambio, no es posible pluralidad de ángeles sin jerarquía. Sin
duda, a nosotros nos cuesta entender una sociedad exclusivamente jerárquica, pues la
sociedad humana no puede ser así.
La sociedad humana tiene que poseer una fuerte dosis de lo que se suele llamar democracia,
porque como somos personas de la misma especie, somos semejantes, y la simple jerarquía
es imposible. Tomás de Aquino dice que, en cierto modo, nos repartimos la especie45. La
antropología clásica, desde Platón, desarrolla la teoría de los tipos humanos; en rigor, cada
hombre es un tipo. Y aquí cabe situar uno de los grandes asuntos que hoy más se discuten,
que es el estatuto humano de la mujer; el famoso feminismo cuyas connotaciones éticas son
muy fuertes.
Se puede decir que hay dos tipos de seres humanos: el hombre y la mujer, porque la
diferencia sexual es mucho más acentuada en nuestra especie que en las otras, pues tiene
connotaciones espirituales. Pero, a su vez, cada mujer y cada hombre es un tipo (trópos).
Existen tipos humanos: tropoî. La especie humana se distingue en tipos porque cada
individuo no agota la especie: no está subordinado a ella, pero tampoco la agota; por tanto, la
especie está como distribuida entre los seres humanos, cosa que no ocurre en el animal. Lo
más estrictamente típico en el hombre es justamente cada uno. Todo hombre debe respetar a
cualquier otro, debe honrarlo. No se trata sólo de respetarlo en el sentido trivial del término,
de no pegarle, o dejar a salvo su integridad física; debe honrarle en sí, porque cualquier ser
humano es superior a otro en algo.
Lo directamente típico es la distribución en diferencias cualitativas de la especie humana, en
tanto que no agotada por la persona. Si hay una pluralidad de personas de la misma especie,
entonces hay una pluralidad de tipos. Y eso quiere decir que en algo una es superior a la otra
y en algo la otra es superior a la primera. Por eso Tomás de Aquino concluye: "como dice
San Pablo, rendíos honor unos a otros".
Rendir honor es profundamente ético. Además, lo hacemos normalmente de una manera más
o menos sencilla en ritos tan importantes y tan extendidos como el saludo, las fórmulas
llamadas de cortesía, las cuales son características de cualquier cultura humana.
El saludo de la civilización occidental es el gesto de estrecharse la mano, lo que quiere decir:
estoy desarmado; te doy la mano porque no empuño espada. Dar la mano es señal de paz.
Los ritos de saludos de los tuaregs, los nómadas del desierto del Sahara, son diferentes:
como son gente que vive muy alejada, porque la densidad de población es pequeña, cuando
un tuareg ve al otro en el horizonte, inicia la tarea de aproximación ritual, y los saludos son
sumamente cuidadosos; vienen a decir: "Estoy dispuesto a estar un rato contigo", "No vengo
a robarte ni a golpearte". Hay pueblos del Pacífico que se saludan (en definitiva es el mismo
simbolismo de la mano) frotándose nariz contra nariz.
Todos los hombres nos debemos honor. Estos saludos de cortesía que se desarrollan en la
medida en que el hombre está civilizado representan el reconocimiento de un ser de la
misma especie, pero que es persona, con el cual se puede dialogar; todo eso está fundado en
los tipos, pues cada ser humano es un tipo irreductible; tiene algo en común con los demás y
algo diverso. La coordinación de los tipos crece con la convivencia y la comunidad humana:
es lo que se llama cultura.
Todas las sociedades humanas tienen una serie de convicciones comunes (sobre esto
45
S. Th., I, 13, 19.
Aristóteles escribió una de sus obras más importantes, los Tópicos, que es una teoría lógica
de las convicciones y de la discusión). Somos capaces de poner en común mucho más que
los animales, precisamente porque tenemos una identidad personal, un despliegue de nuestro
espíritu; y eso se lo podemos manifestar típicamente a los demás; el hombre es un ser
manifestativo, pero puede retraerse, no querer manifestarse (esto tiene que ver con la verdad
y con la mentira). Lo típico en el hombre es coordinable en virtud de los hábitos. Los hábitos
son la esencialización de los tipos específicos. Los hábitos morales son otra dimensión de la
ética.
Doble manifestación de la persona humana
El hombre es un ser manifestativo; el animal no lo es. El ser manifestativo es aquel que al
actuar pone algo exclusivamente propio, y se lo da a los demás: una intimidad que se abre.
Kierkegaard decía que el espíritu (cuando hablamos de persona connotamos el espíritu) se
abre hacia afuera46, siempre se abre hacia otro; pero nótese que el hombre puede no abrirse,
puede negar su manifestación, retraerse, transformarse en un ser huraño, que no comparte,
solitario. Ningún animal puede denegar la manifestación, porque ningún animal es
manifestativo, ya que no tiene intimidad; cuando un perro ladra no está manifestando nada
íntimo, está manifestando una tendencia suya, o una sensación de temor o de enfado.
La manifestación es una actividad mucho más seria; la manifestación humana tiene que ver
justamente con que cada persona posee un tipo que se ha de considerar respecto de su
esencia. Distinguimos en cada ser humano lo biológico, lo típico, su esencia y el ser persona.
Lo biológico se manifiesta siempre tipificado47. Los tipos humanos están, por lo común,
relacionados con la cultura. Conviene tener en cuenta la pluralidad de las culturas; éstas
pueden clasificarse de acuerdo con la abundancia de tipos con los que se corresponden 48, y
con la aceptación más o menos concertada de ellos49. La filosofía social ha destacado la
importancia de ciertos tipos humanos. Por ejemplo, Platón distingue los filósofos, los
guardianes o militares, los agricultores, los artesanos y los comerciantes (propensos a
enriquecerse), y aprovecha esta distinción para definir la diferencia de los regímenes o
politeiai según predomine uno u otro.
La manifestación del ser personal es modulada, ante todo, por los tipos. La correspondencia
entre los tipos y la cultura permite ciertas generalizaciones, que son propias del método de la
sociología cultural. Sin embargo, no conviene olvidar que el tipo pertenece a cada persona,
por lo que la generalización de los tipos sólo permite una clasificación somera de los seres
humanos: hablando con rigor, los tipos son de las personas, y no al revés (encerrar a las
personas en tipos —clases sociales, especializaciones profesionales— es una equivocación
que debilita la ética). Ahora bien, admitir que cada tipo humano es sólo personal también da
lugar a errores prácticos. Ante todo, porque con ello se elimina su correspondencia con la
cultura (esto sería lo propio de la llamada sociedad pluralista, que no pasa de ser aparente y
comporta una decadencia de la cultura: desculturización). Además, persona y tipo no se
46
"La desesperación del querer ser uno mismo o la desesperación de la obstinación." Kierkegaard, S., La
enfermedad mortal, cáp. II, II, 2.
47 Como ya hemos dicho, por no estar finalizado por su especie, ésta se reparte entre los hombres. Así se
constituyen los tipos humanos, es decir, diferencias psicosomáticas de mayor o menor calado, pero siempre
más netas que las que se dan entre los individuos de las especies animales.
48 En las culturas primitivas hay menos tipos que en la cultura occidental.
49 En algunas culturas los tipos están muy separados; por ejemplo, las castas en la cultura india, o lo femenino
y lo masculino en las protoculturas.
deben confundir. Su confusión hace imposible concertar los tipos. Ese concierto requiere
aceptar la noción de esencia del hombre.
Mientras que el tipo puede describirse como el natural de cada uno, su temple, su
temperamento, el cariz de sus modos de disponer, la esencia es la finalización de el natural
desde la persona y en atención a ella, es decir, la organización que hace coherentes los
rasgos del tipo.
Tomada en este sentido, la esencia del hombre no es un dato, sino un cometido de la libertad
que dura toda la vida, a saber: la conquista creciente de la dependencia de lo humano
respecto del ser personal. Dicho depender es estrictamente la esencia del hombre; pero no es
estático, sino que es menester conquistarlo, porque la esencia del hombre sólo es en tanto
que crece (si no creciera, no dependería de la persona, y si ese crecimiento no fuera libre, no
pasaría de ser el de un organismo corpóreo). Si la esencia del ángel depende de su persona
de acuerdo con un acto libre tan intenso que no se multiplica, la esencia del hombre, en
cambio, crece50. Ello comporta aprovechar los rasgos típicos para perfeccionarlos. El
aprovechamiento perfeccionante corre a cargo de las virtudes, y, por tanto, es ético. Describo
la virtud como aquel redundar las acciones en sus principios, de acuerdo con el cual tales
principios crecen esencialmente; ello, a su vez, hace posibles operaciones de superior nivel y
libremente ejercidas.
Así, pues, el tipo está destinado a la esencia. Según la conexión de estas dos dimensiones,
hay algo peculiar, original, en cada ser humano. De este modo se muestra que los hombres
no deben ser tratados como números intercambiables51.
En el Himno a la alegría de F. Schiller se denomina a los hombres "los millones". Como
canto a la multitud congregada por un ideal, está bien, pero no es lo mismo que hablar de
millones de sardinas. De los ángeles se ha de decir que son innumerables, lo que no significa
que sean infinitos en número. Quiere decir que respecto de ellos no tiene sentido el número;
un ángel es distinto de otro, pero no son dos (según la operación de sumar), precisamente
porque cada uno agota su especie.
El hombre no agota su especie sino que la tipifica, y por encima de los tipos puede crecer su
esencia; por tanto, tampoco los hombres son estrictamente numerables. Cuando
preguntamos: ¿cuántas gallinas tiene usted? o bien ¿cuántos habitantes tiene México?, el
número no se emplea de la misma manera (empeñarse en confundirlos conduce a cometer
errores éticos graves). Un perro se puede cambiar por otro perro, una persona no. La
numeración está justificada cuando se pregunta ¿cuántos corderos tiene usted? Si me da un
cordero, estoy dispuesto a darle cinco gallinas. En la historia se registran muchas veces
fenómenos de masificación, pero son inhumanos, justamente porque cada persona, y sólo
ella, es la persona que es; esto es lo que filosóficamente se llama irreductibilidad.
No se debe hacer intercambios con seres humanos; si se negocia con ellos como con las
gallinas, se está negando su carácter de personas: las personas no son intercambiables sino
irreductibles. Como además cada una de ellas posee un tipo, no es buen negocio ignorar sus
diferencias a la hora, por ejemplo, de seleccionar a los colaboradores para tareas concretas.
50
En el ángel no cabe distinguir el tipo de la esencia. Quizá sea posible interpretar la caída del ángel como la
reducción de su esencia a algo parecido a un tipo.
51 Por ello, la generalización sociocultural de los tipos es somera, como ya se indicó. Para ser correcta, la teoría
de la manifestación ha de superar las limitaciones metódicas de la sociología.
El hombre está abierto a la relación con Dios. La religión comporta una aguda cuestión ética.
Es un profundo deber moral cumplir el primer mandamiento. El que no lo cumple no se
comporta como persona. El hombre se puede abrir a Dios. La primera manifestación
humana, la más honda, debe ser para Él. El hombre es un ser orante que abre su intimidad a
Dios; pero también puede ser un ser que no ora, que no quiere manifestarse ante Dios, que lo
ignora —el ateísmo es un fuerte problema moral—. Ahora bien, como ya dije, el problema
moral del hombre es doble: la manifestación a Dios y a los demás (el ángel no tiene más que
uno, el primero). Existe una pluralidad de personas humanas, cada una de las cuales posee
un tipo, y en ese sentido se dice que se reparten la especie. Cada una de ellas, desde sí, es
capaz de manifestarse y es también capaz de cerrarse a la manifestación; por consiguiente, el
hombre tiene que afrontar el problema de su carácter social.
La problematicidad social del hombre es debida a los tipos: es un problema de coordinación
no resuelto todavía por completo. A lo largo de la historia, y en ciertas partes de la
humanidad, se ha avanzado bastante en su percepción. Pero también se ha de decir que lo
que tiene de irresuelto hoy no es mucho menos de lo que tiene de resuelto. Además, el que se
resuelva en una época no garantiza la continuidad de la solución.
Si planteamos en serio el problema social, veremos que es un problema intrínsecamente
ético. El problema social tiene que ver con la consideración del otro como prójimo: "Amarás
al otro como a ti mismo"52. Amar al otro como a sí mismo es simplemente reconocerlo como
prójimo: es tan persona como yo: lo que tiene de típico merece todo mi respeto y mi aprecio.
Cuando esto se pierde de vista, el problema social se agudiza. Cuando el hombre está abierto
al problema social, advierte que ha de abordarlo controlando su propia manifestación.
Notamos que el problema social está sin resolver al verificar que no hemos desterrado la
guerra, que es una crisis de la sociabilidad humana. La guerra es mala. Otra cosa es que se
pueda justificar por razones de legítima defensa; pero de suyo es antiética porque va contra
el carácter personal del ser humano. Es una comunicación hostil, en vez de ser una
comunicación aportante.
Además, al margen de la guerra, también se puede tratar al hombre de manera que se niegue
su carácter personal. Es la reducción del prójimo a la condición de simple homo habilis. Se
trata de un fenómeno constante en la historia de la humanidad; se ha tomado conciencia de
él, se ha querido superarlo, y realmente en parte se ha superado, pero no por entero.
El hombre como instrumento: la esclavitud
El hombre es sapiens. Si trata al otro como si no lo fuera, es decir, si no reconoce su carácter
personal, lo reduce a habilis, a animal; eso ha ocurrido de una manera verdaderamente
abrumadora a lo largo de la historia humana y es un problema ético de primera magnitud. El
hecho de que no esté resuelto del todo no debe acostumbrarnos a pensar que es insoluble. Un
ejemplo claro es la esclavitud, perfectamente descrita por Aristóteles 53: el esclavo es el que
no tiene lógos, el ser aparentemente humano que es incapaz de conducirse a sí mismo 54. En
consecuencia, está sometido al dominio de otro, que puede disponer de él. La esclavitud es la
consideración puramente instrumental de un ser humano, basada en la negación de su
52
Levítico, 19,18; S. Mateo, 22,39; S. Marcos, 12,21; Romanos, 13,10; Gálatas, 5,14.
Aristóteles, Política, 1, 4, 1254b 10-15; I, 5, 1255a 1-3.
54 Aristóteles, Política, I, 5, 1254b 20-24.
53
carácter personal.
Para Aristóteles, esclavo es el que, por carecer de lógos, está sujeto al lógos de otro; y estar
sujeto al lógos de otro es ser instrumento para ese lógos. Lo que se sujeta a la inteligencia es
justamente la técnica: el hombre es el faber sapiens. Ser sólo faber no basta para ser hombre.
Los promotores modernos de la esclavitud de los negros sostuvieron que los negros no
tienen alma humana. Afirmaban lo mismo que Aristóteles: el negro no es un hombre, sino un
animal del género homo. Por eso, al esclavo antiguo, y sobre todo al negro en la edad
moderna, se les empleaba en actividades de producción instrumental.
Si sólo unos cuantos son sapientes, los otros se reducen a fabri; pero entonces no son
hombres: son homínidos, pertenecen al género homo, pero no son personas. El problema de
la consideración del prójimo como puro instrumento no está resuelto, porque hemos
montado nuestra hipertécnica actividad económica sobre la idea de que unos son sapientes y
otros hábiles y nada más; los sapientes son los directivos o los capitalistas y los hábiles son
los empleados. En tanto que miembro de la empresa, el trabajador es sólo habilis, se contrata
su trabajo como si fuera una mercancía. A cambio de eso, se le paga un salario para que
pueda seguir viviendo. Pero lo que se llama comunicación, considerarle personalmente
miembro de la institución empresarial, eso no: sólo es un asalariado. Dejemos ahora el trato
que se ha dado a los esclavos. Es extraño que un esclavo sea golpeado o maltratado:
sencillamente se le cuida como si fuera un caballo; a nadie se le ocurre maltratar a sus
caballos, porque estropeados tiran peor del carro. Las actuales sociedades de consumo
proporcionan un alto nivel de renta a la mayoría, pero en ellas crece el monopolio de la
dirección por una minoría, y ésa es la esencia de la esclavitud, o mejor dicho, ésa es la
esencia del problema social del que la esclavitud es un aspecto.
El problema social reside justamente en la división de la humanidad, es decir, en afirmar:
"Yo soy de la especie homo sapiens sapiens y usted es de la especie homo habilis". La
diferencia se introduce dentro de la humanidad por reducir a los otros a animales.
Teóricamente hoy no se afirma la diferencia - es muy fuerte -: hombres somos todos. Pero en
la práctica muchos son tratados como hábiles; "sapiens en su casa, que dirija a su familia,
pero la empresa no la dirige él, la empresa la dirijo yo exclusivamente: el sapiens soy yo". El
directivo, el capitalista, el político, el que hace grandes negocios; ése es el sapiens.
En esas condiciones, no se puede decir que el problema de tratar a los demás como personas
esté resuelto; hay que señalar en este punto un déficit ético. Aquí se trata de considerar la
ética como es, no de proporcionar una teoría ética más o menos elaborada. Se trata de
sorprender a la ética in statu nascente, o en tanto que surge justamente con el homo sapiens,
es decir, en el momento en que el individuo viviente supera la finalización por la especie en
virtud de su racionalidad universal que abre la comunicación intersubjetiva y, con ella, la
sociedad. En este plano se sitúan los problemas éticos que el hombre ha de resolver en tanto
que actúa. Así, pues, la ética in statu nascente es la conducta considerada desde el núcleo del
ser espiritual, emergiendo de la persona. Paralelamente, si se niega el carácter espiritual del
otro - no teóricamente, sino en la práctica - se procede antiéticamente. Si no se parte de aquí,
no hablamos de ética, sino de otra cosa: de una serie de pseudorremedios tardíos o
sobreañadidos que, al no animar por dentro la acción humana, la separan de su autor como si
fuera un proceso mostrenco.
Toda relación, cualquiera que sea su contenido, es interhumana en tanto que es obligado
tratar al otro como persona, no como instrumento. Piénsese en el caso de la prostituta; la
mujer que en la relación sexual es tratada como un instrumento de placer; esclavo es aquel
que en las relaciones de trabajo es tratado como instrumento fabril.
En el caso de la prostituta, el hombre está prescindiendo del carácter personal; no está
enamorado de ella, sino que busca exclusivamente el contacto corporal, experimentar un
placer. Se suele hablar entonces de la mujer objeto, la mujer cosa. "No fornicarás", dice el
sexto mandamiento: es decir, no tratarás nunca (en el caso de un varón) a una mujer como si
fuese exclusivamente un cuerpo hembra; no la considerarás nunca tan sólo de esa manera.
La familia es el reconocimiento de que la mujer es persona: y también, por parte de la mujer,
de que el varón lo es. En general, en el trato con los demás, quien niega que el otro es
persona se transforma automáticamente en un ser que no puede vivir de acuerdo con su
condición de ser humano; se condena a sí mismo a vivir contra la ética.
Tratar a los demás como personas, no tratarlos nunca como instrumentos, no es una tesis
personalista desencarnada. La persona es fin en sí misma55, dice Juan Pablo II, porque es
directamente querida por sí misma por Dios; por tanto, la persona nunca es sólo medio. Kant
también había dicho algo parecido: "Obra de tal manera que consideres a los demás como
fines; nunca sólo como medios"56.
Sin embargo, en algún momento hay que considerar a los demás como medios; es inevitable
hacerlo, porque una persona sola, aislada, no puede realizar prácticamente nada. Es cuestión
de sabiduría ética transformar las relaciones en que todos somos instrumentos, todos somos
medios, en tarea común, haciendo compatible que los demás sean medios con que sean fines;
no olvidar nunca que somos fines, ir incrementando nuestra esencia personal: ahí reside la
importancia de las relaciones de cooperación. En un trabajo en común todos actuamos como
fabri, pero eso no impide que seamos sapientes. En definitiva, éste es el meollo de la ética, si
nos atenemos a lo que es el hombre. Pero todavía hay más.
Actuar cibernético del hombre
Como digo, la consideración de la ética no se agota aquí. Distinguíamos los tipos y la
esencia del hombre. Del tipo se pasa a la esencia en cuanto se actúa. Con otras palabras, el
hombre es esencia porque el primer beneficiario o la principal víctima de su actuación es él
mismo: es un sistema dinámico dotado de un intrínseco feedback; un ser cibernético. Esto
también es exclusivo del hombre; ningún animal dispone esencialmente. La consideración de
la esencia nos acerca a la irreductibilidad de la persona.
El primero que formuló este asunto de una manera clara fue Sócrates, que es el fundador de
la filosofía ética occidental, al plantear una pregunta que Platón recoge en el Gorgias 57: "De
qué hay que guardarse más: de sufrir una injusticia o de cometerla?" ¿Quién sale más
perjudicado, el que es víctima de la injusticia o el que la comete? Esta pregunta es muy
profunda. Si no acertamos a responderla correctamente, habrá que confesar la parcialidad de
nuestro saber ético.
Supóngase un secuestro: el secuestrador está cometiendo injusticia. Hay una víctima de ese
acto injusto. El secuestrado es objeto de vejaciones, malos tratos, tiene que pagar un rescate;
55
Redemptor hominis, n. 13; Centesimns annus, passim.
Kant, I., Grundlegung der Metaphysik der Sitten, cap 2, Akad., IV, p. 429 (Fundamentación de la metafísica
de las costummbres). Sin embargo, la ética kantiana es parcial.
57 Platón, Gorgias, 527b.
56
está sujeto a violencia. El sujeto que recibe el conjunto de actos injustos es una víctima. Y
surge la pregunta: ¿Quién sale más perjudicado en ese caso, la víctima o el que comete la
injusticia? Sócrates contesta taxativamente que es el segundo. Su argumentación es muy
sencilla: a la víctima, la injusticia se le inflige, la sufre desde fuera, sin ser su autor, es decir,
como sujeto afectado por el acto injusto. En cambio, el que comete la injusticia se hace
injusto intrínsecamente. En la víctima, el acto no ha repercutido de modo intrínseco, sino de
una manera accidental, por grave que sea. Sufrir una injusticia es algo que a uno le adviene,
pero sin mancharlo en cuanto hombre. Cometer la injusticia es hacerse injusto, lo cual es
mucho peor que soportarla, porque es transformarse en injusto.
Si el hombre no tuviese una esencia creciente, lo que dice Sócrates carecería de sentido. Si
fuese una conjunción de acontecimientos cósmicos reunidos al azar, sería imposible que
sufriera íntimamente las consecuencias de sus actos, o que fuera la primera víctima o el
primer beneficiario de ellos. En definitiva, ahora avistamos la dimensión más profunda de la
ética. Lo que hemos dicho hasta aquí es aceptado por mucha gente. No es difícil ponerse de
acuerdo en que la guerra y la esclavitud son una barbaridad; Asimismo, tratar a un obrero
como si fuera simplemente un pithecanthropus, o a una mujer como si fuese tan sólo un
cuerpo, es obviamente reprochable.
Pero si no es peor cometer una injusticia que padecerla, si el que ejerce un acto que no es
ético no se estropea a sí mismo, la ética no pasa de ser una cosa liviana, de quita y pon. Si
cuando yo hago un acto malo, a mí no me pasa nada (y no sólo que eventualmente me
encierren en la cárcel), si por el mismo hecho de haberlo realizado yo no soy la primera
víctima del acto; en definitiva, si no existe una dimensión real en mí que sea el primer
destinatario del acto que realizo, sólo se podría hablar de actos buenos o malos en sentido
transitivo. El juicio ético obedecería a criterios hedonistas, lo que enfrenta a víctimas y
verdugos en un conflicto sin solución.
La seriedad de la ética reside en que el hombre se puede hacer bueno o malo. Por tanto, lo
que mejora al hombre, eso es ético: lo que empeora al hombre, eso es antiético.
Lo primero es bueno, lo segundo es malo. Si no pensamos así, deberíamos admitir que
solamente son bienes los bienes exteriores. Ser ético consistiría en tener muchos bienes,
mucho dinero y vivir como un rey. ¿A costa de qué? Esta pregunta sólo puede responderse
en términos de cálculo racional: qué me cuesta acumular bienes. Es claro que la respuesta
depende del tipo humano. ¿Qué es la ética entonces? El tratado sobre los bienes: y ¿qué es lo
bueno? El yate, la casa señorial, el traje de 1500 dólares, y así sucesivamente. Es el
pragmatismo ético, ante el cual se indignaba Nietzsche con mucha razón. En Así habló
Zaratustra hay un pasaje donde la ironía nietzscheana se encrespa: el último hombre es el
más despreciable. "Hemos inventado la dicha", dicen los últimos hombres y guiñan un ojo.
Tenemos nuestras pequeñas diversiones, pero se respeta la salud58.
Ese tipo humano se ha olvidado de que él es la primera víctima o el primer beneficiario de
sus actos. El hombre no se puede considerar simplemente como productor de instrumentos,
un buscador de la consecución de resultados externos; el instrumento es en todo caso
adscribible a uno mismo, pero de ninguna manera es interior a uno mismo. Así pues, una
virtud o un vicio ético es metaespecífico, no se hereda ni se trasmite. Si no es así, la ética es
una trivialidad: "Haré las cosas según me convengan, según mis intereses; porque a mí no
me pasa nada. Soy un agente al que no configura lo que hace".
58
Nietzsche, F., Así habló Zaratustra, Primera parte, discurso preliminar.
La ética por la que se interesa Adam Smith (la ética sentimental inglesa del siglo XVIII)
propugna los buenos sentimientos: daré limosnas y me sentiré muy satisfecho; pero, si estoy
de malas, al pedigüeño le despediré agriamente, porque como estoy de malas, así satisfago
mi iracundia. Si estoy de buenas, soy benevolente, acaricio la cabecita de un niño y le doy
unas monedas para que se compre unos caramelos, y todos contentos. Se recomienda cultivar
buenos sentimientos. Esto es superficial.
Sin duda, al actuar, a la persona algo le pasa; pero no sólo un sentimiento, sino algo mucho
más serio, que tiene que ver con su crecimiento esencial. Se hace uno mejor, es decir, se
hace más hombre, crece en humanidad. O, al contrario, uno decrece en humanidad, se hace
menos hombre, se empequeñece, se desvitaliza. Es el descubrimiento de Sócrates: el que
comete injusticia pasa a tener la injusticia dentro de sí como un factor completamente
negativo del que no se puede librar. Platón glosa esto en otros textos (que ya son claramente
suyos). Lo característico del acto injusto es que al quedarse en uno mismo, uno no se lo
puede lavar59. Acude a una idea muy importante para la religiosidad mediterránea y para
Platón: la katharsis, la purificación. Por mucho que lo intente, no me puedo lavar mi
injusticia. Haga lo que haga, la injusticia permanece; por lo tanto, si soy sensato trataré
(nótese hasta dónde llega Platón) de denunciarme a mí mismo a las autoridades para ser
castigado; someterme a castigo buscando la expiación en el castigo, por si al expiar dejo de
ser injusto. Pero ni siquiera así puedo, porque muchos años de cárcel no borran el ser
injusto60. Para dejar de ser injusto debería ser capaz de una transformación interior tan
radical que me hiciera otro, pero eso está fuera de mi alcance. Una copla andaluza alude a la
cuestión: "Merecerías, serrana, que te fundieran de nuevo, como funden las campanas". En
cristiano esto se llama Redención. El mal interior del hombre sólo puede ser eliminado por
Dios.
La ética muestra su importancia en cuanto hablamos de virtudes y vicios: el primer
beneficiario o la primera víctima del propio acto es uno mismo y no lo otro. Si hago zapatos,
no solamente hago zapatos, sino que me pasa algo en cuanto hombre: el fabricar zapatos me
modifica de alguna manera. A la acción humana siguen dos resultados: el externo y el
interior.
Esto es lo primero que debería considerar la teoría económica, porque es el único enfoque
capaz de resolver el problema de la unilateral división entre habilis y sapiens. Es preciso
tener en cuenta que pagar un salario no es atender al pleno sentido humano del trabajo,
porque en tanto que está trabajando, al trabajador le está pasando algo: se está haciendo
mejor o peor. El hombre es aquel ser vivo que no puede actuar sin mejorar o empeorar.
Somos seres que experimentan aprendizaje positivo o negativo. Nos ocurre todos los días.
Aprender es una modificación propia en virtud de un acto ejercido.
Los animales aprenden durante un breve tramo de su vida, pero su aprendizaje nunca es
negativo. El hombre aprende en uno y otro sentido durante toda su vida. Que el hombre es
sujeto ético significa que durante toda su vida puede crecer o decrecer intrínsecamente,
esencialmente.
La fundamentación ontológica de la ética es justamente este carácter del ser humano según
el cual puede ir a más o a menos; puede desvitalizarse o aumentar su vitalidad. Lo que
aumenta la vitalidad humana, eso es ético. Lo que disminuye la vitalidad humana, eso es
antiético, malo.
59
60
"La virtud es una purificación del alma." Platón, Fedón, 69d.
El sentimiento de culpa es secundario; realmente la esencia del hombre se ha degradado.
Kant sostiene que no se puede mentir impunemente, porque llega un momento en que el
mentiroso se hace incapaz de distinguir entre verdad y mentira61. Es una pérdida de vitalidad
humana: un hombre que ya no discierna lo verdadero y lo falso con suficiente nitidez ha
experimentado una pérdida muy grave como ser inteligente. El hombre no se estropea
únicamente por los microbios o por el smog, sino que se estropea al realizar ciertos actos.
Que se mejora con otros actos también es patente.
Lo más intrínseco de la ética son la virtud y el vicio. El hombre es un ser vivo capaz de
aprendizaje o crecimiento durante toda su vida. Un animal es capaz de un crecimiento
restricto; es decir, durante un corto periodo de su vida: el crecimiento corporal intrauterino y
extrauterino (en el sentido de adquirir algunas habilidades: aprender a usar los ojos, andar,
etc.). El animal crece con rapidez. Al hombre le pasa al contrario: crece sobre todo después
del nacimiento. Que siga creciendo no quiere decir solamente que aumente su estatura, sino
que se hace más hombre, que es más capaz, se habilita para usar cada vez más
profundamente su razón. Durante toda la vida el hombre puede ir a más o puede ir a menos
en cuanto hombre.
Eso es lo que suele llamarse ética de virtudes: la ética sin virtudes no existe. Si a mí no me
pasara nada, podría hacer lo que quisiera impunemente, porque si soy suficientemente astuto
no me atrapa la policía. Pero, en rigor, no es así: quien ha secuestrado se ha hecho un
secuestrador, o el que ha asesinado, un asesino. Ya el mismo lenguaje lo indica: el que roba
se llama ladrón; el que sea ladrón no es solamente la imputación de un acto que ha cometido;
es una característica suya, un rasgo adquirido propio suyo. El que ha matado es un asesino;
ser un asesino no es solamente ser sujeto de imputación de un acto de muerte cometido, sino
ser afectado por un carácter que ha quedado, una impronta, una modificación de la esencia
según la cual ha decrecido; con lucidez lo describe Platón: es como una mancha imborrable.
Está bastante extendida la opinión de que el sentimiento de culpa es enfermizo y que se
puede y se debe borrar. Según algunos psiquiatras, los remordimientos de conciencia se
quitan con tranquilizantes o con una terapia psicoanalítica, dictaminando un trauma infantil,
y cosas así. Es un enfoque superficial. El sentimiento de culpabilidad y el remordimiento
obedecen a que uno se ha estropeado en virtud de lo que ha hecho: se registra una
disconformidad interior; si no - insisto, porque esto es central - la ética no se entiende; se
limita el alcance de la conculcación de su dimensión normativa (la norma moral no sólo dice
"no hagas esto, que está mal", sino "no hagas lo que es malo, porque hacerlo te hace malo a
ti").
El sentimiento de culpa, más que un recuerdo, es una confesión interior surgida del mal que
está en mí por haber hecho el mal; del vicio, de la característica mala que adquirí. De esa
disminución de mi ser-hombre emana el sentimiento. (Los católicos nos olvidamos a veces
de lo serio que es esto, porque estamos acostumbrados a pensar que Dios es misericordioso;
además, nos confesamos y nos quedamos tan tranquilos porque Dios nos lava. Podemos no
darnos cuenta de esta dimensión de la ética y olvidarnos de que, si no fuera por Dios, para el
hombre el mal interior sería pura desesperación.)
Lo antiético produce la desesperación. La enfermedad mortal de Kierkegaard es un análisis
de la desesperación, mucho mejor que el análisis del hombre satisfecho que parpadea de
Nietzsche. ¿Quién desespera? El que desespera de sí. ¿Y quién desespera de sí? El que no
61
Kant, I., Grundlegung der Metaphysik der Sitten, cap. 2, Akad., IV, p. 67 (Fundamentación de la metafísica
de las costumbres).
vale para Dios, porque ha borrado la imagen de Dios en sí mismo. En eso consiste lo
antiético. Como el hombre es imagen de Dios, al cometer actos malos, adquiere vicios en
cuya virtud disminuye su esencia de hombre: eso equivale a borrar la imagen divina. Cuando
adquiere virtudes, la imagen de Dios en el hombre es más nítida, el hombre es más, crece.
Capítulo IV
SISTEMATIZACIÓN DE LA ÉTICA
Han salido a relucir una serie de asuntos que permiten ver cómo la ética integra todas las
dimensiones del ser humano; por tanto, la ética no consiste solamente en unas reglas
inventadas o formuladas por motivos más o menos convencionales o relativos, que varían
según las distintas culturas. A veces esto se propone como una objeción contra la firmeza del
estatuto de la ética: la ética depende de criterios que no son universales, sino que hay tantas
éticas como modos o formalizaciones del vivir humano. En una situación tan pluralista como
la actual, también se suele decir que la ética es cuestión privada: sólo a cada uno compete
aceptar una entre las distintas éticas o construirse una ética propia; incluso es posible vivir al
margen de ella. Tales planteamientos son insensatos. Las observaciones anteriores hacen
posible rechazarlos. Desde su corporalidad, es decir, desde lo que se suele llamar el proceso
de hominización, surge lo ético. Y desde el punto de vista de la humanización, en tanto que
tomamos en cuenta la esencia de un ser personal, acaba de mostrarse.
La ética hace acto de presencia desde el fondo mismo de lo humano, no sólo de lo corpóreo,
sino de lo espiritual. Eso nos dio ocasión para introducir la cuestión de las virtudes y los
vicios. Cada persona es susceptible de vicios y de virtudes justamente porque tiene que
desarrollar su esencia humana.
El desarrollo de la humanidad en cada hombre parte de su actuar. Si los actos no influyeran
en su modo de ser, si no dejaran una huella, si no modificaran o perfeccionaran lo humano
en cada uno, el hombre no sería un ser abierto a su propio crecimiento esencial.
Al considerar la ética in statu nascente, llegamos a entender lo ético desde dentro. Ahora
estamos en condiciones de dar un paso adelante. Hemos de intentar sistematizar, coordinar
todo lo que hemos dicho de acuerdo con un planteamiento más filosófico, porque es claro
que la evolución es asunto científico, introductorio para la antropología filosófica. Algo
parecido ocurre con los tipos, cuestión psicológica o de sociología cultural. Para lograrlo,
vamos a acudir a Aristóteles, que es el primero que estudió la ética de una manera extensa y
no puramente intuitiva, sino tratando de construir una ética filosófica completa. Realmente
lo que hizo Aristóteles es sumamente importante; sin agotar la cuestión (hay aspectos éticos
que Aristóteles no tuvo en cuenta), casi todas las dimensiones centrales de la ética aparecen
ya bien pensadas, bien coordinadas, por el filósofo griego.
Alma y persona
El hombre es un ser que posee lo que suele llamarse una naturaleza. En esa naturaleza están
unidas una dimensión espiritual que se llama alma - un alma inmortal - y un cuerpo muy
peculiar, como hemos tenido ocasión de ir viendo al tratar de la hominización. Eso es lo que
tiene en cuenta Aristóteles; la psicología aristotélica enlaza con la ética desde este punto de
vista. El hombre es un microcosmos en el que está reunido lo intelectual, es decir, lo no
físico, con un cuerpo. Ahora bien, el hombre no sólo es naturaleza corpórea y anímica, o
anímico-corpórea, sino que también es un ser personal.
El ser personal humano tiene unas características que se pueden ver a partir de la naturaleza
humana tal como la entiende Aristóteles. A su vez, lo peculiar de su naturaleza se puede
entender como derivado del carácter personal del hombre. Admitir que el hombre es persona
añade a la naturaleza del hombre su cabal comprensión como esencia. De este modo se
completa la antropología.
No es lo mismo una antropología que considere el hombre como ser anímico-corpóreo, que
una antropología que resalte la primordialidad radical de la persona. Porque la persona añade
a la naturaleza la dimensión efusiva, aportante. Por ser el hombre una persona, no está sujeto
a las leyes de la naturaleza, sino que sobresale por encima de ellas y goza de una libertad
radical. Por eso, su presencia en el mundo a través de su naturaleza es inventiva. El hombre
saca de sí, da de sí, aporta; a esto lo hemos llamado manifestación. El hombre es un ser que
se manifiesta y que puede también negarse a la manifestación.
¿Por qué es importante añadir a la visión aristotélica del ser humano que el hombre es
persona? Porque la naturaleza humana ofrece un rasgo muy peculiar; pero que si se
considera independiente, podría dar lugar a conclusiones erróneas: en cuanto que el hombre
es una naturaleza, aparece un rasgo que recorre toda la naturaleza humana: el tener. En tanto
que el hombre es persona, aparece otra característica que no es el tener, sino justamente
superior a ello: el aportar. Lo llamaré el dar. Tener y dar62.
Tener y dar
Es importante poner de manifiesto el tener, porque el hombre es un ser capaz de posesión; y
lo es en tanto que es una naturaleza peculiar. Se considera que el afán de poseer es un vicio,
y efectivamente lo puede ser si se exagera o si se unilateraliza o si se considera solamente
una de las dimensiones del tener humano, a saber, la posibilidad de tener cosas distintas de
uno mismo: el ser propietario por adscripción de cosas externas. Aristóteles también lo dice:
el excesivo afán de poseer cosas externas es un vicio63. Es lo que llama crematística. La
crematística es algo así como la ciencia de ganar dinero. Pero la palabra griega viene de
khréma, que a su vez, viene de un verbo, khráo, que significa tener en la mano. Si se tiene en
cuenta esta etimología, el sentido primitivo de la palabra, tal como la usa Aristóteles, está
aludiendo a que el hombre es un ser con manos. Ser con manos es muy significativo, porque
el cuerpo humano no se puede entender si no se tiene en cuenta el proceder técnico, el
trabajo con utensilios, la producción de ellos, etc.
Pero no solamente el hombre posee así, es decir, según lo que podríamos llamar la posesión
corpórea, a la que trataré de entender filosóficamente —ya la hemos enfocado
evolutivamente; ahora la veremos de acuerdo con las categorías aristotélicas—. Tomado en
sus justos términos, ¿qué quiere decir que el cuerpo humano es de suyo o naturalmente
poseedor?
El poseer corpóreo no es el único modo de poseer ni el más intenso; hay otra dimensión
posesiva que es espiritual: es el conocimiento. El conocimiento intelectual también es un
modo de poseer, un modo de tener suficientemente distinto del primero, pues el primero es la
adscripción de cosas externas, mientras que la manera de poseer de las operaciones
62
Escribí hace unos años un trabajo que tiene ese título: "Tener y Dar", publicado, en parte, como un
comentario a la Laborem exercens, la primera encíclica sobre temas de doctrina social que ha publicado Su
Santidad Juan Pablo II. Estudios sobre la laborem exercens, BAC, Madrid 1987. Mi contribución ocupa las
páginas 201-250.
63 Aristóteles, Ética a Nicómaco, IV, 1, 1122a 14 ss.
intelectuales es justamente inmanente. Es la obtención de ideas. Conocer es el acto de
poseerlas: así lo ve Aristóteles. Es un tener mucho más intenso que el tener corpóreo, que
simplemente es una adscripción. Y por encima de estos dos modos de tener, está un tercer
modo que perfecciona los principios operativos espirituales del hombre, la inteligencia y la
voluntad. Y este tercer modo de tener es el que Aristóteles llama hábito. La tenencia habitual
es justamente la tenencia según las virtudes (o según vicios).
De manera que todo lo que hemos ido sacando a relucir apoyándonos en hipótesis
científicas, y aludiendo a la temprana intuición de Sócrates, está recogido por Aristóteles64.
Aunque Aristóteles no sabe nada de la evolución, su mente es suficientemente certera para
darse cuenta de qué es lo original y lo diferencial del cuerpo humano si se compara con
cualquier otro. La rúbrica general de nuestra naturaleza es el tener, aunque no se trata de un
tener unívoco o de un único modo de tener; porque es evidente que no es lo mismo tener
virtudes que tener inmanentemente, según la operación del conocer, o tener en la forma de
adscripción de cosas a un cuerpo. No es lo mismo y sin embargo todas son formas de tener.
Precisamente por eso, el que pretenda aumentar exclusivamente las tenencias corpóreas, lo
haría en detrimento de otras dimensiones o capacidades: de otras maneras de tener que son
propias del ser humano. Y algo semejante ocurriría si uno quisiera solamente tener en cuenta
el modo de tener cognoscitivo, o bien obtener virtudes despreciando las operaciones del
conocimiento, o excluyendo el tener corpóreo.
Es cuestión de comprensión sintética. El tener hay que comprenderlo según su triple
modalidad y advirtiendo que las formas de tener se apoyan unas en las otras. Por eso hay que
considerarlas a todas. Así se evita la valoración peyorativa del tener, aunque es preciso
distinguir el ser del tener; no hay razón para oponerlos, como si el hombre pudiera ser sin
tener o al revés.
Gabriel Marcel sienta esa contraposición de una manera no del todo justa 65. La filosofía de
Marcel vale como denuncia de algunas de las hipertrofias de la actitud posesiva del ser
humano, hoy demasiado evidentes: el consumismo, el egoísmo individualista. Tener sólo
para sí, sin querer compartir, es malo. Pero desde el punto de vista estrictamente filosófico,
negar o lamentar que el hombre sea capaz de poseer en muchos niveles y de diversas
maneras, va contra la realidad. La ética es todo lo contrario de la utopía. Contraponer el ser
al tener es utópico. Una formulación crítica utópica es demasiado irrealista y para la ética un
peligro de desconcierto.
La ética se atiene a la realidad o se esfuma. No se puede pretender mejorar al hombre
alentando una esperanza ilusoria. No es serio aspirar a un ideal ético dejando a un lado la
naturaleza humana; eso conduce al desánimo; y como el tener es estrictamente peculiar de la
naturaleza humana, la ética se ha de ocupar del tener, pero reconociéndolo, no
denunciándolo. Descalificar las aspiraciones a poseer es un desatino, porque son naturales al
hombre. Son malas las exageraciones, y en este sentido conviene tener en cuenta la
distinción de ser y tener. Si el hombre quisiera reducir su ser al tener, y sobre todo al tener de
cosas externas a él mismo, se alienaría, sacrificaría su naturaleza a algo distinto de ella, se
subordinaría a algo inferior al espíritu. Pero no se puede desconocer que el espíritu es capaz
de tener - aunque su manera de tener sea distinta de la corpórea- . La intención del
planteamiento presente es hacer ver que, siendo la ética inherente al hombre, versa, ante
todo, sobre sus distintas dimensiones posesivas en tanto que éstas son caminos para el
64
65
Por ejemplo, cfr. Aristóteles, Categorías, 4, 1b, 25-27.
Marcel, G., Étre et avoir, Montaigne, París 1935.
despliegue esencial de su ser personal, que es libre y donal.
Tener corpóreo
El Estagirita afronta el asunto de una manera muy completa. Su pretensión es dar razón de
algunas posturas sostenidas por sofistas importantes, quitando el énfasis erróneo que
implican.
Aristóteles habla del tener corpóreo cuando se ocupa de Protágoras. Protágoras formuló una
tesis muy famosa según la cual "el hombre es la medida de todas las cosas" (pantôn métron
ánthropos)66. La sentencia de Protágoras ha sido transmitida y comentada por varios
filósofos y doxógrafos griegos.
El hombre es la medida de todas las cosas que hace y de las que posee. Eso es lo que
Protágoras quiere decir, no la medida del universo. El hombre es capaz de poseer con su
cuerpo, en el sentido de una adscripción y en el sentido de una producción. En este sentido,
dice Aristóteles67, entendido de esta manera, en principio, el dictum protagóreo no es falso.
A veces se ha rechazado: concretamente Platón, sobre todo en Las Leyes 68, reaccionó
fuertemente contra esta sentencia diciendo que la única medida de todo es Dios69; el hombre
no es la medida de nada. Esta tesis es una exageración platónica70.
Aristóteles dice que lo único que significa esa frase de Protágoras es que el cuerpo humano
es capaz de tener. Como tener es ékhein, a la tenencia por parte del cuerpo Aristóteles la
llama héxis.
Pero esta héxis no es el hábito en el sentido de virtud, y Aristóteles los distingue
taxativamente cuando dice que es un accidente exclusivo del cuerpo humano71. Recuérdese
la teoría aristotélica de las categorías. Hay muchas substancias con accidentes; pero sólo la
substancia humana es capaz de este accidente: el hábito corpóreo, la adscripción de otras
cosas a su cuerpo. Aristóteles acepta que el hombre es la medida de las cosas porque en tanto
que el cuerpo humano es capaz de poseer, es el modelo o la medida de lo que tiene; por eso,
dicho accidente, la héxis categorial de lo corpóreo, es una relación entre una cosa externa y
el cuerpo humano. En esa relación, el centro de referencia es el cuerpo. La cosa está
finalizada por el cuerpo, queda subordinada a él, y, por tanto, decir que el hombre es la
medida de todas las cosas prácticas, de todas la cosas que puede tener en la mano, no tiene
nada de extraño ni tiene por qué escandalizar, puesto que es verdad. Lo malo es que esa
relación posesoria se invierta. Por lo demás, si no existiera, tampoco existiría el género
homo.
66
Esta frase se encuentra en uno de los fragmentos de su obra Sobre la verdad, que nos ha llegado incompleta;
Diels, 80b, 1. Platón, Teeteto, 15, 1e -52a.
67 La sentencia de Protágoras es enfocada epistemológicamente por Aristóteles en Metafísica, 1053a 35ss y
1062b 11-15. Sobre el hábito categorial véase Categorías, 15b 17-33.
68 Las Leyes es una de las obras de Platón más complicadas y prolijas, cuyo destino editorial se ignora. Parece
una obra de vejez escrita para uso de sus discípulos en la Academia, un destino distinto del de los diálogos
exotéricos.
69 Platón, Las Leyes, 416b y ss.
70 El error de Protágoras consiste en excluir la providencia divina del mundo que el hombre construye y posee.
Ese mundo es obviamente la técnica en sentido amplio. Ya he indicado que ninguna modalidad posesiva
humana es independiente.
71 Cfr. Aristóteles, Categorías, 15b 17-33.
El vestido, por ejemplo, es algo tenido por el cuerpo humano; un anillo es también algo
tenido por el cuerpo humano. Se podrían multiplicar los ejemplos. Los trajes hay que
hacerlos a medida, y ¿cuál es la medida del traje? El cuerpo. El hábito categorial es esa
relación de concordancia de lo tenido por el cuerpo humano en tanto que se subordina al
cuerpo humano. Es evidente que la tenencia de cosas exteriores por parte del cuerpo sería
perjudicial si las cosas no se adaptaran al cuerpo, si las cosas no se hicieran a medida del
cuerpo, como se muestra en el lecho de Procusto, aquel tirano que tenía una cama en la que
torturaba a sus enemigos: si alguien era más grande que la cama, le cortaba los pies para
hacerlo a la medida de la cama, y si alguien era más pequeño que la cama, estiraba sus
miembros, los descoyuntaba. Eso es una barbaridad: el hombre no tiene que adaptarse a las
cosas materiales, sino todo lo contrario: debe adaptar las cosas materiales a lo que él tiene de
material, es decir, a su cuerpo.
Aristóteles añade enseguida otra observación72: para que el cuerpo humano pueda poseer
cosas externas es menester que no esté terminado, porque si estuviese completamente
terminado, no podría ser el centro de adscripción de cosas distintas de él. Es necesario que el
cuerpo humano sea potencial.
Así, pues, Aristóteles ha descubierto lo mismo que la teoría de la evolución: en el proceso de
hominización la adaptación del cuerpo no tiene lugar, no es ése el sentido de la evolución
cuando se trata de la hominización, sino más bien todo lo contrario. Sólo un cuerpo potencial
puede ser completado por tenencias exteriores: lo que tiene de potencial ese cuerpo funciona
como medida en cuanto que él mismo actualiza el valor completivo de las cosas que se
adscribe. Una serie de observaciones que repite Tomás de Aquino ilustran este asunto: ¿se
puede hablar de vestido cuando se trata de un animal? No, porque el cuerpo animal está
terminado. No se puede decir que la piel del animal sea un accidente, una cosa exterior al
animal poseída por el cuerpo animal, sino que la piel del animal es una parte natural de su
cuerpo. En cambio, si esa piel se curte y con ella el hombre se abriga, entonces es tenida por
el cuerpo humano.
En un libro de un etólogo moderno73 titulado en español El mono desnudo se repite que es
característico del cuerpo humano lo que podemos llamar la desnudez; en cambio, no se
puede decir que un animal esté desnudo. La desnudez quiere decir, por una parte,
justamente, que el hombre no tiene un cuerpo completo, sino un cuerpo inadaptado,
sumamente potencial. Pero un cuerpo desnudo puede ser vestido: y en cuanto que es vestido
se transforma en medida, la impone, subordina a él el vestido, la cosa externa.
Desde el punto de vista filosófico —dentro de una doctrina filosófica muy completa como es
la de Aristóteles—, el significado del proceso de hominización se cifra en la tenencia
corpórea; tenencia que, insisto, significa dos cosas: primero, que el cuerpo es potencial; y
segundo, que el cuerpo humano es capaz de adscribirse cosas, es decir, que el cuerpo
humano posee. Un vestido es tenido. Hay señoras aficionadas a tener perritos: al perrito le
colocan una manta o un abrigo, pero enseguida se ve que esa manta no es un vestido; si se
compara cómo está añadida al cuerpo del perro con la manera como un traje está añadido al
cuerpo de un hombre, la diferencia aparece con toda nitidez. Si uno tiene un poco de sentido
común, y un poco de sentido filosófico, se ve que no hay ninguna relación estrictamente
72
"Porque el cuerpo es lo que está en potencia." Aristóteles, De anima, II, I, 413a 2.
Morris, Desmont, Naked ape. A Zoologist's Study of the Human Animal, 1967 (El mono desnudo, Plaza &
Janés, Barcelona, 1972).
73
posesiva entre la manta superpuesta al cuerpo del animal y el cuerpo animal mismo.
Si se quisiera poner una sortija a un perro, tampoco eso tendría un sentido posesivo. Un
cuerpo animal no posee nada, sólo el cuerpo humano posee en sentido propio. Posee de una
manera que se puede ilustrar con los ejemplos del vestido y el anillo. Pero la observación se
debe extender a todas las cosas que el hombre hace; todos los artefactos que el hombre
produce quedan adscritos a su acción: todos ellos. Por ejemplo, la habitación en que estamos
es tenida por nosotros, y es tenida corpóreamente.
El habitar como adscripción
Para resumir lingüísticamente este asunto, diremos que el hombre habita. Habitar significa
estar en un lugar teniéndolo. Los animales no habitan: el único que habita un mundo suyo es
el hombre: y lo habita en la misma medida en que establece en las cosas referencias a su
cuerpo, según las cuales su cuerpo las tiene. Todo habitar es tener, y si el hombre habita es
porque es un "habiente". La base de ello es justamente que su cuerpo es capaz de adscribirse,
de un modo progresivo, cosas del mundo externo, y también un mundo que él mismo
produce. El hombre es un productor de mundos. Por eso el espacio humano no es el físico.
Nuevamente recuérdese la frase de Protágoras, "El hombre es la medida de todas las cosas".
¿De qué cosas? De cosas naturales y de artefactos; el hombre es señor - con las limitaciones
del universo físico -. El hombre puede ir incluso a la luna: aunque sea en unas condiciones
muy peculiares, el hombre puede llegar a ser habitante de la luna. Esto quiere decir tener la
luna. El hombre tiene casas, porque las construye; campos, porque los cultiva; en definitiva,
porque se los adscribe. El derecho de propiedad es natural - suelen decir los estudiosos del
Derecho -. El hombre es propietario: el derecho de propiedad surge de que el hombre es un
ser que habita.
Nótese la abundancia de fenómenos humanos y de problemas éticos que con esto se
muestran. Una ciudad es corpóreamente poseída; pertenece al hábito categorial del que habla
Aristóteles. El hombre no es sólo habitante de la superficie terrestre, sino que incluso puede
surcar el mar en una nave: ser habitante en el mar. Para los griegos es un modo peligroso de
poseer, pero no deja de serlo. También puede surcar el cielo, y eso es un modo de tener el
aire (un temporal es algo no tenido por el hombre, sino sufrido por él). Pero de todas
maneras de la lluvia el hombre se apodera. También la lluvia pasa a ser del hombre en tanto
que es aprovechada para que crezca un cultivo74.
Visto filosóficamente, eso que se llama mundo humano, o mundo técnico, es posible
justamente porque el hombre tiene según su cuerpo, que es potencial. Es decir, un cuerpo
capaz de establecer relaciones de producción y de tenencia.
La antropología y la sociología enteras de K. Marx son una glosa del hombre como
habitante: lo muestran su interpretación del trabajo como único creador del valor, su idea de
la explotación y la teoría de la plusvalía75. La antropología de Marx es materialista porque se
limita a considerar el hábito predicamental, es decir, la posesión corpórea. Marx no tiene en
74
El hombre posee en cierto modo la tormenta al construir el pararrayos. Repárese que el beber agua y el
respirar no corresponden al hábito categorial.
75 La teoría del trabajo y la plusvalía se encuentran expuestas principalmente en el Manuscrito económico y
filosófico de 1848 y en El capital, publicado en 1867 en Hamburgo.
cuenta otras dimensiones u otros modos del tener humano. Nótese que desde Aristóteles, o si
se prefiere desde Pitágoras, o mejor, desde la formulación sistemático-filosófica que hace
Aristóteles de la sentencia de Protágoras, queda neutralizada la pretendida originalidad de
Marx.
Feuerbach dice que el hombre debe desalienarse recuperándolo todo: eso es una filosofía del
tener76. Feuerbach es un sensista, pues el tener en definitiva se resuelve para él en el tener
corpóreo. El tener corpóreo humano no es despreciable de ninguna manera; pero quedarse
sólo con él afecta a la integridad del hombre, porque el hombre no sólo es un cuerpo, no sólo
es un habitante. Piénsese lo que dice San Pablo: "Esta ciudad que habitamos no es
permanente". Esperamos una morada eterna: la resurrección de la carne. Un cuerpo
resucitado será un cuerpo habitante. ¿De qué? Sin duda, de un mundo enormemente superior
al actual. Pero de un mundo relacionado con un cuerpo. Por eso se suele sostener que el cielo
es un lugar desde el punto de vista corpóreo. Y también el Señor lo decía: "Iré a preparar
unas moradas para vosotros"77.
Propiedad
El carácter habitante del hombre contiene muchas dimensiones éticas que ahora se pueden
afrontar con más precisión. Por ejemplo, es posible proponer una ética filosófica de la
propiedad, porque hemos averiguado que ser propietario es inherente al habitar. El hombre
es capaz de tener cosas, y como el tener corpóreo no es un tener aislado, porque el cuerpo
está unido al alma, y la sustancia humana a la persona, el carácter posesivo del cuerpo
humano es comunicado a las cosas que posee como una cierta efusión. Ya he dicho que la
persona es manifestativa.
Pero hay más. El hombre no se limita a tener cosas, sino que comunica esa tenencia a las
cosas que tiene. Existen relaciones de lo tenido, que son también intermediales, según las
cuales siempre un utensilio humano remite a otro. Hasta cierto punto, las cosas que el
hombre hace se poseen entre sí: constituyen una especie de entramado relacional. No es
solamente que el hombre tenga cosas, sino que las cosas que tiene constituyen un plexo. Por
eso existe un mundo humano.
Decíamos antes que el hombre no se adapta al ambiente. Añadimos que el hombre tiene un
mundo propio. Que exista un mundo humano quiere decir que existen correlaciones entre las
cosas que el hombre hace; las cosas no solamente están adscritas al cuerpo; es decir, el
hombre es un habitante en tanto que refiere cosas a sí mismo según su corporalidad, pero
también es habitante en la misma medida en que es capaz de establecer relaciones entre las
cosas que él tiene. Este segundo aspecto del hábito categorial fue vislumbrado por un
escolástico español que se llama Juan Sánchez Sedeño78. En nuestro siglo quien mejor lo ha
desarrollado es Martín Heidegger. En Ser y Tiempo, su primera gran obra, los primeros
capítulos son una glosa de lo que él llama ser en el mundo, que es exactamente lo que
entendía Aristóteles por héxis categorial, y lo que entendía Protágoras por "ser medida de
todas las cosas".
76
Esta doctrina se encuentra desarrollada a lo largo de la obra La esencia del cristianismo.
S. Juan, 14, 2.
78 Sánchez Sedeño se ocupa del hábito categorial en el Libro VI de su Exposición de la lógica de Aristóteles,
Salamanca 1600.
77
Dando a esas cosas, de que se es medida, relaciones de instrumentalidad entre sí, se
constituye un plexo. La complexión de útiles no se puede escindir; aislar un útil, un
instrumento, del complejo de instrumentos, es anular su carácter de tal. Por eso, la propiedad
privada es de derecho natural; pero no es absoluta, porque lo que cada uno puede poseer
pertenece a un plexo, a una totalidad. (Heidegger emplea la palabra Ganzheit.)
Se podría describir el plexo tomando como ejemplo el martillo. El martillo es para clavar, es
decir, el martillo es un instrumento que el hombre tiene en la mano; es algo tenido en un
sentido activo, más activo que el traje - que también es tenido en un sentido activo: para
protegerse del frío -. Pero el martillo remite al clavo; si no hay clavos, el martillo no sirve
para nada. Y el clavo remite a la madera. Si no hay algo que unir o ensamblar, los clavos
tampoco tienen sentido. Lo que se haga martilleando clavos en madera, por ejemplo, una
mesa, requiere, por otra parte, que la madera haya sido cortada y aserrada, y luego acoplada
con clavos, o con instrumentos semejantes. La mesa a su vez, ¿para qué es? Para colocar
cosas en ella. La mesa es para colocar la vajilla, y la vajilla toda ella también remite entre sí:
los tenedores, la cucharas, los platos, todo eso presenta relaciones de interdependencia, de
interconexión. Y ello es peculiar de todo el mundo humano, y con mayor intensidad de
sectores suyos.
El mundo humano es característicamente un plexo. La propiedad privada se refiere a él.
Cabe un uso virtuoso y cabe un uso vicioso de la propiedad privada entendida como una
institución ya regulada por el derecho. Si la propiedad privada es tal que va en contra de la
totalidad del plexo de útiles, si es una adscripción que empobrece la completitud medial,
entonces es injusta, y su ejercicio vicioso; asimismo, si la propiedad se atribuye sólo a unas
pocas personas, se atenta contra su sentido ético natural.
La sociedad se corresponde con el mundo humano. Las relaciones sociales son posibles por
las adscripciones y por las interrelaciones; así aparecen tipos humanos caracterizados por los
llamados "roles". Un rol social es el desempeño de ciertas funciones relativas al
mantenimiento de la complexión medial. Como se requieren zapatos, hay el rol de zapatero;
así se configuran los oficios humanos. Oficio viene de la palabra latina officium, que
significa deber, aquello que se debe hacer. Este deber no es sólo jurídico: es moral. Aunque
no es la única, es una obligación moral perfeccionar el plexo medial. Desde luego, es
obligado mantenerlo, no dejar que se empobrezca o que se arruine. El hombre debe emplear
una gran gama de sus energías en el mantenimiento de su mundo, que es un mundo común
porque consta de muchas instrumentalidades relacionadas. Estas instrumentalidades
interrelacionadas se corresponden con las actividades de una multitud de personas humanas,
para las cuales ese mundo es común: una parte del bien común.
Las cosas humanas son tenidas en común, aunque por motivos funcionales se adscriban a
unos individuos o a otros; y eso es la propiedad. La propiedad es relativa. La formulación "el
hombre es absolutamente propietario de útiles desde el punto de vista individual" es falsa.
En rigor, la propiedad es institucional, no individual. Hay muchos defectos de organización
social que se deben a no tenerlo en cuenta. El dictamen sobre esos defectos es de índole
ética; pero está apoyado en las características complexivas del mundo humano. En el mundo
humano pueden aparecer muchos fenómenos antiéticos, por ejemplo la marginación. A una
persona a la que se le diga: "Usted no tiene absolutamente nada que hacer, usted es un inútil
completo, no le acepto como cohabitante, sino que le expulso o neutralizo: usted se queda
ahí pero no hace nada", se le margina del mundo humano.
Gran parte de los derechos humanos, tal como están formulados, están referidos a esto. Por
ejemplo, son derechos del que habita, del ser humano en tanto que corpóreo, el derecho a
desplazarse, a cambiar de habitación, a la libre circulación en un territorio.
Ha existido hasta hace poco una radical negación de este derecho en la antigua Unión
Soviética. En ella no había derecho a cambiar de domicilio, sino que el hombre estaba
adscrito a un lugar y para poder desplazarse dentro del país necesitaba un pasaporte o la
autorización de un funcionario. Voy a relatar una anécdota ocurrida hace unos años hablando
con unos ciudadanos rusos soviéticos (la tomo, adaptándola, de C. Moeller).
Preguntaron los rusos:
- ¿Tienen ustedes por casualidad vacaciones?
- Sí, tenemos vacaciones.
- ¿Y qué hacen ustedes en las vacaciones?
- Pues miren - uno que vivía en Madrid dijo -: yo me voy a Málaga, que está a unos
500 km. de Madrid.
- ¡Ah!, o sea que recorre usted 500 km., y ¿cómo lo hace?
- Pues con un automóvil.
- Entonces hay carretera hasta Málaga.
- Sí. ¿En Rusia no hay carreteras?
- Pero, un momento, ¿le basta para llegar llenar el depósito de gasolina?
- Sí, o tomo gasolina en el camino en una estación de gasolina.
- ¡Cómo!, ¿o sea que hay estaciones de gasolina en las carreteras?
- Sí las hay, y si quiero o me falta gasolina, la compro en la gasolinera.
Entonces concluyeron los ciudadanos soviéticos:
- Nos está usted mintiendo. Eso es imposible...
¿Por qué imposible? Porque la idea de que un occidental fuera de vacaciones en automóvil,
es decir, que cambiara su domicilio sin pedir permiso a nadie, no la entendían - ellos no lo
podían hacer y les resultaba difícil concebirlo - porque vivían en un mundo compartimentado
(inhumano). Además, que hubiese carreteras transitables y muchos automóviles y
gasolineras en medio del campo era todavía más insólito, porque las gasolineras situadas a lo
largo de las carreteras comportan la descentralización comercial; es decir, que no es
necesario comprar los alimentos en los grandes almacenes centrales (otra manera de
adscribir a la gente al territorio). Si no hay un sistema comercial que permita trasladar
productos de un sitio a otro, los trabajadores de la gasolinera tendrían que ir al gran mercado
central a comprarlos. Ante ese cúmulo de inverosimilitudes, dijeron los soviéticos: "Nos está
usted mintiendo, nos está mostrando una situación imposible; eso no existe en ninguna
parte". Cosas como ésta pueden ser asunto de sociólogos, de economistas o de juristas, pero
en el fondo se trata de un problema ético.
El derecho de libre circulación es un derecho humano, precisamente porque el hombre es
habitante de un mundo. Cambiar de ocupación, de rol, dentro del plexo medial, es decir,
dentro del mundo, debe ser posible; lo contrario se toma como cosas de esclavos: el no poder
trabajar en otro lado es servidumbre. La libertad de trabajo es trabajar donde uno quiera.
Cambiar de ocupación o de lugar de trabajo, de empresa, es un derecho del ser humano,
precisamente por ese modo del tener que llamamos habitar. En la práctica, este derecho está
vinculado con otra cosa: ser capaz de cambiar de ocupación, de desempeñar otro oficio
requiere ser apto. Pero sin un sistema educativo adecuado, adquirir nuevos conocimientos es
difícil.
Pongamos un ejemplo: en España hay un problema bastante serio, que es el problema de los
mineros. En Europa hay excedentes de casi todo, y muchas de las minas de carbón españolas
que están en Asturias, en el norte de España, producen poco y caro, con vetas de carbón
estrechas o profundas. Ante la competencia de otras minas, mucho más productivas, parece
conveniente cerrarlas. Esto es la reconversión, palabra técnico-económica. Pero los mineros
(que son del orden de 20 ó 30 mil), en gran parte mineros de tajo, que trabajan extrayendo
carbón, ¿dónde se colocan si no saben más que hacer eso? ¿Qué derecho a la libertad de
trabajo tienen, cómo pueden cambiar de rol si no están capacitados para ello?
Son problemas de organización. Un minero ocupa un lugar en el plexo porque el carbón es
un utensilio, algo que el hombre utiliza en relación con otras cosas. El carbón es para los
altos hornos o bien para las térmicas; las térmicas son para producir electricidad; y la
electricidad para alumbrar o para mover un motor. Todo está relacionado. Por tanto, no se
puede decir que el carbón sea valioso, o útil, un instrumento humano, aislado: aislado no
sirve para nada; el carbón sirve cuando se le pone en relación con otras cosas. En el mundo
actual - en nuestro mundo, de finales del siglo XX - ha aumentado la complicación, la
densidad de las interrelaciones de un modo desorbitado; y organizarlas es difícil: se dan todo
tipo de disfunciones. Esta tarea es de índole ética. Evidentemente, es también asunto técnico,
pero, en rigor, es de índole humana. Por eso la tecnología se subordina a la ética. Puede
hacerse mejor o peor, lo cual tiene significado ético. No se crea, insisto, que la ética es un
añadido: lo atraviesa todo, no se puede formular ningún asunto humano sin que la ética salga
al paso.
El correcto funcionamiento de la economía implica lo ético, y cuando algo funciona mal hay
que afirmar que alguien no ha cumplido con su deber, o que ha habido cohecho o abuso, o
que alguien se ha quedado con todo, o que se ha tratado despóticamente los demás
considerados como pura fuerza de trabajo. Todo esto es problema de organización, pero es
también un problema ético.
Lo que mueve, el gran motivo para intentar organizar mejor el habitar humano es ético.
Pensar que el hombre se reduce al logro de objetivos tácticos es una equivocación profunda
y por tanto es éticamente incorrecto. Recuérdese la frase de Talleyrand cuando Napoleón, en
1804, mandó - abusando de su poder - a unos soldados suyos que invadieran un territorio no
francés para fusilar al Duque de Enghien. Talleyrand - que era uno de los ministros de
Napoleón - dijo: "Esto ha sido peor que un crimen. Ha sido un error".
El error y lo antiético están muy próximos. El error sobre el hombre, la falsa apreciación de
los fines de su actividad, da lugar muchas veces a comportamientos inmorales. El hombre es
débil y cede a solicitudes placenteras que no son correctas; pero los errores en la formulación
de la ética se deben a errores sobre su modo de ser. Por ejemplo, éticamente el marxismo es
incorrecto porque se basa en la absolutización del carácter de habitante del hombre. ¿Es un
error decir que el hombre es un habitante? No lo es. ¿Es verdad que el hombre sólo sea un
habitante? Es un reduccionismo ontológico muy grave.
Modos superiores de poseer
El hombre no sólo es un habitante según su tener corpóreo. También tiene según lo que se
llama operación inmanente. Lo describiré brevemente. Lo conocido está en el acto de
conocer, es tenido por él. No se podría construir un mundo humano sin esta otra posesión,
que es superior, más íntima, ya que lo conocido en tanto que conocido sólo está en el acto de
conocer; por lo tanto, no es una mera adscripción, como el tener corpóreo. El conocimiento
no se adscribe cosas, sino que lo conocido en tanto que conocido es idea, y en principio no
está más que en la mente. Con todo, aunque las ideas son tenidas por el acto de conocerlas,
con ellas se regula la conducta práctica.
El hombre no podría tener corpóreamente o tendría de un modo muy precario -como los
homínidos- si no conociera ideas. Tomás de Aquino79 lo dice taxativamente. "Al que actúa actuar es el ejercicio de actividades en orden a la constitución del mundo habitable - lo
primero que hay que pedirle es que sepa", porque a ciegas no se puede hacer nada. Si no
poseyéramos ideas, tampoco podríamos poseer cosas. En rigor, para que la posesión de un
traje, o de una habitación, sea una verdadera posesión, hace falta que se conozca; si no, sería
una posesión inconsciente, y no podría ser incrementada o transmitida.
También el conocimiento es susceptible de consideración ética. Hay vicios y virtudes
intelectuales. Los vicios intelectuales son fundamentalmente dos: la curiosidad y el error.
La curiosidad se describe como el afán por conocer cosas que no merecen ser conocidas 80.
Es un empleo ocioso del intelecto ocuparse de cosas insignificantes o poco pertinentes. Es
atentar contra la nobleza del intelecto, abierto al conocimiento de la verdad, restringirlo al
conocimiento de ruindades. Sin embargo, en este vicio se incurre con frecuencia: por
ejemplo, las conversaciones o chismorreos - femeninos y masculinos - en que se habla de
tonterías. Otros ejemplos de curiositas son el abrir la correspondencia de otro, la
murmuración o el dar crédito a simples rumores.
Los parloteos son un uso indebido de la mente y del lenguaje. Ocuparse de estupideces, los
pequeños comadreos, el tratar con énfasis cosas que no tienen importancia, es un vicio muy
extendido. Hay conversaciones entre gente joven dedicadas a naderías: que si fulanito se ha
comprado una moto", que "si esa moto tiene 250 cms. cúbicos"; vana ostentación mezclada
con alguna dosis de envidia.
En cambio, la afición de saber es hondamente humana; como dice Aristóteles, "todos los
hombres desean por naturaleza saber"81. El afán de saber es una virtud. Lamentablemente,
hay gente que se aburre o que desiste de conocer más por desconfiar de la capacidad de
alcanzar la verdad. Con todo, "la virtud está en el medio"82. Tampoco se debe exagerar en
esta materia; no conviene absolutizar el afán de saber de tal manera que con eso uno se
excluya del mundo práctico, o se olvide de las necesidades del prójimo.
El afán de saber es virtuoso cuando se trata de conocer cosas reales enjundiosas; si no lo son,
es curiositas. Elucubrar por elucubrar puede valer como entrenamiento; pero conformarse
con ello es un mal uso de la mente.
El error es un vicio de la inteligencia que se define como el atreverse a afirmar lo que no se
sabe, cosa que muchas veces hacemos: los pedantes hablan de lo que no saben con
seguridad: con eso se induce al otro a equivocaciones y ello es claramente malo. Por
desgracia, algunos periodistas propagan noticias sesgadas por un defecto de información.
Cabe un uso bueno o malo de la inteligencia en cuanto que es capaz de teorizar. Pero cuando
79
Tomás de Aquino, Quaestio disputata de virtutibus cardinalibus, q.un., a.1, c.
Tomás de Aquino, S. Th.,II-II, q.167, a.1 y 2.
81 Aristóteles, Metafísica, 980a.
82 Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1107a 6-8.
80
la relevancia ética del conocimiento se ve mejor es a la hora de su aplicación práctica.
Si uno sabe actuar, pero no actúa como sabe, defrauda por pereza. Es el hombre chapucero,
que no emplea todo su talento en lo que tiene que hacer o no acude a informarse
suficientemente para hacerlo mejor, si es que de momento no lo sabe. Aquí aludiré a un gran
tema: la conciencia moral en relación con el error. Actuar con conciencia errónea puede no
ser una falta moral si el error es invencible. Pero es ilícito actuar con dudas de las que no se
quiere salir, como el que dice: "Yo no estoy seguro de si esto es bueno o es malo; sin
embargo, lo voy a hacer; voy a actuar sin tener en cuenta todas las consecuencias previsibles
de mis actos, sino solamente unas cuantas: las otras las olvido."
Un caso claro es no tener en cuenta los efectos secundarios perversos; con frecuencia la
ignorancia es culpable, un cerrar los ojos ante el conjunto de consecuencias que se van a
seguir de una actuación emprendida de acuerdo con un conocimiento limitado, olvidando
aspectos integrantes de los efectos que va a tener la acción. Por ejemplo: "Vamos a verter en
este río residuos de una fábrica de papeles":
- Hay algo que tiene usted que pensar.
- No quiero pensar en ello.
- Tiene usted que pensar que con eso mata usted todos los peces del río.
- Eso no me importa, no lo tengo en cuenta.
Actuando de esa manera se estropea el plexo medial, puesto que, insisto, el habitar es
común, es la red total; si un hombre o un grupo humano, ejerciendo una serie de actividades,
perjudica a otros, o a otro tipo de actividades, por no emplear el suficiente conocimiento y
reducir su radio de intereses, ha incurrido en ignorancia culpable o en ignorancia afectada,
que muchas veces es lo mismo:
- No lo sabía...
- Lo debería saber; y por no enterarse ha provocado una catástrofe.
- Lo siento mucho, yo intentaba otro resultado.
Como es obvio, en la práctica es imposible preverlo todo. Por eso, la ignorancia inculpable
se corresponde con la llamada información incompleta. Sin embargo, al actuar es menester
un fuerte sentido de responsabilidad. No hay que ser presuntuosos: si no se sabe hacer una
cosa o no se está dispuesto a hacerla, dígase, o consúltese para superar esa ignorancia. En el
mundo de los negocios hay gente que se mete en ellos sin saber más que un postulado muy
elemental: que si uno consigue una cosa barata y la vende cara gana dinero. Con eso se cree
saber lo que es un negocio. Si se aduce:
- Es irresponsable ganar dinero sin incrementar el plexo de medios, el negociante
alegará:
- Esa observación es irrelevante en mi caso. Hay unos garbanzos muy baratos en
China: yo los compro y los vendo aquí tres veces más caros. He de aprovechar la
oportunidad.
La información privilegiada y las leyes del mercado permiten grandes negocios ocasionales.
Para acometer negocios con seriedad hace falta una alta formación, saber los efectos que con
ello se están produciendo en el plexo. En una importación ocasional, por ejemplo, hay que
tener en cuenta las consecuencias; se debe pensar: ¿a cuánta gente arruino de esa manera?,
¿estoy actuando en forma de dumping? Algunos negocios sólo son posibles si comportan
dumping. Pueden parecer provechosos, pero a la larga no lo son.
Hay actividades que, introducidas en un mundo, lo desarreglan. Aunque tengan alguna
ventaja particular, esa ventaja no paga el estropicio global que causan. Esa actuación ha sido
inmoral, injusta si se quiere. El economicismo es el uso descoyuntado de un saber parcial.
Es extraordinaria la importancia que tiene el conocimiento para la ética. No se trata de
proponer un intelectualismo ético; o de sostener que basta el saber que una cosa es mala para
no hacerla. No basta la inteligencia, porque interviene también la voluntad. Pero el
conocimiento es un ingrediente necesario para la acción, y si se niega el conocimiento
debido, se incurre en responsabilidad. Un alumno que amortice cinco años de su vida en la
carrera de derecho y sólo estudie un mes al año, está defraudando, aunque, por suerte, haya
aprobado, porque no se ha preparado para el ejercicio de su profesión por pereza, por no
estudiar. El estudio también tiene un sentido ético - no hay nada que no lo tenga -. Cabe
alegar que, así entendida, la ética es abrumadora. Todo lo contrario: la ética se ocupa de la
felicidad y señala sus condiciones inexcusables. En este caso no se trata de que uno durante
la carrera no haga otra cosa que estudiar, sino que el matricularse ahora y empezar a estudiar
dentro de siete meses es notoriamente antiético, y a medio plazo no felicitario.
El hombre como sistema libre
Aplicando al ser humano la teoría de sistemas, que a veces se emplea —aunque de una
manera reductiva —para fines organizativos, podemos distinguir, siguiendo a J. A. Pérez
López, tres tipos de sistemas: sistemas cerrados, sistemas abiertos y sistemas libres.
Los sistemas cerrados son aquellos que tienen sólo una situación de equilibrio; por tanto, son
capaces de reaccionar al estímulo de manera que se recupere el equilibrio. Son los sistemas
que estudia la mecánica.
Los sistemas abiertos son aquellos que son capaces de aprender y, por tanto, tienen más de
una situación de equilibrio, pues su aprendizaje tiene un sentido ascendente. Todas las
situaciones de equilibrio son correctas, pero unas son mejores que otras. Un caso especial de
sistema abierto es la evolución.
Los sistemas libres son aquellos susceptibles de aprendizaje positivo y negativo. El sistema
libre es el más complejo: es el sistema formado, en primer lugar, por cada uno de nosotros; y
en segundo lugar y de una manera consecutiva, por organizaciones o sociedades humanas.
Las personas libres, capaces de aprendizaje positivo (virtudes) y negativo (vicios),
interaccionan para constituir sociedades: y eso quiere decir que el hombre no es simplemente
individuo de la especie y que tampoco agota la especie. Por eso, la pluralidad de sujetos, de
personas, interactuando, forman sociedades. Las sociedades también son sistemas libres,
susceptibles de mejorar o de empeorar, de decadencia o prosperidad.
Estos tres tipos de sistemas no son exactamente excluyentes, ya que en el ser humano los tres
sistemas funcionan. Pero sería un error no admitir el tercer tipo y encerrar al hombre en el
primero o en el segundo, de acuerdo con el cual se formula la ideología progresista.
Evolución e historia son procesos diferentes que no cabe englobar en el mismo tipo de
sistema.
Si nos limitáramos a considerar al hombre como un sistema cerrado o un sistema abierto,
pero no como un sistema libre, habría muchas dimensiones del ser humano que no
entenderíamos. Formularíamos una antropología reduccionista, que confundiría al hombre
con el animal o con un ser simplemente natural o físico. Para evitar reduccionismos, es
menester justamente introducir la capacidad de aprender, de ejecutar acciones diferentes, y
admitir la alternativa virtud-vicio.
Siempre se ha de tener en cuenta que el hombre es sumamente complejo. Por eso, es
necesario formular la ética como una ciencia acerca del hombre, que en principio es
filosófica. Expresada en aforismos, elaborada a partir de Sócrates de manera intuitiva, y de
modo sistemático por Aristóteles, la ética es la ciencia que considera el hombre como
sistema libre.
Si el hombre no fuera un sistema libre, sino un mero sistema abierto - incapaz de empeorar -,
la ética no haría ninguna falta. Aunque también es claro que las sociedades pueden empeorar
o mejorar, sin embargo, las teorías que se han dado en la edad moderna para explicar los
cambios sociales suelen ser optimistas y entienden la sociedad como un sistema abierto. Es
el caso de la llamada teoría del progreso: "Siempre la historia, la sociedad, irá a mejor,
siempre conseguiremos más logros y una organización más humana". La doctrina del
progreso procede de la Ilustración, y todavía está bastante vigente, aunque ahora hay algunas
posturas entre filósofos, o intelectuales, que son una crítica a la teoría del progreso: teorías
catastrofistas, según las cuales "el aprendizaje histórico es siempre negativo; un antiprogreso
que destruye nuestras posibilidades de viabilidad, incluso ambiental". Ahora bien, un sistema
que por su propio funcionamiento empeore siempre y necesariamente, no existe en este
mundo; en todo caso, sería una de las posibilidades de un sistema libre siempre que no
pudiese cambiar de sentido la orientación del sistema: un sistema libre, que puede mejorar y
empeorar, si después de empeorar siguiera empeorando y no pudiese dejar de hacerlo, se
transformaría en la antítesis de sí mismo.
Un ser humano o una sociedad que entran en un proceso de aprendizaje negativo son
capaces, aunque con gran esfuerzo, de salir de esa línea. El que tiene conciencia histórica
conoce el florecimiento de las culturas y su decadencia; pero decaer no es necesario, no
constituye un tipo puro de sistema, es sólo una posibilidad de un sistema libre, una
eventualidad del sistema que a medida que se va estropeando no puede cambiar su
orientación sin convertirse.
La ética se mueve en la alternativa de lo éticamente positivo y de lo éticamente negativo virtudes y vicios, el bien y el mal -. El sistema que sólo tiene una situación de equilibrio es el
sistema cerrado; los demás tienen varias situaciones de equilibrio que pueden ir mejorando
con el aprendizaje; pero un animal no puede aprender negativamente (domesticado sí, pero
eso exige la influencia de un ser superior a él).
Equilibrio del sistema libre: la felicidad
Las situaciones de equilibrio del sistema libre son múltiples, más variadas que las del
sistema abierto, pues están afectadas por la intensificación del aprendizaje, y además por el
hecho de que éste puede ser de un signo o de otro. Según esto, se puede plantear el tema de
la felicidad, que es uno de los grandes temas éticos. La noción de felicidad se puede
entender, de acuerdo con este planteamiento, como el estado de equilibrio preferido. El
estado preferido por un sistema, si el sistema es libre, puede ser erróneo: eso es lo mismo
que decir que la noción de felicidad depende de las mismas características del sistema. En
efecto, un sistema libre no tiene en el tiempo un estado de equilibrio permanente: es el
sistema más dinámico y, por tanto, más abierto al futuro. Puedo pensar: soy feliz porque
tengo mucho dinero, aunque ese dinero lo haya ganado injustamente; o bien, no soy feliz del
todo porque en cualquier caso esas situaciones de felicidad son relativas: son estados del
sistema que siempre pueden ir a más o menos, a mejor o a peor. Es la inseguridad vital. La
ética se ocupa de reducir la inseguridad mejorando la capacidad evaluativa de las situaciones
positivas de equilibrio. Esta mejora es necesaria para la consistencia del sistema libre.
Los clásicos entienden por felicidad "la situación psicológica que se corresponde con la
posesión del bien deseado". Ese bien se desea por encima de cualquier otro o se considera
suficiente. Por tanto, es claro que la noción de felicidad equivale a la de situación de
equilibrio preferido. Santo Tomás desarrolló el asunto con la lucidez y el rigor que le son
propios. Afirma que si se trata de un bien que implique la posibilidad de perderlo (que es lo
que ocurre a todos los bienes materiales), no se puede decir que la felicidad sea completa,
pues no cabe ser feliz albergando a la vez el temor de dejar de serlo por la pérdida del bien.
La felicidad en la que pueda fallar el término de ella, es decir, el bien, no es entera; por tanto,
aquellos que ponen la felicidad, o la hacen consistir en poseer cosas materiales, no la
entienden ni la alcanzan. Se condenan a no poder ser completamente felices. Por
consiguiente, lo único que al hombre puede hacerle feliz es el bien imperecedero, y por tanto
inmaterial. El bien tiene que ser infinito, espiritual y eso es Dios: lo único que puede hacer
enteramente feliz al hombre es la posesión de Dios, gozar de El, porque Dios es un bien
espiritual incorruptible, eterno, y además infinito, que colma todos los anhelos del corazón
humano.
Esta consideración psicológica de la felicidad es bastante obvia, pero no conviene olvidar
que el hombre es un sistema libre. Sólo así se introduce correctamente con la felicidad una
noción plenamente ética: la noción de bien.
La felicidad abre el tema del bien; si el hombre no pudiera ser feliz, es decir, si no existiera
el bien, la ética tampoco tendría sentido. El bien se puede considerar como algo externo al
sistema libre, que se puede alcanzar y, por tanto, que se puede poseer; pero si la posesión del
bien es el primer tipo de tener, es decir, la posesión corpórea, no basta, porque no es
inmanente, y no se puede decir que se alcanza y se tiene el bien si no satura la capacidad de
entender. Un bien simplemente corpóreo es término de una tenencia instrumental y no es
exactamente final sino medial. Pero el bien pleno psicológicamente es el fin.
La consideración científica global de la ética consta de tres dimensiones. Ante todo, dos
grandes temas: los bienes y las virtudes. Debemos tener en cuenta que la ética de virtudes y
la ética de bienes no son dos éticas, sino dos dimensiones de la ética. Una tercera dimensión
de la ética es la ley, la norma moral. Por tanto, también cabe hablar de ética de normas. La
ética completa ha de ser una ética de bienes, de normas y de virtudes.
En esta vida no se puede alcanzar el bien eterno del todo (sólo tras la muerte corpórea). Es
preciso conducir la vida presente de una determinada manera con vistas a él. Así se
introducen las normas en la ética: desde la intención psicológica de alcanzar el bien supremo
que proporciona la felicidad. El bien eterno es el fin de la vida. Desde este punto de vista, la
ética consistiría en cumplir una serie de leyes: si se actúa de acuerdo con ellas, después se
poseerá ese bien; si no se actúa así, las acciones son malas, prohibidas, y el bien no se
alcanzará. Este planteamiento es correcto, pero demasiado sumario, y se presta a un
malentendido: inclina a pensar que el hombre no puede ser feliz mientras tiene que cumplir
normas, pues éstas le son molestas. Cumplir leyes morales no hace feliz ahora, porque son
sólo medios para conseguir el bien, sin ser enteramente coherentes con el bien. En rigor,
podía llegarse a pensar, como el positivismo normativo ético, que son condiciones arbitrarias
puestas por una voluntad enigmática. Entre la ética de normas y la ética de bienes se abre así
una dualidad. Según el voluntarismo positivista ético, las normas son medios - conditiones
sine qua non - sin justificación intrínseca, normas que podían haber sido otras; o, como decía
Ockham, "mala quia prohibita"83, las acciones son malas sólo porque están prohibidas, Dios
podría haber mandado lo contrario al Decálogo, y las normas de suyo no son ni buenas ni
malas. Por tanto, la ética de bienes no es la ética de normas, o su relación es arbitraria. Esta
postura, que no entiende la voluntad divina, y menos aún la voluntad humana, se menciona
porque destruye la complexión interna de la ética.
Bien y virtudes
Las virtudes fortalecen la capacidad humana de posesión del bien, y en ese sentido también
forman parte del bien, son buenas; por tanto, son imprescindibles para completar la
consideración psicológica del tema de la felicidad. Desde luego, es preciso que el bien sea
eterno, que no falle o se desvanezca, que sea infinito, que satisfaga todas mis aspiraciones o
todos mis deseos espirituales, que no haya nada superior a él. Si el bien no fuera así, no
podría satisfacer del todo la tendencia espiritual del hombre, que es potencialmente infinita.
Con todo, el bien puede ser espléndido, sumamente atrayente; pero si se trata de un sistema
libre, siempre queda la posibilidad de que el sistema libre diga: "lo quiero, pero no
completamente". El bien es amable, pero una cosa es que sea amable, y otra es que sea
necesariamente amado; por tanto, el mismo sistema libre ha de tener la garantía de que su
adhesión a él sea suficientemente firme: porque si no, no puede ser feliz: no por culpa del
bien sino por parte suya. Con otras palabras, no basta con que exista lo que al hombre le
puede hacer feliz. Hace falta también que el hombre sea capaz de ser feliz. Son dos
consideraciones coherentes: una sola no basta, no es suficiente. Es preciso que el sistema
libre sea capaz de alcanzar sin oscilaciones su estado de equilibrio supremo.
El hombre es capaz de ser feliz: todos lo sabemos, simplemente por la aspiración a la
felicidad, que es innata en nosotros. El que no seamos enteramente felices no quiere decir
que la felicidad no exista desde el punto de vista del bien: sin embargo, la felicidad podría no
existir si yo fuese incapaz de ser feliz, pues para ser capaz de ser feliz, admitido que existe el
bien supremo, es menester no sólo que me dirija a él o me lance hacia él con el deseo, sino
que cuando esté en su presencia esa conjunción sea tal que yo no pueda tener por mi parte
ningún temor a desistir, a desdecirme, desprenderme o aburrirme. No aburrirme quiere decir
que en mi adhesión a él no hay debilidad. Por tanto, ser capaz de ser feliz quiere decir que se
es capaz de amar. No es sólo poseer el bien, llegar a él, y que él se me dé sin que haya
ningún inconveniente por su parte en que yo lo posea. No basta con eso; es menester que mi
aferramiento o posesión sea también total. Dicha posesión inamovible es lo peculiar de la
tercera dimensión posesiva del hombre: la virtud.
Ética y virtud
Las virtudes morales fortalecen la voluntad: son hábitos perfectivos de la voluntad y, por
serlo, fortalecen la capacidad de adhesión de la voluntad, es decir, la capacidad de amar; en
cambio, los vicios empobrecen la voluntad, la estropean, y por tanto disminuyen la
capacidad de amar. Por eso, el que tiene vicios no puede ser feliz, o lo es muy poco porque
83
Ockham, G., IV Sent., 9; III Sent., 12.2.22.
puede amar también muy poco.
La ética no es unilateralmente la ciencia del bien; tampoco es sólo ética de normas o
meramente instrumental; la ética también se ocupa del amor, es decir, de la adhesión al bien
"que no falte el bien y que yo no le falte al bien". Pero si es preciso no faltarle al bien, el
cumplimiento de las normas no puede ser puramente fastidioso, como si fueran producto de
una voluntad arbitraria. Las normas ellas mismas también son amables, y así lo dice Tomás
de Aquino84; pero esto sólo se sabe cuando se tienen virtudes.
El hombre que no es virtuoso cumple las normas a regañadientes. En cambio - dice Tomás
de Aquino - el que es virtuoso las cumple con facilidad porque, en rigor, las normas son para
la libertad. Las virtudes aumentan la capacidad de ejercicio de la libertad - aquí se ve que un
sistema libre es superior al sistema abierto -. El amor es enteramente libre. No consiste
solamente en ser atraído por un bien inmenso que arrebata; de lo contrario, el hombre no
sería más que un sistema abierto. Eso lo dice a veces Aristóteles 85, pero no es muy coherente
con su ética de virtudes.
Ética estoica
En las doctrinas éticas no siempre se ha atendido a las tres dimensiones citadas y, en
ocasiones, se han escindido. Vemos algunos ejemplos. El primero es, justamente, aquella
postura ética que atiende sólo a las virtudes. Tal ética no es completa. Además, cuando se
quiere hacer una ética sólo de virtudes tampoco se tienen en cuenta todas ellas. Es el caso de
la ética del estoicismo, que tiene su primera aparición en el siglo IV a.C. y continúa hasta
finales del siglo III. El estoicismo aparece de nuevo en el Renacimiento y en el siglo XVI
(Montaigne); en España es fuerte la influencia de Séneca.
La doctrina moral de los estoicos está en íntima relación con su cosmología, que es un
materialismo panteísta dinámico: todo lo que existe es corpóreo y animado por leyes que
ellos consideran racionales o lógicas. Lo racional también es corpóreo. De eso se sigue que
esas leyes son necesarias, y que vinculan entre sí a todos los cuerpos. El lógos según el cual
las cosas acontecen se entiende como fatalidad y a la vez como fuego, que mueve y consume
(ello comporta la idea de eterno retorno: todo se repetirá siempre igual).
Entre los seres vivientes, el hombre es el que más participa del lógos. Está constituido por un
cuerpo y un alma, la cual, siendo también corpórea, es un fragmento del fuego cósmico, que
penetra el organismo vivificándolo. En el alma cabe distinguir varias partes. La central, a la
que los estoicos llaman hegemónica, coincide con la razón: tiene la capacidad de percibir y
de asentir. Además, como en todos los seres vivientes, en el alma existe la tendencia
constante de conservarse a sí misma, es decir, de apropiarse de su ser racional evitando todo
lo que es contrario (es lo que llaman oikeíosis). A partir de esta característica deducen el
principio de su ética.
Lo bueno, a diferencia de lo que pensaban los epicúreos, no es el placer —ni el mal el
dolor—, sino lo que conserva o incrementa nuestra racionalidad. Lo malo es lo que lo daña o
disminuye. A lo primero lo llaman virtud y a lo segundo vicio. Así pues, en sentido estricto,
84
Tomás de Aquino, S. Th., I-II, q.107, a.4 ad 2m et 3m.
Aristóteles, Metafísica, XII, 1072b 3. La libertad para el Estagirita sólo tiene que ver con los medios, como
se desprende del libro III de la Ética a Nicómaco.
85
la oikeíosis humana se refiere a la dimensión racional del hombre: todas las cosas relativas al
cuerpo son consideradas como indiferentes. Entre lo indiferente se cuentan el placer, la
salud, la riqueza, la reputación, etc., y sus contrarios.
Lo único que hace feliz al hombre es actuar de acuerdo con la virtud, la cual se posee entera,
o no se posee de ninguna manera. El que la posee es el sabio; el que carece de ella es necio.
El sabio se eleva a la altura de lo divino; el necio, en cambio, se ve siempre turbado por los
acontecimientos y las pasiones, que son los impulsos que alejan al alma de la razón: son
errores del alma. Es ésta la célebre apatía estoica. La felicidad comporta la impasibidad.
Como la compasión y la misericordia son pasiones, el estoico las considera propias del
hombre necio. Paralelamente, el cosmopolitismo estoico es frío y ajeno a cualquier
componente emotiva. En suma, el estoico no ama la vida: ni la propia ni la ajena; de él está
completamente ausente el entusiasmo.
Por tanto, la ética estoica es un intento de neutralizar el sufrimiento humano, una ética del
autodominio, que pretende hacer al hombre capaz de resistir los influjos que le afectan desde
fuera. La virtud estoica no mira a ejercer actos ulteriores, sino a la configuración de un
refugio interior. Ello se corresponde con la visión fatalista del universo: si yo mismo estoy
constituido internamente por la racionalidad del cosmos, sólo puedo aspirar a no sentirme
perturbado por nada. Si yo fuera capaz de iniciativa propia, es decir, si trascendiera el
universo corpóreo, podría enfrentar a la fuerza absoluta de la fatalidad. Pero este horizonte
está cerrado para el estoico. La virtud es la fortaleza negativa de desasirse de todo. El
estoicismo propugna la resistencia evasiva ante la adversidad86.
El estoico considera vergonzoso confesar cualquier debilidad o conmoción: por ejemplo, el
que tiene una gran herida en la cabeza, va al médico para que le cure y el médico le
pregunta:
- ¿Le duele a usted mucho?
- ¿En dónde?
Ese temple de ánimo que a la pregunta ¿le duele a usted mucho? contesta "si me duele o no,
no importa" pretende estar por encima del dolor. La fortaleza es una virtud clásica que figura
en el elenco aristotélico. Es una virtud cardinal y conviene tratarla bien, porque el estoico la
desvirtúa. Se suele decir que el estoicismo permite la duda universal de Descartes, así como
su distinción entre la res cogitans y la res extensa. Es el famoso dualismo cartesiano que
divide al hombre en dos: cuerpo y alma. Parece claro que esa distinción refleja la influencia
del estoicismo porque lo débil en el hombre es su constitución somática. Tomás de Aquino87
hace una observación pertinente: uno podría tener un fortísimo dolor sin que le llegara al
alma, un dolor no sufrido; experimentar dolor y el ser afectado por él son dos cosas
diferentes.
El dolor del cuerpo y el del alma son cosas distintas. Pero lo que mueve al estoico es la
búsqueda del no ser afectado por nada, no sólo por el dolor físico, sino carecer de toda
emoción, constituirse en un ser imperturbable. La ética que se refugia en la virtud - que sólo
atiende a las virtudes -, que aspira sólo al fortalecimiento humano, pierde de vista el bien y
obedece a la convicción de que no hay normas morales sino leyes puramente físicas.
86
El estoicismo de Montaigne es moderado y ofrece rasgos escépticos. La naturaleza es variable, lo que
permite no aferrarse a ella, aligerar la impresión de ser constreñido; para él la duda es una virtud.
87 Tomás de Aquino, Sent., 4, d.17, q.2, a.3; q.1c.
La ética estoica es una ética empobrecida, pues su única justificación es un falso supuesto
ontológico: el hombre como parte integrante de un universo asfixiante del que no se puede
separar de ninguna manera; por tanto, impera el miedo a la vida y se aspira a la indiferencia.
Un estoico diría: "Todavía no me ha sucedido ninguna desgracia, pero me sucederá en
cualquier momento"; el hombre debe ocuparse de los escasos bienes que están a su alcance,
pero sobre todo, ha de preparar su ánimo para sobrellevar la desgracia.
Hay gente desquiciada por mantener alguna tesis acerca del cosmos parecida a la de los
estoicos, sin ser siquiera capaces de adoptar una actitud ética. Frente a ellos el estoico tiene
un mérito relativo. El hombre moderno que no aguanta el sufrimiento no busca la
indiferencia estoica, sino algún procedimiento técnico, un control psíquico para los
desequilibrios que en la azarosa existencia acontecen. Así se desemboca en la llamada moral
del más fuerte: el hombre pretende librarse de la desgracia endosándola a los demás. Aquí la
indiferencia es un vicio: si los demás no me importan, yo me confundo con una fuerza
anónima.
Otra postura que tiene que ver con la reducción de la ética a la virtud es el maquiavelismo.
Hay dos Maquiavelos: el de El Príncipe (1513, editado en 1532), y el Maquiavelo de los
Discursos sobre la primera década de Tito Livio (1514-1521). El maquiavelismo que viene
de El Príncipe (que no era una obra destinada a la publicación, sino simplemente una carta
de recomendación que escribió a Pedro de Médicis) contrapone la fortuna a la virtud, y
propone una formulación dinámica de la virtud, que es la fuerza con la cual el hombre puede
competir con la fortuna. La fortuna es, justamente, aquello que está fuera de todo cálculo
humano, al igual que el cosmos estoico. Por eso, la fortuna prevalece al final.
Suele decirse que para Maquiavelo la moral no tiene valor; sin embargo, esta denuncia se
formula desde la ética de normas. La virtud maquiavélica no tiene que ver con las normas
morales, porque es justamente aquello con que el hombre se sobrepone a la fortuna. Es lo
humano frente al cosmos, que es pura fuerza imprevisible: yo no puedo vivir de acuerdo con
las normas morales ni con la fortuna. Maquiavelo propone una técnica sólo política porque
es anterior al intento moderno de dominar el mundo mediante el conocimiento de las leyes
físicas. Esa técnica se apoya en mi propio impulso, y en el cálculo de las tendencias
humanas. Por eso, su versión de la virtud viene a ser una derivación de la prudencia hacia la
astucia, que es el vicio correspondiente.
En suma, la descalificación de la ética de normas y de la ética de bienes (no hay bien
perfecto ni la norma moral es posible) se apoya en el fatalismo o determinismo. Por eso es
pesimista, e ignora que la virtud es una mayor capacitación del hombre para el bien. La
virtud estoica solamente anula el ser afectado por los acontecimientos y consiste en la
indiferencia. Y en el caso de Maquiavelo - que en el fondo es un estoico dinámico acometer empresas con mis propias aptitudes sabiendo que el hombre es inferior al cosmos.
Una ética sólo de virtudes es ilusa porque la misma virtud pierde su sentido y queda reducida
a una actitud rígida, donde uno se refugia. Pero, a su vez, una ética sólo de normas elimina la
noción de virtud y se limita a decir al hombre: compórtate de determinada manera. Ahora
bien, sin virtudes es imposible cumplir libremente las normas morales.
Ética racionalista
En la ética meramente normativa, la norma no sólo ha de ser susceptible de conocimiento,
sino que el ser conocida le es inherente, la constituye como tal, hasta el punto de que lo
inmoral es su desconocimiento: el conocimiento moral —la razón práctica— consiste
exclusivamente en ellas, y la vida moral se reduce a su cumplimiento. La antigua discusión
sobre las relaciones entre nómos y physis se decanta en favor del primero. El hombre es
realmente moral en términos normativos.
El normativismo ético es el racionalismo ético. Según esta postura, hay que cumplir la ley
porque se debe vivir de acuerdo con la razón; de lo contrario, se es irracional: se vive por
debajo de la racionalidad como un salvaje, como un ser no civilizado, no ilustrado.
Lo más coherente con este planteamiento es distinguir las normas morales de otros tipos de
leyes que rigen realidades diferentes de la conducta humana. Se desprende de aquí una doble
racionalidad: una de ellas se aplica a lo exterior al hombre, a lo que aparece, a lo
fenoménico; la otra es independiente de la apariencia y, por tanto, autónoma. La más
extremosa formulación de esta diferencia es propuesta por Kant. Sin embargo, la diferencia
tiende a atenuarse, porque de la acción humana se siguen resultados. Si se entiende que tales
resultados son el criterio valorativo decisivo, aparece lo que se suele llamar ética
consecuencialista: las acciones humanas no son buenas o malas en virtud de una racionalidad
ética a priori, sino a posteriori, es decir, desde lo que se sigue de ellas. Se contrapone así la
ética consecuencialista (o de la responsabilidad, como la llama Max Weber) a la ética
autónoma (o de las convicciones): actúo como debo, aunque perezca el mundo. En rigor,
dicha contraposición, no afecta a la ética integral (que tiene en cuenta las virtudes y los
vicios), sino a la ética solamente normativa.
Para la ética integral, la mayoría de las normas éticas son negativas: no dicen lo que tiene
que hacerse, sino lo que no se debe hacer: "no robarás", "no matarás", "no mentirás", "no
adulterarás". En cambio, las normas positivas no son normas concretas, sino principios
universales primeros: "haz el bien" admite una pluralidad de determinaciones (los primeros
principios morales no se concretan per modum conclusionis, sino per modum
determinationis: son determinables y no rígidamente concluyentes). La norma negativa, en
cambio, es concretamente obligatoria de suyo, porque contradice cualquier determinación
posible del primer principio moral, y porque su conculcación es viciosa: de ella se sigue una
consecuencia obviamente mala: estropea al actor (la ética consecuencialista es unilateral
porque ignora que de cualquier acción humana se sigue un doble resultado: el exterior y la
modificación interna que es el vicio o la virtud. Este segundo resultado es más importante
que el primero, pues de él depende la consistencia de las acciones posteriores). El
racionalismo pretende determinar en directo, rígida y estrechamente los principios morales.
Con ello presenta un flaco servicio al crecimiento moral. Se cuenta la siguiente anécdota: un
católico fue a confesarse y le dijo al cura:
- Padre, me acuso de haber matado.
- ¿Cuántas veces, hijo mío?
En cambio, un protestante fue a ver a un pastor - influido por el racionalismo - y le
dijo:
- Yo quisiera hablar con usted de mis faltas.
- Naturalmente que sí (si los católicos lo hacen, ¿por qué los protestantes no?).
- He matado a un hombre.
- ¡Cómo! ¡Un asesino! He de denunciarle.
Son dos posturas morales diferentes. En el normativismo ético lo permitido es obligatorio y
lo demás está prohibido. Pero hay que distinguir la normatividad negativa y la positiva: y es
positiva sólo cuando está en la entraña misma del desarrollo moral; por ejemplo, amar,
porque se puede amar siempre más.
La ley moral no es racionalmente determinista; si sólo se pueden hacer las cosas como dice
la ley moral, no puede crecer la capacidad de hacer. La norma moral integrada es "haz todo
el bien que puedas y como se te ocurra. Cuanto más crezcas en virtud, mejor lo harás: no te
detengas".
La castidad estaba bien vista en la moral victoriana, que es un ejemplo claro de ética
normativa, pero de una manera seca y como pura abstención de una función fisiológica. En
su sentido completo, "no fornicarás" no es mera abstención, sino usar la capacidad sexual sin
separarla del espíritu, porque el hombre es un ser espiritual sexuado y no sólo un macho de
la especie, ni la mujer una hembra y nada más. Como virtud, ser casto quiere decir
"desarrollo amoroso"; por tanto, no es sólo una norma, sino que arranca del principio moral.
Aislado, el normativismo ético es una petición de principio. Sin virtudes, el cumplimiento de
normas es inhumano y éticamente insuficiente. Prescindir del crecimiento moral y regir la
conducta por una razón fija degrada la norma convirtiéndola en un reglamento.
Naturalmente, dicha actitud se tenía que derrumbar - de hecho se ha derrumbado -; sin
embargo, de alguna manera se mantiene en lo que cabe llamar burocratismo, del que emana
una visión restrictiva de la ética.
Los bienes y las normas racionales rígidas no suelen ir de acuerdo. Según el normativismo
ético unilateral - racionalista - son bienes los que puedo alcanzar en la vida siempre que no
me salga de las normas. Pero no es así, porque los bienes son conocidos de una manera más
amplia. Por eso, el normativismo puede dar lugar a vicios, como la doblez o la hipocresía.
Por ejemplo, si el niño que está tocando el piano quiere merendar y se le contesta: "¡No, has
de seguir tus ejercicios hasta las ocho!", quizá acudirá a un subterfugio (si puede, usará un
artilugio para pisar el teclado y engañar al aya).
Bienes y normas
Hemos dicho que la ética se compone de tres partes o dimensiones inseparables. Si esas
partes se aíslan o se considera sólo una de ellas, la ética se desvirtúa hasta tal punto que
incluso esa misma parte que se toma en cuenta también se estropea: ya hemos visto que eso
ocurre cuando la ética se reduce a virtudes.
Las virtudes separadas del crecimiento humano y de la adquisición de bienes constituyen un
medio defensivo para una vitalidad que quiere eliminar las influencias externas, erigiendo
para ella misma una especie de búnker al que no llegan las afecciones del exterior. Con ello,
repito, las virtudes mismas pierden su verdadero sentido (las virtudes no están
principalmente para conseguir una individualidad sin pasiones), que sólo se descubre si no se
dan aisladas de las normas y del bien.
La segunda manera de considerar reductivamente la ética es atender sólo a las normas. Esta
ética es más bien moderna: se condensa cuando el hombre descubre leyes con su razón,
admite que esas normas o leyes racionales son lo único relevante y que el hombre debe
seguirlas justamente porque son racionales y le liberan de la ignorancia o de lo irracional que
hay en él. En la edad moderna hay un cambio completo en la noción de cosmos, respecto de
la postura estoica griega: el cosmos ahora es un mecanismo racional completamente
sometido a las regularidades que el hombre puede descubrir con su mente.
Después de Kant hay un acercamiento de las normas morales racionales a una idea científica
de la vida, no en el sentido de la inconmovilidad estoica, pero sí en el sentido de exigirle al
hombre un comportamiento estrictamente racional, de acuerdo con una racionalidad
reducida, porque la razón científica no es toda la razón (además, hoy está bastante discutida).
Entonces no hay lugar para las virtudes; en todo caso, el virtuoso es exclusivamente el fiel
cumplidor de las normas racionales, el hombre honrado que no se deja llevar por bajos
impulsos, sino que sigue una pauta austera. Efectivamente, cuando el sentido normativo de
la ética se configura en Occidente, está vigente un sentido austero de la vida. La burguesía,
dedicada fundamentalmente a actividades económicas, en aquella época tenía un sentido
severo de la vida; hoy no lo tiene ya.
Es característico de la edad moderna reducir la noción de virtud a la decisión de atenerse a
normas racionales y nada más. Los bienes se desligan de las normas y se trasforman en lo
que se suele llamar los valores vitales (el hombre moderno no renuncia a los bienes, pero su
acción está atrapada por su interpretación de la racionalidad; en cambio, su apreciación del
bien es más bien emocional. Aparece la noción de valor).
Mientras se diga que la ética consiste en las normas y nada más que en ellas, los bienes
vitales ya no serán coherentes: no siguen las reglas de la razón, sino que se presentan de otra
manera, formando lo que Husserl88 —con una intención más amplia— llamó Lebenswelt, el
mundo de la vida.
Ética hedonista
A medida que la austeridad de la primitiva clase burguesa va debilitándose como
consecuencia del mismo éxito de su actividad económica, es decir, del aumento de bienes
consumibles, la ética de normas racionalizada se va debilitando a favor de la preponderancia
de los valores de la vida: dicho más claro, de los bienes susceptibles de disfrute inmediato.
Es así como aparece lo que cabe llamar una ética sólo de bienes, una ética desmoralizada desde el punto de vista de las normas - que reacciona frente a la ética racionalista. En Platón
hay una prefiguración de este paso de una ética rigorista a una ética hedonista: es la famosa
distinción entre el régimen timocrático y el régimen plutocrático, que termina en la
democracia89.
Platón90 llama a la democracia "el gran bazar", donde se vende todo aquello de que la
concupiscencia humana se alimenta. Como la concupiscencia lo cubre todo, no se trata
solamente de bienes placenteros materiales; también hay una concupiscencia intelectual: el
vicio de la curiositas al que aludí anteriormente, el afán de novedades.
88
Die Krisis der europäischen Wissenschaften und die transzendentale Phänomelogie, Husserliana, IV, La
Haya, M. Nijhoft, 1962.
89 Platón, República, 545a y ss.
90 Platón, República, 557d.
El deslizamiento de la ética sólo de normas a la ética sólo de bienes va acompañado de la
descalificación de la ética racionalista. Una ética sólo de bienes es hedonista, en el sentido de
que el hombre pretende los bienes sin atarse a ninguna disciplina. Esos bienes se
corresponden con lo que los antiguos psicólogos llamaban el apetito concupiscible, distinto
del irascible. En una ética sólo de bienes, los bienes fáciles de obtener adquieren
preponderancia porque se han perdido de vista las virtudes y, por tanto, el camino hacia
bienes futuros, que son arduos, difíciles de lograr. La ley de los bienes placenteros dice: lo
que puedo disfrutar ahora no tiene sentido postergarlo. La ética sólo de bienes acorta no sólo
la conciencia histórica, sino la conciencia del futuro, la capacidad de proyecto. Es una
situación penosa, en la que encontramos a muchas personas que dividen su vida entre el
hedonismo y normas racionales.
El descubrimiento de normas racionales para la optimización del trabajo corre a cargo de un
americano llamado Taylor91. De ahí lo que se llama "taylorismo" : un sistema de producción
en cadena en el cual se especializan las actividades de cada uno de los escalones, que
terminan en el producto acabado. Así aumenta la productividad y disminuyen los costes. Es
la primera formulación racional de la actividad productiva que suelen llamar "economía de
escala", en que se producen grandes cantidades de productos homogéneos. De esta manera
se constituye una doble mentalidad, la del productor, dominada por la resignada aceptación
de reglas racionales sin las cuales no se puede hacer nada eficazmente, y la del consumidor
que usa todo lo producido. Por otra parte, lo placentero, lo que tiene el hombre más a su
alcance, son precisamente los bienes inseparables de su corporeidad, puesto que el placer,
como ya advertía Aristóteles, da lugar a una visión materialista de la vida. Una ética sólo de
bienes, precisamente porque es hedonista y corporalista, es una materialización de la vida
humana. El hombre está dividido a la manera cartesiana entre una res cogitans, que es la que
produce, y una res extensa, que es la que lo pasa bien o trata de pasarlo bien. En el
taylorismo se da un fuerte contraste entre la extrema especialización del productor y la
globalidad del consumo.
La ética de bienes es una ética reduccionista que desconfía de las normas; no hay más
remedio que aceptar normas, pero no porque tengan un valor ético, sino simplemente porque
tienen un valor útil. Las virtudes no tienen nada que hacer aquí porque las virtudes sirven
para estructurar la vida; pero si lo importante son los bienes inmediatos, estructurar la vida
está de más: el goce inmediato prescinde de la organización del tiempo de la vida. Mientras
que las virtudes son disposiciones estables, con las cuales se encara el futuro, los placeres
son efímeros.
El hombre puede crecer en muchas dimensiones de su ser, progresar e inventar muchas cosas
con su razón, pero no puede inventar placeres. La dotación de placeres que el hombre tiene
es fija; desde hace miles de años no se ha inventado más que un solo placer nuevo. Este
nuevo placer es la velocidad, curioso placer que el hombre no sintió antes de inventar
instrumentos que lo proporcionaran. Esto quiere decir que la dotación humana de placeres es
limitada. De aquí también el carácter inmediato de la ética del placer: "No dejes para mañana
lo que puedes hacer hoy", desde el punto de vista del placer sería: "No goces mañana, si
puedes gozar hoy." Prolongar el hambre es un sin sentido para un hedonista. Pero, a la vez,
sin hambre el placer de comer se apaga. Este problema ha preocupado a algunos pensadores,
por ejemplo, Goethe y Nietzsche.
Goethe92 decía "detente instante, eres tan hermoso". Esto es confesar que el placer no dura y
91
92
Taylor, F.W., The Principles of Scientific Management, Nueva York 1911.
Goethe, La tragedia de Fausto, primera parte, verso 1699: "Werd ich zum Augenblicke sagen: Verweile doch!
que el instante no se puede detener. Se puede decir detente instante, porque hay un afán
infinito en el hombre. La frase de Goethe es significativa al respecto, pero el placer es
pasajero; un placer constante durante toda la vida es imposible. Insisto, la dotación hedónica
del hombre es muy escasa si se compara con otras dimensiones según las cuales el hombre
crece; como el conocimiento, las virtudes; en cambio, el placer es un dato93.
Nietzsche hace filosofía del valor hedonista, y dice que "todo placer aspira a la eternidad"
(es lo mismo que dice Goethe). El placer tendría que ser eterno 94, pero la dotación de
placeres es precaria. Es ésta una de las limitaciones intrínsecas de una ética sólo de bienes; si
yo no aumento mi capacidad de bienes, no puedo aumentar mi felicidad. Nietzsche lo
apuesta todo a un juego en que a la larga no se gana.
El drogadicto trata de vivir siempre en el placer; pero esto no es un hecho moderno: las
drogas están descubiertas desde hace miles de años. No es un placer nuevo el de las drogas.
Además, sus consecuencias son conocidas. San Agustín hablaba del estragamiento que se
experimenta después de la orgía con que se procura exaltar y prolongar el placer. Por eso,
para Epicuro95 que era cuidadoso en este asunto, el único placer admisible es el
catastemático, que es la pura ataraxia. La ética epicúrea se aproxima en este punto a la
estoica. Todo placer intenso no compensa, porque hay que pagar por ese placer un
sufrimiento mayor; lo mejor son placeres tranquilos, placeres que no turben la serenidad del
alma. Hay que evitar el miedo a meterse en problemas: es mejor vivir escondido.
El que busca el placer y nada más realmente no está alegre, no goza, porque hace de él su
único negocio; adopta una actitud de seriedad frente al placer, porque si se le quita se queda
en una situación angustiosa.
De la insuficiencia de las tres formas de ética reduccionista se puede concluir la necesidad de
la ética completa. La ética completa es la ética de virtudes, de normas y de bienes en
reforzamiento mutuo. No tiene sentido hablar de virtudes sin normas, porque enfrentadas a
las normas las virtudes se crispan al modo estoico. Tampoco se aspira a bienes más altos que
los materiales si no se poseen virtudes. A su vez, separadas de los bienes, las normas son
inhumanas. Por consiguiente, o se acepta la integridad de la ética, o tan sólo se dispone de
éticas reduccionistas, parciales e inestables.
El ataque a la ética normativista por parte de los filósofos del valor96, o del bien, corre a
cargo en el siglo XIX fundamentalmente de Kierkegaard, Marx y Nietzsche. Los tres
coinciden en la descalificación de la razón teórica. Kierkegaard es el más radical.
Kierkegaard sostiene que quien se reduce al placer no tiene más remedio que tratar de
inventar nuevos placeres y por eso cae en una combinatoria absurda que le confina en la
superficialidad. Kierkegaard llama a este modo de vivir esteticismo97. El hombre estético se
du bist so schön!"
93 El placer sólo puede aumentar asociado a la virtud, pues sólo de esta manera no es un dato. A ese placer
creciente es mejor llamarlo gozo.
94 Esa eternidad es el tiempo, el gran telar de lo real, según una tradición que se remonta a Spinoza. El placer se
distingue del gozo lo mismo que el tiempo de la felicidad
95 En rigor, para Epicuro el placer se consuma en la ausencia de dolor. Usener, fragmento 397.
96 La crítica del racionalismo ético recorre el siglo XIX y fue formulada por los que se suelen llamar filósofos o
hermeneutas de la sospecha. Los descalificadores de la ética racionalista durante el siglo XIX tuvieron cierto
eco, pero no dieron lugar inmediatamente a la implantación de la ética hedonista, que es posterior.
97 O esto o aquello, volumen I, traducción española en Obras y papeles de S. Kierkegaard, IX, Madrid,
Guadarrama 1961.
contrapone al hombre ético, y por encima de este último se coloca el hombre religioso.
Estadio estético, estadio ético y estadio religioso son etapas de la vida. Carlos Marx
denuncia la ética como superestructura, debajo de la cual hay lucha y mentalidad de clases 98.
La interpretación de Nietzsche es mucho más violenta y calumniosa: la vida no es más que la
voluntad de poder99. Ahora bien, si esto es así, también la norma ética es voluntad de poder.
Pero si la norma racionalizada es también voluntad de poder - aunque disminuida -, entonces
en el fondo todo se reduce a valor vital condensado y transformado en impulso radical.
De una manera más débil, e inspirándose en Nietzsche - aunque nunca lo quiso reconocer,
pero Lou Andreas Salomé, que era amiga de ambos, lo advirtió -, Freud llama libido a la
voluntad de poder. Freud se equivocó, porque la vida hedónica interpretada como libido es
trivial o menos seria que interpretada como voluntad de poder. Por eso, actualmente
Nietzsche ejerce mayor influencia que Freud. El Postmodernismo es casi por entero una
glosa de Nietzsche. Sin embargo, el ataque a la ética de normas racionalista es muy fácil, de
manera que incluso la crítica de Nietzsche es superflua y además reducida, porque Nietzsche
ignora la virtud.
Nietzsche es un filósofo del valor: "más allá del bien y del mal"100 no significa más allá del
valor, porque para él lo fundamental es el valor. De todas maneras, un poco más tarde se dio
cuenta de que esto era insuficiente.
98
Marx, K., Anti-Dühring, I, 90, pp. 91-92.
Nietzsche, F., La voluntad de poder (n. 254), 3: "Mi fórmula es ésta: la vida es voluntad de poder."
Genealogía de la moral, Tr.3, n.28, final.
100 Jenseits von Gut und Böse. Vorspiel zu eine Philosophie der Zukunft, 1886. Nietzsche propone una critica
de la moral tradicional en términos de trasmutación de los valores. Ello comporta un sentido ascendente de la
vida: valores todavía por conseguir. Sin embargo, la noción de valor es un ambiguo sustituto del bien, por lo
mismo que comporta una descalificación de la ontología. Ello es patente en Max Scheler: los valores no son,
sino que valen. Heidegger ha desmontado esta noción por la razón apuntada, pero sin recuperar la integridad de
la ética.
99
Capítulo V
VOLUNTAD Y LIBERTAD
En un Libro de ética es inevitable referirse a la voluntad humana, aunque sea de un modo
sumario101. Como dice Tomás de Aquino, la voluntad es un asunto oscuro y difícil. En la
filosofía tradicional se le concede menos atención que a la inteligencia. A esto hay que
añadir que la noción de voluntad ofrece en la historia de la filosofía dos versiones: la griega
y la moderna. La diferencia entre ellas estriba sobre todo en que, mientras para los griegos la
voluntad es extremadamente potencial, por lo que no ejerce sus actos sin la intervención de
la razón, para los modernos a voluntad es espontánea, es decir, se pone en marcha desde sí
misma102.
El planteamiento moderno de la libertad
La espontaneidad de la voluntad alcanza en Kant una formulación muy madura. Es muy
notable su esfuerzo para mostrar la solidaridad entre voluntad y libertad dentro de su
planteamiento crítico. Como es claro, esa solidaridad es un modo de sentar la noción de
voluntad espontánea. Ya en la Crítica de la razón pura Kant especula sobre la libertad
trascendental, a la que llama también "libertad cosmológica". Sólo desde ella cabe montar la
libertad del sujeto humano, a la que Kant llama "libertad moral". Este es el cometido de la
Fundamentación metafísica de las costumbres y de la Crítica de la razón práctica.
La posibilidad de la libertad trascendental es abierta en la tercera antinomia, que se ocupa de
la representación de la libertad, la cual es problemática en un mundo físico completamente
determinado, es decir, sujeto a la causalidad mecánica. La tesis de la citada antinomia afirma
que la causalidad según leyes mecánicas no es la única de la que puedan derivar los
fenómenos. Para explicar éstos hace falta otra causalidad, por libertad, pues en otro caso,
jamás se completa la serie de las causas naturales que derivan unas de otras. Así pues, es
preciso admitir una causa absolutamente espontánea, que inicie por sí misma la serie de los
fenómenos.
La antítesis sostiene que todo cuanto sucede en el mundo se desarrolla exclusivamente según
leyes de la naturaleza. Si se acepta la causalidad libre se rompe la unidad del conjunto de los
fenómenos. En definitiva, naturaleza y libertad se distinguen como legalidad y ausencia de
legalidad.
La solución de esta aparente contradicción se encuentra al considerar que los fenómenos son
sólo meras representaciones, y que las leyes mecánicas no tienen una existencia en sí,
fundada fuera de nuestro pensamiento. Es al menos pensable un ser que al mismo tiempo
que naturaleza sea inteligible en sí mismo, y, por tanto, que la serie de las causas mecánicas
sea efecto de una causa inteligible. En suma, la libertad es una idea trascendental con la cual
101
Como dije en el Prólogo, me ocupo de la voluntad en un libro de próxima aparición titulad La voluntad y
sus actos.
102 Por ser potencial y, por tanto, imperfecta, Aristóteles no pone la voluntad en Dios. Ahora bien, para el
cristianismo Dios es Amor, y el amor es de índole voluntaria. La interpretación de la voluntad como causa
espontánea comienza en Duns Escoto, que llama a la espontaneidad perseitas. Sin embargo, la versión moderna
de la voluntad no es una buena interpretación del amor personal.
la razón piensa el inicio absoluto de la serie de los fenómenos. Con otras palabras, la libertad
es la causa en virtud de la cual algo sucede sin que la causa de ese algo sea determinada a su
vez por otra. Se trata de una espontaneidad causal pura, pensable, y, por tanto, sólo posible.
Pero aun siendo sólo posible, la idea trascendental de libertad sirve de fundamento de la
libertad práctica, la cual es atribuida directamente al sujeto en tanto que inteligible, no desde
el punto de vista teórico, sino desde el punto de vista práctico.
La razón práctica, en tanto que razón pura, garantiza la realidad objetiva de sus leyes al
captarlas en el factum del deber, es decir, en los imperativos que, para lo práctico, el hombre
formula. Se trata de un tipo de necesidad que no aparece en ninguna otra parte de la
naturaleza: es imposible que algo deba ser en la naturaleza de modo distinto a como es en la
realidad.
Para Kant, aquella facultad según la cual es posible obrar por la representación de la ley es la
voluntad. Y como para actuar así se exige la razón, resulta que la voluntad no es otra cosa
que la razón práctica. En tanto que plenamente conforme con la razón, la voluntad es
autosuficiente desde el punto de vista normativo: es autónoma. Y esto es lo único que,
propiamente hablando, es bueno103. La norma moral es un imperativo categórico porque la
subjetividad libre es capaz de atenerse a él por encima de cualquier otra aspiración o impulso
material. El imperativo categórico es la ratio cognoscendi de una ratio essendi104.
De esta breve exposición de la filosofía práctica de Kant cabe concluir que no es lo mismo la
voluntad como principio de acciones y como principio del imperativo categórico. En la
Fundamentación de la metafísica de las costumbres Kant confiesa que es imposible
determinar con absoluta certeza un solo caso en que se haya actuado exclusivamente en
función de la representación del deber. Lo que le interesa es resolver la pregunta de cómo es
posible el imperativo categórico, pero no cómo pueda pensarse la acción que el imperativo
ordena. Además, la norma moral tiene en Kant un destino ulterior: merecer la felicidad en la
vida futura (así se postula la inmortalidad del alma y la existencia de Dios). Kant pretende
distinguir la noción de felicidad merecida de la felicidad empírica. ¿Es el mérito autónomo la
condición de la felicidad? Sostenerlo sería una tesis pelagiana.
Voluntad nativa y felicidad
Aceptar que tenemos voluntad deja pendiente entenderla, lo que no es fácil. No es acertado
dar por resuelto el asunto (tenemos voluntad), y pasar a sacar las consecuencias de ello. Lo
procedente es detenerse en el estudio de la voluntad. Insisto: aunque sea indudable que
somos seres con voluntad, averiguar qué sea la voluntad es difícil. Es conveniente recurrir a
los griegos, puesto que ellos son los fundadores de la ética filosófica.
Los griegos no tienen una palabra equivalente a la latina voluntas. Los griegos hablaban de
órexis. Es una característica del ser humano que se observa también en otros seres vivos, que
103
Kant, I., Grundlegung zur der Metaphysik der Sitten, Akademie Ausbage, IV, p. 393. "Libertad y ley
práctica incondicionada se implican recíprocamente": Kritik der praktischen Vernunft, Akademie Ausgabe, V,
p. 33.
104 Kant, I., Kr. p. V., Akademie Ausgabe, V, p. 4, nota. Sin embargo, Kant admite que la voluntad puede ser
afectada por los apetitos sensibles, de modo que las acciones conocidas como objetivamente necesarias en
virtud de la idea pura del deber pueden no serlo subjetivamente. En ese caso, la voluntad no es plenamente
conforme con la razón y, por tanto, tampoco autónoma. La vinculación del sujeto a la norma moral es lo que la
constituye como ratio essendi de ella, es decir, como libre de cualquier determinación distinta.
no son estáticos, el salir de sí hacia algo, a lo que se desea. Deseo y tendencia son dos
aspectos muy vinculados en la formulación primaria griega de la voluntad que recoge el
término órexis. Todavía conservamos el sentido del término cuando hablamos, por ejemplo,
de anorexia. Anorexia es la situación del que tiene pocos deseos, del desganado.
La tendencia es el dirigirse hacia algo de lo que se carece y que, por otra parte, se echa en
falta, de manera que se tiende a alcanzarlo. Sentir hambre es la captación sensible del deseo
de comer, etc.
Pero en tanto que seres no sólo animales, los hombres tendemos de un modo especial que
está vinculado con nuestra razón. A esa tendencia que no es meramente biológica, porque la
razón puede influir en ella y ella misma obedece a la razón, a esa órexis especial los griegos
la llamaban boúlesis. Los filósofos medievales, al recoger la herencia griega, vertieron la
voluntas en el doble griego. A la voluntad como tendencia la llamaron voluntas ut natura. La
voluntas ut natura es el desear radical de nuestro espíritu. La boúlesis, que no es otra
facultad, sino una fase, un despliegue de la voluntas ut natura en cuanto que tiene que ver
con la razón humana, la llamaron voluntas ut ratio.
Las tesis que conviene tener en cuenta y meditar porque su encaje es muy fino, las formula
Tomás de Aquino de la siguiente manera: la voluntad nativa, la tendencia de nuestra
naturaleza espiritual, prescindiendo de su relación con la inteligencia, es una órexis
determinada ad unum, a algo uno, es decir, absolutamente imposible de cambiar. La
tendencia, si se dispara, se dispara siempre hacia lo mismo. Algunos ejemplos, aunque muy
alejados entre sí, ilustran lo que se entiende por determinación ad unum. Otras potencias
están determinadas ad unum. Por ejemplo, la función nutritiva está determinada ad unum.
También el intelecto. En rigor, lo natural se determina ad unum en cuanto que no es dueño
de su fin, sino que éste lo ordena sin más.
¿A qué está determinada precisa y exclusivamente, a qué tiende inflexiblemente la voluntad
nativa? Tomás de Aquino dice que a la felicidad105. Esta es una vieja idea que viene de
Aristóteles106. El hombre como ser espiritual tiende por naturaleza a la felicidad. El hombre
no puede por menos que tender a la felicidad, y eso quiere decir que respecto de la felicidad
no hay elección. El hombre no puede tender a la desgracia, al mal físico, o a cualquier cosa,
sino exclusivamente a lo que le hace feliz. Las funciones vegetativas tienden a cumplir su
cometido y se determinan ad unum de acuerdo con él. Pero el fin de nuestra tendencia
natural espiritual, siendo una determinación ad unum, no es alimentarse o cosas así, sino la
felicidad.
Como se dijo, según Kant, la voluntad autónoma pone su propia obligación, un imperativo
que ella misma se da: con esto Kant critica al yo empírico, eudemonista, dominado por el
pasarlo bien, por lo agradable. La voluntad libre sólo quiere cumplir el deber. Lo que Kant
pretende eliminar es una interpretación de la felicidad que la confunda con el placer.
Tampoco Aristóteles confunde el placer con la felicidad. Ahora bien, si la pura voluntad
como trascendental y absolutamente libre es la razón de ser del imperativo, entonces también
Kant determina ad unum la razón práctica. Parece, pues, que lo felicitario para la voluntad
consiste en el deber puro.
Aunque este determinarse sea muy descarnado o desprovisto del matiz afectivo o placentero
que puede tener la felicidad, y se pueda acusar a la ética de Kant de ser muy seca, sin
105
106
Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, q.41, a.2, ad 3; I, q.2, a.4, ad 2.
Aristóteles, Ética a Nicómaco, I, VII, 1097b ss.
embargo, es claro que la voluntad kantiana está determinada ad unum como razón práctica,
cosa que no ocurre con la boúlesis, con la voluntas ut ratio. Si eso es así, hay una neta
diferencia: en tanto que racional, la voluntad kantiana se autodetermina. Por consiguiente, es
patente que la voluntad nativa se distingue de la voluntas ut ratio; es la voluntad considerada
antes de su conexión con la razón.
Insisto. Aunque de una manera muy rígida o poco complaciente con los componentes
emotivos del ser humano, sin embargo, el atenerse al imperativo es lo que Kant entiende por
felicidad107. En todo caso, hay una diferencia notable entre el determinarse ad unum de la
voluntad kantiana y el determinarse ad unum de la voluntad nativa de los clásicos. La
diferencia de planteamiento está en que para Kant la determinación ad unum es producida
por la voluntad misma: por eso es autónoma (en el planteamiento kantiano hay una
circularidad inicial entre conocimiento y voluntad; la libertad es la razón de ser de una ratio
cognoscendi que es el imperativo categórico y el imperativo categórico es el conocimiento
que tiene de sí la voluntad según su misma espontaneidad). El imperativo categórico es una
determinación ad unum determinada a su vez por la voluntad misma. En cambio, cuando se
habla de la felicidad como el fin último de la voluntad nativa, lo que se está diciendo es que
la felicidad es algo que no se posee, que uno no se da a sí mismo, sino algo que se anhela:
pero antes de conocerse, ese anhelo no es acto voluntario alguno. La voluntad está orientada
a la felicidad aun sin saber lo que es la felicidad, al margen de cualquier conocimiento,
porque la voluntad toma contacto con el conocimiento como voluntas ut ratio. Por tanto, la
voluntad nativa es una pura potencia del espíritu humano, incapaz, de suyo, de acto alguno.
La mera potencia del espíritu humano no es capaz de tender a la felicidad sin tener idea de
ella, aunque no puede tender más que a eso. Es una tesis de mucho alcance: la voluntad
nativa es una relación trascendental108. Para Tomás de Aquino, el espíritu humano está hecho
de tal manera que sólo puede tender a la felicidad, pero sólo lo hace efectivamente cuando
toma contacto con la razón: la razón le dará información de lo que hace feliz, y a eso irá.
Pero lo que no puede nunca la voluntad desde su raíz misma es ir a algo que no sea la
felicidad, aunque no lo sepa y aunque sin saberlo no vaya. Desde el inicio, nuestro espíritu es
respectivo a la felicidad antes de saberlo. Esta no es una tesis gnoseológica, sino una tesis
ontológica: la voluntad no sabe qué es la felicidad.
Schelling, remachando la postura de Kant, sostiene que lo que en nuestra voluntad quiere es
la razón, nuestra voluntad es razón y si quiere es porque es razón. Tomás de Aquino109 no
dice eso: que nuestra voluntad tienda a la felicidad no quiere decir que ese tender haga las
veces de un conocer. En su planteamiento la cosa es muy neta: estamos hechos para la
felicidad, es decir, nuestra órexis está determinada exclusivamente por la felicidad. Sin
embargo, desde el punto de vista del ejercicio de sus actos, esa determinación puede no ser
suficiente.
Esta tendencia es propia de un ser espiritual, porque el animal está cerrado a la felicidad. Por
consiguiente, lo mismo que la existencia de una peculiar legalidad que podemos cumplir o
no cumplir, y lo mismo que la diferencia entre actos buenos o malos y consecuencias buenas
107
Cabe sostener que el deber puro es lo meritorio de la acción, lo que da derecho a una felicidad digna. En
este sentido Kant postula la existencia de Dios en la Crítica de la razón práctica. Pero relacionar el mérito con
un postulado es incoherente.
108 Es la relación de la potencia al acto final considerada antes o prescindiendo del despliegue activo de la
potencia. Ello comporta que la potencia no actúa sin el concurso de una instancia distinta de ella, o que no
empieza a actuar por sí sola: es la exclusión de la perseidad o espontaneidad de la voluntad humana.
109 Tomás de Aquino dice que la voluntad como naturaleza tiende al bien en general (in commune), y por un
ulterior desarrollo muestra lo que es la felicidad.
o malas, etc., la felicidad es un tema primordial en ética. Al sentar la tesis de la felicidad, el
bien y el mal aparecen, en cuanto calificativos de nuestras acciones, de una precisa manera.
Aquello que finaliza la tendencia es el puro bien. El bien se caracteriza como aquello que se
corresponde con la voluntad desde el punto de vista final. La voluntad es, por tanto, la
correspondencia en nosotros con el bien. Conocemos que existen bienes (bienes de la
especie, patrimoniales, bienes de la cultura, etc.), pero como la dimensión humana que se
corresponde con el bien es la voluntad, ese conocimiento puede quedarse corto. En este
sentido, el bien es el correlato puro de la voluntad, y eso es lo que quiere decir que la
voluntad es una posibilidad de tender determinada ad unum. Al activarse la tendencia en
virtud del conocimiento —voluntas ut ratio—, aspira a los bienes conocidos. Pero con ello
no se satura la voluntad nativa que, al ser relación trascendental, se corresponde con el bien
absoluto. Ahora bien, eso comporta, como es claro, que nuestro conocimiento del bien es, de
entrada, no suficiente. Es preciso que dicho conocimiento crezca.
Aunque no sepamos qué es la felicidad, tendemos a la felicidad necesariamente y no
podemos tender a otra cosa. Recuérdese que el hombre no está finalizado enteramente por su
especie (la especie no es la felicidad). Nuestra voluntad es radicalmente una relación
trascendental en cuanto que no estamos finalizados por la especie (es evidente que no lo
estamos, puesto que hay guerras); sin embargo, tiende a algo respecto de lo cual no nos
podemos considerar no finalizados y en ese algo se encierra la clave del anhelo, aunque sea
oscuro desde el punto de vista intelectual. ¿Qué es ser enteramente feliz? No lo sabemos y,
sin embargo, sabemos que tendemos a la felicidad (esta tesis es ontológica: la voluntad se
determina ad unum por la felicidad). En suma, cuando la voluntad toma contacto con la
inteligencia, se habla de voluntad ut ratio, de una voluntad en la que influye la inteligencia.
Según el planteamiento tomista, cuando la inteligencia capta o presenta algo bueno a la
voluntad, la voluntad inicia el ejercicio de su actividad, sin que con ello su culminación sea
segura.
Felicidad y elección
Como he dicho, este planteamiento contiene correlaciones agudas y de gran finura. De
momento se está diciendo que la inteligencia toma contacto con la voluntad en cuanto que es
capaz de desvelar la razón de bien. Pues bien, entonces la voluntad nativa tenderá hacia lo
desvelado, pero no exclusivamente porque se lo presente la inteligencia, sino porque ella
misma desde su arranque sólo puede ser movida por la felicidad (ahí no hay elecciones).
Como la voluntad nativa no sabe qué es la felicidad, ha de tomar contacto con la inteligencia
y entonces se llama voluntas ut ratio. Pero tiende a eso que se le presenta como felicitario
porque ella de suyo tiende a lo felicitario, con tal de que así se le presente. La voluntas ut
ratio es, por lo pronto, el despertar de la tendencia, que de suyo está dormida por ser una
relación trascendental.
De esta manera se logra una primera explicación de por qué las acciones pueden ser buenas
o malas. ¿Cuándo serán malas? Cuando realmente haya una equivocación, por defecto, es
decir, cuando la voluntad nativa se satisfaga con la voluntas ut ratio, la cual no es una
relación trascendental. La confusión es posible por el defectuoso conocimiento de la
felicidad; si lo que la inteligencia le presenta como felicitario polariza a la voluntad, se
produce un error acerca del fin último que afecta a la raíz ontológica de la voluntad. Cuando
la experiencia o cualquier otra información haga que se desengañe, la voluntad irá por otra
cosa o se quedará perpleja ante lo que le presenta la inteligencia. Los errores morales son
debidos a una equivocación en lo que respecta a la felicidad. Ahora bien, esta tesis no es
pesimista, sino que es sostenida por un optimismo ontológico-antropológico: estamos hechos
para la felicidad. Nos podemos equivocar al presentar algún bien como absoluto, y nos
podemos convencer por la experiencia de que no nos hace felices por completo, y entonces
es menester corregirse. La corrección es inherente a la razón práctica. ¿Cuál es el criterio
para elegir un bien? Que realmente sea un medio para la felicidad. Por aquí se enlaza con la
norma moral. La norma moral es una guía radical, o impresa en nuestra inteligencia
(conocemos las normas morales de modo innato aunque conviene completar su
conocimiento por otras vías). Digo que nuestra inteligencia está dotada de criterios para
determinar si algo nos conduce o no al bien absoluto. Ahí está el origen de la norma moral.
Por tanto, si cumplimos la norma moral, alcanzamos la felicidad y si no, no la alcanzamos.
Este es el planteamiento clásico. Pero todavía hay más.
Aunque no sepamos exactamente qué es la felicidad, sí sabemos que nuestra potencia
espiritual está determinada ad unum por la felicidad y que la felicidad solamente se puede
alcanzar si el bien es infinito110. Lo único que nos puede hacer felices es el bien infinito. De
manera que la tendencia natural a la felicidad quedaría frustrada si no hubiese, o la
inteligencia no encontrara, más que bienes finitos. Pero en la fase en que la voluntad toma
contacto con la inteligencia (voluntas ut ratio), la presentación del bien es finita y, por tanto,
insatisfactoria para la voluntad como potencia infinita. Por consiguiente, aunque es cierto
que sólo se quiere lo que se conoce, el conocimiento del bien debe crecer.
Una cosa es estar determinado ad unum y otra estar determinado a un uno particular.
La voluntad no está determinada a algo particular o finito porque ella misma es una potencia
irrestricta. Por tanto, lo primero que sabemos acerca de la felicidad, aunque esto es muy
poco desde el punto de vista de su contenido, es que la voluntad nativa se encontraría en una
situación de falta de adecuación con su fin, con aquello que la determina simpliciter, si su
conexión con el conocimiento - voluntas ut ratio - fuera constante o fija. Y por eso en esta
vida siempre acontecen desengaños; encontramos cosas que nos hacen un poco felices, pero
no enteramente felices. Y llega un momento, además, en que pasamos de la felicidad al
hastío. El hastío es el reflejo emocional o sentimental de que la voluntad nativa no ha
alcanzado su fin, porque su aspiración, por ser espiritual, es infinita.
La distinción entre esas dos fases de la voluntad, la voluntad nativa, inicialmente connatural
con nosotros que somos seres espirituales, y la voluntad en cuanto que entra en contacto con
la inteligencia111, esa distinción, si se mantiene sin conceder que la actividad voluntaria se
desencadena desde sí (porque así se incurre en irracionalismo), algunas indicaciones da
sobre lo que ocurre en nuestra vida. Por más que tengamos equivocaciones y que busquemos
la felicidad donde no está, eso es concorde con el planteamiento: no es contradictorio con él,
sino que lo confirma. Ya se sabe que la filosofía funciona planteándose a sí misma
dificultades. En la misma medida en que las resuelve, va aclarando las cosas y puede ir más
allá.
110
Esta tesis se desprende del planteamiento aristotélico y es ratificada por los teólogos cristianos. En efecto, si
la voluntad es nativamente una relación trascendental, es una pura potencia, una potencia pasiva (noción que
dilucidaremos más tarde), y sólo puede ser saturada por un término infinito.
111 Como digo, la voluntas ut natura es una potencia pasiva para Tomás de Aquino: "sui agente quandoque est
solum activum principium sui actus: sicut in igne est solum principium activum calefaciendi". Suma teológica,
I-II q.51, a.2, c. Pero la consecuencia de ello es que tal principio no es perfectible por hábitos. Y sigue:
"invenitur autem aliquod agens in quo est principium activum et passivum sui actus: sicut patet in actibus
humanis. Nam actus appetitivae virtutis procedunt a vi appetitiva secundum quod movetur a vi apprensiva
repraesentante obiectum". En el mismo sentido en la Quaestio de virtutibus in commune, I, a.3.
Dinamismo de la voluntad nativa
La noción de voluntad nativa deja pendientes algunas dificultades que habrán de resolverse.
¿Cómo es posible sostener que en nosotros hay una potencia y que antes de conocer el fin ya
está finalizada de una manera completa? No atenúa la dificultad admitir que el fin es
irrestricto. En el carácter irrestricto se distingue la determinación ad unum de la voluntad y
la determinación ad unum de las funciones vegetativas. Entendida así podríamos decir que la
voluntad es la apertura inicial del espíritu. El espíritu se abre hacia afuera, lo cual no es
ninguna tautología, pues también se abre hacia adentro, pero no se abre hacia adentro si no
se abre hacia afuera. La intimidad se corresponde con el trascender, con el ir más allá.
En rigor, considerada como voluntad nativa, ¿nuestra voluntad se mueve hacia el fin? Antes
de entrar en contacto con la inteligencia, la voluntad es una potencia que no tiende a nada en
el sentido de desplegar su tender. Por eso, tiene que haber una fase ulterior que permita la
movilización tendencial de la voluntad (la voluntad ut ratio, voluntad en relación con la
inteligencia). Eso es justamente lo que parece que hay que sostener; a saber: la voluntad
como naturaleza no tiende de una manera espontánea: está abierta a la felicidad o al bien
absoluto; pero la voluntad no tiende sin unirse con la inteligencia, es decir, si no se une a ella
no puede ejercer actos propios: el acto de elegir, de tender, de disfrutar, etc. Hay muchos
actos de la voluntad.
En la Ética a Nicómaco dice Aristóteles de forma telegráfica, comprimida: el alma (ni
siquiera pone el verbo ser) deseo y conocimiento112. También al principio de la Metafísica
dice que todos los hombres desean por naturaleza saber113. Pero no hay inconveniente en
admitir un deseo de acción práctica (a la que los medievales llaman uso activo de la
voluntad).
Cabe entender a Aristóteles también de la siguiente manera: la voluntad en cuanto que es
pura órexis, lo que desea es poseer. Pero la posesión no la puede ejercer la voluntad misma,
pues la posesión se ejerce de acuerdo con las praxis que poseen fin, y eso es el conocimiento,
o bien de acuerdo con el tener corpóreo. Por eso dice que todos los hombres desean por
naturaleza saber. Esto significa que en el fondo tiene que haber un acuerdo muy íntimo entre
la voluntad y la inteligencia, porque si la inteligencia es la capacidad de hacer suyo, la
voluntad tiene que recurrir a ella. Por ejemplo: deseamos una manzana; ahora bien, una
manzana no es deseable si no somos capaces de ejercer además alguna actividad que pueda
corresponderse con ella. La manzana es nuestra en cuanto que es comestible; por tanto, más
que desear una manzana, se desea comer una manzana. Tiene que haber un acuerdo entre la
inteligencia y la voluntad en tanto que los actos de la inteligencia son actos posesivos. Desde
el punto de vista de la inteligencia lo que se posee se llama verdad. Por otra parte, en la
posesión cesa la tendencia.
Así como la voluntad tiene que ver con el bien, la inteligencia tiene que ver con la verdad.
Verdad y bien tienen que estar en estrecha relación. Por otra parte, una posesión voluntaria
del bien, si la voluntad sólo es tendencia, no es posible, ya que tender no es poseer. Si se
posee de acuerdo con otra actividad humana, ya no se desea. Se desea en tanto que no se
tiene. Por consiguiente, parece necesario admitir que la voluntad no sólo es oréctica, o bien
que su desarrollo, a partir de su conexión con el conocimiento, es mayor que el que le
concede Aristóteles. El refuerzo de la voluntad son sus hábitos ¿Cuál es el estricto sentido
112
113
"Enérgeia kai práxis". Ética a Nicómaco, 1098a 15; "el alma es de razón y apetito". Política, I, 4, 1277a, 7.
Aristóteles, Metafísica, 980a.
ontológico de los hábitos para la voluntad? ¿En qué momento los adquiere? Contestaré estas
preguntas más adelante.
En todo caso, es seguro que la movilización de la voluntad ha de hacerse en relación con la
inteligencia. Esto está expresado en un aforismo clásico: nihil volitum quin praecognitum,
nada se quiere si no es conocido. De manera que los actos que nosotros percibimos como
tender, y otros actos de la voluntad más intensos, no parece que los pueda ejercer la voluntad
si no es, insisto, en relación con la inteligencia. Por tanto, repito, si la voluntad es una
apertura infinita, irrestricta, también la inteligencia humana tiene que ser capaz de un
conocimiento irrestricto, una capacidad de poseer sin límite. Estas dos cosas se funden en
una fórmula que emplean autores medievales de inspiración aristotélica, y es lo que llaman
el deseo natural de ver a Dios (aquí por Dios hay que entender el bien absoluto). Deseo
natural de ver: no se puede ser feliz sin conocer. Sin embargo, hay una larga discusión
acerca de qué es más importante en el hombre: el amor, no el de concupiscencia o deseante,
sino el amor de complacencia. El amor de complacencia sin el conocimiento no cabe. Pero
aquí, mientras vivimos en este mundo, estamos en camino, no hemos alcanzado la felicidad
completa, ni contemplado todo lo que podemos conocer. Se discute si es mejor amar a Dios,
el bien absoluto, o conocerlo. Un argumento tomista dice que aquí (no en el estado definitivo
de la vida eterna) es más perfecto amar a Dios que conocerlo, porque el conocimiento que
tenemos de Dios es muy oscuro; en cambio, la voluntad en cuanto ama, apunta directamente
a la realidad.
Aunque esto ofrezca algunas dificultades sistemáticas114, es bastante verificable en nuestra
experiencia. Aunque no conozcamos perfectamente algo, puede ser objeto de nuestra
voluntad. Y puede serlo de manera bastante firme. Por tanto, el aforismo según el cual nada
es objeto de la voluntad si no es previamente objeto del conocimiento, hay que tomarlo en
este sentido. En nuestro conocimiento hay una cierta oscuridad que no impide la decisión
firme de la voluntad respecto de la realidad de lo que conocemos obscuramente.
Si no fuera porque nuestra voluntad está determinada ad unum, siendo ese unum infinito, no
serían posibles tales actos de adhesión. Si la voluntad no enganchara de suyo con el fin antes
de estar en su presencia, de conocerlo, muchos actos del hombre no se explicarían, porque
así actuamos con frecuencia: queremos algo que no conocemos muy bien y buscamos
conocerlo mejor, pero ya estamos aferrados a eso, que queremos. Esto nos pasa muchas
veces: quien no haya estado en París tiene alguna idea de esa ciudad, pero no la conoce bien
y sin embargo puede tener un deseo muy vivo de ir a París. Con frecuencia actuamos así:
queremos bastante algún objetivo antes de conocerlo del todo. Hemos de tener alguna noticia
de él, pero no hace falta que ese acto de conocimiento sea completamente claro. Entre otras
cosas, si lo tuviéramos completamente claro, desaparecería el deseo y ejerceríamos un acto
de complacencia. Pero, insisto, el deseo en cuanto toma contacto con la inteligencia se
dispara aunque la inteligencia conozca obscuramente.
Libertad práctica y voluntad
Esta es una de las razones por las cuales nos equivocamos y tenemos errores morales.
Podemos caer en obsesiones al tensar la voluntad hacia algo antes de conocerlo del todo. El
114
Tomás de Aquino distingue la intención cognoscitiva de la voluntaria. La primera es intención de
semejanza; la segunda es intención de otro. Esta distinción es muy importante, y explica lo que a continuación
se expone.
Mariscal Foch decía que uno se lanza, se compromete, y luego se ve cómo están las cosas.
Después vienen las sorpresas y hay que rectificar, o volverse atrás. La rectificación es
inherente a la razón práctica; en cambio el volverse atrás pocas veces está justificado. Nótese
el riesgo que lleva consigo el matrimonio. Un hombre puede amar a una mujer sin apenas
conocerla. Se casa con ella y después es probable que aparezcan rasgos molestos (o
viceversa, la mujer se puede casar sin conocer bien a su marido). Se recurre entonces al
divorcio como remedio: me desvinculo. Se argumenta así: creí que esto iba a ser muy fácil y
resulta que es difícil; por tanto, renuncio. Pero la oscuridad del conocimiento precedente no
siempre es motivo para retirar el acto voluntario, aunque el camino sea más arduo de lo
esperado. Las dificultades son inevitables. La fortaleza y la magnanimidad (la grandeza del
alma) son virtudes que ayudan a afrontarlas.
Esto nos hace ver que la relación de la voluntad con la inteligencia en cierto momento puede
ser reversible en el sentido de que si la voluntad no se desorienta por lo que se descubre
después de decidir en virtud de una acto cognoscitivo oscuro, ha de dirigirse al conocimiento
pidiéndole una visión más profunda. Dicha reversibilidad requiere el fortalecimiento de la
voluntad por los hábitos morales.
Lo que acabo de decir abre la cuestión de la libertad. No es acertado retraer la libertad
práctica a la voluntad nativa ni a la conexión primera de la voluntad con el conocimiento,
que llamamos voluntas ut ratio. Esta conexión es necesaria para que la voluntad se ponga en
marcha, o ejerza sus actos. Pero las virtudes siguen a los actos, y sin virtudes la voluntad no
es libre.
Si la voluntad como naturaleza está determinada ad unum, no se puede decir que en ello
intervenga la libertad: la voluntad nativa no es libre, porque ni siquiera actúa, sino que, así
considerada, es una potencia pasiva, o una relación trascendental. La voluntad tiene que
tomar contacto con la libertad. La libertad alcanza a la voluntad a partir de la fase en que la
voluntad conecta con la inteligencia, antes no: el hombre es radicalmente libre; su voluntad
no lo es.
Tomada como naturaleza la voluntad no es libre. Esto se ha dicho muchas veces y no
siempre se ha entendido, aunque es una tesis que Tomás de Aquino115 sostiene en varias
ocasiones; también Averroes dice lo mismo: sin el concurso de la inteligencia la libertad no
llega a tomar contacto con la voluntad116. Bien entendido que ese concurso no es casual.
Dicho planteamiento también es válido para entender mejor como ser humano a un
incapacitado. Se puede decir que la voluntad en esa persona no es libre, por ejemplo, si es un
oligofrénico o un niño pequeño: ese hombre es incapaz de actos libres. Pero eso no quiere
decir que no tenga una voluntad abierta al infinito. La tiene. ¿Cuándo ejercerá un acto según
el cual se oriente o se acerque al bien infinito? No lo sabemos. Pero según el planteamiento
que distingue la voluntad como naturaleza y la voluntad en su carácter racional, si la
voluntad sólo es libre a partir de su contacto con la inteligencia - pues sin conocer no se
realiza ningún acto voluntario práctico -, se precisa una especial intervención divina. Por otra
parte, Tomás de Aquino sostiene también que la voluntad es libre respecto de los medios.
Los actos voluntarios respectivos a medios son propios de la voluntad racional, no de la
voluntad nativa.
115
"Tota ratio libertatis ex modo cognitionis dependet". De veritate, q.24 a.2 c. Y concluye: "unde totius
libertatis est in ratione constituta". Sobre la distinción entre voluntas ut ratio y voluntas ut natura cfr. In III
Sent., d.17, q.1, a.1. La primera es llamada también "voluntas de ea quae sunt ad finem" y la segunda "voluntas
finis" (en relación con Ética a Nicómaco, libros 3 y 4).
116 Tomás de Aquino remite como primera fuente a S. Juan Damasceno, que distingue entre thélesis y boúlesis.
La tesis de Kant acerca de la libertad como ratio essendi es equivalente a sostener que la
voluntad tiene que ver con la libertad desde el principio. Esa tesis es una equivocación
porque confunde la voluntad con el sujeto trascendental (que no pasa de ser una idea
general). Además, no se debe mantener la identidad de voluntad y libertad, pues el
oligofrénico o el loco no ejercen actos voluntarios, ya que la relación entre la voluntad y la
inteligencia está rota en ellos. Con todo, no se puede decir que ellos sigan un imperativo
categórico o algo así. Pero sí se puede decir que tienen una tendencia natural abierta al
infinito. Si eso se negara, también habría que negar que son hombres, y sería lícito abortar en
el momento en que se sabe que quien va a nacer es mongólico. La existencia de la voluntad
nativa es una tesis ontológica muy optimista, que no se debe desechar, porque va a favor de
la dignidad humana. Lo que ratifica la dignidad humana debe ser verdad porque las quiebras,
los avatares que la condición humana sufre no disminuyen nunca su ser.
La libertad no es una propiedad inicial de la voluntad. Pero por otra parte, es manifiesto que
el hombre es libre, porque si no lo fuera, sería imposible que la libertad tomara contacto con
la voluntad como pura apertura, la cual por ser una potencia pasiva no puede decidir acerca
de sí misma ni puede elegir. Y, por otra parte, tampoco de suyo alcanza su fin. La voluntad
nativa no es la libertad de la persona humana. Pero si la libertad no está primariamente en la
voluntad, tiene que ser la persona. La libertad es radicalmente personal, puesto que
radicalmente no corresponde a la voluntad. Llega a la voluntad, toma contacto con la
voluntad: la voluntad es investida de libertad; pero es investida después de tomar contacto
con la inteligencia. Aquí aparece otra vez el tema de las virtudes117.
Del actuar humano se sigue un resultado exterior, pero también un resultado interior, es
decir, una modificación de su propia naturaleza, a la que se llama virtud. La voluntad en
cuanto toma contacto con la inteligencia se hace susceptible de virtudes. Este es el
planteamiento clásico. Un empirista puede oponer dificultades: ¿cómo admitir una potencia
pasiva espiritual, una capacidad espiritual que es apertura irrestricta, pero que ella sola es
incapaz de pasar a actuar? Si la inteligencia interviene, sí actúa; pero si no, queda inédita. Es
una apertura prerracional, previa, eventualmente inédita. Que una persona incapaz de pensar
tenga su espíritu abierto a la felicidad es una tesis ontológica. ¿Qué prueba se puede dar?
Prueba empírica, ninguna; pero nos jugamos el respeto al ser humano. La única prueba que
tenemos de que el hombre sea una persona racional es que actúe como tal; pero ¿y si no
actúa? ¿Cómo saber que su espíritu está irrestrictamente abierto, que existe la voluntas ut
natura? Si la pregunta pide una verificación, es impertinente, porque, repito, lo que está en
juego es el respeto al ser humano. Si no lo admitimos, sería indiferente matar a un hombre en
cuanto no cumpla sus roles o deja de ser útil, como a un animal.
Kant alude a la importancia ética del respeto. Lo dice así: "obra de tal manera que no tomes
nunca a los demás como medio, sino como fin"118. Esta es una de las formulaciones del
imperativo categórico. Si considero al otro como fin es porque es capaz de fin, y esto es la
voluntad nativa. El respeto es importante para una comprensión correcta de la humanidad;
para no hacer distingos entre el sapiens y el habilis dentro de la especie, para no maltratar a
la gente o para no incurrir en asesinatos con el pretexto de que no es un hombre el que no
ejerce roles de hombre. Siguiendo esta línea caeríamos en el racismo: como este pueblo tiene
muy poca voluntad racional o es apático, es un pueblo inferior. El desprecio al ser humano
es antiético.
117
Las potencias espirituales no obran de modo meramente natural —instinctu naturae— sino libremente a
partir de sus hábitos.
118 Kant, I., Grundlegung zur Metaphysik der Sitten, 2.
Sin duda, un empirista negaría la voluntad nativa porque no la podemos comprobar. Sin
embargo, acudir al actuar consciente como único criterio de reconocimiento del ser humano
es un error que lleva a cometer actos inmorales, como el asesinato. No es éste un peligro que
afecte sólo a los niños, porque la creciente abundancia de viejos lo va a agravar, tal como
está el índice de natalidad. También esto afecta a la actividad empresarial. El empresario
utiliza mucho la voluntas ut ratio y puede olvidar que la actividad económica tiene como
destinatario al hombre
A mi modo de ver, la voluntad nativa no se puede negar por otra razón fundamental: porque
es la voluntad considerada en orden al fin último; por tanto, su negación conduce al ateísmo.
Con todo, sigue pendiente una cuestión: tener relación con el fin, si es meramente potencial,
o trascendental, no es estar en el fin ni poseerlo. Por consiguiente, es imposible alcanzar
plenamente el fin al que se abre la voluntad en algún momento de la vida. Esto equivale a
sentar la eminencia del futuro en el tiempo biográfico humano: vivimos abiertos a un futuro
que no acaba nunca mientras vivimos, es decir, a un futuro que no deja de serlo: a un futuro
no desfuturizable. Relacionarse con el fin de manera enteramente potencial, comporta que el
fin está totalmente en el futuro, o que la vida es enteramente destinable. Por eso, la
verificación empírica no es procedente: el futuro puro no es empírico.
La inversa también es cierta: si el fin no existe, tampoco es posible una pura apertura en
orden al fin. Admitir la voluntad nativa es afirmar la prevalencia del fin y del futuro. Si se
hace algún recorte, si se dice que no se tiene que ver con el futuro más que en la medida en
que se puede alcanzar en un ahora de este tiempo (con lo cual ya se ha desfuturizado), no se
sabe lo que significa vivir pendiente del futuro. La prueba filosófica de esta apertura que
llamamos voluntad natural es que siempre estamos abiertos a un fin más allá de cualquier
situación o del manejo de los asuntos de nuestro existir.
Insisto, si no hay algo más allá, que es nuestro destino (lo suelo llamar destino atendiendo a
la libertad personal), entonces se tendría que admitir que ese fin que es futuro puro no
influye para nada en nuestra vida. Pero es una equivocación pensar que lo único que influye
es lo presente (y el pasado en tanto que causal desde antes), o que el futuro como tal es irreal
o, sólo real cuando se desfuturiza. Tales opiniones desconocen un acto esencial de la
voluntad, que es el amor de esperanza, sin el cual la vida del espíritu se destensa. Como ese
amor es creciente, es también una virtud que vertebra el existir. La esperanza es la tendencia
elevada a virtud. Negarla equivale a carecer de ella; es lo que acontece en la ética hedonista.
Estamos exponiendo la versión clásica de la voluntad que viene de Aristóteles, y en la que
ahondan los filósofos aristotélicos, sobre todo Tomás de Aquino. Esta versión sufre después
una inflexión que conduce a la noción moderna de la voluntad como espontaneidad. Si
exponemos suficientemente este asunto aclarando las nociones centrales, podremos enfrentar
la noción moderna de la voluntad, o al menos, proceder a comparar las dos formulaciones.
Ello exige algunas averiguaciones más.
Decíamos que según los aristotélicos la voluntad es oréctica. A medida que se va elaborando
esta noción, aparece —y así se la denomina— la voluntad natural entendida como una
potencia, una capacidad pasiva, distinta, por tanto, de las potencias o capacidades activas.
Un ejemplo tópico de potencia activa es el fuego, el cual ejerce por su propia eficacia la
acción de calentar. Una potencia pasiva no ejerce de suyo un acto, sino que, como sujeto de
las acciones que pueda ejercer, es movida por otro: sin la inteligencia no se pueden ejercer
los actos de la voluntad y esa confluencia entre la inteligencia y la voluntad, se investiga
sobre todo en lo que se llama voluntas ut ratio. La inteligencia mueve a la voluntad
presentándole los bienes, y en esa misma medida la voluntad puede pasar a ejercer sus actos
propios.
La voluntad nativa y la voluntad racional no son dos facultades. Es la misma entendida en
dos momentos, pues la consideración de la voluntad tiene que ser procesual, precisamente
porque se trata de una potencia tendencial cuyo despliegue hay que estudiar. Ese despliegue
comienza por la confluencia de la inteligencia. Este es el planteamiento clásico que se
modifica a finales de la Edad Media por obra de filósofos tan importantes como Duns Escoto
y Guillermo de Ockham (que acentúa todavía más la importancia de la voluntad). Este
planteamiento tardo-medieval pasa a los filósofos modernos, a Descartes, a Kant, y sigue en
ese gran movimiento filosófico de finales del siglo XVIII y primera mitad del siglo XIX, que
es el idealismo alemán.
Repito que se trata de ver la voluntad humana en dos momentos: en cuanto que es potencial
y en su conexión con la razón. Como potencia pasiva está determinada ad unum, lo que
quiere decir que su fin es uno y nada más que uno. El hombre está naturalmente destinado a
la felicidad en virtud de su potencia espiritual, que es la voluntad, aunque tal potencia no
conoce ese fin ni, por pasiva, tampoco de suyo ejerce ningún acto que conduzca a él. Las
potencias pasivas se determinan ad unum de distinta manera que las potencias activas. Las
potencias activas están determinadas ad unum desde el punto de vista de su eficiencia (el
fuego, —aunque este ejemplo es sólo ilustrativo— está determinado ad unum porque
calienta, y calentar deriva del fuego). Las potencias pasivas no están determinadas ad unum
de esa manera, es decir, no desde el punto de vista de su ejercicio, sino desde el punto de
vista del fin. La voluntad solamente ejerce actos en la medida en que, como dicen los
escolásticos, es motor movido por la inteligencia. Es decir, la voluntad se mueve por el bien
(la felicidad comporta la noción de bien) que le da a conocer la inteligencia. Ella se
determina a la felicidad, pero esa determinación no es automática, porque la voluntad no es
espontánea de entrada (Duns Escoto llama a la espontaneidad perseitas).
Admitir la espontaneidad de la voluntad comporta negar que la inteligencia ejerza
operaciones inmanentes, es decir, posesivas de formas. Las formas marcan el término de la
eficacia espontánea. En suma, la primera diferencia entre el planteamiento clásico y el
moderno se refiere a las formas: o las formas son el resultado de la espontaneidad voluntaria,
o son intelectualmente poseídas, pero no como resultado, al ejercer las operaciones
cognoscitivas. Si las formas son primariamente poseídas por la inteligencia, la voluntad no
es a priori en orden a ellas, sino que ha de ser movida. Y eso es lo que significa voluntas ut
ratio: esa activación, ese mover a una potencia pasiva, que solamente en cuanto movida
actúa.
Pondré una ilustración aproximativa. Si se tienen unas bolas que chocan pendientes de un
hilo, al mover una de modo que golpee a la otra, esta segunda, a su vez, golpeará a una
tercera. Pero la segunda bola transmite la acción en cuanto que ha sido golpeada, es decir,
solamente es causa activa en cuanto que es movida: es un motor movido. Ahora bien, en el
caso de la voluntad hay que añadir los hábitos. En tanto que habitualmente perfeccionada, la
voluntad nativa ya no es una potencia pasiva. Estudiaremos esta complicación más adelante.
Eficiencia de la acción voluntaria
Si el conocimiento presenta algo como bueno, la voluntad se mueve a ello en cuanto movida.
Sin embargo, esto es insuficiente, porque como está determinada a la felicidad, la voluntad
no actúa nunca en contra de la felicidad, aunque el bien sea limitado. La voluntad sólo puede
querer bajo la razón de bien. Pero eso depende del bien que se le presente, y el bien lo
presenta el conocimiento (el conocimiento sensible también puede presentar bienes, pero
ello corre a cargo sobre todo de la inteligencia). Entonces puede ocurrir lo siguiente: si la
inteligencia le presenta como bueno el dinero, pero no le presenta como malo traicionar a un
amigo para alcanzar ese bien, la voluntad, como funciona bajo la razón de bien, traicionará
al amigo. Según lo expuesto hasta aquí sobre el planteamiento clásico, esto no es imposible.
Pero, en rigor, lo único que puede proporcionar la felicidad a una potencia espiritual es Dios.
Pero eso la voluntad como naturaleza no lo sabe. De manera que un conocimiento adecuado,
es decir, el perfeccionamiento de la capacidad de pensar humana, es sumamente importante
para la voluntad. Si se sabe que el fin no justifica los medios, también se sabe que si para
obtener dinero hay que ser desleal, se conculca ese principio. Por tanto, parece que se
renunciará al dinero, porque no es felicitario lo que comporta un mal. Pero, insisto, si la
inteligencia no lo presenta, ese mal no repugna a la voluntad, que es una capacidad apetitiva
pero no cognoscitiva.
Precisamente por esto, los primeros filósofos que se ocuparon de la ética son intelectualistas.
El intelectualismo ético es propuesto por Sócrates, que es el gran maestro de la ética
occidental. Pero la solución de Sócrates es precipitada: según él, basta conocer el bien para
hacerlo y, en definitiva, las faltas morales son errores intelectuales. Por eso, el gran lema de
Sócrates es "conócete a tí mismo"119, conoce cuál es tu verdad, qué es lo verdaderamente
bueno para el hombre: ésa es la conciencia que hay que cultivar. En la primera etapa de su
vida, Sócrates es un discípulo de otro filósofo griego llamado Anaxágoras que se ocupaba de
los fenómenos celestes, un fisiólogo, que hablaba de la physis, de la naturaleza de las cosas;
pero luego, así lo narra Jenofonte en una obra que se llama las Memorables, Sócrates dejó de
interesarse en saber cómo son los astros y concentró su atención en averiguar la verdad del
hombre120. Por eso, cuando compareció ante el tribunal de Atenas, declaró: atenienses,
vosotros decís que soy un sabio, pero yo desde cierto punto de vista no sé nada. Si acaso soy
un experto o he procurado averiguar la verdad humana, el saber acerca del hombre, pues
aunque en mi juventud fui discípulo de Anaxágoras, después lo que me ha interesado es cuál
es la verdad del hombre.
Sócrates polemizó con los sofistas, que también pretendían ser expertos en cuestiones
humanas pero lo hacían de una manera ilegítima. Ahora no podemos examinar el
planteamiento de los sofistas; la palabra sofista suele tener una connotación peyorativa. Sin
embargo, ellos también intentaban un saber acerca del hombre. Sócrates pensó que se
equivocaban y que había que profundizar en la verdad del hombre, que es la más importante.
Sócrates concluyó que basta conocer la verdad para que la voluntad se atenga a ella121.
Esto no es del todo cierto. ¿Por qué? Nos encontramos con una complicación que afecta a la
voluntas ut ratio. Si sólo tenemos en cuenta que la voluntad sigue el bien presentado por la
inteligencia, resulta que es de suma importancia evitar que la inteligencia se equivoque, y
procurar que presente el bien sin limitaciones, para que la voluntad ejerza sus actos en la
línea del fin final, que no la determina de modo particular, sino en cuanto irrestricta. Pero se
han de resaltar dos puntos importantes: ante todo, la inteligencia presenta lo que ella ha
aprehendido como bueno; pero eso no es todo el bien, pues la presentación tiene razón de
actualidad, y el bien entero tiene razón de futuro, como ya se ha dicho. En segundo lugar, al
ejercer sus actos iluminada por la inteligencia, la voluntad adquiere hábitos. Ahora bien, una
119
Platón, Teeteto, 149a; 120b; 210b.
Cfr. Jenofonte, Memorables, IV, 7, 2.
121 Jenofonte, Memorables, IV,6,3; IV,6,6.
120
voluntad con hábitos deja de ser una potencia pasiva: ella misma se ha hecho más o menos
capaz de ejercer nuevos actos. Por aquí nos metemos en honduras que van más allá de esa
conexión llamada voluntad racional. Con hábitos, la voluntad es capaz de determinarse con
facilidad para cierto tipo de actos; no se limita a ser determinada en general por el fin. Ese
perfeccionamiento o estropicio (virtud o vicio) de la voluntad es lo que se llama hábito.
Pues bien - y esta es una tesis aristotélica desarrollada por filósofos árabes y luego recogida
por Tomás de Aquino - cuando la voluntad adquiere hábitos se hace libre. Por ejemplo, San
Alberto Magno define el hábito como aquello por lo que alguien actúa como quiere (quo
quis agit cum voluerit). Tomás de Aquino repite la tesis en muchos lugares de su obra122 y
San Alberto señala que está en Averroes y en Avicena.
Hábito y voluntad
A través de los hábitos la libertad inviste la voluntad. La voluntad nativa, la potencia pasiva
determinada ad unum por el fin irrestricto antes de tomar contacto con la inteligencia, no es
susceptible de libertad porque todavía no ha actuado. La voluntad sólo es libre a partir de su
primer acto elícito. Su actuación repercute en ella y la hace apta, dispuesta, capaz de ejercer
una serie de actos123. Pero no sólo eso, sino que los ejerce libremente: puede ejercer nuevos
actos o no ejercerlos. Y como juntamente con los hábitos aparece la libertad (por eso el
intelectualismo ético no considera bien la relación de la voluntad con la inteligencia), ocurre,
en primer lugar, que lo más probable es que la voluntad actúe de acuerdo con los hábitos que
ha adquirido. Sin embargo, como esos hábitos le dan libertad, puede actuar contra los
hábitos. Es un poder sorprendente. Los hábitos dotan de la capacidad de ejercer actos
posteriores, pero con ellos se introduce la libertad, y la voluntad puede actuar de acuerdo con
el hábito o no, porque ya es dueña de sus actos.
En rigor, el que la voluntad pueda atenerse o no a los hábitos, remite a la persona.
Radicalmente, la libertad es personal. Por tanto, la voluntad investida de la libertad es la
voluntad de una persona. Al considerar la voluntad nativa, solamente entendemos la
voluntad como una potencia humana, pero no como la voluntad de un quien. La voluntad es
voluntad de un quien en cuanto que es libre. Ahora bien, la voluntad es libre sólo porque
adquiere hábitos; si no, la libertad, que es radicalmente personal, no la inviste, no llega a
ella. La estructura, como se ve, es compleja. Pero no conviene olvidar que la riqueza
ontológica de la voluntad procede de su entronque en el ser personal. En los manuales de
ética clásica (otras interpretaciones de la ética son reduccionistas) estas cuestiones no están
suficientemente desarrolladas o se resuelven de una manera demasiado rápida. Sin embargo,
las distinciones apuntadas son muy importantes porque explican cosas que de otro modo no
se entienden. Según el concepto de sistema libre, mencionado en los capítulos anteriores,
entran en juego muchos elementos: la naturaleza, los bienes, los actos, los hábitos, la
libertad, la persona, la inteligencia, la voluntad, que la filosofía debe estudiar.
Esperanza y futuro
122
Cfr. Tomás de Aquino, In III Sent., d.14 q.1, a.1; d.34, q.3, a.1, e; De malo, q.16, a.8, etc.
Las virtudes se orientan al fin de otro modo que los actos, porque son lo último en la potencia. Ello
comporta que es posible una doble especificación: de los actos por las virtudes, y de las virtudes mismas
respecto del fin alcanzado. Cfr. Tomás de Aquino, Quaestio disputata de virtutibus cardinalibus, q. única, a.4.
123
El hombre que sólo confía en la percepción sensible se suele conformar con bienes
inmediatos. Así se desorganiza el tiempo humano. La ética desde el punto de vista temporal
es la organización de la biografía humana, es decir, lo que permite al hombre vivir en el
tiempo sin ceder a las discontinuidades de la moda, etc.: lo que le permite crecer. Si la
voluntad se mueve solamente por la captación de bienes inmediatos, los proyectos a largo
plazo se cancelan; con los proyectos a largo plazo el hombre se enfrenta con el futuro. Ya he
dicho que la noción de fin, vista desde la voluntad nativa, tiene razón de futuro. A lo largo de
la vida se pueden ir alcanzando fines, pero siempre queda un sobrante: es imposible agotar a
través de los actos, e incluso a través de los hábitos, esa aspiración natural hacia el fin
simpliciter. Por eso, es lógico que el hombre haga planes. Pero si se compara la
planificación, los proyectos, con el sentido de la realidad que nos da la percepción, o incluso
la conciencia actual, se encuentra uno ante lo todavía no real.
Sobre esto ha insistido con agudeza el profesor Millán Puelles en su libro Teoría del objeto
puro124 —en donde sostiene tesis muy netas sobre la inactualidad del futuro—. Ya he dicho
que hay que cuidar la calidad de nuestro pensamiento para tomar las decisiones que se
traducen en acciones prácticas. El hombre capaz de pensar de modo global es capaz de
coordinar más actos. Claro está que las circunstancias pueden obligar a ocuparse de asuntos
muy urgentes, apremiantes, o limitarse a sobrevivir. Pero en condiciones normales lo
correcto es que el hombre se enfrente con fines, con objetivos, lejanos en el tiempo. Y en
tanto que lejanos en el tiempo, pueden parecer irreales. Si a alguien se le invita a lanzarse
por un largo camino, probablemente se sentirá atemorizado, o sin fuerzas y no querrá saber
de eso. "A largo me lo fías, ponme otro trago", dice el viejo refrán castellano. Si te tengo que
pagar dentro de unos años, ponme otro vaso ahora. Lo que es muy lejano en el tiempo para
nosotros pierde realidad, pierde peso, al compararlo con lo actual.
Desde aquí se podría hacer una clasificación de los tipos de decisiones que se toman. Las
decisiones con más peso son justamente aquellas que se mantienen frente a lo que a los ojos
de otros es irreal. Recuérdese una anécdota de Washington:
- Hay que plantar árboles.
- Pero los árboles tardan muchos años en crecer.
- Pues plantémoslos enseguida.
No se debe postergar los planes a largo plazo con la excusa de su riesgo o de que en el
trayecto uno se puede morir. La sombra del árbol que ahora se planta protegerá del sol a la
generación siguiente. Las cuestiones post mortem no suelen interesar. Por lo común, el
hombre actual limita sus objetivos al plazo de vida que a sí mismo se concede: haré cosas
que pueda alcanzar durante mi vida; pero ¿objetivos más allá de mi muerte? No digo
objetivos celestes, sino terrestres. De ésos, que se ocupe la generación siguiente. No nos
consideramos herederos, ni pensamos en los que vendrán después. Esto quiere decir que
carecemos de la virtud de la piedad.
Las decisiones de este tipo exigen otra gran virtud: la fortaleza, que implica esperanza y
paciencia; las grandes cosas no se consiguen al instante. Para el desarrollo de una cultura
hacen falta varias generaciones. Los científicos todavía no han alcanzado un gran objetivo de
la ciencia (no se ha demostrado que sea imposible, aunque presenta una dificultad
sistemática) que es la llamada "teoría unificada de campos". Einstein se murió tratando de
resolverlo, los cuánticos se plantean un problema muy parecido, y hay varias generaciones
124
Millán Puelles, A., Teoría del objeto puro, Rialp, Madrid 1990.
de cuánticos desde Max Planck.
Realmente la ciencia moderna alberga una gran esperanza. Inmediatamente se ve que la
voluntad nativa es el ámbito en que se contiene cualquier esperanza. ¿Y cómo andamos de
esperanza? La pregunta es inevitable porque sin esperanza nos paramos. ¿Dónde ponemos la
meta o la cima de nuestra vida? ¿Demasiado cerca? Seguramente será un objetivo para
dentro de una hora; pero no es una gran esperanza. Después de la cena, ¿qué podemos
esperar? Quizá, una película. Péguy, el gran poeta francés, escribió un poema sobre la
esperanza125. Para Péguy, la esperanza es el bastón del caminante: un bastón de caña,
flexible, que ayuda a andar. La esperanza es el bastón del camino; tiene que ver con los
grandes proyectos. En otro caso acontece más bien lo que decía Dante: en mitad del camino
de nuestra vida me encontré en una selva obscura, porque la vía derecha se había perdido,
había desaparecido126. Sin la esperanza uno se encuentra perdido en la maraña de la vida: no
sabe qué hacer.
Esto depende en gran parte de la calidad de nuestro conocimiento. Si es amplio,
elaboraremos proyectos, con fines más o menos lejanos (cuanto más ambicioso un proyecto,
tanto más lejano el fin, pero no por ello menos fin). Todo esto es claro. Dime lo que esperas
y te diré como vives; uno vive según lo que espera. Desde luego, apostar lleva consigo
riesgo porque, aunque adivinemos intelectualmente el futuro, no tenemos un conocimiento
actual enteramente preciso de él. Seguramente, en la medida en que nos aproximemos a la
meta futura la iremos viendo con mayores perfiles. De entrada suele ser indeterminada, y
sigue siéndolo para el que sólo se mueve por lo inmediato y concreto como Sancho Panza127.
Tal sensación de irrealidad invita a la retirada. La gente que lo quiere todo pronto, está
replegada en el tiempo, ha recortado su horizonte temporal.
Razón práctica
La pérdida del sentido de futuro es un debilitamiento de la voluntad que, vinculada al fin
último, no encuentra una manera de actuar que acerque a él, porque la inteligencia no se la
da o se han acumulado los desengaños o los vicios. Un proyecto ambicioso de futuro se ha
de formular con la mayor precisión posible: discutirlo, recabar información y consejo,
aprestar recursos. En nuestra época hay una fuerte pérdida de esperanza, y sin embargo, hoy
más que nunca hay proyectos posibles.
Ahora hemos de continuar el estudio de la razón en cuanto que en ella se inspira la voluntad
en el ejercicio de sus datos. Esta peculiar dimensión de la razón se llama razón práctica. Para
enfocar el tema hay que tener en cuenta, por lo pronto, que las acciones no se aglomeran,
van una detrás de otra.
La razón práctica, que de entrada es conocimiento, a través de la voluntad se plasma en el
orden de las realizaciones. Si la voluntad no la requiriera, esta aplicación de la razón no
existiría. La característica inmediata de la razón práctica es admitir la corrección; por eso la
esperanza es flexible. La razón práctica no es la razón de lo necesario. La lógica del hombre
de acción no es la lógica del metafísico, que se ocupa de proposiciones necesarias. No, la
125
Le porche du mystère de la deuxiéme vertu, 1911.
Inicio de La Divina Comedia.
127 Don Quijote iba detrás de un objetivo de gran alcance: desfacer entuertos, y hacer la ofrenda de sus actos en
honor de Dulcinea.
126
acción humana tiene muchas quiebras; además las circunstancias cambian. La razón práctica
es razón corregida. Se suele hablar de la recta razón, una expresión acuñada por los éticos
clásicos (recta ratio agibilium) en estrecha relación con la virtud de la prudencia. Recta
significa correcta, y correcta significa corregida. Sólo corrigiendo (esto tampoco lo tuvo en
cuenta Sócrates), la razón es recta, porque, siempre, en algún momento aparece la
equivocación; por tanto, para controlar, habitualmente, la razón práctica, es menester
corregir el curso de las acciones.
La razón práctica es razón correcta porque las acciones humanas carecen de estricta
necesidad. Tienen corrección. Es interesante aludir a las distintas lógicas que descubrió
Aristóteles128 —no hay una sola lógica—. Para ver cuál es la lógica de la razón práctica,
convendría compararla con otras. La lógica que consiste en la discusión a partir de
convicciones - convicciones comunes pero no necesariamente verdaderas - es la lógica como
dialéctica estudiada en los Tópicos. La lógica de la discusión científica es un tipo de
dialéctica para Aristóteles; la lógica de la política (o de los modernos medios de
comunicación de masas) es otro tipo de dialéctica, que linda con la retórica. En efecto, las
convicciones son comunes según distintas comunidades; por ejemplo, la comunidad de los
hombres en la vida corriente, y la comunidad de los hombres en las actividades científicas.
Siempre que se trate de razonar hay que acudir a unos procedimientos lógicos que, aun
siendo silogísticos, no son enteramente necesarios. No es del caso estudiar la dialéctica
aristotélica, pero por lo menos, aludir a ella permite decir que la razón práctica, en tanto que
referida a la acción, no es una razón de lo necesario, pues aunque acertemos a saber cuál es
el fin que determina ad unum nuestra voluntad nativa, queda oscuro cómo se alcanza. Siendo
irrestricta, por ser espiritual, la capacidad de fin denota que nuestro fin es Dios, pero ello no
es la conclusión de un silogismo en forma.
Esto quiere decir que Dios no es un tema claro para la razón práctica en tanto que propone
bienes que movilizan la voluntad. Por eso, la razón práctica no es infalible y requiere ser
corregida. Tal corrección corresponde más a las virtudes que a la experiencia. Las acciones
voluntarias han de ser enderezadas, en atención al carácter axiomático de la determinación
ad unum, la cual, sin embargo es oscura para la voluntas ut ratio. Por eso, a veces se
prescinde del fin último. Dicho prescindir es el ateísmo práctico, a veces acompañado de
ateísmo teórico:
- No me cuentes historias; yo me ocupo de otros bienes, de otros fines, de ése no.
Desde la razón práctica cabe responder:
- Usted ignora la voluntad nativa, y se encontrará en su vida con muchas dificultades
de coherencia que no podrá corregir.
No voy a intentar demostrar la existencia de Dios a partir de la voluntad - aunque algunos lo
han intentado -, porque lo que es axiomático atendiendo a la voluntad nativa no es un
principio deductivo para la razón práctica, es decir, porque a la voluntas ut ratio no
corresponde determinarse ad unum absolutamente. El estudio de las acciones que conducen a
Dios es un tema de la teología moral. Aquí lo único que se puede decir es que, atendiendo a
la apertura irrestricta que se llama voluntad nativa, es evidente que nuestro fin es infinito.
Con todo, si apelamos a la iluminación racional de la voluntad nuestro conocimiento de
dicho fin no es del todo claro. Recuérdese lo dicho: aunque se admita que el acto posesivo
del fin es la fruición, no siempre se acierta en la determinación de su objeto. Además, se ha
128
Aristóteles enfoca la lógica de distinta manera en los Tópicos, en la Retórica y en los Analíticos.
de tener en cuenta la correlación entre las virtudes y la felicidad. Sin virtudes cabe decir:
-Mire usted, Dios no es un fin o Dios no existe; orientemos la proa de nuestra nave a
otro puerto felicitario más modesto.
Eso puede ocurrir porque es verdad que hay otros bienes. La equivocación es conformarse
con disfrutar de ellos, aunque también sería erróneo negar que sean bienes. Por eso, si la
razón práctica no fuera corregible, el hombre no podría hacer frente a sus errores prácticos.
Intelecto y ejercicio de la voluntad
Hemos expuesto dos momentos de la voluntad: primero, la voluntad en cuanto apertura
inherente a nuestra naturaleza espiritual. Este primer momento es pasivo: una capacidad que
de suyo no puede pasar a ejercer sus actos, sino que como apertura es estática. El segundo
momento es la conexión de esa capacidad pasiva con el razonamiento práctico, el cual
presenta a la voluntad en cada caso aquello que la determina a la acción. Le presenta algo
susceptible de proporcionar la felicidad, o bajo la razón de bien. Existe todavía un tercer
momento, porque al actuar la voluntad adquiere hábitos, y así es investida por la libertad129.
La voluntad ejerce una pluralidad de actos en el momento que entra en contacto con la
inteligencia, que desde este punto de vista es una facultad más cercana al acto que la
voluntad. No se puede decir que la inteligencia sea sólo una potencia pasiva, pues según otra
dimensión es acto - con el cual la capacidad se activa -. Ese acto es el intelecto agente.
Ahora bien, ya he dicho que con esto no se agota la consideración de la voluntad, porque,
capacitada por el concurso del conocimiento para ejercer actos, esos actos repercuten en la
voluntad misma y la disponen para nuevos actos. Esa disposición se suele llamar virtud o
vicio. Con ellos la libertad se hace cargo de la voluntad. Eso quiere decir que la libertad no
es nativamente propia de la voluntad y que los primeros actos que ésta ejerce en contacto
con la inteligencia son simplemente una respuesta al bien presente.
Más importante aún que la conexión de la inteligencia con la voluntad es el ser investida por
la libertad. Pero esto tiene lugar en una fase distinta. La inteligencia hace posible que la
voluntad ejerza actos, y la libertad entra en escena después: una vez que la voluntad ha
ejercicio actos y se ha dispuesto positiva o negativamente en orden a otros actos. De aquí se
desprende: 1º. El conocimiento del bien presente es previo al conocimiento de la acción
voluntaria, la cual, a su vez, es buena o mala, y de ella derivan virtudes o vicios. Por tanto, es
preciso preguntar sobre el conocimiento de la acción para completar el examen de la razón
práctica. 2º. También se conocen los vicios y las virtudes y las acciones que los siguen. Por
tanto, no sólo se conocen los actos realizados, sino también las acciones que libremente se
pueden poner, o no, por obra. Los hombres que poseen virtudes en grado eminente son una
fuente privilegiada del conocimiento moral, como ya señaló Aristóteles. 3º. Las virtudes
fortalecen la voluntad y se adquieren por actos repetidos. Por eso, se poseen en mayor o
menor grado y se pierden por el ejercicio de actos contrarios (los cuales son posibles por el
carácter gradual de los hábitos de la voluntad). 4º. Las normas morales se refieren a las
acciones, como veremos en el siguiente apartado.
Con esto tenemos los grandes elementos explicativos del orden moral. Sin duda, se podrían
reformular de acuerdo con una más profunda comprensión de la libertad personal. Pero dicha
129
La virtud que mantiene la conexión con la razón es la prudencia. El vicio opuesto a la prudencia es la
astucia.
reformulación no es imprescindible, porque no desmiente lo dicho. En cualquier caso, es
claro que aparecen en escena, a través del planteamiento que estamos siguiendo, factores
importantes. La ética se integra con el fin o el bien, las virtudes (tema de las acciones libres)
y las normas. La tendencia espiritual humana, la voluntad —lo mismo sucede con el
intelecto—, no está finalizada por la especie, sino por la felicidad plena, que sólo se puede
conseguir por la adhesión virtuosa al bien verdadero y más alto. La especie humana no es el
fin o el bien más alto, como pretende el humanismo cerrado a la trascendencia.
Principio positivo de la acción
Ahora conviene volver a considerar las normas morales130, un tipo de normatividad
suficientemente distinto de las leyes que rigen los movimientos físicos o las tendencias
animales. Es característica primordial de las normas morales su íntima conexión con la
libertad. Por eso se cumplen o se conculcan.
¿Por qué casi todas las normas morales son negativas? La forma negativa es adecuada para
la libertad. Una norma prohibitiva deja un campo mucho más amplio que una norma
positiva, siempre que no se trate de aquello a lo que el hombre se dirige en último termino al amor irrestricto -. Decir: "no hagas esto" deja un amplio espacio para decir: "haz". Una
restricción particular constriñe menos el ámbito de las acciones que un imperativo categórico
global. Los proyectos posibles son tan abundantes que rebasan la planificación general. El
futuro es más amplio que el presente. La formulación negativa expresa la siguiente
advertencia: "si haces eso, adquirirás un vicio"; "no debes hacer eso porque te destrozas a tí
mismo". Pero como lo que debes hacer y no te estropea, sino que te mejora, son muchos
actos, estás en magníficas condiciones para actuar. Por consiguiente, conculcar una norma
moral es un empobrecimiento de la condición humana, que para no abdicar requiere tanto la
coherencia entre sus actos como la rectificación de los errores prácticos.
La pretensión de que las normas morales sean predominantemente positivas es una
equivocación propia del racionalismo moderno. No cabe pedir: "presénteme usted un elenco
completo de reglas". La normatividad moral no es un reglamento, porque la libertad se lleva
mal con los recetarios, que son más bien rutinas, y el hombre está llamado a más, como se
desprende de la noción de voluntad nativa. Una potencia pasiva no se desencadena de un
modo automático, como las tendencias animales. La voluntad empieza a actuar en virtud de
lo que se le presenta; pero al adquirir hábitos la libertad entra en escena y las modulaciones
de la acción humana son enormes.
El hombre es un ser eminentemente activo porque es un ser llamado a un crecimiento
irrestricto; por tanto, la pretensión de encauzar la propia vida por raíles consabidos, o normas
morales positivamente obligatorias, no va bien con el ser humano. El ser humano está hecho
para crecer, para ser cada vez más activo, no para cumplir reglas. La norma moral debe
asegurar que el hombre no decaiga, y a eso se refiere la mayor parte de las normas morales:
"no hagas esto porque si lo haces entras en pérdida". Las normas morales tienen un carácter
antientrópico: la entropía es característica de sistemas cerrados, pero el espíritu no es un
sistema cerrado. Con todo, un sistema abierto puede caer en un régimen de entropía (los
vicios), y ello ha de ser prevenido por la norma.
130
En el capítulo anterior se analizó la norma moral en relación con la ética racionalista y con la equivocada
desvinculación del bien, la virtud y la norma.
Descubrimiento de la norma moral
¿Cómo conocemos las normas morales? Como ya se ha dicho, la actuación de la voluntad
comunica con la inteligencia. Ante todo, esa comunicación es la presentación de bienes, y
enseguida el conocimiento de la acción. Estos dos conocimientos son temáticamente
distintos: confundirlos desfigura la ética. Prohibir un bien que lo sea de suyo es una
expresión sin sentido. Lo prohibido son ciertas acciones131 (insisto que prohibido no tiene
nada que ver con un tabú, sino que lo prohibido es lo entrópico: no hagas eso, porque aunque
de entrada te puede parecer que es bueno, tu acción no lo es). Por un lado, la inteligencia
puede presentar algo como felicitario, pero, por otro lado, la norma dice: abstente de robar,
abstente de mentir, porque es malo.
¿Qué hay en la inteligencia que permita a la norma moral ser comunicada a la voluntad de
modo que la voluntad se abstenga de ejercer un acto de aceptación? Ahí aparecen otros dos
grandes temas éticos, que son el conocimiento de principios morales primeros, y el juicio
moral o conciencia moral. La conciencia tiene carácter normativo porque conoce el carácter
obligatorio inmediato de la norma en el caso correcto. Pero esto no es todo: en lo más hondo
de la inteligencia existen principios directivos de alcance global o supernormativo. Para
nombrarlos, el término tradicional es sindéresis. La sindéresis es el conocimiento de los
primeros principios de la realidad en tanto que en ella se sitúa la acción práctica. El
conocimiento de los primeros principios incluye el bien trascendental. También la voluntad
se refiere al bien. Por tanto, los primeros principios intelectuales son susceptibles de ser
tomados desde el punto de vista práctico: la normatividad moral se conoce desde los
principios primeros de la realidad, en cuanto que el ejercicio de actividades por parte del
sujeto humano la incrementa o la afecta. Este es un asunto que convendría investigar a fondo
a partir de su desarrollo en los autores clásicos132 y que contrasta fuertemente con algunas
formulaciones posteriores, sobre todo en un ámbito muy importante de la ética que se suele
llamar el derecho natural. Las formulaciones racionalistas del derecho natural pretenden que
es normativo de modo positivo. Las formulaciones clásicas del derecho natural dicen que es
un conocimiento de principios capaces de iluminar la acción en su correspondencia con
normas, las cuales, sin embargo, no se deducen de ellos, sino que los determinan.
Hay normas morales que dicen lo que uno no debe hacer. Pero, más en el fondo, el hombre
conoce que debe hacer. Es la sindéresis. Por los primeros principios el hombre conoce su
puesto en la realidad y desde ahí se da cuenta, ante todo, de que debe tener iniciativa. A
veces se dice que el principio que se conoce por la sindéresis es "haz el bien y evita el mal".
Prefiero formular ese principio simplemente así: "haz el bien, actúa"; actúa todo lo que
puedas y mejora tu actuación. El mal, ya se sabe, está prohibido. Evitar el mal es un no, pero
la negación no es lo primero en la moral. El conocimiento moral de principios impulsa,
ratifica que el hombre debe tener iniciativa. No es un deber añadido, sino la expansión de la
libertad: persigue el bien, llévalo a cabo, no te retraigas, no lo omitas, no seas perezoso. El
principio está dirigido al sujeto, a la actitud de la persona ante la larga tarea que es vivir, ante
el proyecto humano que es desarrollar su existir incrementando lo real. Lánzate a la vida,
aporta, pon de tu parte, no te quedes corto. Este es el gran principio. ¿Es una norma moral en
131
Es absurdo sostener que la mujer del prójimo no es bella y deseable (si lo es) o que para no desearla hay
que desfigurarla (o matar al marido para que no sea suya, como hizo el rey David), o cambiar el pensamiento
empeñándose en estimarla fea y despreciable. Con todo, el acto de desearla no es lícito. Existe una norma que
lo prohíbe y una virtud que facilita su cumplimiento.
132 El espíritu es aquella realidad que contempla y ama la realidad. Tomada esta observación según su
irrestricta amplitud, justifica lo que suelo llamar antropología trascendental. El planteamiento de esta disciplina
puede verse en el último capítulo de mi libro Presente y futuro del hombre, Rialp, Madrid 1993.
sentido estricto? Me parece que no. Es, más bien, la conexión de cualquier norma conmigo,
pues la norma moral no es una instancia obligatoria que se yerga ante mí solitaria
reclamando un cumplimiento forzado. Este enfoque psicologista es desacertado. Sin duda,
cumplir lo obligatorio es muchas veces duro, pero ello no define el significado de la norma
moral para un ser libre, capaz de virtudes.
Conciencia y principios del actuar moral
La conciencia moral concreta los principios, atendiendo a que el hombre se encuentra en una
situación real, y ha de actuar de una manera u otra. Actúa de una manera u otra según el
contenido de la situación; pero en todo caso actúa, porque la sindéresis dice que actuar es
cuestión de principio: no dice lo que se tiene que hacer, sino que se debe hacer, que no es lo
mismo. La conciencia conoce, entre lo que tengo que hacer, la acción más adecuada o la de
mayor rendimiento, etc. Por eso, la conciencia es la norma próxima de moralidad en el
sentido de juicio racional moral, el cual, si se toma desde los principios, es
fundamentalmente positivo. El juicio negativo viene del conocimiento de lo prohibido, del
conocimiento de lo que debe ser omitido, porque, aunque aparezca en la vida del hombre, no
le conduce a ninguna parte.
Antes que normas el hombre tiene principios morales que en definitiva se reducen a esto:
quiere, haz. Esto es conocido por sindéresis. El hombre es un ser en el mundo y la realidad
tiene una estructura primordial a la que el hombre debe responder con su acción y con la
contemplación: contempla y actúa, pon de tu parte; pero no seas pasivo, no omitas. Esa es la
raíz de la normatividad moral, que para el ser humano comporta una obligación máxima: es
la obligación de estar dispuesto a no quitarse de en medio, a no renunciar, a no recluirse, a
no esconder la cabeza en la arena como un avestruz. La sindéresis ilumina la voluntad
nativa. Según esta iluminación se constituye lo voluntario en su sentido primordial: el puro
querer (simplex velle). La voluntad es una potencia pasiva, pues ella sola no puede poner en
claro la referencia a sí misma. Pero el conocimiento de principios ratifica la voluntad en su
esencia: tienes que ponerte en marcha; no te amedrentes, quiere. Así pues, se ha de distinguir
la intelección de la voluntad en cuanto que tal, de la razón práctica, que es la presentación de
los bienes a la voluntad. A dicha presentación sigue el ejercicio de actos voluntarios
ordenados a bienes que son medios o fines133.
En una novela de Graham Greene —The end of the affair, 1951— Sara Miller y Mauricio
Bendrix forman una pareja adulterina. Durante un bombardeo alemán, la mujer cree muerto
a su amante, e invoca a Dios: "si le salvas la vida, no pecaré con él". La trama es
complicada, porque Sara siente fuertes impulsos de no cumplir la promesa y su relación con
Dios es bastante ardua. Pero después de su muerte se producen dos hechos milagrosos. A su
vez, los avatares psicorreligiosos de Mauricio no son menos complejos. Dirigiéndose a Dios
en el que apenas cree, se declara cansado de amar: "no me pidas más".
En esta novela parece que se presenta entre brumas el principio moral fundamental: tienes
que corregirte y recomenzar. El hombre dolorido, semiateo, lo vislumbra, pero se resiste:
otra vez no. Pues bien, la sindéresis dice: te puedes cansar, pero tu deber es seguir. La moral
133
Las normas conocidas por la conciencia racional práctica han de ser concordes con la sindéresis, pero no la
agotan. Paralelamente, el conocimiento de los bienes se distingue de la intelección de la voluntad como
esencia. El estudio de esta última distinción, que es de índole ontológica, corresponde a la antropología
trascendental. Un planteamiento del tema puede verse en L. Polo, La voluntad y sus actos, de próxima
publicación.
se ocupa de bienes, de virtudes y de normas, desde principios. La sindéresis señala que no se
puede uno parar. Luego, en cada caso, uno tiene que ver qué hace situado en la realidad
concreta, atendiendo al entorno; y entonces viene el juicio: hago o no hago tal cosa. Así
pues, no es lo mismo el juicio moral que los principios morales. Así pues, el conocimiento
moral tiene dos niveles: el conocimiento de los principios y el conocimiento de lo concreto
desde el punto de vista de lo que hay que hacer decidiendo. Por eso, la libertad en la
sindéresis impulsa y en la conciencia dilucida y elige: hago esto o lo otro.
Libertad y principios
Esto permite abordar el famoso problema de la libertad de conciencia. Se trata de una
derivación de la libertad personal. Propiamente hablando, la libertad es la coexistencia con
principios primeros, reales. Por ello se refiere al futuro sin "desfuturizarlo", como ya he
indicado. Desde su vértice personal, la libertad desciende a través de los hábitos hasta las
acciones por realizar. Por eso, en la conciencia, la libertad se ejerce en el orden de las
alternativas posibles cuando ese conocimiento de principios se enfrenta con lo real concreto.
El protagonista de la novela de Graham Greene expresa algo que tiene que ver con la
sindéresis: "no quiero volver a amar". Si se le presentara alguien necesitado de ayuda y
decidiera no prestársela, ejercería una elección concreta: libertad en la conciencia moral.
La sindéresis conecta con la libertad personal, y la conciencia con la libertad sobre el juicio
moral del caso. En este nivel, las normas pueden ser conculcadas. En ocasiones, la
conciencia puede estar perpleja: no sabe cómo actuar; pero lo está porque la sindéresis sabe
que corresponde al hombre querer y hacer. No conviene prescindir de factores pertinentes,
porque entonces se cae en lo que el profesor Pérez López llama "abstracciones incompletas",
que son reduccionismos. Hablar de conciencia olvidando la sindéresis es un reduccionismo.
El conocimiento moral no se reduce al conocimiento de un código. Si a uno le place, puede
formular un código de conducta, aunque de entrada el conocimiento moral es un
conocimiento de principios y corresponde a la sindéresis, que es intelectual, no racional
(según la distinción entre intellectus y ratio, muy importante en el planteamiento clásico).
Si se preguntase: ¿la conciencia moral debe decidir actuar siempre o a veces puede decidir
no actuar? La respuesta sería que la sindéresis descubre el deber atendiendo a la voluntad
nativa. En cambio, la conciencia tiene que ver con la voluntas ut ratio. Es posible que algún
acto no convenga, y si no conviene hacerlo lo mejor es omitirlo. Por ejemplo, en principio la
sindéresis dice: habla, pero la conciencia puede decir: en este caso es mejor guardar silencio.
Pero el dictamen es incompleto, porque en principio (no digo en general) es mejor hablar
que no hablar. Eso lo descubre el intelecto del ser humano: es un principio. Y tan es un
principio que el problema de cómo actúo hay que resolverlo con la razón. Con todo, la
conciencia no se aísla de la sindéresis; hay conciencia moral porque hay conocimiento del
principio. Si no, no tendría sentido plantearse si debo hacer esto o lo otro.
La educación moral no es fácil. En la vida humana, tan llena hoy de actividad, el hombre que
siga una deriva entrópica borra los perfiles de lo lícito. Así acontecen situaciones en que
actuar contraviene normas negativas. Piénsese en el tráfico de influencias, o en la
prevaricación de funcionarios. Hace unos años, cuando llegaba uno a ciertos países y sacaba
el equipaje de la cinta transportadora, se encontraba con que los aduaneros registraban lenta
y minuciosamente todas las maletas. De repente, se acercaba un mozo con un carrito y le
decía a uno: si quiere usted, le llevo el equipaje y pasamos. El mozo y el aduanero estaban
de acuerdo (se repartían el dinero). Como se ve, hay aquí bastantes juicios morales: ¿acepto
esta manera de evitar el inconveniente? Si elijo el control aduanero, son cuatro horas, si no,
minuto y medio. Hay que sopesar: ¿qué está en juego? Por una parte, estos tipos abusan de
su autoridad; por otra, estoy cansado porque llevo muchas horas de viaje, y cuatro más de
retraso son demasiadas. Además, un amigo ha venido a llevarme al hotel, y no es cortés
hacerle esperar. Si uno piensa un poco más a fondo, de acuerdo con la conciencia moral, se
da cuenta de que si paga está contribuyendo a que la legislación aduanera de estos países no
se cumpla, asunto grave, porque en este momento empieza a plantearse el problema de la
droga, y siguiendo este procedimiento entran las drogas sin dificultad. Por lo demás, al
aceptar el camino cómodo no he puesto ni un granito de arena para evitar la corrupción de
los funcionarios, que es muy dañosa para cualquier país. Ahora bien, ¿yo soy responsable del
sistema? ¿Tengo que actuar de manera que rechace sus corruptelas en esta circunstancia?
¿No sería mejor escribir una carta al ministerio correspondiente? En cualquier caso, algo se
puede hacer, con paciencia y siguiendo el procedimiento oportuno; pues en la mente de
todos está la convicción de que la corrupción generalizada no es inevitable. En la medida de
lo posible no se debe pasar por esas, pero es preciso tener en cuenta que el asunto de suyo es
mínimo: lo grave es lo que hay detrás, es decir, el planteamiento global. Por otra parte, si
doy a entender que me he dado cuenta de la jugada, insulto al funcionario, y no sólo a él,
sino a las autoridades del país, cosa a la que como extranjero no tengo derecho. Quizá tengo
derecho a no volver hasta que me entere de que las cosas han cambiado. Pero ponderando
bien las cosas, el país es mucho más importante que sus defectos.
Otro ejemplo. Una persona divorciada que ha vuelto a intentar matrimonio, está en una
situación adulterina, y eso es malo para ella, para la sociedad, para los hijos. Pero ¿puedo
decírselo si soy amigo suyo? Sólo si me lo pregunta; si no, no debo. Podré hacer otra serie de
cosas (si uno es católico puede rezar, y eso es hacer mucho). Pero si él no pregunta qué me
parece su situación, no debo hacerlo, porque la sindéresis me dice que esa persona, habiendo
cometido un acto que no es correcto —que la estropea—, sigue siendo realmente una
persona, y a la persona hay que respetarla. Esto a veces se llama tolerancia; en rigor, es pura
cuestión de principio. Podré escribir un libro sobre el divorcio, pero no motejar en privado.
¿Eso es un dejar de hacer? Es un dejar de hacer que no mutila el hacer, porque lo deja
abierto en el momento oportuno o siguiendo otros cauces. El muelle está comprimido por
una consideración más alta, y es que la dignidad de la persona es inviolable por mucho que
esté en desacuerdo con sus actos. La persona está en el orden trascendental y, si al denunciar
una actuación, pongo en entredicho su dignidad, la actuación seguramente es incorrecta.
Claro está que, cultivando la amistad de las personas que están en ese tipo de situaciones, se
puede favorecer que abran su intimidad, de modo que no sea irrespetuoso aconsejarles. Por
lo demás, hay que cuidar que la actitud tomada no escandalice a los pusilánimes.
En estos ejemplos se ve cómo juegan las dos instancias del conocimiento moral, el
conocimiento de principios y la conciencia que aplica esos principios en la medida que la
situación lo requiere. Esto no es defender la teoría del mal menor —una teoría cobarde—; no
se trata de eso, sino de ver lo que uno está o no autorizado a hacer en el caso.
No sería acertado sacar una conclusión abrumadora de la abundancia de errores éticos. Es un
pesimismo irreal opinar que la gente obre en general antiéticamente. No es así, sino que la
ética es tan necesaria en la vida que su falta se hace notar con intensidad. Son numerosos,
pero no mayoritarios los casos de comportamiento antiético, o por lo menos no lo son en
todos los ámbitos de la vida. Algunos fallan en un terreno, otros en uno distinto; pero el
hombre no es un sinvergüenza completo. El hombre tiene muchos recursos, y la sindéresis es
difícil de acallar, aunque la conciencia pueda estar menos clara. Como en el cuento que narra
Ortega de aquel gitano que se fue a confesar. Precavido, el cura le preguntó:
—¿Conoces los mandamientos de la Ley de Dios?.
El gitano respondió:
—Señor cura, he oído el rumor de que los van a quitar; ¿para qué los voy a aprender?
La sindéresis no es mudable. Situaciones límites de difícil solución, incoherencia en las
actitudes humanas, no faltan. Por ejemplo, se pretende separar el mundo empresarial del
ámbito familiar, como si fueran esferas regidas por éticas distintas. Esta falta de acuerdo
entre las dos instituciones en las que el hombre desarrolla casi toda su actividad es
sumamente perjudicial para ambas, y da lugar a conductas entrópicas de los seres humanos
(consumismo, omisiones en la tarea educativa de los hijos, etc.). Sin embargo, estos
inconvenientes ya han sido notados y, aunque con vacilaciones, su corrección ha comenzado.
Capítulo VI
DIMENSIONES DE LA ACCIÓN HUMANA
Las intenciones y los motivos son una dimensión de la acción humana y, por tanto, son
temas morales: la intención es recta o no lo es, y de esta diferencia somos conscientes por lo
común. Asimismo, la acción tiene que ver con las circunstancias. Los actos humanos son
buenos o malos dependiendo también, aunque sea secundariamente, de las circunstancias.
Enfatizar o privilegiar el significado de las circunstancias en la apreciación de lo bueno o lo
malo es propio de la llamada ética de situación.
El tema de las circunstancias es amplísimo y ha de reservarse para un tratado de ética
especial. La casuística es una parte de la metodología clásica, que, remozada, es apta para
estudiar la acción. En estas lecciones se ha intentado sacar a relucir los grandes temas éticos
clásicos, y mostrar su coherencia sistemática sin entrar en detalles y siguiendo un
planteamiento interdisciplinar.
Decíamos que la ética consta de virtudes, bienes y normas. Estas tres dimensiones de la ética
no deben considerarse disociadas. Dicha disociación lleva consigo unilateralidad, es decir,
enfocar la ética exclusivamente desde el punto de vista de las virtudes o de las normas o de
los bienes, lo que conlleva al empobrecimiento de todos ellos.
La consideración de la acción tiene la ventaja de que permite aunar las tres dimensiones,
porque de la acción proceden las virtudes o los vicios; a través de la acción la norma moral
se abre paso. Y, por otra parte, con la acción el hombre trata de conseguir los bienes. Por
eso, aunque estudiar sólo la acción no es suficiente para la ética, sin embargo, es un
privilegiado tema cuya comprensión puede evitar los reduccionismos con que la ética se
empobrece, se desvía, e incluso llega a anularse. La presente exposición tratará de la acción
considerada como tal. Es una teoría de la acción que, aunque tenga que ver con los
planteamientos clásicos, no es abordada exactamente desde ellos. Como he tratado de
proceder desde el principio, propondré una descripción lo más rigurosa posible de la acción
humana para ver surgir de ella la ética.
La acción tiene que ver inmediatamente con problemas éticos. Para mostrarlo, hay que
considerarla en cuanto acto humano; así enfocada, la acción es la intervención eficaz en un
proceso temporal. Tal intervención es decidida por los seres humanos y aplicada a procesos
de otra índole. Dichos procesos son presupuestos de la acción.
Futuro y responsabilidad
Por eso, lo primero que debemos tratar de describir es la noción de proceso. Proceso es una
serie de acontecimientos en curso. De una manera abstracta, se puede definir como un
transcurso temporal no vacío, es decir, en el que tienen lugar acontecimientos reales.
Existe una enorme cantidad de procesos; en primer lugar, los procesos físicos: son
acontecimientos temporales previos a nuestra acción, lo cual quiere decir que ocurren sin
contar con nosotros; por ejemplo, el curso de los astros, o bien el movimiento de las
partículas. No hace falta que el hombre actúe para que tengan lugar los procesos físicos, pero
sí hacen falta los procesos físicos para que el hombre pueda actuar, porque el hombre actúa
interviniendo sobre tales procesos.
Como el hombre es faber, interviene en los procesos físicos a través de la técnica. Pero los
procesos no son solamente físicos. Existen otros que son propios del ser humano; en este
sentido se habla de historia.
La historia es una cierta temporalidad constituida por acontecimientos (los acontecimientos
históricos son interacciones). Los procesos históricos son sociales en cuanto que sobre ellos
es posible actuar libremente. También una biografía se puede considerar una dinámica que
tiene lugar en el mundo humano. Procesos son serie de acontecimientos de carácter temporal
que constituyen el presupuesto de la acción, ya que la acción es la intervención consciente y
libre en un proceso.
¿Qué quiere decir intervenir? Modificar la serie. Si se interviene efectivamente en un
proceso, la serie de acontecimientos se transforma, se modifica. Esta transformación corre a
cargo de la acción: los acontecimientos ya no son independientes del hombre, ya no
transcurren sin contar con nosotros, sino que son provocados por nosotros en la misma
medida en que la acción tiene éxito.
El ser humano no se adapta al medio, sino que crea su propio mundo. Para crear su propio
mundo el hombre tiene que transformar la naturaleza, modificar los acontecimientos, abrir
posibilidades nuevas. Ello tiene lugar si decide intervenir. Desde el mismo momento en que
los acontecimientos son transformados —y esa transformación corre a cargo de la acción
humana—, no obedecen tan sólo a una dinámica endógena, como dicen los sociólogos, o
causal, como diría un físico, sino que hay que considerarlos como derivados de la
intervención eficaz decidida; lo cual equivale a decir que tienen lugar acontecimientos
distintos, nuevos, que nunca existirían si el hombre no interviene con su acción. Esta es la
clave para empezar a comprender la acción humana.
La autoría humana es innegable. De no haber intervenido el hombre, muchas cosas no
habrían existido nunca. En este sentido la acción humana tiene un carácter innovador,
creativo. Hoy se emplea bastante una frase un poco paradójica, pero que tomada en serio es
muy expresiva; como son característicos de nuestro presente los cambios vertiginosos - lo
que implica el ejercicio de muchas acciones humanas -, se suele decir "que el futuro ya no es
el que era". Esto ocurre siempre que el hombre actúa y esa actuación es, insisto, eficaz.
El futuro "que era" es el tiempo posterior del proceso natural; pero si cuando el hombre
interviene cambia el proceso, transforma la serie temporal. Por tanto, el futuro ya no es el
que era, sino otro. Justamente en lo que ahora existe interviene la acción humana,
transformándolo, dando lugar a futuros nuevos. La innovación es propia del ser humano, y
ello se desprende de su comprensión como homo sapiens faber. Es un ser actuante,
modificador de procesos. Por eso, inmediatamente la acción es investida de una dimensión
ética. Esa dimensión ética, la primera de todas, es la responsabilidad.
El hombre es responsable de sus actos en la medida en que es autor, a través de ellos, de
transformaciones de procesos, es decir, de futuros nuevos. Es curioso este poder sobre el
futuro que el hombre tiene. No es un poder absoluto, como el señorío divino, sino mediato;
pero es un poder efectivo que se añade al tiempo cósmico. La intención de una nueva serie
es invención de ella en tanto que se ha puesto en marcha una intervención decidida, y
racionalmente imperada, a cargo del ser humano, que ha planificado y ha ejecutado la
acción. Y ahí aparece la responsabilidad en un doble aspecto: se es responsable de las
acciones ejercidas; pero se es responsable también de las que corresponde ejercer y no
omitir, porque el hombre es un ser llamado a la acción. Esa llamada se concreta de acuerdo
con una constelación de circunstancias que marcan una situación. La situación indica las
acciones resolutivas e innovantes que el hombre ha de tomar a su cargo. La captación de
dicha indicación es constitutiva de la conciencia moral. Es el clásico tema de officiis: la
lealtad, el servicio a las obligaciones del cargo, el no desertar.
Uno es responsable de sus actos en sentido fuerte, si esos actos son influyentes, si esos actos
son estrictamente acciones tal como estoy intentando describirlas. Estas observaciones
permiten dar razón de una formulación teórico-ética que salió a relucir a principios del siglo
actual: es el llamado consecuencialismo. En la formación del consecuencialismo ha insistido
el gran sociólogo alemán Max Weber: también algún norteamericano llevó la ética por esta
línea.
Consecuencialismo ético
El consecuencialismo es una variante pragmatista de la ética de normas racionalista, una
exageración unilateral de la responsabilidad, una formulación acerca de lo bueno o de lo
malo exclusivamente en términos de resultados posteriores. La acción no es buena ni mala
en sí, porque la única manera de constatar si es buena o no es ver qué consecuencias se han
seguido de ella. Por tanto, las pretensiones, los motivos, los ideales o ideologías de la gente,
no se tienen en cuenta.
En una película antigua, a un negro se le preguntaba lo siguiente:
- ¿Usted cree que encontrar un gato negro es señal de mala suerte? (Por lo visto, es
una superstición propia de Norteamérica).
- Eso depende de lo que suceda después.
Esta sensata respuesta es una formulación muy gráfica del consecuencialismo. El acto
humano es bueno si tiene buenas consecuencias; hay que esperar: si lo que resulta es
positivo, una ventaja, entonces ese acto es valioso. Si no, no se puede decir que sea
éticamente bueno. Así pues, el consecuencialismo es un reduccionismo, que deja pendiente
la respuesta a una pregunta: ¿para quién son ventajosas las consecuencias de una acción?
Ahora bien, ese reduccionismo es posible por la fecundidad de la acción humana, según la
cual, al intervenir en una serie de acontecimientos, se da lugar a otra serie, a nuevos
acontecimientos. Pero dicha postura ética comporta una incomprensión de los factores
integrantes de la acción humana. Por lo pronto, el consecuencialismo es lo más opuesto a
una ética de virtudes. Claro está que las consecuencias hay que tomarlas en cuenta, y por
razones muy de principio. Pero no es correcto cifrar exclusivamente en las consecuencias
exteriores la bondad de la acción, porque son posteriores a ella, y la acción en sí misma
requiere un estudio directo.
Max Weber distingue la ética de consecuencias de la ética de convicciones. Nótese que esta
manera de dividir la ética no considera todas sus dimensiones, porque supone la siguiente
dicotomía: el hombre que actúa de acuerdo con su conciencia, aunque perezca el mundo, y el
hombre que piensa: "lo que a mí me interesa es que salgan bien las cosas, y, por tanto, mis
principios, mis convicciones de fondo no tienen ningún valor". Ese doble tipo humano de
ninguna manera agota la ética. Con todo, el planteamiento de Weber es teóricamente más
completo que la postura pragmatista de William James, que es de índole conductista.
No cabe duda de que el hombre es responsable de sus actos, puesto que también los hábitos
derivan de ellos. Por su parte, las consecuencias externas dependen de la índole de la acción
en tanto que cualificada por el conocimiento. En este sentido, lo exigible es un conocimiento
adecuado: de lo que se ignora no se es responsable, salvo que la ignorancia sea culpable.
Por eso, es muy pobre y esquemático - en el fondo caricaturesco - el pensar que pase lo que
pase yo no puedo hacer lo que vaya en contra de mis convicciones, porque las convicciones
no se pueden llamar tales si no comportan cierto conocimiento de las consecuencias. En
rigor, las convicciones dependen de si el conocimiento de los principios morales está bien
formado o mal formado, lo que a su vez, depende de hasta qué punto se es virtuoso. Y eso es
lo que Max Weber no tiene en cuenta, pues las virtudes son uno de los grandes temas
ausentes en la ética moderna. Nadie puede actuar moralmente contra su conciencia actual,
pero la conciencia afectada es culpable, y es una obligación ética rectificarla.
En definitiva, la ética de Kant, la ética del imperativo categórico que no mira los resultados
sino exclusivamente al puro sentido del deber, es normativamente vacía, no tiene contenido;
y en ese sentido tampoco es una teoría de la acción. Kant no ha estudiado la acción; en la
Crítica de la razón práctica ha estudiado el sujeto trascendental (una generalización
inexacta). La contraposición entre la ética de principios y la ética consecuencialista, es
ficticia; además, remitir a Kant como exponente máximo de la ética de convicciones no vale,
porque su ética no versa directamente sobre la acción. Por su parte, las consecuencias tienen
que ver con la acción, pero no son exactamente la acción. Por tanto, es oportuno caracterizar
la acción humana.
He puesto de manifiesto que la acción humana es innovante. Si es eficaz, es innovante, y ahí
es donde aparece la responsabilidad. Tomás de Aquino dice al respecto: el hombre es
responsable de una manera peculiar. Ilustraré la cuestión con un ejemplo actual: si yo
empuño una pistola, soy libre de actuar, en tanto que mi actuar es apretar el gatillo; pero lo
que pase después ya no es mi acción sino una consecuencia suya, que no corre a cargo de mi
acción sino de la pólvora, de la trayectoria de la bala, etc.
Tomás de Aquino viene a decir: el hombre es responsable como autor que inicia el proceso,
el cual acontece de una manera casi inevitable. La libertad de Dios es diferente: es tan
poderosa que es dueña de todo el proceso. No solamente interviene en el proceso de la
pistola al apretar el gatillo, sino que interviene en todo el proceso, de manera que si Dios
quiere, puede detener la bala, desviarla, o hacer que no llegue; puede hacer lo que quiera: es
absolutamente libre.
Esto pone de manifiesto que efectivamente las consecuencias de la acción son el proceso
mismo modificado. Pues la modificación del proceso puede reducirse a ponerlo en marcha.
Algo que podía no haber sucedido, tiene lugar porque yo decidí intervenir; pero sucede de
acuerdo con una regularidad que yo no soy capaz de imponerle; lo único que puedo hacer es
desencadenarla.
Ahora bien, el consecuencialismo debería tener en cuenta otro factor, y es que la acción
humana es múltiple. Efectivamente, yo puedo hacer que el futuro no sea el que era, pero eso
lo puedo hacer repetidas veces y, por tanto, soy capaz de corregir. En el caso de la pistola no
puedo. Lo que sigue al disparar es automático, un puro proceso externo. Pero el ejemplo no
sirve para todos los casos; sobre todo, no sirve para la acción reiterada del hombre. Yo
puedo modificar el futuro no sólo una vez, sino muchas. Además, la reiteración mejora o
empeora la acción; de manera que dicha modificación no es indiferente a las virtudes y a los
vicios. También las acciones son consecuencias de otras, pero esta relación no es automática.
Desde este punto de vista, el consecuencialismo es teóricamente incompleto, ya que las
consecuencias no son siempre las mismas o uniformes: se puede actuar sobre las
consecuencias de la acción, y ésta es una de las dimensiones de la responsabilidad. El
hombre puede corregir las consecuencias de sus actos; muchas veces lo hace, y su
responsabilidad se extiende a esa corrección. Es decir, tiene que decidir intervenir no sólo
una vez, sino que, al darse cuenta por dónde van ahora los acontecimientos, debe estar
dispuesto a volver a intervenir en el curso del proceso que él mismo provocó, si conviene
rectificarlo.
El hombre es dueño de las consecuencias, dueño del futuro, de un modo peculiar:
corrigiendo, es decir, interviniendo a lo largo del proceso muchas veces. En algunos casos,
como el disparo de la pistola, no es posible; pero en otros sí, y éstos son los más, pues por lo
común no es cierto que el hombre sólo pueda intervenir una vez desencadenando procesos.
Eso quiere decir que la acción hay que considerarla en su carácter reiterable, en su
pluralidad. No es suficiente una teoría de la acción única, sino que hay que tomar en cuenta
que la acción humana depende de decisiones. Se puede decidir volver a intervenir
corrigiendo las consecuencias o evitando que las consecuencias tengan lugar. De manera que
la intervención humana es mucho más intensa de lo que se suele opinar. Esta observación
nos remite a los hábitos, pues si he ejercido una acción y he adquirido con eso una virtud, la
acción correctora resultará más fácil, porque la virtud aumenta la capacidad de actuar. En
cambio, si con la acción se ha adquirido un vicio, la corrección resultará más difícil, y las
sucesivas intervenciones darán lugar a consecuencias negativas.
El consecuencialismo es demasiado simple. Es una visión unilateral de la acción humana en
su respecto a procesos. La acción humana se monta sobre los procesos; no está solamente en
su inicio, porque no se interviene una sola vez. Y estar dispuesto a intervenir muchas veces
es característico de la responsabilidad ética. Puedo corregir mis yerros.
He asaltado a un señor y he puesto en marcha un proceso, porque al quitar a esa persona la
billetera, tal vez no pueda pagar sus deudas, o al decírselo a su madre, que quizá está
enferma, le dé un infarto, o bien la falta de dinero evitará una borrachera; en fin, puede haber
una cantidad incontable de resultados. Un consecuencialista diría: mire usted, si resulta que
las consecuencias son buenas, este acto suyo es bueno, porque el robar es lo de menos, lo
importante es lo que pasa después.
Así pues, otro de los defectos del consecuencialismo es que proporciona un criterio de
acción aleatorio. Podría suceder que un robo evite que el hijo de la víctima reciba dinero
para comprar gasolina - con lo que emprenderá un viaje en el que se matará -. Según el
consecuencialismo, en este caso la acción de robar sería buena. ¿Para quién? ¿Y con qué
criterio se determina que la consecuencia es buena o mala si una se sigue de otra?
Hay que tratar de la responsabilidad de modo responsable y no subordinarla a
eventualidades. Es patente que muchas consecuencias no se pueden prever; pero conviene
hacerse previsor de consecuencias, y eso lo da la virtud y la experiencia. La experiencia
acumulada es un aspecto de la virtud llamada prudencia. De manera que con la virtud puedo
controlar las cosas más que sin ella; y llamar consecuencialismo al azar no es correcto. Claro
que el señor privado de dinero no puede dárselo a su hijo, con lo que se evita una posible
desgracia. Pero el ladrón no sabía nada de los planes que tenía su víctima, y además puede
ocurrir algo completamente distinto: que ese dinero fuera para comprar la medicina para la
madre a punto de morir.
Ejercer una acción significa no estar conforme con el curso de las cosas, es decir, no aceptar
lo inevitable; justamente lo inevitable es el proceso que tiene lugar si no intervengo; si
intervengo eficazmente, ese proceso deja de ser inevitable. En la reiteración de la acción lo
inevitable son las consecuencias de las acciones anteriores, y la nueva acción el no
conformarse con ellas. Actuar sobre el proceso provocado por la acción anterior forma parte
de la responsabilidad, lo cual quiere decir que la responsabilidad es mayor para unos que
para otros. Hay personas con más responsabilidades que otras: el que sabe más y es capaz de
intervenir; y hay otros que son menos responsables, porque poseen pocos recursos u
oportunidades o porque no se dan cuenta prácticamente de nada, y funcionan a ciegas. En
definitiva, se interviene porque no se acepta que el proceso ocurra de una determinada
manera. Si pensamos que todo es inevitable, también pensamos que no somos responsables
de nada, y renunciamos a la acción.
Ser ético es intervenir; el no intervenir no es ético. Aunque conviene distinguir el intervenir
y el entrometerse: hay procesos cuya modificación no me corresponde por falta de aptitud.
Pero, de suyo, lo ético es activo. Por eso, el primer principio ético es: "haz el bien" (hacer el
bien sin actuar no tiene sentido).
La ética tiene que ver directamente con la acción porque es deber del hombre no incurrir en
el fatalismo. La ética es animadora. Por eso una ética de normas restrictiva de la acción
humana es insuficiente. La ética estimula al hombre. De ahí que las virtudes sean su tema
central, ya que fortalecen la facultad y, por tanto, facilitan la acción y la aumentan. El
virtuoso no se conforma con lo inevitable. El hombre que actúa no protesta, no se limita a
decir: ¡qué mal están las cosas!; ¡yo querría que fueran de otra manera!, sino que contribuye
al cambio con sus actos. El no intervenir es pecado de omisión.
Ese es el alcance del primer principio moral tal como aparece al estudiar la acción. El
principio dice: "haz el bien y no te canses de hacerlo". "Haz el bien y no te desentiendas"; no
se deben cerrar los ojos y decir "eso no va conmigo". Sin duda, hay ocasiones en que la
intervención es contraproducente o incluso catastrófica. Por ejemplo, en el caso de una riña
entre esposos. Tomar parte en ella es extraordinariamente difícil, porque quien se pone del
lado del marido ofende a la esposa y viceversa; además, como ellos se reconciliarán después,
resulta que uno queda mal también con aquél por el que tomó partido. Pero, si bien se mira,
la acción no ha de ser ociosa: el bien que se intenta es justamente la reconciliación, y ello
indica la acción oportuna: es conveniente aconsejarla, procurarla, aunque sea de modo
indirecto. Sustituir al agente adecuado es un abuso. Es el llamado principio de
subsidiariedad, tantas veces olvidado. Cuando un agente inferior puede tomar a su cargo una
acción, el superior no debe ejercerla. Con todo, en ningún caso es conveniente acortar el
radio de intereses.
Acción en común
Esto nos lleva a otro asunto, que es la colaboración. Las acciones humanas, precisamente
porque tienen una dimensión social, comportan la colaboración, que es un asunto moral
(muchas veces un problema de delegación). Si el otro no lo hace, entonces uno tiene que
tomar cartas en el asunto; pero si el otro lo hace, hay que aprobarlo y agradecerlo. La acción
alude al poder (no a la voluntad de poder): el que actúa más, tiene mayor capacidad que el
que actúa menos.
Esto es patente desde cualquier punto de vista que se considere, por ejemplo, en los inventos
técnicos. El país sin investigación científica tiene menos poder que el país que la desarrolla.
Desarrollar la investigación científica es inventar modos nuevos de actuar. Omitirla es
disminuir la capacidad de intervención en procesos. Hay países que tienen una historia muy
activa, la de otros es más lánguida. Es un error considerar demasiados procesos como
inevitables, cuando en realidad no lo son; así, uno se exime de actuar y sobre todo se exime
de pensar soluciones posibles.
El descuido de la educación, de la cultura, o de la información que a uno le compete - el
descuido del saber - es un defecto ético, una especie de ignorancia culpable, porque de esa
manera uno se hace menos capaz de acción. Pero si además resulta que es una inhibición por
parte de un grupo dirigente, si la política educativa de un país es cicatera, se tienen
ciudadanos ineptos incapaces de efectuar alguna obra común de gran envergadura. En la
misma medida en que el hombre omite su contribución activa, su viabilidad queda en
peligro, puesto que el hombre es, insisto, faber sapiens. Y si no actúa, compromete su vida.
Así pues, hay que intervenir. Sin ello la virtud de la prudencia está de más. El hombre puede
intervenir muchas más veces de lo que suele pensar; su capacidad modificadora de procesos
es mucho mayor de la que se suele creer. A veces no se interviene por pura cobardía. Por
ejemplo, cuando se permite la injusticia social o la corrupción política. Naturalmente, ahí
uno se puede jugar el pellejo; pero pensar: "yo voy tirando; casi todo es inevitable, ¿qué
puedo hacer?" es pereza. La gente es perezosa y hay pueblos perezosos, o que lo han sido.
Pero tampoco eso es inevitable: se puede corregir.
Se debe adoptar una actitud activa, tratar de imponer la impronta personal en los
acontecimientos, no por un prurito estilístico o por pedantería. Los acontecimientos deben
llevar la impronta del hombre. Además, es mandamiento divino "gobernad la tierra"134. El
hombre es el rey de la creación. Su primer deber no es el imperativo categórico kantiano. Por
lo pronto, ha de imprimir su impronta personal, humanizar el mundo, la sociedad, muchas
veces sujeta a graves deficiencias. Cuanto menos se acepte lo inevitable, más innovaciones
se pueden producir.
Una forma de aceptar la inevitabilidad es lo rutinario. Los procesos que acontecen sin la
intervención de la acción humana son cíclicos: el sol sale todos los días y la tierra da vueltas
siempre igual. Dostoievsky decía que las estrellas son estúpidas, a diferencia de Kant que
admiraba el cielo estrellado135. Las estrellas son estúpidas por la rutina en la que están
inmersas. Aunque también el universo tiene una historia, el hombre es mucho más actuoso:
es un inventor; el universo no.
Sentido de la acción
Ahora hay que describir los factores de la acción humana. Hemos propuesto su descripción
global: la decisión efectiva de intervenir en procesos. Hemos descrito lo que es un proceso y
qué supone una intervención eficaz, la cual se ha de considerar en su reiteración, puesto que
el nuevo proceso - las consecuencias - pueden ser corregidas. El hombre de acción no se
conforma con lo inevitable. La acción es aquella intervención sin la cual no acontecería lo
134
Cfr. Génesis, 1,19; 2,15.
Como lo afirma en la célebre frase de la Crítica de la Razón Práctica: "El firmamento estrellado sobre mí y
la ley moral dentro de mí."
135
nuevo.
El primer factor de la acción humana es el fin. El hombre actúa para conseguir algo. Desde
el punto de vista del fin, la acción efectiva tiene carácter medial.
En este carácter medial insiste la ética clásica. Las decisiones se toman respecto del medio,
no respecto del fin, dice Aristóteles136. Aquí el consecuencialismo tiene algo que decir: los
objetivos, el fin, dan sentido a la acción. Si no quiero conseguir algo diferente a lo que
sucedería sin mi intervención, no intervengo. Por eso, aunque no es aconsejable el activismo,
el hombre no es viable si no actúa. Por otra parte, si no se ponen los medios, el fin no se
alcanza. Por tanto, es preciso aumentar la capacidad de hacer. A ello se ordenan las virtudes.
Y como, además, la capacidad humana de fin no es constante, las virtudes son necesarias
para conducir la vida sin perder de vista el fin último. Si el fin es lo que da sentido a la
acción, se ha de evitar el activsmo, y desde este punto de vista las virtudes también son
imprescindibles.
El fin es la felicidad, que sin la acción es inasequible: no tenerlo en cuenta conduce al
inmovilismo estoico. A su vez, si de la acción sólo se siguen consecuencias externas, el ser
humano compromete su vida en el logro de fines menores.
La diferencia entre los procesos de la naturaleza y los producidos por el hombre reside en
que éstos últimos atienden al fin de un modo muy destacado (en otro caso el hombre no los
acometería). La acción enlaza con la ética de virtudes y con la ética de bienes. Por ejemplo,
la medicina es un arte, un conjunto de acciones que miran a un bien que sin ellos no se
conseguiría. Ayudar a un organismo a sanar, eliminar procesos letales, son bienes posibles
por la acción humana.
Recuérdese el principio: "haz el bien". Según esto, el bien es factible. Sin embargo, el último
fin no es factible (el hombre no puede hacer a Dios). Pero ello no fuerza a reducir la ética a
normas. Corre a cargo del hombre incrementar el bien creado: a través de mis actos puedo
perfeccionar el universo y perfeccionarme a mí mismo y a los demás. En suma, el primer
factor de la acción es el fin; con él se marca la diferencia entre lo que acontecería sin mi
intervención y lo que ésta aporta.
El segundo factor de la acción es el motivo, es decir, el impulso que lo pone en marcha, su
desencadenante. La motivación es inseparable de los recursos disponibles, pues la acción es
imposible sin la asignación de recursos (que podrían emplearse en otros proyectos o con
vistas a otros fines). Repito que la acción es una aportación: si no hay nada que aportar, no
se actúa.
Un hombre completamente miserable es incapaz de hacer. Marx sostiene que el hombre es
pura materia: el ser necesitante. Es un error ontológico, que introduce una petición de
principio en la exaltación marxista de la praxis. La motivación no consiste únicamente en el
necesitar. En cambio, si se parte de la siguiente definición práctica del hombre: el
perfeccionador perfectible, se enfoca mejor la motivación. Los recursos no son sólo
materiales: sobre ellos, la dotación cognoscitiva humana monta su propia índole inventiva
que los transforma y eleva. Ésta es la relación ya mencionada entre el tener corpóreo y la
posesión de objetos inteligibles, sin la cual la motivación no sería eficaz.
136
La deliberación a la cual sigue la decisión versa sobre los medios, no sobre el fin.
Conectivo entre motivo y fin
Como son factores de la acción, los recursos y el fin, los motivos y las consecuencias, están
relacionados: si se desconectan, se rompe la estructura de la acción. Es el fracaso. El fracaso
humano tiene lugar cuando el impulso y el fin no son coherentes, consistentes. De eso
tenemos una experiencia notable todos los seres humanos: intentamos algo, somos movidos
a lograr algo, y lo que conseguimos es completamente distinto de lo que pretendíamos.
El tercer factor de la acción —en que se suele poner mucha atención, como es lógico—, es
su eficacia transformante directa en el proceso, esto es, el ejercicio mismo de la acción. Para
actuar hacen falta recursos, se actúa con respecto a fines; pero en sí misma la acción es el
hacer.
De manera que, en definitiva, la acción humana consta de motivos y recursos, objetivos y
fines, pero es también hacer; se ejerce como el poner por obra la transformación de procesos.
La función del hacer es establecer la relación consistente entre los motivos y las finalidades:
el hacer es su conexión. Si embargo, fijarse sólo en el hacer es otra miopía reduccionista.
El hacer en sí mismo no es toda la acción, sino aquello de que depende la consistencia de la
acción, el conectivo entre lo que impulsa y los fines. Acentuar la importancia del hacer es
propio de la tecnología. Nos interesa, como se suele decir, "poner patas a las ideas". Si uno
le llega con alguna teoría a un empresario, su respuesta suele ser "dígame cómo se hace,
déme usted una fórmula útil": ese empresario está pensando en el hacer. Ahora bien, el que
sólo piensa en el hacer sin tener en cuenta las motivaciones y los fines, finge hacer por hacer,
pero, en rigor, nadie actúa así. Ontológicamente, la acción requiere de las motivaciones y de
los fines, y el conectivo que llamamos hacer. Si sólo nos fijamos en el hacer, lo otro quedará
implícito, pero no desaparece porque nadie hace por hacer.
La función del hacer, insisto, es relacionar las motivaciones y las finalidades. Sin embargo,
el hacer no es la acción entera, porque sin motivos y fines no hay acciones, y los motivos y
los fines no son el hacer. El hacer es la acción considerada en sí misma; pero ni siquiera el
jugador empedernido juega por jugar.
Conocimiento y eficacia
Pero esto no es todo. Hay que tener en cuenta todavía otro factor de la acción, que es el más
importante: justamente el conocimiento. En rigor, la acción arranca del conocimiento.
Recuérdese la tipología de tenencias: el tener corpóreo y el tener inmanente, característico
del conocimiento. Si no se conoce, no se actúa. Hay que conocer los fines, hay que ser
experto en la manera de hacer. Las motivaciones son lanzadas hacia adelante y son
mejoradas o empeoradas según sea el conocimiento. Pues el hombre actúa en cuanto que
sabe. Dice Tomás de Aquino137: lo primero que se ha de pedir al que actúa es que sepa. El
conocimiento es el factor nuclear de la acción; ¿por qué? Precisamente porque el
conocimiento no es temporal; el conocimiento es aquello que en el hombre no es proceso.
Pues bien, sólo desde lo intemporal se puede modificar un proceso temporal. La eficacia de
la acción depende intrínsecamente del conocimiento. A tanto más conocimiento, más
eficacia activa; poco conocimiento, poca eficacia activa.
137
Tomás de Aquino, Quaestio disputata de virtutibus cardinalibus, q. única, art.1, c.
A primera vista podría parecer paradójico, pero filosóficamente, es indudable, y en la
práctica no hay que olvidarlo: sólo por lo intemporal o desde lo intemporal se puede dominar
lo temporal. Por eso no hay que hablar de la voluntad de poder. Nietzsche se equivoca: no
cabe hacer un poder; la condición de posibilidad del hacer es el conocer. Se hace en la
misma medida en que se conoce, no más allá, y con frecuencia más acá. No hay acción
humana si no es desde el conocimiento y delimitada por él. Lo otro ya no es acción humana
sino fisiología (actos del hombre en terminología clásica). El conocimiento es aquello en el
hombre que no es proceso. Y sólo aquello que no es proceso puede influir en el acontecer
temporal de manera que su transcurso no sea inevitable. Para intervenir en lo temporal es
menester gozar de una posesión actual, no transeúnte. Nosotros articulamos el tiempo desde
el presente, pero el presente es la pura actualidad cognoscitiva. La decisión de intervenir se
consuma según su condición de posibilidad, de modo actual. En el tiempo, los procesos
interseccionan y chocan. Dicho de otra manera, el hombre sólo puede incidir en un proceso
desde fuera; en otro caso, se sume en él, y no se formula un fin práctico destacado.
El conocimiento es una cierta anticipación del fin. Como ya hemos visto, para hacer, es
menester proponerse algo que no sea directamente el hacer. Por tanto, hace falta otra
dimensión de la acción, y es el fin que se busca con ella, pues la acción siempre tiene por lo
menos consecuencias, como vimos al tratar del consecuencialismo. Claro está que los
efectos de la acción no son exactamente su fin; pueden coincidir o no coincidir, y ahí
aparecen las frustraciones, que son equivocaciones. En esta línea se aprecia otro defecto
ético por limitar el conocimiento: "yo me propongo algo, y aunque sepa que mi acción van a
resultar otras consecuencias, no las tengo en cuenta". Son los llamados efectos secundarios,
que muchas veces son efectos perversos. Aunque el agente no es responsable de todo,
porque no es omnisciente, sin embargo tampoco se puede reducir demasiado la
responsabilidad: no sólo somos responsables de lo que nos proponemos, sino que también lo
somos de las consecuencias que no nos proponemos, pero que son inevitables si actuamos de
determinada manera.
Este asunto ha sido estudiado por la tradición, que lo llama voluntario in causa o voluntario
indirecto. Por ejemplo, un médico podría proponerse la salud de una mujer embarazada, pero
ha de considerar con mucho cuidado las acciones que emplea y tener en cuenta si éstas
afectan o no afectan al feto. Moralmente un médico no puede alegar:
- Yo lo que quería era salvar a la madre. La suerte del feto es ajena a mi fin.
- Ese fin que usted se propone está arbitrariamente recortado; usted no puede
olvidarse de las consecuencias de la acción misma, a las que debe atender y de las
que es responsable.
Si el hombre es responsable de sus actos, también es responsable de las consecuencias de
ellos, y no es legítimo recortar el conocimiento del fin de la acción, pues el fin no es tan sólo
un propósito. En este sentido, se dice que el fin no justifica los medios. El conocimiento del
fin no se debe aislar del conocimiento de los medios, ni al revés, puesto que ambos son
factores de la acción. Sostener lo contrario es un error grave en el que los consecuencialistas
pueden incurrir.
Así pues, la acción tiene una dimensión humana directiva, sin la cual es imposible, y es el
conocimiento. Si el hombre no poseyera de modo actual intemporal, no sería de ninguna
manera capaz de actuar. Sólo desde lo intemporal se pueden controlar y modificar los
procesos temporales. Desde luego, de suyo nuestro conocimiento objetivo no es una acción;
sólo con conocer las cosas o los procesos no los transformamos. No basta con pensar en un
proyecto para llevarlo a cabo. Por tanto, hay que decir que la acción humana está entre los
procesos sobre los que interviene (que no cuentan con el hombre para desplegarse) y el
conocimiento. La acción es una mediación.
No conviene confundirse nunca en este punto. Sólo podemos transformar los
acontecimientos temporales porque en nosotros hay algo intemporal; somos fabri porque
somos sapientes.
Aunque hayamos tenido unos antecesores que sin ser sapientes usaban una técnica
rudimentaria, su conocimiento imaginativo (no intelectual) también era un ingrediente de su
hacer. El núcleo del hacer es el conocer. Un hacer no plasmado, no organizado de acuerdo
con el conocimiento, no es ningún hacer. La acción es una mediación, una vehiculación;
ponemos patas a las ideas con la acción, pero si no tuviéramos ideas no les podríamos poner
patas. Es una expresión bastante gráfica, sobre todo entre los hombres de acción que se
dedican a los negocios:
- No, yo no quiero ideas, sino que me dé usted la fórmula para ponerle patas a las
ideas.
La respuesta es ésta:
- Mire usted, si no tiene ideas de entrada, la verdad es que no tiene nada a qué
ponerle patas.
Con todo, al ponerle patas a las ideas cabe también el fracaso o la frustración. Ser inhábil
quiere decir actuar de tal manera que la idea que se tiene en la cabeza no quede plasmada por
la acción misma; en este caso, la acción es torpe. Hacer bien las cosas de acuerdo con la idea
que de ellas tenemos, requiere de aprendizaje. Aprender es asimilable a los hábitos prácticos.
Propiamente, las ideas no se aprenden (se tienen o no se tienen), sino su uso. Pretender hacer
una sierra con lana (ejemplo propuesto por Aristóteles) es un claro indicio de que no se tiene
la idea de sierra.
Si queremos hacer un puente y la acción no responde a un cálculo suficiente, el puente sale
mal; y un puente que se hunde no es un puente. Son pseudoacciones aquéllas que no
cumplen su valor de mediación. Lo falso de una acción es lo que tiene de no conducida por
la mente.
La teoría de la motivación intenta dar razón de la relación de los motivos con el hacer; pero
el problema más difícil es éste: cómo es posible que algo poseído por la mente sea también
configurador de una conducta práctica; de qué índole es el influjo, o mejor, de qué manera se
comunica el conocer con el hacer.
La cuestión de la motivación remite a la voluntad, y también es difícil de resolver, porque la
voluntad y la motivación no son directamente prácticas. No basta querer para poder, lo
mismo que no basta tener una idea para realizar algo con ella, sino que se requiere la
mediación de la acción. No es lo mismo querer que hacer.
Sin embargo, la consideración analítica, o por separado, de los factores de la acción humana
no es el enfoque adecuado: desde ellos no se logra entenderla unitariamente. Por tanto, su
discernimiento ha de tomar como punto de partida la acción, puesto que son reales como
factores suyos (en tanto que poseída por el acto de conocerla, la idea no es real, sino
intencional). Por otra parte, la acción enlaza con la voluntad en una fase de su despliegue,
como se desprende de la distinción entre voluntad nativa y racional, a la que ya nos hemos
referido.
Temporalización de la idea
La relación de la motivación con el hacer exige la intervención del conocimiento. Pero su
estudio no interesa a la ética en directo, sino que es un problema ontológico, acerca de las
distintas facultades humanas. Los escolásticos llaman uso activo de la voluntad a la conexión
del querer con el hacer. El querer está en el hacer; lo mismo que la idea, porque en otro caso
no saldría la cosa tal como se piensa, tal como se quiere hacer de acuerdo con la idea. La
voluntad tiene que ver con la inteligencia y con la acción. Cómo desemboca una en la otra
no es una cuestión analítica; con ese método seguramente nos podríamos aproximar bastante
a la solución del asunto, pero nunca se aclararía del todo.
Sabemos que todas estas dimensiones se comunican unas con otras. Quiero tomar el vaso, y
efectivamente lo hago a través de la facultad locomotriz. Sabemos que en el sistema nervioso
hay procesos aferentes y eferentes. Estudiando las neuronas libres se puede describir
fisiológicamente cómo se pasa desde el estímulo exterior, - lo que llaman los escolásticos la
especie impresa -, al conocimiento sensible, y cómo influye el sistema nervioso, cuando su
funcionamiento no es un término de la influencia externa, sobre el control muscular, por
ejemplo. Curiosamente, Kant se aproxima bastante a este complicado asunto. Y digo que es
curioso, porque la aproximación se encuentra en la Crítica de la Razón Pura, no en la
Crítica de la Razón Práctica, que para estos efectos no sirve. En rigor, Kant no entiende el
conocimiento como operación inmanente (y ello quiere decir que no lo entiende), sino como
una acción de la espontaneidad del sujeto que se aplica a los fenómenos. La aplicación es
imaginativa, se hace a través del tiempo como esquema constructivo.
El esquema trascendental kantiano desde esta perspectiva es una solución (con bastantes
aporías desde otros puntos de vista, porque plantea un problema de principiación muy difícil
y que Kant renuncia a resolver). El esquema trascendental, dice Kant 138, es el tiempo. Yo
tengo el concepto de circunferencia, ¿cómo lo plasmo? Trazándola con el compás. El uso del
compás sería la acción. El concepto de circunferencia es intemporal; en cambio, el esquema
correspondiente, es decir, el modo de construir la circunferencia es tiempo formal.
Aunque formulado con otra intención, el esquematismo es un modo de acercarse a los
problemas ontológicos que plantea la acción humana, para los cuales las explicaciones de los
fisiólogos son insuficientes. La transmisión de las ideas al hacer, la configuración del hacer
de acuerdo con ideas, no consiste simplemente en procesos neuronales: es un asunto
complicado, de mucha más envergadura que los que abordan las ciencias positivas.
La configuración del hacer por ideas termina en el artefacto construido de acuerdo con ellas.
El modo como las ideas se plasman a través del hacer es su temporalización. Por eso, la
acción es una mediación: la modificación de los procesos es una nueva configuración de
acuerdo con ideas. Dicha reconfiguración es temporal. Por eso digo que el esquematismo
trascendental, curiosamente, apunta en directo a un problema práctico.
138
Kant, I., Kritik der reinen Vernunft, A 144; B 153 ss.
Plasmar una idea es temporizarla, sacarla de la situación intemporal que le corresponde en
tanto que intelectualmente poseída. ¿Cómo es posible que una idea, que es intemporal, se
traslade al tiempo, y en este sentido se haga práctica? Simplemente al configurar un hacer.
Kant dice (lo cual es una muestra de honradez intelectual) que la formación de esquemas es
un enigma de la naturaleza humana, lo más secreto de ella. Heidegger139 se apoya en el
esquematismo trascendental para proponer una ontología de nuevo cuño.
La idea es intemporal de suyo, pero también aparece plasmada en tanto que transforma los
procesos externos. En este sentido, ella misma se ha temporalizado. En suma, la acción se
describe simplemente así: es la mediación entre el conocimiento y los procesos en los cuales
interviene eficazmente. En tanto que vinculada a los procesos, es temporal; y en tanto que
reside en el pensar o tiene su condición de posibilidad en el acto intelectual, es intemporal.
La producción
La última observación formulada permite distinguir dos tipos de acción humana. El tipo de
acción que tiene que ver con procesos materiales o físicos es aquélla en que los ingredientes
cognoscitivos son de menor calidad. Este tipo de acción es directamente transformante. Pero
hay otro tipo de acción que es más próxima al conocimiento que al proceso. El primer tipo
de acción obedece al motivo de hacer en el nivel de la posesión corpórea, es decir, de
intervenir en los procesos temporales. Es la acción más alejada del conocimiento, por ser la
más temporalizada. Este tipo de acción es la producción.
A la acción productiva Aristóteles la llama despótica. Influir productivamente en procesos
naturales equivale a imponerles una impronta formal y, por tanto, a considerar los procesos
como pasivos respecto de la acción. Aristóteles llama despótica a la relación entre una
actividad y algo pasivo o sometido a ella. Se parece a la estructura hilemórfica, es decir, al
compuesto de forma y materia, puesto que la materia está completamente sujeta a la forma,
dominada por ella.
Tanto la relación acción-pasión como la composición de la forma respecto de la materia son
despóticas140.
Si, por una parte, la acción es la mediación entre el pensamiento y el proceso, por otra, el
hacer es el conectivo entre los motivos y los fines. Pues bien, cuando se trata del primer tipo
de acción, es decir, de la producción, el conectivo es extrínseco. El hacer como producir es
un conectivo extrínseco entre los motivos y los fines.
Nadie produce por producir; se produce desde una motivación que arranca de nuestra
condición de sapiens-faber, y en orden a una finalidad: en definitiva, para usar o consumir.
El estudio de la racionalidad de la producción está bastante desarrollado (al igual que el de la
tecnología correspondiente) y corre a cargo de una ciencia especial, la economía, algunas de
cuyas averiguaciones son acertadas, aunque las leyes descubiertas son de carácter
condicional y no muchas. El núcleo teórico de la economía - como ya hemos visto - es muy
139
Heidegger, M., Sein und Zeit (Ser y Tiempo, FCE, México 1974). Puede verse también Kant und das
Problem der Metaphysik.
140 Es despótica la relación entre el alma y el cuerpo, la actividad técnica sobre materiales, y la sujeción del
esclavo a su amo. En cambio, la relación entre las facultades del alma no lo es.
escueto, aunque se contenga en grandes libros y se acuda a desarrollos matemáticos.
Son de notar los importantes factores que intervienen en la acción: el conocimiento, el hacer,
los motivos, los fines. La biología y la sociología pueden decir algo sobre ellos. La economía
suele marginar a algunos (que de todos modos se insinúan). La ética ha de atender a todos
ellos, Sólo así es una disciplina integrante de la antropología filosófica.
Aprovechando el modelo con el que Kant pretende entender la unión del concepto con el
fenómeno, hemos propuesto el modo según el cual una idea configura una acción, pues ese
modelo es práctico. Tal configuración es el paso de lo intemporal a lo temporal. Si ese paso
se considera según su efectiva influencia en el proceso, que es temporal de suyo, entonces
tenemos la acción productiva. Pero si ese paso lo consideramos un poco antes - no
despóticamente vinculado al proceso -, aparece otro tipo de acción. Ese otro tipo de acción
es gobernar. La acción de gobierno es más cercana al conocimiento que la producción. Es
otro tipo de acción.
La distinción del gobierno con la producción interesa a la ética. Como he dicho, las ciencias
acerca de la producción son escuetas y la ética tiene que complementarlas. La economía y la
tecnología proporcionan conocimientos notables sobre la producción. No ocurre así con la
acción de gobierno, sobre la cual la economía y la tecnología apenas dicen algo. En rigor, no
cabe una física social: la administración de cosas se distingue del gobierno de los hombres
(Saint-Simon). En resumidas cuentas, la ética es un saber acerca de la acción humana que no
puede ser substituido por otros. La verdadera ciencia de la acción es la ética. En otro sentido,
la ética no es ciencia, sino algo más: una forma de sabiduría.
La acción de gobierno
La producción es la acción considerada en su directa y dominante y, por tanto, despótica
conexión con los procesos. La temporalización más aguda de las ideas tiene lugar cuando se
produce. Pero el hombre ejerce otro tipo de acción, que es el gobierno. El hombre se
gobierna a sí mismo y, además, el gobierno es una actividad social. Sin gobierno no hay
sociedad.
Distinguimos la acción de gobierno de la acción productiva. Primera diferencia: la acción de
gobierno no es despótica ni por tanto, poiética, sino —y así lo calificó Aristóteles141—
política. ¿Por qué es política? Porque no es inmediatamente transformante. El hacer político
no es un hacer directo, sino un hacer directivo; no transforma lo pasivo, sino que forma
agentes activos. Segunda diferencia: la relación de los motivos y los fines también es
distinta. Los motivos y fines de la acción de gobierno no son los motivos ni los fines de la
producción, y no se conectan de modo extrínseco, sino intrínseco. Como conectivo, el
verdadero hacer, lo estrictamente práctico en la acción política, es el lenguaje.
Tercera diferencia: el lenguaje es aquel tipo de hacer que más directamente se vincula con el
pensar. Es el más intemporal, aunque sigue siendo temporal. Toda acción por ser práctica es
temporal; la menos temporal es el hablar. Claro es que para hablar hay que saber hablar, lo
cual es un hábito intelectual. Saber expresar lo que se piensa no es fácil, porque desde este
punto de vista, hablar son las "explicaderas" y las "entendederas. Hablar es tanto locución
141
Aristóteles, Política, I, passim, ya que "la vida es acción, no producción"; Política, I, 5, 1254a 5; Cfr.
igualmente la distinción entre ciencias teoréticas y poiéticas en la Ética a Nicómaco, I, 2,1094a 24 y ss.
como escucha, decir y oír, y eso de manera recíproca.
Si un interlocutor habla, los otros escuchan; pero después de haber escuchado, les
corresponde hablar a ellos, y el primer interlocutor pasa a escuchar. Este asunto de las
entendederas y de las explicaderas es más complicado de lo que parece. No se trata
simplemente de una lección de clase dirigida a alumnos; eso no es el lenguaje
completamente considerado. El lenguaje es la relación de los que escuchan y de los que
hablan. Pero esa interrelación es alternante y mutua. Por eso, no se puede decir que las clases
que reciben los alumnos cumplen todo su sentido lingüístico político o de gobierno hasta que
los alumnos hablen, hasta que no se establezca el diálogo, hasta que el que enseña no oiga la
versión de quienes le escuchan. No tenerlo en cuenta es una de las causas del fracaso
formativo de muchos centros educativos. Así pues, el segundo tipo de acción, que
Aristóteles llama política, y que describe como la acción entre hombres libres, se dirige a
agentes que no son pasivos y, por tanto, comporta reciprocidad.
La acción no es despótica, sino política, cuando, sin dejar de ser efectiva, se dirige a seres
libres, de los cuales emergerán a su vez acciones. El segundo tipo de acción es
interrelacional. Su primera fase es la preparación, la educación; pero esa fase se quedaría
truncada si efectivamente no despierta las capacidades del que escucha, del educando, como
se suele decir, integrándose en ellas de tal manera que el educando pueda pasar a ser
educador. Pero no basta ser educador de otros, porque eso sería incidir en una sucesión del
tipo: yo le enseño a usted, usted le enseñará a otros de otra generación, etc. El educando
debe pasar a ser maestro de su educador, al menos en parte, o reemprender la investigación
desde el extremo al que éste llegó.
La comunicación humana no es mero asunto intraespecífico, repetitivo, sino interpersonal.
El lenguaje humano es la expresión o manifestación de lo interior.
El hombre masificado no admite la comunicación enriquecedora. Por eso, bastantes de los
llamados medios de información han perdido el auténtico sentido del lenguaje. La eticidad
del lenguaje consiste en la relación recíproca entre los hablantes. Aquí se asienta el deber y
la virtud de la veracidad.
Nótese que en la acción despótica la idea pasa a informar la cosa, a ser causa formal de la
cosa, y eso es mimético. Lo bueno del producto es que se parezca, que sea una copia de la
idea que se ha querido plasmar. En cambio, cuando se trata de la acción de gobierno esto no
es suficiente.
El valor ético de la acción de gobierno no reside en lograr copias, pues la uniformidad es un
empobrecimiento contrario a la pluralidad de personas. Por eso, no es aceptable una vieja
teoría que entiende al gobernante como causa formal de la sociedad. Introducir el elemento
despótico, y desplazar el político es lo propio del llamado despotismo ilustrado. La acción de
gobierno va dirigida a la mejora de los otros agentes, y es recíproca, pues el hombre puede
mejorar mucho más que el metal cuando se le trabaja142. Por tanto, si el gobernante no es
humilde, fracasa. El humanismo es imprescindible en política porque la acción de gobierno
se distingue de la acción productiva143. La acción de gobierno no consiste en imprimir la
142
En el orden sobrenatural, del que se ocupa la teología moral, la acción del Espíritu Santo en el alma es
interior, y su ilustración con metáforas laborativas es oportuna. Con todo, Dios actúa en el hombre interior si se
le deja, y exige respuesta. Por tanto, las metáforas políticas tampoco son desechables.
143 "La ciudad que no lo es sólo de nombre debe preocuparse de la virtud." Aristóteles, Política, 1280b 6-8. Y
Tomás de Aquino añade: "Si la ley no se adecua con la virtud, no es ley." In Pol., II, Lec. 13, n. 297.
propia impronta en los demás, sino en activar sus energías, y esto es profundamente ético:
los sistemas libres son sistemas que interactúan; un sistema libre no existe aislado.
Anteriormente clasificamos los sistemas en sistemas cerrados, sistemas abiertos y sistemas
libres. El hombre es un sistema libre, y la acción de gobierno es posible por el carácter
interactivo de los sistemas libres. Por eso, la acción de gobierno desarrolla virtudes o el
gobernante fracasa - y gobernantes somos los unos de los otros: el diálogo es el conectivo -.
Se gobierna para mejorar la motivación y la finalidad de las acciones de los seres humanos.
Por tanto, la omisión de la acción de gobierno priva a la acción humana del conectivo
intrínseco entre motivos y fines. Ya dijimos que la producción no es un conectivo intrínseco;
la oferta y la demanda guardan relaciones que estudia la economía; la oferta es posible por la
asignación de recursos: según se realice la asignación, ciertos fines son posibles u otros no.
Pero la producción no logra unir intrínsecamente motivos y fines. El hacer es un conectivo
extrínseco. En cambio, la acción de gobierno, si mejora motivos y fines, constituye un
conectivo intrínseco de ambos.
Conviene tener claro que el gobierno oficial (el presidente y sus secretarios de Estado, la
administración) no monopolizan lo que en ética se llama acción de gobierno. Cualquiera que
sea la institución, la acción de gobierno es un tipo de acción imprescindible para todos los
seres racionales. En la propaganda electoral se dice: "mire usted, yo soy gobernante de
profesión; le aconsejo que me encargue con su voto la gestión de los asuntos de interés
público, porque soy el más apto para ello". Cabe argumentar frente a tal propuesta: "pero eso
es ser un administrador de cosas. A poco que se descuide se transforma usted en un inhábil
corrector de la economía, pues está usted entendiendo las relaciones humanas
exclusivamente desde el punto de vista de los medios de satisfacción de las necesidades;
pero no atiende a la mejora de las motivaciones y de las finalidades, asunto que, por otra
parte, no le compete a usted en exclusiva". Y es que, en rigor, el gobierno es un tipo de
acción humana que nadie debe omitir. Si se dice: unos nos gobiernan, y nosotros no
gobernamos de ninguna manera, sino que nos dedicamos simplemente a vivir a expensas de
la iniciativa benéfica de esos pocos, se ha amputado la dimensión ética más importante de la
vida social.
El único ideal político posible es la extensión social de la acción de gobierno; si la acción de
gobierno es realizada sólo por un grupo, se anula como tal y se cae en un totalitarismo de
uno u otro signo: la acción de gobierno es ejercida por unos cuantos, y los otros son sujetos
pasivos. ¿Qué hace el gobernante? No dialoga, sino que trata de transformar poiéticamente a
sus súbditos, o deja que vivan a su aire. Si ese aire es éticamente sano, desplazará al
déspota144.
El fracaso de los comunistas fue debido a un error sobre la acción de gobierno: eliminarlo en
la sociedad rusa. Y por eso las motivaciones y finalidades de los ciudadanos soviéticos se
fueron a pique. Es lo que ocurre siempre que se omite en algún ámbito la acción de
gobierno: aparece la corrupción de manera generalizada, porque las motivaciones y las
finalidades se han degradado. Se ha dejado de ser un sistema libre al perder la capacidad de
autocontrol.
Enseñar sólo a producir, o a gestionar la producción, es una miopía moral que afecta al
entramado social, pues da lugar a un sistema de asignación de beneficios muy discutible, que
144
No pretendo mediar en la discusión sobre la mejor de las "formas" de gobierno. Me parece incluso
preferible dejar a un lado esa expresión.
rompe la relación entre los aportadores de capital y de trabajo. Esta forma de
"economicismo" no es una consecuencia de la ciencia económica, sino de la omisión de la
acción de gobierno.
La prudencia es la virtud del gobernante: auriga virtutum, la virtud moral que guía a las otras
por afincarse en la razón. En la acción de gobierno, la menos temporal, la más vinculada a la
intemporalidad cognoscitiva, es imprescindible el control de la prudencia, la virtud
dianoética. El gobierno tiene que ver con el mandar y el obedecer. Aunadas en la prudencia,
la obediencia y el mando son virtudes, y de las más importantes, siempre que, como dice
Aristóteles, ambas sean alternativas, no unilaterales145. No es prudente la tendencia a reducir
los bienes, a acotar su percepción por consideraciones subjetivistas. El consejo y la
circunspección (el mirar en torno) son dimensiones de la prudencia por las que se dilata la
captación de los bienes.
También es de Aristóteles esta observación: que todos piensen lo mismo no es buena señal
de salud social. Por ejemplo, un maestro que sea incapaz de aceptar una corrección por parte
de sus discípulos, es un pedante monopolizador de la acción de enseñar, que al no saber
aprender se autolimita como docente.
Mandar y obedecer son alternativos, como oír y escuchar, porque, en definitiva, cuando un
jefe da órdenes está emitiendo un mensaje, y los que lo ejecutan han de escucharlo y
entenderlo (en otro caso la obediencia es imposible). Pero el cumplimiento de la orden no
suele ser el esperado, ya que en la ejecución interviene otra iniciativa. ¿Qué es más
importante: dar órdenes o cumplirlas? Del modo de cumplirlas emana, a su vez, una
instrucción ¿Qué debe hacer el que dio una orden? Enterarse de cómo se ejecuta. Y si la
orden se ejecuta de tal manera que hay una desviación, lo que procede entonces es rectificar
la orden. Las órdenes son cierto tipo de normas, que por su relación con el gobierno tienen
una dimensión moral. Pues bien, en este sentido son corregibles. Por eso se dice que la razón
práctica es la razón recta, y eso significa razón corregida. La acción de gobierno es una
relación mutua; quien no se deja corregir, no sabe mandar, y el que no sabe corregirse
tampoco sabe obedecer.
Mandar y obedecer son actos virtuosos porque se integran en la acción de gobierno y evitan
la acción despótica, que es incorrecta como medida de las relaciones humanas. La influencia
de Skinner en el sistema educativo ha sido nefasta146.
Se pueden troquelar las cosas, pero no a los hombres. Porque el hombre no es una cosa.
Simplemente darse cuenta de esto es ascender a la ética, es decir, a la comprensión de los
hombres como sistemas libres. Al final, la ética es la ciencia acerca de la conexión entre los
sistemas libres. De modo especial se ocupa del control, es decir, de la acción de gobierno.
Prudencia, obediencia y mando en correlación. Junto a ella, la fortaleza, pues el que no es
fuerte no sabe ejecutar ninguna acción; y la templanza: el que se destempla cae en
incontinencia, y se deja llevar.
Las virtudes hacen capaz de libertad: sólo el virtuoso es dueño de sus actos. Aristóteles
dedica pasajes centrales de la Ética a Nicómaco a hablar de la incontinencia. De entrada
145
Me remito a Aristóteles porque su postura es la más neutral, o menos apriorística. En efecto, el Estagirita
sostiene que la ética no se aprende en los libros, sino en los hombres buenos, es decir, en los que poseen
virtudes y actúan de acuerdo con ellas. Esto, por lo demás, es obvio: sólo se puede entender la realidad allí
donde está; y las virtudes son reales solamente en los seres humanos.
146 Skinner es un conductista que sostiene que la conducta humana obedece a una serie de resortes
técnicamente controlables —teoría del troquel de la conducta—.
todos somos incontinentes; pero hay una diferencia —en este punto Aristóteles es muy
duro—: algunos incontinentes pueden dejar de serlo, otros, en cambio, parece que no pueden
dejar de serlo porque no aprenden nunca. Esos son los auténticos esclavos.
La producción se concreta en el hacer, pero sólo en tanto que conecta los motivos y los fines;
de éstos los economistas saben poco. Y un ingeniero menos, salvo que, como humanista se
plantee otros problemas además de los cálculos de estructuras y cosas así. La ética tiene que
completar las ciencias de la producción porque no hay ninguna otra ciencia que considere a
la acción productiva entera. Cuanto se trata de la acción de gobierno, sin la cual la acción
productiva no es posible (ni se relaciona con la organización social), aparece la ética con
toda su fuerza.
El orden de las virtudes atañe en especial a la acción de gobierno. Nótese que de poco sirve
el diálogo con gente que no cumple su palabra. La veracidad es propia de hombres libres.
Una sociedad basada en la mentira se destruye; los gobernantes que mienten ejercen
acciones despóticas. Algunas llamadas democracias no lo son, porque la democracia es el
régimen de los hombres libres, es decir, la aspiración al predominio de la acción de gobierno
sobre la acción despótica. La acción despótica respecto de cosas es correcta, en principio,
aunque el problema ecológico pone de manifiesto sus límites. El problema ecológico
también es un problema moral. Es claro que respetar el equilibrio ecológico guarda relación
con la virtud de la templanza.
La fortaleza proporciona la coherencia del actuar a lo largo del tiempo, es decir, la aptitud de
no ceder a los ataques injustos y de no fragmentar la vida en reacciones más o menos
arbitrarias, cobardes o caprichosas. Sólo la prolongada coherencia del fuerte mejora la
capacidad de fines y la motivación, abre a los grandes objetivos que requieren perseverar.
Por eso, desde la virtud de la fortaleza, se ve que el problema ecológico es ético también
porque no se debe entregar un mundo inhabitable a las generaciones futuras. Cuidar de las
generaciones futuras es un objetivo a largo plazo.
La lealtad y la justicia son condiciones para la coexistencia de los sistemas libres. Es
imprescindible esta breve alusión a las virtudes cardinales, las virtudes quicio, de que habla
la ética clásica: prudencia, justicia, fortaleza, templanza. Pero hay más: la veracidad, la
amistad, la más importante de las virtudes según Aristóteles 147. La amistad exige respeto,
estima mutua. ¿Qué amistad puede haber sin diálogo?
La marginación es un problema ético; automarginarse es un vicio; marginar a los demás
también lo es. Es menester fomentar la actitud contraria, estar atento a los demás, interesarse
por las cualidades ajenas, por la posibilidad de sus aportaciones futuras, aprender y enseñar.
Realmente es conveniente contar con los demás en todos los órdenes de la vida.
147
Aristóteles, Ética a Nicómaco, VIII, 7,1155a 5.
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