¿De quién somos discípulos? Manuel Díaz Mateos La Iglesia latinoamericana se dispone a celebrar la V Conferencia del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, para la que se ha elegido como tema de reflexión “Discípulos y misioneros de Jesucristo”. Es momento oportuno para repensar juntos nuestra identidad cristiana, es decir, es tiempo de preguntarnos por la centralidad de Cristo en nuestras vidas. Por eso la pregunta clave es “¿De quién somos discípulos?”. Pero creo que la respuesta a esta pregunta se mostrará en la respuesta que demos a estas otras: ¿Cómo aparece la novedad de Cristo en nuestras vidas? Nuestro Dios ¿es el Dios de Jesucristo? En la iglesia, ¿nuestra forma de tratar a los “pecadores” refleja el comportamiento de Cristo? Y entendemos por “pecadores” cualquier persona que se encuentre en situación irregular en la iglesia. Por la respuesta que demos a estas preguntas se podrá ver el grado de nuestra identidad cristiana y la calidad de nuestra condición de discípulos. Las reflexiones que siguen tratan de ayudar en esta búsqueda de identidad. Hay muchos maestros y, por consiguiente, puede haber también diferentes maneras de ser discípulos. Por lo que a los evangelios se refiere, el de Marcos nos habla de los discípulos de Juan Bautista, los discípulos de los fariseos y los discípulos de Jesús. ¿Son tres formas equivalentes de ser discípulos o hay algunas diferencias entre ellas? Lo cual nos obliga a preguntarnos por nuestra identidad como discípulos de Cristo ¿De quién somos discípulos? Según san Marcos, la pregunta parece estar implícita en tres momentos de la vida de Jesús, por el comportamiento escandaloso de él y de sus discípulos, quienes, al parecer, “hacen lo que no está permitido” (2,18; 2,24 y 7,5) y son discípulos con un comportamiento diferente. Juan Bautista había enseñado a sus discípulos una oración distintiva y propia (Lc 11,1). ¿Tendrán los discípulos de Jesús alguna “enseñanza” diferente y propia que los caracterice como tales y los distinga de los demás? Para responder a nuestra pregunta, tenemos en el evangelio de san Marcos una escena significativa en la que se contrapone el comportamiento escandaloso de los discípulos de Jesús frente a los discípulos de Juan y de los fariseos. “Los discípulos de Juan y los discípulos de los fariseos ayunan, ¿por qué razón tus discípulos no ayunan?… Jesús les contestó: ¿Pueden ayunar los amigos del novio mientras dure la boda?… Vino nuevo, odres nuevos” (Mc 2, 18.19.22). Esta es la síntesis de la escena a la que nos referimos. EL CONTEXTO La escena está situada en un contexto bien preciso que nos ayuda a clarificar el sentido de nuestra pregunta. Se trata de la sección de Marcos 2,1 - 3,6, en que se presentan cinco controversias de Jesús con los representantes del sistema religioso, ante los cuales Jesús debe justificar su comportamiento y el de sus discípulos porque, al parecer, es un comportamiento diferente y escandaloso para las personas más representativas de la religión judía. Éstas son las escenas: 1) Jesús perdona los pecados a un paralítico y es acusado de blasfemo (2,1-12) por los escribas, los especialistas en la ley judía. 2) Jesús llama a su grupo a un pecador y se sienta a la mesa con pecadores, para escándalo de los “separados” (2,13-17). 3) Los discípulos de Jesús no ayunan porque son testigos de la novedad del reino (2,18-22). 4) La espigas arrancadas en sábado por los discípulos, a los que Jesús defiende porque el sábado es para el hombre (2,23-28). 5) Un ser humano es curado en sábado y Jesús declara que el hombre es señor del sábado (3,1-5). Algunas observaciones sobre el contexto. En primer lugar, en todas las escenas aparece el tema religioso porque, en el fondo, se trata de una manera diferente de entender la religión. Ya en la presentación de una jornada típica de Jesús en Cafarnaún (1,21-45) se hablaba de “una enseñanza nueva” (1,27), aunque nunca se nos presentaba un discurso de Jesús. El modo de enseñar que Jesús tiene es realizando el bien del ser humano, por eso la enseñanza se trasmite en la forma de vivir y de actuar (lección importante para los discípulos de todos los tiempos). El problema no es teórico sino práctico y se manifiesta en una forma de vivir y de comportarse. También en esta sección de las controversias se presenta a Jesús “enseñando” (2,13), pero tampoco aquí tenemos discursos sino acciones que hablan y manifiestan una forma de vivir y de actuar. Y esta enseñanza nueva es caracterizada ahora por el mismo Jesús como un “vino nuevo” para la vida. La primera y la última controversia tienen como centro la salud integral del ser humano, mientras que las tres del centro giran en torno al tema de comer o no comer como expresión de la novedad del reino. Pero de esta novedad hablan los cinco temas de las controversias. Por eso mismo pensamos que la controversia central, es decir, la discusión sobre el ayuno y la declaración de Jesús sobre el vino nuevo que no puede verterse en odres viejos (2,22), puede ser la clave para entender las otras, pues, como veremos, no son temas aislados sino unidos que reflejan una forma nueva de entender a Dios y a la religión. El reino irrumpe con fuerza renovadora, pero choca con el sistema religioso antiguo, representado en los oponentes de Jesús, todos ellos fieles observadores de la ley. Para Jesús, el ser humano y la necesidad del ser humano es ley superior. La novedad de Jesús implica la superación de todo espíritu legalista. Creemos, por eso, que la discusión no es sobre ciertas prácticas religiosas o normas que cumplir, sino sobre el Dios que las sustenta y, por lo tanto, sobre el Dios de Jesús, que no coincide con el Dios de los fariseos. El es nuevo y renueva nuestra forma de relacionarnos con Él y entre nosotros. La última observación se deduce del final de la última controversia: “Nada más salir, los fariseos se pusieron a planear contra él con los herodianos para acabar con él” (3,6). No estamos sólo ante puntos doctrinales discutibles sino ante un propósito claro de eliminar un individuo que es peligroso para la religión. El reino irrumpe con fuerza (Mc 9,1) y desencadena el escándalo y el conflicto. “¿Has venido a destruirnos?” (1,24), pregunta el mal espíritu en el primer milagro de Jesús. Es bueno que el discípulo sepa, ya desde ahora, que la fidelidad a Jesús puede llevarle por un camino de incomprensión y de conflicto. Sin embargo, y a pesar del inminente conflicto con la autoridad religiosa, se respira en Jesús y los suyos un clima de libertad y de gozo. LAS CONTROVERSIAS Hagamos también algún breve comentario sobre cada una de las controversias antes de centrarnos en la del ayuno, para resaltar la novedad y, al mismo tiempo, el hilo conductor que las une a todas ellas. La primera controversia comienza con la curación de un paralítico, pero el problema de fondo es mucho más serio: “¿Quién puede perdonar pecados más que Dios sólo?” (2,7). La pregunta implícita es: “¿Quién es éste que tiene una pretensión tan soberbia de creerse Dios?”. Identidad mesiánica y pretensión de Jesús, junto con la resistencia del ser humano a aceptar que Dios esté actuando en él, son dos aspectos inseparables de estas controversias. Pero no son discusiones académicas e inocuas sino discusiones en las que se juega la fe en la presencia del reino y el destino mismo de Jesús y de los suyos. El sistema religioso es lo que está en juego. Jesús actúa en nombre de Dios dando gratuitamente la salud de alma y cuerpo. Dios ofrece gratuitamente su salvación a los pecadores y el enfermo es uno de ellos. La curación física es símbolo de la curación total, porque en ella se refleja la actitud de Jesús frente al pecado y al pecador que el discípulo debe hacer suya. Esta actitud de Jesús (¿de Dios?) frente el pecado y al pecador se resalta mejor en la segunda controversia en dos gestos de Jesús y en una declaración solemne. El primer gesto es el llamar a Leví, casi de la misma forma que llamó a los cuatro hermanos (Mc 1,16-21), a no ser por una diferencia escandalosa: Leví era un publicano, es decir, un traidor (servía a Roma, país opresor) y era un ladrón que cobraba los impuestos de sus propios hermanos. Según la creencia común del tiempo de Jesús, su misma profesión le excluía de la salvación y de la misericordia de Dios. Leví representa el mundo de los excluidos de la sociedad porque son excluidos por Dios. Con este tipo de gente, cuanto más lejos, mejor, pero Jesús y sus discípulos actúan de otro modo. La llamada de Leví, en paralelo con la llamada de los cuatro hermanos, es un episodio paradigmático, “lo mismo que la llamada de los pescadores era figura de la de Israel, la de Leví lo es de la de los excluidos de Israel, equiparados de hecho a los paganos, y preludia la incorporación al reino de hombres de todos los pueblos”1. El comportamiento de Jesús es escandaloso porque rompe esquemas y barreras. Para colmo, el segundo gesto de Jesús es comer junto con Leví y sus amigos, pecadores todos ellos, que “estaban sentados a la mesa con Jesús y sus discípulos, pues eran muchos los que le seguían” (2,15). El aspecto escandaloso y provocador de la escena está resaltado por Marcos repitiendo cuatro veces la palabra “pecador”. Jesús debe defenderse de ese escándalo con una declaración sobre su identidad y su misión. Así como en la escena del paralítico iban juntos el perdón del pecado y la salud del ser humano, ahora tenemos el mismo fenómeno, pues, para hablar del perdón y de la acogida, Jesús se sirve de una acción muy humana como es el comer juntos y de una declaración sobre el médico y el enfermo. Pero en este caso, la enfermedad no era física sino religiosa y social, pues por ella se dividía a los seres humanos en grupos irreconciliables (los buenos y los malos, los que están con Dios y los que están sin él, los puros y los pecadores). Cristo ha venido a sentarlos a todos, en condiciones de igualdad, a la misma mesa del reino y ha sido enviado como médico entre los enfermos. Por eso acoge a los pecadores y come con ellos. Jesús está a la mesa “en su casa”, que puede ser tanto la casa de Leví como la de Jesús. Es la casa de la acogida, de la igualdad, en la que se comparte el mismo alimento y la misma vida porque es el mismo Dios que los convoca a todos. Eso significa el gesto de Jesús acogiendo a los pecadores y comiendo con ellos. Y en ese clima de familia, ante un Dios que ha venido a llamar a los pecadores, si queremos responder correctamente a la pregunta “de quién somos discípulos” debemos también examinar nuestra forma de tratar a “los pecadores” para ver si se refleja en ella algo de la acogida misericordiosa y acogedora de Jesús, de quien decimos ser discípulos, o refleja más bien la dureza e intransigencia de los fariseos o del mismo Juan Bautista. Los fariseos y Juan Bautista recuren a Dios para fundar su actitud excluyente. Jesús y sus discípulos siguen otro camino porque creen en otro Dios. Por contraste con la escena de comer junto con pecadores, viene a continuación la tercera controversia, que habla del ayuno como característica religiosa de los enemigos de Jesús. Frente a esa vieja práctica religiosa, Jesús propone la novedad del vino del reino. La veremos enseguida con más detenimiento. 1 J. Mateos y F. Camacho, El evangelio de Marcos I, El Almendro 1993, p. 223. La cuarta controversia presenta a los discípulos que arrancan espigas en sábado y a los que Jesús defiende. Pero el problema de fondo no está en saber qué está permitido hacer en sábado (la ley tipificaba 39 trabajos prohibidos en día de sábado)2, sino en saber quién es el señor del sábado y para qué (para quién) se hizo el sábado. La discusión sucede entre los fariseos, escrupulosos cumplidores de la ley, y los discípulos que viven el gozo y la libertad del reino. Frente a la pregunta de los fariseos, auténticos intérpretes de la ley y de la voluntad de Dios, “¿cómo hacen en sábado lo que no está permitido” (v. 24), Jesús responde con tres argumentos. El primero es recordar un hecho conocido de la historia de David, perseguido por Saúl, quien junto con sus hombres comen el pan sagrado de la ofrenda que sólo podían comer los sacerdotes (Lev 24,5-9)3, es decir, una prescripción ritual, como es la de la observancia del sábado, debe ceder ante una ley superior, como es el ser humano que pasa necesidad. En la versión que nos presenta san Mateo, esta lección está mucho más explicitada porque Jesús invita a sus adversarios a aprender lo que significa “misericordia quiero, no sacrificio” (Mt 12, 7 y Os 6,6). Frente a la tentación de legalismos o ritualismos, el discípulo debe aprender la ley superior del amor al ser humano. La voluntad de Dios se expresa no tanto en los ritos sino en el amor, como Jesús denunciará en Mc 7,6-7. No se trata del culto a la ley sino a la persona que es imagen de Dios. Eso son ideas nuevas y aires renovadores que la comunidad cristiana necesita si pretende ser comunidad de discípulos. La justificación del comportamiento de los discípulos se refuerza, sobre todo, con una doble declaración: sobre Jesús y sobre el ser humano. Sobre Jesús que es “Hijo del hombre, señor del sábado” (2,28). Esta declaración sobre el Hijo del hombre, junto con la de 2,10, ponen el señorío de Cristo al servicio del hombre en necesidad. El ser humano es lo que cuenta porque (y ésta es la segunda declaración de Jesús) “el sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado” (2,27). Frente a lo sabido y conocido de la tradición, el discípulo de Cristo debe aprender que el centro de la sacralidad está en el ser humano y no en el templo ni en el sábado, pero siempre es posible la tentación de sacralizar cosas y sujetar el ser humano a ese “ídolo” sacralizado, es decir, intocable. De esa sacralidad y centralidad del ser humano nos habla la última controversia, desarrollada también sobre el trasfondo de la sacralidad y primacía del sábado. Ahí están, una vez más, los celosos de la ley para poner a prueba la ortodoxia de Jesús y sus discípulos, aunque estos últimos como que desaparecen para dejar en primer plano a Jesús, al hombre paralítico y a sus adversarios. Ahora es Jesús mismo quien desafía a sus adversarios poniendo al hombre enfermo en el medio, para que todos lo vean, y dirigiendo la pregunta desafiante a sus enemigos: “¿Qué está permitido en sábado; hacer bien o hacer daño, salvar una vida o matar?” (3,4). La pregunta va acompañada por un gesto de Jesús que sólo Marcos resalta: “Echándoles en torno una mirada de ira y dolido de su obcecación” 83,5). Indignación y dolor de Jesús por la hipocresía de los que se creen defensores del honor de Dios y no tienen reparo en condenar al hombre. Realmente estamos ante un comportamiento nuevo y una enseñanza nueva y con autoridad, que muestran una escandalosa osadía de quien viene a cuestionar el sistema religioso vigente. Cristo parece suplantar a Dios, que es el único que perdona los pecados, pero, según ellos, no los perdona sino a los que hacen méritos para ello. Jesús lo hace gratuitamente e incorpora a su grupo de amigos y discípulos a los pecadores, vive una absoluta libertad frente a la ley del sábado o del ayuno porque, según él, el servicio del reino se centra en temas mucho más fundamentales como es la enfermedad del ser humano o el hambre o la discriminación y exclusión o la esclavización ante leyes intocables. Por eso se averigua ya desde esta escena el destino de Jesús. Un hombre R. Fabris, “II Vangelo di Marco”, en la obra colectiva de R. Fabris, G. Barbaglio y B. Maggioni, I Vangeli, Citadilla Editrice, Asís, 1978, p. 660. 3 Marcos refiere “lo que hizo David en tiempos del sumo sacerdote Abiatar” (v. 26), pero la afirmación es inexacta, pues las funciones sacerdotales las realizaba entonces Ajimelec, padre de Abiatar (1Sam 21,1 y 22,20). 2 con esa audacia y descaro no puede tener otro fin que el de un blasfemo y un hombre irreligioso, es decir, la muerte. LA NOVEDAD DE JESÚS Sobre este trasfondo de novedad que Jesús trae y de conflicto con el sistema religioso judío, se entiende mejor la controversia sobre el ayuno (2,18-22), en la que se concentra toda la novedad de la conducta de Jesús y de sus discípulos. Analizándola podemos responder mejor a la pregunta que nos venimos haciendo: ¿de quién somos discípulos? Frente a escribas, fariseos o discípulos de Juan Bautista, Jesús y los suyos, con su forma de comportarse, son testigos de la novedad del reino que ha entrado en sus vidas. Analizando los contrastes en los comportamientos podemos descubrir mejor cuál es nuestra identidad como discípulos de Cristo. ¿De quién somos discípulos nosotros? ¿Cuál es nuestra identidad para tiempos en los que la identidad se diluye? La religión es nuestra identidad y nuestra honrosa herencia, pero ¿qué religión?, ¿la de Jesús?, ¿cómo aparece esa novedad en nuestras vidas? a) Los discípulos de Juan Bautista La identidad del discípulo se resalta, por contraste, con la identidad y comportamiento de los discípulos de Juan Bautista y de los fariseos. Son estos discípulos (los de los fariseos y los de Juan Bautista) los que van a preguntarle a Jesús: ¿Por qué tus discípulos no ayunan?, que es algo así como decirle: ¿Qué tipo de discípulos estás formando que no cumplen con los deberes más elementales de la religión? Lo primero que dice el texto es que hay grupos diferentes de discípulos; los de Jesús no son como los de los fariseos o los de Juan Bautista. Ambos grupos tienen en común la práctica del ayuno, que representa a todo el sistema religioso. Era una práctica religiosa común en tiempos de Jesús y los fariseos se gloriaban de ayunar dos veces por semana (Lc 18,12), aunque la ley obligaba una sola vez al año, el día de la expiación (Lev 16,29-30). Es innegable que hay una íntima relación entre Juan Bautista y Jesús, que “viene detrás de él” (Mc 1,7). Jesús fue bautizado por Juan (Mt 3,15) y dos de sus primeros discípulos fueron antes discípulos de Juan (Jn 1,35s). Y los textos del evangelio muestran una cierta tensión entre los discípulos de Juan y los de Jesús (Jn 3,26 y 4,2). Muchos de ellos sobrevivieron a la muerte de su maestro y san Pablo los encontró en Éfeso (Hech 19,2-4). Pero la tensión está presuponiendo una pregunta más radical sobre la primacía de los dos maestros, Jesús o Juan Bautista. ¿Quién es el más importante y el salvador? Esta tensión explicaría afirmaciones como “yo bautizo con agua, él los bautizará con Espíritu Santo” (Mc 1,8) y “conviene que él crezca y que yo disminuya” (Jn 3,30), resaltando así la superioridad de Cristo como portador de algo nuevo en la historia humana. Pero el mejor elogio de Juan y, por tanto, la mejor forma de resaltar la perspectiva correcta para entenderlo son las palabras de Jesús sobre Juan: “Les aseguro que no ha nacido de mujer nadie más grande que Juan bautista, aunque el más pequeño en el reino de Dios es más grande que él” (Mt 11,11). Esta declaración de Jesús muestra la presencia de la novedad del reino de Dios, a la luz del cual se entiende la misión de Juan Bautista. Juan anuncia el juicio de Dios, Jesús anuncia el reino. Juan se mueve entre dos épocas, la antigua y la nueva y definitiva. “El Bautista permanece en el marco de la expectación, Jesús pretende traer el cumplimiento. El Bautista pertenece todavía al ámbito de la ley. Con Jesús comienza el evangelio”4. Y el evangelio es siempre Buena Noticia y fuente de gozo liberador. Por contraste, Juan Bautista es conocido como asceta del desierto y, aunque anuncia al Mesías, invita a la conversión con palabra duras: “El hacha está ya tocando la base de los árboles y todo el que no da fruto será cortado y echado al fuego” (Mt 3,10). La intransigencia de Juan Bautista muestra a un Dios diferente del de Jesús, que “come con pecadores”. Su mensaje no es aún la buena noticia de la gracia. No es aún bautismo en el Espíritu sino en el agua (Mt 3,11). A Juan se le 4 J. Jeremías, Teología del Nuevo Testamento, Sígueme 1974, p. 66. acusa de asceta (“no comía ni bebía”, Mt 11,18), a Jesús, de “comilón y borracho, amigo de pecadores” (Mt 11,19). El ayuno representa una forma de entender a Dios y de vivir, asociada al esfuerzo, al mérito, a la penitencia y al sacrificio. Toda persona religiosa entiende este lenguaje, pero por ahí no va la novedad de Jesús. b) Los discípulos de los fariseos Los fariseos nos son más conocidos por las frecuentes controversias con Jesús en los evangelios5. Ellos son los “puros”, los separados (eso significa “fariseo”). Se separaban de la gente porque se creían superiores y fieles cumplidores de la ley, mediante lo cual se ganaban el amor de Dios. El centro de su vida era un código, no Dios y su amor, y están retratados en el hijo mayor de la parábola del hijo pródigo. Por eso se separaban y se diferenciaban de la gente para no contaminarse. Ellos cumplían todas las normas de la ley y ayunaban dos veces por semana (Lc 18,12). Y se escandalizan porque Jesús no ayuna y come con pecadores y llama a un pecador a su seguimiento. Entre ellos y Jesús no hay nada en común, como bien se explicita en la parábola del fariseo y el publicano (Lc 18,9-14). Su “virtud” les daba una íntima complacencia en sí mismos, con la que podían despreciar a los que no eran como ellos. “Dios mío, te doy gracias de no ser como los demás” (Lc 18,11). En opinión de un buen pensador (P. Ricoeur), “la obsesión por la fidelidad les cerró el corazón”. Por eso Jesús recrimina a estos fieles de corazón duro: “Misericordia quiero, no sacrificio” (Mt 9,13). c) Discípulos de Jesús y la novedad del Reino Frente a estos dos grupos de discípulos que ayunan, cuyo símbolo para acercarse a Dios y agradarle es el ayuno, Jesús les responde con un símbolo diferente; no el ayuno sino la mesa compartida en una fiesta de bodas. La radicalidad de las palabras de Jesús contra los discípulos de Juan Bautista o los de los fariseos expresa que estamos ante una religión diferente, nueva. Estamos en tiempos de boda, no de ayuno. “El vino nuevo” concentra los diferentes aspectos de novedad, de plenitud y de fiesta, y necesita vasijas nuevas, estructuras nuevas. El evangelista juega con dos símbolos diferentes, el ayuno y la fiesta, para hablarnos de dos formas de entender a Dios. El problema de fondo, por tanto, no es si se cumple o no con una práctica religiosa, sino el Dios que está detrás de esa práctica. “El ayuno penitencial o expiatorio responde a la concepción de un Dios de cuyo amor y perdón el hombre no puede estar seguro. Pone en evidencia la conciencia de culpa, que crea un sentimiento de tristeza”6. Por eso, preguntarnos “¿de quién somos discípulos nosotros?” es preguntarnos por el Dios en quien creemos y por la religión que practicamos. Los discípulos deben ser testigos de novedad y la novedad consiste en una nueva forma de entender a Dios y relacionarnos con él, una nueva manera de practicar la religión y una nueva manera de relacionarnos los seres humanos. Hacerse discípulo es pasar de lo viejo a lo nuevo, del ayuno a la fiesta. Estamos ante dos símbolos que hablan de dos “dioses” diferentes y de dos religiones diferentes. Ser discípulo será revelar en nuestras vidas la novedad de la religión de Jesús. El ayuno significa privación, penitencia, sacrificio, esfuerzo por acercarnos a un Dios difícil y duro que se ablanda cuando nos ve sufrir y premia nuestro esfuerzo. Nos acercamos a él con recelo y miedo, pues no estamos seguros de ser escuchados o ser dignos de estar ante él. La fiesta, por el contrario, expresa el gozo compartido porque Dios se nos ha acercado, trayéndonos el regalo gratuito (como todo regalo) de su amor. No es cuestión de esfuerzo y mérito sino de gracia y de generosidad de Dios. No hemos dado nosotros el primer paso hacia él sino que él viene en su reino y en su Hijo con el regalo de su amistad. Nada expresa mejor lo que estamos diciendo que la mesa compartida con los pecadores, es decir, con las personas despreciables de la sociedad, las que no tienen para pagar, si lo vemos desde la perspectiva de la religión judía. El texto nos habla de “los discípulos de los fariseos” (v. 18), pero sólo los escribas eran maestros y los fariseos los admiraban y los seguían. Cf. V. Taylor, Evangelio según san Marcos, Cristiandad 1980, p. 233. 6 J. Mateos y F. Camacho, El evangelio de Marcos I, El Almendro 1993, p. 242. 5 Lo que Jesús anuncia y vive es la presencia de un Dios nuevo y creador de novedad, representada en el vino nuevo que rompe las vasijas antiguas. Lo que alegra a Dios no son las obras de mortificación (que en algún momento habrá que hacer) sino la creación de un ambiente de familia que nos sienta a todos en torno a la misma mesa. Esto es todavía algo nuevo y sin estrenar. El problema de fondo es la presencia de un Dios nuevo y nuestra capacidad de acoger la novedad que renueva nuestras vidas, pero lo que nos renueva no son nuestras prácticas de ascesis, sino el amor gratuito de Dios. El discurso de Jesús amplía el horizonte porque hablar de Dios nuevo es hablar de alianza nueva y de nueva forma de relacionarnos con él. Por eso, si detrás del ayuno descubrimos un Dios que no es el de Jesús, detrás de la metáfora del vino nuevo descubrimos la relación entre la antigua alianza y el reino de Dios. Jesús lo explica con la imagen del paño nuevo en paño viejo o el vino nuevo en vasijas nuevas. “El paño sin estrenar simboliza, sin lugar a dudas, la novedad que trae Jesús, el reino de Dios. El manto viejo ha de simbolizar, por tanto, lo que es sustituido por el reino, es decir, la antigua alianza y todas las instituciones en ella fundadas”7. De las controversias, sobre todo de la central sobre el ayuno, se deduce que Dios es nuevo porque perdona y sana al hombre entero; nuevo porque llama a pecadores sin excluir a nadie; nuevo porque se sienta a la mesa con pecadores, pues él ha venido a llamar a pecadores, como el médico es para los enfermos; nuevo porque pone en el centro de su preocupación el ser humano y su felicidad antes que las normas o instituciones sagradas. Estamos realmente ante un Dios nuevo que todavía, después de dos mil años, no le hemos acogido como fuente de novedad y de salvación. Seguimos creyendo que nos salva nuestro esfuerzo o nuestro mérito, nuestras leyes y normas, nuestra observancia, por la que nos diferenciamos de los otros, no su gracia. Por el contrario, el centro de la religión de Jesús ya no es el ayuno, el sacrificio o el esfuerzo humano para acercarse a Dios, pues Dios se nos acerca en su Hijo para comer con los pecadores. El es amigo de pecadores (Mt 11,19) y se une a la humanidad con cariño de esposo. “¿Pueden ayunar los amigos del novio mientras dure la boda?”. La boda, el vino o el banquete eran símbolos de los tiempos mesiánicos en los que el Dios de la gracia (amor gratuito) se acerca a los seres humanos para establecer una relación tan íntima y amorosa como la de un matrimonio que todos celebran. En la terminología del profeta Oseas, Dios se acerca “con correas de amor, con cuerdas de cariño” (Os 11,4) y no con formalismos, ritualismos o legalismos. Y esto lo visualiza Jesús en el hecho de llamar a su grupo a un pecador (cobrador de impuestos) y de celebrar la amistad con una comida con pecadores. La novedad de Jesús rompe el esquema social y religioso de la época. Hay que pasar de lo viejo a lo nuevo, del ayuno a la fiesta. ¿Predomina en nosotros la vivencia de la religión como fiesta, alegría, confianza, gratuidad y generosidad o como ayuno, esfuerzo, sacrificio y miedo? Y, por lo mismo, ¿no usamos también nosotros la religión para diferenciarnos y dividirnos? La razón de este cambio introducido por Cristo es la presencia de un Dios “nuevo”, el del gozo, el de la gracia y el de la fiesta, y no el de la ley, el esfuerzo (el ayuno) o el cumplimiento. Citando una vez más al profeta Oseas (y Jesús lo cita en este contexto de controversias entre discípulos, Mt 9,13), podemos decir que la novedad de Dios se manifiesta en su voluntad, por eso nos dice: “Misericordia quiero, no sacrificios” (Os 6,6). Es este Dios de la gracia y de la fiesta el que nos integra en comunidad de pecadores agraciados en vez de utilizar a Dios, como lo hacían los fariseos, para separarse de los demás y condenarlos como pecadores (Lc 18,11)), porque, como el médico, Jesús ha venido por los pecadores (Mc 2,17). Ser discípulo no es repetir las prácticas religiosas del pasado sino celebrar la presencia de la gracia y de la boda y revelar la novedad de Dios en nuestras vidas, por el servicio misericordioso y compasivo a toda miseria humana. Y es esa gracia liberadora la que nos iguala en familia de pecadores y de hermanos. Porque Dios nos ama, nosotros aprendemos a amar y comenzamos a relacionarnos de manera diferente. No podemos ser “separados”, fariseos, sino amigos de Jesús y acogedores de todos, como lo fue Jesús. Ser su discípulo conlleva la exigencia de ser instrumentos de integración y de comunión, porque el amor de Dios nos iguala y nos une a todos en familia de 7 J. Mateos y F. Camacho, op. cit., p. 249. hermanos y hermanas. Como discípulos, ¿compartimos los mismos sentimientos y preocupaciones del Maestro por la comunión y la integración? Y como discípulos e inspirados en Jesús, ¿tendremos también nosotros la audacia de revisar nuestra forma de practicar la religión? ¿Hay algo que innovar en ella o tratamos de mezclar el vino nuevo con odres y estructuras viejas?