Ser cristiano hoy

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Aula de Cultura ABC
Fundación Vocento
Martes, 27 de marzo de 2007
“Ser cristiano hoy”
España contra el terrorismo
D. Jesús Higueras
Párroco de Santa María de Caná (Pozuelo)
Estamos viviendo tiempos en los que las coordenadas del concepto de felicidad proceden de
una concepción del ser humano diferente de la que presenta Cristo y la Iglesia. Por ello, en la
actualidad se está produciendo un choque muy fuerte entre la definición cristiana de felicidad y la
definición de otros modelos que nos presentan, desde distintos aspectos, qué es ser feliz.
Creo que el momento actual está definido, en primer lugar, por un tremendo fracaso de las
ideologías. España era un país de soñadores, un país de gente de ideales que movían a dar la vida, y
de hecho ha habido generaciones de españoles que la han dado por valores e ideales. Sin embargo,
nos encontramos en un momento de profundo desencanto político, sociológico, etc. Las ideas no
salvan ni dan la felicidad.
Una segunda coordenada que creo que define a los hombres de nuestro tiempo es que se ha
puesto el término del triunfo del ser humano en el gozo inmediato, en un plano tanto emocional
como corporal. El triunfo del hombre consiste en tener, y se da prioridad al tener y al producir sobre
el ser (tanto vales cuanto tienes, produces o rindes); así, nos catalogamos unos a otros por ese ir
acaparando posesiones no solamente en el sentido material, sino sobre todo en el sentido emocional
y espiritual. Claramente nos hemos olvidado de que el hombre no vale lo que tiene, sino lo que es.
A la vez, creo que en nuestra sociedad hay un tremendo deseo de olvidar la trascendencia, la
dimensión de la eternidad de Dios, y se vive para disfrutar el hoy y el ahora, para acaparar y tener,
porque el hombre está muy desencantado de las ofertas de felicidad que la sociedad le hace.
Por tanto, nos encontramos con que el fenómeno del cristianismo, en su dimensión sobre
todo social y personal, estorba. Los cristianos, la Iglesia y la gente creyente estorbamos en
determinados aspectos. No somos cómodos porque hacemos como Pepito Grillo, a quien Pinocho se
lo quitó del medio porque le recordaba constantemente que no mintiera, que se portara bien, que
dijera la verdad... Efectivamente, la Iglesia católica y las enseñanzas de Jesús de Nazaret pueden
bloquear determinados intereses (políticos, comerciales...), porque la Iglesia tiene una misión
profética de recordar al hombre cuál es su destino y qué puede hacerle daño y malograr su propia
existencia. En este sentido, la Iglesia sigue siendo como ese faro que alumbra y que dice dónde está
el camino que lleva al daño personal.
Conviene fijarse en que, en la Sagrada Escritura, la palabra “pecado” se traducía literalmente
por “extraviado”; el hombre extraviado es quien no sabe hacia dónde camina y pierde el rumbo y el
sentido. Por tanto, se banaliza el sentido del pecado y se nos presenta como un camino de
realización personal, invitando a la gente expresamente a caminos de destrucción. Vivimos en una
sociedad muy hipócrita que fomenta lo que luego condena, y nosotros, al intentar adoptar una
coherencia personal, cuestionamos todas esas cosas.
Asimismo, Benedicto XVI se ha expresado con una claridad meridiana al hablar de la
dictadura del relativismo moral, según el cual todo vale (si te parece bien..., si a ti te gusta..., si a ti
te convence...), y el cristianismo se presenta como una alternativa más dentro de las diferentes
corrientes de espiritualidad que el hombre tiene, cuando se llega a llamar “espiritualidad” a las
técnicas de relajación mental o corporal. Sin embargo, la espiritualidad es realmente un camino muy
concreto de encuentro con la trascendencia. La dictadura del relativismo moral nos lleva a perder el
interés por la verdad y al triunfo de lo opinable. Hoy todo el mundo opina de todo, aunque no
sepamos de nada. Hoy día, nuestra sociedad se está rigiendo por criterios de opinión, e incluso las
decisiones que toman determinadas instancias del gobierno responden a la opinión favorable o
desfavorable que puede despertar un acto.
Cuando estamos a merced de la opinión variable y hay un absoluto desprecio por la verdad
íntima del hombre, nos encontramos con un momento histórico en el que hombre y sociedad están
vagando sin rumbo. Además, el cristianismo corre el peligro de ser reducido a una ideología, a una
filosofía, a una moral, o incluso a un conjunto de actos de culto, de tradiciones culturales sobre las
que, al vaciarse de contenido, se pretende decir que son cultura y nada más; así, se afirma que el
cristianismo es un fenómeno al que se opta por una cuestión ideológica o filosófica de
tradicionalismo, de costumbrismo. Incluso se ha acuñado un nuevo término: “neoconservador”. El
neoconservador o “neocon” es alguien que se abriga en las formas, que no en los contenidos, para
encontrar su seguridad personal como consecuencia de todas estas circunstancias que estamos
viviendo ahora mismo en España y en Europa.
La exclusión del hecho religioso en la vida pública resulta absurda. Se ve en ejemplos
sencillos (los crucifijos en los colegios, los capellanes en los hospitales, las leyes que se olvidan del
Derecho natural...), pero estamos asistiendo también a una serie de fenómenos abiertamente
contrarios a la dignidad del hombre y de la familia por una exclusión clara y manifiesta. Repito:
Dios y su Iglesia estorban.
El resultado de todo esto, al final, es una sociedad que, como no sabe dónde encontrar la
verdad, busca una evasión de la realidad por medios lícitos (los grandes viajes, descubrir Oriente, el
juego...) o mediante el alcohol, las drogas y otras adicciones que provocan una auténtica destrucción
del ser humano. Todo ello son anestesias que nos bloquean y nos impiden enfrentarnos con nosotros
mismos y a una serie de preguntas (quién soy, qué sentido tiene mi vida y qué va a suceder cuando
termine) que el hombre se ha formulado desde los albores de la humanidad. Hoy está prohibido
hablar de la muerte o de la religión, resulta de muy mal gusto y no es políticamente correcto. Al
final, vemos cómo la juventud, que es la parte más sensible de nuestra sociedad, se reúne en
macrobotellones y otros actos de escapismo, o se cuestiona la autoridad, la familia, el valor de los
padres y toda una serie de realidades básicas que estructuran la sociedad, con lo que observamos
cómo la desaparición de Dios está suponiendo una verdadera destrucción de la misma sociedad
humana. Estoy convencido de que Dios es un elemento profundamente humanizador; lo que más
humaniza al hombre es el sentido de la trascendencia y la espiritualidad, y, cuando lo pierde, el
hombre vuelve a la jungla, a la ley del más fuerte, ignorando a los más débiles y convirtiéndose en
un enemigo para el ser humano.
Con todo ello nos encontramos con un mundo que tiene una profundísima necesidad de
Dios, pero el drama es que el mundo no lo sabe. De Dios se hace burla y escarnio, y hace pocos días
asistíamos con pena y con dolor, y no quiero echar más leña al fuego, a las desagradables escenas
de pornografía en torno a la figura de Jesucristo, o a los últimos descubrimientos de Jerusalén, sobre
si se ha encontrado una tumba de Jesucristo con su mujer y sus hijos. Es decir, Jesucristo sigue
siendo signo de contradicción y vende mucho –de hecho, creo que El código Da Vinci es un bestseller mundial precisamente porque Jesucristo y la Iglesia venden–.
En el fondo, la gente sigue teniendo nostalgia de la trascendencia y de la verdad, y sigue
necesitando muchísimo a Dios. Sin Dios, el ser humano se animaliza; y con Dios, el ser humano se
humaniza. Pablo VI decía que la Iglesia católica es experta en humanidad y que donde haya un ser
humano tiene sentido la Iglesia, porque donde haya un ser humano éste tiene derecho a que le sea
anunciada la salvación de Jesucristo.
No pretendo hacer una descripción muy trágica de la situación, pero sí muy real. Se ha
experimentado un choque muy grande porque hemos vivido un momento de mucha vitalidad en la
Iglesia (iglesias y seminarios llenos) y ahora parece que estamos en retroceso, como si los cristianos
fuéramos una “inmensa minoría” que va de capa caída y acomplejada, una especie en peligro de
extinción. Habrá quien se pregunte “quién va a transmitir la fe que he recibido”. Creo que a muchos
cristianos se nos puede contagiar sin querer un pesimismo, un “¡Señor, qué mal están las cosas!”.
Nos dicen que la Iglesia crece en África y en Asia, pero en Europa parece que está en franco
retroceso, lo que es radicalmente falso. Es verdad que, a lo mejor, las iglesias no se ven tan llenas,
pero hay que aportar dos datos. Aquellos que se consideran cristianos practicantes realmente tienen
una coherencia y una autenticidad como nunca, y el fenómeno de las vocaciones, que en algunas
partes de España es, por supuesto, muy pobre, en otras no lo es, como sucede en la diócesis de
Madrid, donde gracias a Dios hay muchísimos seminaristas. Cada vocación hoy día es un milagro, y
cada chaval joven que decide ser religioso de clausura o de vida activa, o sacerdote, o pertenecer a
cualquier realidad eclesial entregando su vida por completo a Dios, es un auténtico milagro y un
signo que tiene una repercusión impresionante.
A continuación vamos a profundizar en lo que resulta más básico y esencial de ser cristiano.
Lo más evidente de ser cristiano no es asumir un conjunto de dogmas, de cuestiones morales; sólo
es cristiano aquel que ha tenido un encuentro personal con Jesús de Nazaret, que está vivo y que ha
resucitado, como así lo han manifestado generaciones de creyentes que hemos tenido ese encuentro
con el resucitado. Sólo se puede llamar cristiano aquel que puede decir “yo he experimentado en mi
vida la presencia del Dios vivo, la presencia de Jesús de Nazaret”. No soy cristiano porque lo eran
mis padres o porque está de moda, sino porque estoy convencido de que Jesús está vivo, y esto lo
repetía Juan Pablo II sin cesar. El cristianismo no es una ideología ni una moral: el cristianismo es
una persona, Jesús de Nazaret.
Además, ese encuentro con Jesús se tiene que dar en la intimidad y en la interioridad del
hombre. Es decir, el cristianismo –antes que un fenómeno social– es un fenómeno personal que
afecta a mi interior. Es verdad que Dios ha dejado su huella en la creación y está realmente en los
sacramentos –siempre digo que a Dios se le puede encontrar en las iglesias a pesar de los curas–,
pero el acontecimiento de Dios sucede sobre todo en mí, y donde tengo que buscar a Dios y tiene
que suceder es en mi interior; de esta manera, quien no sepa encontrar a Dios en su corazón, en su
historia, en sus pobrezas, en sus fragilidades, en sus cruces y en sus historias personales no lo va a
encontrar en ningún otro lugar.
Así sucedió a san Agustín, un sabio de su momento y un gran buscador de la verdad que
estuvo en la secta maniquea y buscó incansablemente a Dios. Al final se lamentaba y decía: “Tarde
te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, yo te buscaba en las cosas que había a mi alrededor
hasta que me di cuenta de que estabas conmigo y que estabas dentro de mí”. Él cuenta en sus
Confesiones, ese libro tan maravilloso, que “bramaste, clamaste, rompiste mi sordera, supe que
estabas dentro de mí y a partir de ese momento aspiré tus perfumes y te seguí”. Ese Dios interior,
ese Dios que sucede dentro de mí –y Jesús no se ha cansado de recordar que el reino de los cielos
está dentro de nosotros– son evidencias, pero a veces los cristianos nos olvidamos de esto. Decimos
“Padre nuestro que estás en el cielo” y nos ponemos a mirar para arriba; sin embargo, como
olvidemos lo anterior, estamos perdidos, y nos estamos asimilando a otras religiones que no son la
cristiana.
Creer en Dios, además, no es simplemente creer que Dios existe, sino creer que puede actuar
dentro de tu corazón, que tiene una capacidad transformadora de tus deseos, de tus intenciones, de
tus sueños, de tus pobrezas. Sobre todo, y en el caso del cristianismo, creer en Dios es creer en el
amor gratuito de Dios. Lo que nos diferencia es que el cristiano experimenta en primer lugar el gozo
del amor gratuito, la gratuidad del amor de Dios, es decir, que Dios me quiere no por lo que hago,
no por mis buenas obras, sino por lo que soy, en mi pobreza. El gozo del amor gratuito es algo muy
exclusivo y muy nuestro, así como el gozo del perdón, que es el gozo de saber que mi pasado no
puede hipotecar mi futuro, el gozo de saber que mis errores y mis equivocaciones han sido
absueltos y han desaparecido realmente. Esa paz de conciencia que no me la doy a mí mismo, sino
que se me da desde fuera, es un fenómeno que nos enriquece y resulta propio del cristianismo.
Además, el gozo del cristianismo es saber que yo soy un templo consagrado al señor y que él es un
compañero incondicional de camino que ríe, llora, lucha y sufre conmigo, y que me sostiene en todo
momento, aquel que es fuente de mi vida. Ese gozo no lo tiene la gente.
Desembocamos así en que nosotros los cristianos predicamos a Jesús crucificado. El
mensaje de la cruz sigue estando de rabiosa actualidad, porque el hombre de hoy, aunque tengamos
aviones que tarden dos horas en llegar a Estados Unidos y maravillosos sistemas de
telecomunicación, está muy solo, sigue siendo muy pobre existencialmente. Seguimos sujetos a
injusticias, a enfermedades y a absurdos que sólo en la cruz de Cristo pueden encontrar una
respuesta que serene y que dé sentido al sufrimiento humano. Sólo en Jesús de Nazaret el
sufrimiento humano es capaz de encontrar un sentido y una razón para no tirar la toalla y decir que
hasta el dolor me dignifica. El dolor me engrandece como ser humano aunque nadie lo desea; los
cristianos no somos masoquistas, pero el dolor no me aparta de Dios, sino que me acerca
muchísimo más a él.
Todo esto nace del primer anuncio de san Pablo, que decía “nosotros solos predicamos a
Jesucristo crucificado, necedad para los gentiles y locura para los judíos, pero para nosotros la cruz
de Cristo es la salvación”. Y la cruz de Cristo sigue siendo ese gran mensaje de decir que hay un
Dios que no es un señor que está ahí lejos mirando a los hombres, sino un Dios que se hace
solidario con el destino del hombre, que llora, sufre y ríe con él, que camina, enferma y muere con
el hombre. Anunciar a Cristo crucificado es anunciar al mundo que Cristo pidió al padre
experimentar en su alma todos los dolores de todos los hombres de todos los tiempos. Desde que
Jesucristo se dejó crucificar en la cruz, ser cristianos significa encontrar en Dios una respuesta,
decir “te lo han hecho a ti y me lo están haciendo a mí”, y te puedo comprender, sostener y llevar.
Por eso he conocido enfermos terminales llenos de paz, de alegría y de gozo que bendecían a Dios y
a los demás, y que afirmaban que su vida era un regalo maravilloso porque estaban llenos del
mensaje de la cruz de Jesucristo, que sigue siendo para nosotros una insignia gloriosa, el signo de la
victoria y la señal inequívoca de un Dios que se implica con el hombre. Si Dios no sufre, entonces
es que Dios no nos ama, porque amor y dolor en el cristiano son las dos caras de la misma moneda.
Por tanto, qué apasionante es este Dios y qué tesoro tan grande, pero me pena que la gente no
entienda esto, que la gente no sea consciente de que su vida podría tener mil nuevas dimensiones,
puesto que somos afortunados por conocer el mensaje de la cruz.
De todas formas, el mensaje de la cruz quedaría incompleto sin el mensaje de la
resurrección. La historia de Cristo, como nuestra propia historia, no termina en muerte, sino que
Cristo supera su muerte y, al hacerlo, supera todas las nuestras. Nosotros no solamente creemos en
la muerte y en la resurrección de Jesucristo, sino que, además, vemos el Espíritu que resucitó a
Jesucristo de entre los muertos. La gran conquista de Cristo desde la muerte y la resurrección es
entregarnos al Espíritu Santo, que hace que todo sea real, vida, y creo que esto es el gran don que
tenemos que agradecer.
De este modo, Jesús de Nazaret se convierte en el modelo de la humanidad salvada. Jesús
decía: “Yo soy el camino, la verdad y la vida de todos los hombres”, es decir, del esquimal, del
africano, del europeo, del sudamericano, del asiático... de todos los seres humanos. Jesucristo es un
gran derecho de la humanidad porque en Jesucristo se cumple la plenitud del hombre y se ha
convertido en el punto de referencia para que todos los hombres encuentren en su vida y en sus
enseñanzas un modo convincente de vivir. Sólo en Jesús el ser humano puede decir que vale la pena
vivir; vivir está cargado de belleza, aunque también de dificultad, y la vida es una aventura
apasionante.
Por último, ser cristiano supone no olvidar que la Iglesia sigue siendo el espacio donde Dios
sucede y que el hombre es un ser social cuya fe nunca la puede vivir como algo individual.
Necesitamos vivir una dimensión social de nuestra fe, y la Iglesia es esa realidad encargada de
transmitir a todos los hombres de todos los tiempos y lugares el mensaje de Jesús de Nazaret. La
Iglesia es la casa de la santidad y la gracia donde todos coincidimos, donde todos somos
absolutamente iguales aunque la Iglesia sea jerárquica, aunque haya papas, obispos, curas,
religiosas, seglares... Todos tenemos la dignidad de los hijos de Dios, por lo que ser cristiano
también significa asumir que esa fe me es dada en la Iglesia y que la debo vivir en ella.
Para poder vivir la fe con intensidad, gozo y alegría propongo, en primer lugar, que la fe –
que es un don– también sea un mandato. La fe se cultiva como se cultiva una amistad; las amistades
que no se cultivan se enfrían y se pierden, por lo que la fe es como un tesoro precioso que debemos
guardar y que no queremos perder porque estamos convencidos de que ser creyentes es lo mejor que
nos ha pasado y que desde la fe valoro mucho más a mi marido o a mis hijos, o ser soltero. Es decir,
con fe, todo lo que tengo cobra para mí una nueva dimensión, una nueva profundidad, Y puedo
perder todo, pero no el don de la fe.
En segundo lugar, es esencial mantener la vida de oración. Cristo se ha convertido en un
personaje frío y distante, y hemos perdido el cuerpo a cuerpo con el Señor. Por eso tenemos que
recuperar esa práctica de la oración. Decía santa Teresa de Jesús que no consiste más que en tratar
de amistad con aquel que sabemos que nos quiere. La oración es charlar, contar, compartir,
descansar, contemplar... Si dedicáramos la mitad de nuestro tiempo a cultivar nuestra amistad con
Dios, seríamos místicos; sin embargo, al pobre Dios lo tenemos sólo como el cumplimiento
dominical –porque, si no, es pecado–.
En tercer lugar, sugiero recuperar –como decía Juan Pablo II– la primacía de la gracia de
Dios. La gracia supone sobre todo un Dios que primero da y luego manda, puesto que nada te puede
pedir Dios que previamente no te haya dado, es decir, la gracia para poderlo realizar. Dios no es un
tirano que impone veinte mandamientos imposibles de cumplir.
Por último, quiero invitar a superar el prejuicio que hay en la sociedad hacia la Iglesia y los
creyentes. Debemos ser conscientes de que nos van a ridiculizar y se van a reír de nosotros, de que
incluso se nos va a perseguir; hoy día hay una persecución soterrada del cristianismo, pero Jesús ya
nos advirtió: si a él, que es nuestro maestro, le hicieron aquello, qué no harán con nosotros.
Además, el cristiano es el hombre de la trascendencia, somos la gente que tiene que dar una buena
noticia: la vida no termina, sino que se transforma y continúa.
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