Del terror nazi al mejor de los mundos cibernéticos

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Del terror nazi al mejor de los mundos cibernéticos
Michel Freitag
Traducción de Francisco Drake
Profesor de sociología en la universidad de Québec en Montreal y miembro de la revista
Societé, Michel Freitag nos presenta este texto extraído de la conferencia que impartió en
el primer Seminario Fernand Dumont, organizado por el Departamento de Sociología de
la Universidad de Laval. En él, desde un análisis sociológico histórico, nos muestra los
vínculos que existen entre los totalitarismos históricos y el mundo sistémico que habitamos
y que nació de las entrañas del liberalismo.
Debido a su extensión para hacerlo más accesible, el equipo editorial
de
Conspiratio lo editó cuidadosamente. Entre las obras de Freitag destacan, Le monde
enchaîné, Ed. Nota Bene, Québec.
¿En qué consiste la crisis de la modernidad cuyas manifestaciones se multiplican a partir de
la mitad del siglo XIX? ¿Cómo se manifiesta? Sólo evocaré un aspecto que me parece
estructuralmente determinante: el fin del “mundo burgués” del “tercer estado” provocado
por el desarrollo del capitalismo industrial a lo largo del siglo XIX. Aquel mundo de la
autonomía moral de los individuos del que nacieron las instituciones universalistas
modernas, los ideales de la Ilustración, el Estado de Derecho, el proyecto democrático y las
garantías constitucionales, estaba fundado en la autonomía del pequeño productor en la
economía de mercado.
El capitalismo industrial trastornó por completo ese modelo ideal de pequeños
productores independientes, libres e iguales bajo la ley común. Aunque ese trastorno se
manifestó en todos los ámbitos, me referiré sólo a uno: en el centro del desarrollo del
sistema capitalista industrial surgió una nueva forma de contradicción en el Estatuto del
trabajo. Aunque sus empresas están fundadas en el derecho universal de la propiedad y, por
ello, en la autonomía recíproca del empresario y el trabajador cuyas relaciones se definen
por el contrato de trabajo que concluyen entre ellos como hombres libres --lo que está en
conformidad con el espíritu universalista que caracteriza a la modernidad—el proceso de
producción que se desarrolla al interior de la empresa después de concluirse el contrato de
trabajo (lo que Marx llamaba la conversión de la fuerza de trabajo en trabajo útil o
productivo) opera de una manera que nada tiene que ver con los principios modernos de la
libertad, de la igualdad contractual y de la responsabilidad personal. Al caer el trabajador de
la empresa bajo el dominium directo del patrón se genera una contradicción jurídica y
política fundamental: una vez que el trabajador se compromete contractualmente en el
ejercicio de su libertad, pero actuando bajo la constricción de la necesidad, pierde
formalmente su libertad en la empresa que se volvió el sitio esencial de su participación en
la vida colectiva. Así asistimos, bajo la égida del liberalismo, al restablecimiento de la
relación de dominio características de las sociedades tradicionales: el de la dependencia
personal. Sin embargo, esta nueva relación de dependencia no se rige, como en la
antigüedad, por la costumbre, sino por el derecho de propiedad que posee un carácter
absoluto.
La reacción ante esta nueva contradicción se produjo en dos vías: en Europa, los
trabajadores se organizaron a nivel político para forzar al Estado a intervenir
legislativamente en el ámbito económico y social que había roto con el universalismo
formal del derecho moderno. Lo que, al comprometer el proceso del reformismo socialdemocrático, condujo a lo que llamamos el Estado Providencia que tomó a su cargo las
consecuencias del desarrollo capitalista bajo un modo intervensionista y luego gestivo; en
América, junto con la revolución empresarial y corporativa de la empresa capitalista, los
trabajadores se organizaron directamente en el plan de la empresa para imponer su
participación en la gestión mediante convenios colectivos que de esa manera se convertían
en las verdaderas constituciones de la nueva realidad corporativa. Paralelamente, el sitio de
la regulación y de la integración social se desplazó del campo político al “privado” de las
organizaciones. Este modo de regulación posee un carácter particularista que escapa a la
empresa de derecho común universalista y deja sitio a los sistemas autorreguladores, como
el del mercado como instancias de regulación última del espacio social común. Así, el
mercado tomó virtualmente el lugar del Estado como modalidad última de orientación del
desarrollo económico, tecnológico, científico, cultural y educativo.
En este sentido, a partir de la mitad del siglo XIX todos los pilares formales de la
sociedad moderna entraron en crisis. Por ejemplo, el nacimiento del modernismo, del
cubismo, del surrealismo, etc., provocaron a una subversión de la estética moderna. Al
hundirse las reglas del Arte, la unidad misma del arte representativo, característico desde el
Renacimiento, voló en pedazos. Sucedió lo mismo con todo el universo cultural. Con ello,
se cuestionó la legitimidad de la Ilustración que comenzó a percibirse cada vez más como
una mentira no sólo para los obreros que no encontraban su sitio en ella, sino también para
lienzos enteros de la sociedad que se veían excluidos del juego moderno. Tanto los medios
conservadores como los socialistas hicieron eco de esta derrota generalizada de la idealidad
que la sociedad moderna mantuvo. Con excepción de los círculos liberales en donde se
mantuvo la fe en el valor de la propiedad como fundamento de la libertad, los principios
modernos parecían coincidir cada vez menos con la realidad. A finales del siglo XIX el
ambiente en todas partes era el de una crisis generalizada de civilización.
Una forma “arcaica”de resolución de la crisis general de civilización
Los regímenes totalitarios aparecieron en el contexto de esa crisis que se acentuó a partir de
1848 y culminó con la guerra de 1914. Para comprender esta mutación en necesario tomar
en cuenta otra dimensión de la historia moderna: la del desfase acumulativo que la
modernidad introdujo en el ascenso de los países a la modernidad política y jurídica,
particularmente en el proceso de formación del Estado nacional moderno. El caso de
Alemania es en este sentido particularmente instructivo porque “los países alemanes”,
integrados en la estructura sin nervios del Imperio, conservaron durante mucho tiempo las
formas tradicionales de autoridad, lo que los colocó en una situación de inferioridad en la
nueva competencia imperialista mundial en las que desde el siglo XIX las potencias
europeas se habían embarcado. Para los países de “modernidad retardada” como Alemania,
el esfuerzo para alcanzar la modernidad coincidía, por lo tanto, con su crisis ideológica y
política. A la crisis de la estructura tradicional que vivían se agregó la crisis de la forma
societal hacia la que tendían a través del esfuerzo voluntarista que llamamosn“la
modernización por arriba” que impuso de manera autoritaria el poder político (la era de
Bismarck en la Alemania prusiana). El cúmulo de esas dos crisis creó una desgarradura
social y un desasosiego ideológico que el traumatismo de la derrota de la guerra del 14 y el
carácter “leonino” del Tratado de Versalles exacerbaron. Al mismo tiempo que
experimentaba la incapacidad de su dirección política y militar, Alemania tenía el
sentimiento de quedar marginada de la Europa moderna a la que trataba de acceder. En esas
condiciones, la sociedad alemana sirvió como caja de resonancia de todas las “ideologías en
crisis” que se desarrollaban en los medios políticos liberales, conservadores y socialistas y
cuyo carácter común era la puesta en tela de juicio del idealismo de la Ilustración, un
pesimismo que se confinaba en el cinismo y el nihilismo y una fascinación por la ideología
cientista y ultrapositivista. En los países políticamente más avanzados, el alcance de esas
ideologías de crisis fue limitado porque las fuerzas sociales estaban ancladas en el sistema
de las instituciones que desde hacia mucho tiempo administraban sus antagonismos y en
cuya construcción habían participado. A falta de ese anclaje social y de esas mediaciones
jurídicas y políticas, el movimiento nazi movilizó sólo el poder destructivo de esas
corrientes ideológicas contra todo lo que podía, simbólica o realmente, relacionarse con la
modernidad de la Ilustración y a favor de un proyecto que sobrepasara a la modernidad
mediante la apropiación y el ejercicio directo del poder organizativo y tecnológico.
Es relativamente fácil localizar la configuración ideológica central del mundo
moderno. Sociólogos, filósofos e historiadores se han aplicado desde hace mucho tiempo a
evidenciar sus rasgos fundamentales, y no volveré aquí a ellos. Yo vuelvo brevemente a las
características de esas ideologías en crisis.
La filosofía de la Ilustración y sus variantes se presentaron bajo la forma de un
idealismo trascendental, con carácter universalista, que se oponía al particularismo
tradicionalista (cuya garantía proyectaba la religión en una trascendencia exterior). En su
vertiente subjetiva individual, el liberalismo refiere al sujeto trascendente tipo kantiano;
bajo su vertiente colectiva, conduce a una visión optimista de la historia, como proceso
preorientado de emancipación y de progreso. En la crisis que inició la transición a la
posmodernidad, el sujeto se volvió un sujeto natural, empírico y positivo, madurado por el
instinto y definido por su pertenencia biológica y racial. De esa manera, en el marco del
positivismo cientista se asistió al desarrollo del darwinismo social y a la interpretación de la
historia como un proceso completamente determinado por la exigencia de la “Lucha por la
vida”, tanto a nivel individual como colectivo y en el contexto de las luchas imperialistas.
Al mismo tiempo se impuso una visión pesimista de la historia, amenazada por la
decadencia. A través de ello, la voluntad de poder reemplazó la exigencia de la Razón.
En lo que al conservadurismo tradicional se refiere, el ideal de una sociedad
orgánica, armoniosa, ordenada se corrompió. Los medios conservadores que se resistían al
movimiento de la modernidad sólo pudieron desarrollar una estrategia efectiva de
resistencia batiéndose en el terreno de la sociedad moderna. Al no poder defender ya la
realeza, el origen divino del poder y de los “órdenes sociales”, elaboraron un nuevo
discurso sobre el orden social que tomó también del biologismo su referencia a la
comunidad concreta. Obsedido por lo que percibía como el “ascenso de las masas” y su
amenaza a la “superioridad natural de las élites”, el discurso conservador llevó ese tema al
de la raza superior. El socialismo que, con el desarrollo del capitalismo, nació como una
tercera fuerza, sufrió también una mutación cuando el socialismo de clases, de carácter
cívico y republicano, se transformó, orientado hacia la reforma de las instituciones, en
socialismo de masas, polarizado por el proyecto escatológico de una revolución total que
aboliría a la sociedad burguesa, comenzando por las instituciones políticas que fallaron en
integrar una representación efectiva de las clases populares y desarraigadas.
El nazismo hizo la síntesis de todo eso o, mejor, una mezcla heteróclita en la que los
diferentes temas entraron en una resonancia práctica sin relación con la coherencia
discursiva de las ideologías a las que originalmente pertenecían y de las que acumuló sólo
la fuerza de ruptura y la energía negativa. En el nazismo, fuera de la ideología racista que
tomó de las ideologías de la crisis que nacieron tanto del liberalismo cientista como del
conservadurismo “orgánico”, no hubo una ideología dominante. Su aportación científica,
que comparte con el fascismo, pero que lleva al extremo, es el haber convertido esas
ideologías en acción directa mediante el movimiento y su organización. Todos los temas
que movilizó, estableciendo entre ellos un sistema de equivalencias semánticas de carácter
radicalmente pragmático, los convirtió en eslóganes cuya propaganda manipuló el poder
operativo (como en el caso de la publicidad). Su estrategia triunfó en la medida en que las
diferentes corrientes políticas modernas, desamparadas por la crisis y en la búsqueda de una
base de masas, se habían puesto ya a producir por su propia cuenta corredores que les
permitieran alcanzar a las capas sociales y a los medios intelectuales: ya se tratara de
círculos intelectuales, de movimientos juveniles, de medios estéticos que surgían del
choque del “arte moderno”, del movimiento sindical, de las clases medias amenazadas, de
los medios educativos, de la función pública, cuyo principio de autoridad estaba
quebrantado. Así, el nazismo logró captar en su “movimiento unificado” toda suerte de
cosas que no eran específicamente nazis y que se encontraban en otras partes fuera de
Alemania, pero de las que supo fusionar y utilizar su energía controlándolas mediante su
organización
Esto explica que el nazismo no haya sido un régimen verdaderamente político, sino
un “movimiento” que se desplegó según un principio que conduce virtualmente a la
desocupación y a la disolución de todas las estructuras políticas formales, tanto
tradicionales como modernas. De esa manera, el nazismo sujetó el conjunto de las
instituciones que, por definición, son modos de estabilización de las regulaciones sociales.
Las sometió al principio de una misma dinamización ilimitada, utilizando, para destruirlas,
toda la autonomía del “principio del Führer” (el “conductor” que ahora se presentaba como
el “salvador”). Ese principio rigió un sistema operativo en el que todos los niveles de la
estructura de “mando”, todas las redes jerárquicas de las órdenes dadas y obedecidas, toda
autoridad, venía del Führer y toda la responsabilidad le era imputada. La aplicación de ese
principio tomó el valor del principio constitucional último del movimiento que absorbe en
sí, aboliendo sus diferencias, tanto al Estado como a la sociedad civil (es el principio de la
Gleischschaltung, es decir, del “enchufamiento” o de la “conección uniforme”). De esa
manera ideológica, el nazismo no exigía “convicciones”. Más bien imponía a todos
(particularmente por el terror policiaco) el “ser enchufado”, el “conectarse”. Esta noción
posmoderna no nos es desconocida. Si no nos conduce siempre a la masacre, implica, sin
embargo, la misma pérdida de autonomía en la orientación de la acción individual y
colectiva.
Vayamos más lejos. El poder nazi ya no es un poder. Es una potencia desnuda, pura,
una dinámica entendida en su sentido etimológico (dunmis: potencia “propensiva”). La
característica del “sistema” nazi fue negar ontológicamente cualquier reconocimiento de
alteridad substancializándola. Por eso, la alteridad se volvió inmediatamente una amenaza a
la identidad también substancial, una amenaza que había que suprimir de manera
igualmente substancial. Sabemos que el nazismo condensó esa alteridad en el judaísmo,
reinterpretado de manera racista a través de una biologisación radical de los judíos, que se
volvieron substancialmente la antítesis de la “raza aria”. Esta doble sustancialización
mitológica de la identidad amenazada y de la alteridad amenazante, cuyos términos se
encontraban ubicados de manera delirante en una relación de antagonismo absoluto,
caracterizó definitivamente al nazismo e hizo coincidir su esencia misma con la shoa y los
campos de exterminio.
Los análisis más profundos sobre el nazismo, como el de Hannah Arendt, han
señalado también, más allá del horror de los hechos, la monstruosidad del “método” mismo,
es decir, del modo operativo puesto en marcha en la banalidad cotidiana. Se trata de una
automatización completa de la eficiencia más allá de cualquier referencia de legitimación
que se sostenga en fines, más allá de cualquier juicio que comporte el reconocimiento de la
realidad. Una vez que el fin se ha reducido a un programa, la realización del programa
“olvida sus fines” y el proceso de ejecución se justifica por sí mismo de manera
autodemostrativa y autoreferencial, que incluye todos los objetivos intermediarios, que no
dejan de surgir a lo largo del camino, como las condiciones puramente instrumentales y
circunstanciales de su “realización adaptativa”. Cuando la aplicación del programa se
vuelve la finalidad última, su continuación indefinida se vuelve también un proceso
ilimitado, y el horizonte “infinito” en el que inscribe la práctica efectiva se substituye a la
idealidad puramente formal de las finalidades trascendentes. Ese carácter puramente
programático es el que representa la lógica profunda del nazismo, el que condujo a los
campos de concentración y de exterminio, a la práctica del eugenismo asesino y al
compromiso de una guerra que apuntaba a la sumisión del universo. Esta lógica se encarnó
funcionalmente en las divisiones SS y la Gestapo. Una lógica de la misma naturaleza es la
que rige el crecimiento autoreferencial e ilimitado de la economía, de las tecnologías, de los
sistemas de comunicación, en síntesis, de la globalización.
Podemos encontrar esta misma tendencia de la negación de lo real en los
totalitarismos históricos del siglo XIX, en el estalinismo y en los fascismos italiano,
español, etc. Pero el nazismo fue en el fondo una cosa todavía más radical. Su diferencia
específica se encuentra en el carácter ilimitado y delirante del uso que hizo del poder y de
la violencia destructivos que, en su aplicación programática y sistemática, se volvieron su
propio fin. No debemos hacer el amalgama de todos los fascismos. Aunque existe un
terreno común (la crisis de la sociedad moderna a partir del siglo XIX), los medios que la
Alemania hitleriana puso en marcha para salir de la crisis son tan exorbitantes en relación
con el corporativismo, el franquismo o el fascismo mussoliniano, que es importante no
confundirlos. Por su dimensión delirante e ilimitada el nazismo representa el tipo puro del
totalitarismo. A partir de él encontraremos las correspondencias más claras con nuestro
mundo actual.
La virtualidad totalitaria de la regulación sistémica posmoderna
Durante cerca de dos siglos, las sociedades europeas avanzadas eligieron otra vía para salir
de la crisis de la modernidad. La llamaré simplemente reformismo socialdemocrático.
Gracias a él, la cuestión social se integró en el juego de las instituciones políticas
nacionales. Aunque este movimiento reformista-democrático se sitúa al inicio en el marco
del universalismo específicamente moderno, la concretización y el alargamiento que operó
al integrar la cuestión social y el desarrollo económico en los procesos de
institucionalización, aunado a la multiplicación de las demandas sociales y de los
problemas particulares que había que integrar, lo llevaron progresivamente a pasar de una
forma de regulación universalista a una diversificación indefinida de lugares y de formas de
intervención del Estado que lo convirtieron en un Estado gestionario. La heterogeneidad de
los problemas que había que resolver y la multiplicidad de modalidades de su encargo
contribuyeron a la pulverización del principio de la unidad del poder del Estado. A partir de
entonces, el principio unificador no fue ya el de la legalidad sino el de la efectividad
pragmática. Las socialdemocracias europeas, mediante un largo rodeo de naturaleza
política, se encontraron en el mismo terreno que el de los Estados Unidos: el de la
descomposición de lo político en la gestión y el control pragmáticos. Ese “punto” de
llegada mantiene correspondencias turbadoras con el totalitarismo nazi, no en el nivel del
recurso a la violencia que, como he dicho, formaba el aspecto arcaico del nazismo.
El nuevo modo de regulación que tiende a imponerse a nivel mundial manifiesta una
doble dependencia en relación con el desarrollo de la sociedad nortemaricana. Por un lado,
la sociedad norteamericana principalmente y casi principialistamente desarrolló en el curso
de dos siglos una forma de regulación organizacional, decisional y, en recientes fechas,
sistémica. Por otro, los Estados Unidos accedieron a lo largo del siglo XX a una posición
geopolítica hegemónica que, desde entonces, después del hundimiento de la Unión
Soviética, representa a la única superpotencia. Por lo tanto, bajo su influencia política,
económica, cultural y militar, la lógica de regulación sistémica se ha impuesto en todos los
países, como lo atestigua el proyecto de la AMI que se dirigió a suprimir todos los
obstáculos políticos a la libre expansión de la lógica financiera especulativa.
Esta intervención de los Estados Unidos sobre el conjunto de los “negocios del
mundo” (que cada vez más se confunden con el “mundo de los negocios”), y su unilateral
compromiso en favor de lo que llamamos el “libre mercado”, está cargada de una violencia
al mismo tiempo estructural y estratégica, lo que ha implicado, los sabemos, el uso
recurrente de la fuerza militar, las constantes violaciones al derecho internacional y a la
soberanía de los Estados. La reacción de los Estados Unidos a la agresión que sufrió el 11
de septiembre de 2001 muestra, en la forma ultratecnológica de su despliegue y en el
discurso de legitimación que lo acompañó –“justicia infinita”, demonisación del “Eje del
Mal”, voluntad de erradicar por completo un “terrorismo”— que están listos a utilizar su
poder sin someterse a ninguna instancia superior y a considerar sus intereses y su derecho
como una justificación absoluta.
Sin embargo, no es ahí donde reside lo esencial del riesgo totalitario, sino en la
lógica sistémica impersonal y difusa, pero omnipresente, al servicio de la cual se pone ese
despliegue de poder.
En efecto, la verdadera amenaza totalitaria está en la dinamización ilimitada de
cualquier realidad que arrastra la regulación sistémica, porque el carácter autorreferencial
que allí adquiere el crecimiento marginal (por ejemplo, las tasas de ganancia) es de tal
naturaleza exponencial que implica la negación de cualquier autonomía ontológica de la
realidad exterior y en consecuencia la negación del principio de realidad.
El movimiento totalitario destruye lo particular, lo real que existe por sí, en sí y para
sí. Arrastra todo en lo arbitrario puro de su propio movimiento, de su propia capacidad de
transformación. Este señalamiento ontológico tiene que completarse por la constatación de
que la ontología que subyace en la ciencia moderna comporta ya una dimensión
virtualmente totalitaria, ya que todo lo que existe realmente se encuentra en ella referido a
un principio universal de determinismo o de regularidad –sólo la ciencia moderna que se
mantuvo esencialmente cognitiva y respetuosa de la autonomía de lo normativo y lo
expresivo, no fue asida por la totalidad del pensamiento, de la sensibilidad y de la práctica
humana que pretendía apropiarse de la totalidad del ser. Nos dejaba libre otra relación
práctica, sensible, estética y sintética de lo que existe, particularmente, de la alteridad de
ser. Esa libertad es la que la tecnología y el tecnocratismo contemporáneos buscan abolir
asiendo directamente en lugar nuestro todos los objetos concretos e incluso todas las
relaciones intersubjetivas, de los que se asegura el control, la gestión y la producción
directas (como la substitución del intercambio simbólico por la comunicación
informatizada). La “verdad”, el “valor” y la “identidad” de lo que existe tanto en el mundo
objetivo como en el universo subjetivo lo miden exclusivamente por los efectos de sus
invenciones transformadoras, manipuladoras, creadoras, que se liberan en su momento de
nuestra volunta o se automatizan de manera sistémica (Hans Gehlen). Eso “virtual” que se
vuelve nuestra realidad cada vez más cotidiana es lo totalitario.
De esa manera podemos darle un sentido formal al término que sobrepasa las
formas de los totalitarismos históricos que sirvieron de modelo a la producción del
concepto. Pero podemos también darle un sentido formal. Para mí, el totalitarismo es
esencialmente una negación del ser, de lo real, del principio de realidad en beneficio de una
arbitrario operatorio tecnosistémico que afirma su omnipotencia virtual. Es verdad que la
violencia sensible que caracterizó a los campos de la muerte nazis o al Gulag estaliniano
manifiesta la esencia del totalitarismo. Pero no se reduce a eso. Hay siempre una dinámica
general que preside el desencadenamiento de la violencia. Hay que hacerse la pregunta: ¿en
qué contexto ideológico y práctico esa violencia es posible? ¿Qué se puso en la voluntad
omnipotente del nazismo?
Si la sociedad actual pude definirse como una sociedad unidimensional es que ella
desarrolla también de manera ilimitada en el que se hizo posible el totalitarismo nazi. En
ella, también, los sistemas de gestión y de control directo no respetan a los seres de los que
se apropian. Transforman lo que existe en su propio efecto o producto inmediato. Lo real se
vuelve “lo que se hace”, no lo que está allí, fuera de nosotros, por sí mismo, ya sea en el
orden de la existencia objetiva o en el de la manera de vivir. En la actual forma sistémica, la
voluntas de omnipotencia se objetiva directamente, no tienen necesidad de encarnarse
(excepto transitoria y marginalmente) como en el nazismo en un sujeto fantasmático,
representado en (y no por) un “jefe supremo” delirante. Asistimos, más bien, a la dimensión
de cualquier voluntad subjetiva que debe medirse con la resistencia de una alteridad, de su
existencia: la “realidad” misma e la que así se vuelve “irreal” y “delirante”.
El terreno lo prepararon extraordinariamente bien esas filosofías, que de Nietzsche a
Deleuze, trabajaron en la destrucción del discurso, del sujeto, del mundo substancial. Para
ellas no había ni pensamiento ni objeto consistente. El proceso de la historia, decían, no
tenía ni sujeto ni fin. Así, el pensamiento filosófico participó también de la disolución de lo
que es, preparó la “realización” del nihilismo al que había conducido la crisis de la
modernidad. Esta negación de lo real la ilustra muy bien el despliegue de la realidad
“virtual” cibernetizada. De manera más trágica, la aproximación puramente tecnológica de
la realidad invadió lo político donde el poder se substituyó por el control, donde los
sistemas de gestión operativos reemplazaron a las instituciones que aún regían la práctica
por el sentido y los valores transcendentales de las que estaban investidas.
La regulación sistémica ya no ejerce, como la política, una empresa colectiva
reflexiva e indirecta sobre la realidad de las prácticas. El nuevo modo de regulación
produce la substancia misma de una nueva realidad que ya no es ni social, ni natural, y cuya
única consistencia es la dinámica exponencial a la que todos los sujetos deben
incesantemente adaptarse de manera compulsiva. Ahí, donde la política moderna creaba el
riesgo de un despotismo, el sistema programático contemporáneo conduce a la disolución
de la autonomía de cualquier acción, a la disolución de cualquier identidad particular.
Hannah Arendt insistió mucho en el alcance ontológico de esa reducción behavorista de la
subjetividad que está inscrita en la regulación sistémica. Por otro lado, el final de lo político
al que asistimos marca una diferencia fundamental con el ideal democrático de la sociedad
moderna. Si analizamos la sociedad contemporánea desde el punto de vista de las lógicas
autorreguladoras que ahí se implantan, no es posible ver en donde todavía subsiste un
carácter democrático que se refiriera a la capacidad del pueblo de actuar sobre su destino, a
menos que se confunda totalmente la democracia con el mercado, como algunos lo hacen, o
incluso con el respeto jurídico de los “derechos de las personas” que ya no tienen ninguna
capacidad de participación en la orientación de la sociedad, que sólo protegen la libertad
personal contra un poder político de todas maneras evanescente, pero que entregan al sujeto
a la omnipotencia de la lógica sistémica que toma el sitio de la realidad última.
No es individualmente sino colectivamente como podemos impedir que el mundo
nos sea retirado de de bajo de nuestros pies.
Conclusión
Si he puesto en perspectiva la realidad contemporánea con el totalitarismo nazi, es porque
no hago de la dimensión totalitaria un régimen de sociedad de carácter “político”,
voluntario, reflexivo, sino de un mundo de funcionamiento operacional cuya
autorreferencialidd se orienta hacia una expansión ilimitada. De esa manera, tenemos de un
lado, los regímenes totalitarios del siglo XX, de carácter específicamente arcaico, y del
otro, un horizonte totalitario en lo sistémico contemporáneo. Lo que no quiere decir que
vivimos en una sociedad totalitaria, porque lo que subsiste como sociedad no es
intrínsecamente totalitario y porque la realización de su “sistemismo” conduce justamente a
la abolición de la sociedad y de la socialidad. Evidentemente hoy en día hay aires de
“libertad” que parecen ser el extremo opuesto de la represión y de los compromisos
totalitarios de los regímenes de Hitler y de Stalin. Pero esta libertad, que de hecho sólo
implica la independencia del individuo privado en relación con las normas colectivas, no
comporta ya ninguna capacidad de reflexión colectiva en la orientación de las regulaciones
sistémicas que determinan el porvenir de la sociedad y del mundo. Sobre todo en el
momento en el que ese porvenir puede ser comprometido de manera masiva por los
desarrollos económicos y tecnológicos que progresivamente hemos dejado independizarse
de cualquier finalidad y de cualquier constricción normativa, identiatarias e incluso
naturales (como en las biotecnologías o en la imaginería virtual que invade el campo de la
cultura y de la experiencia cotidiana). La posmodernidad todavía no ha destruido el mundo.
Pero con mi análisis he querido demostrar que evidentemente encontremos en la sociedad
actual –de manera más difusa, pero más efectiva-- el mismo delirio de poder que
caracterizo a los totalitarismos históricos. Ahora podemos transformar la realidad desde el
interior sin destruirla de manera explícita.
A nuestro alrededor, los posmodernos celebran la descolocación del Sujeto. El
problema es que son impotentes para formular los límites del sistema actual. Dejan de lado
la pregunta de saber cómo las identidades flotantes, cómo los sitios deshechos de la
integración simbólica, podrán todavía en el futuro fijar las fronteras de un mundo común
que pueda perdurar y establecer las normas o los principios que permitan hacer de la
necesidad de habitar un planeta unificado un proyecto común significativo. En la extensión
absurda de la ambición moderna por emanciparse, el cambio hacia cualquier dirección, el
poder de hacer lo que sea, se han vuelto en sí mismos su propia finalidad, cuyo sentido se
nos escapa cada vez más, no sólo a nosotros, sino también a todo lo que ahí se encuentra
desarticulado en su propia naturaleza.
Al igual que el nazismo, la sociedad posmoderna quiere saltar por encima del la
crisis del sentido aboliendo el sentido en la huida hacia adelante de una expansión del puro
poder (“todo lo que es posible hay que hacerlo”, es el eslogan del tecnologismo). En su
desarrollo, este poder tecnológico y sistémico tiende a apropiarse del sentido de la realidad,
del sentido de las instituciones sociales y políticas, del sentido de las formas de expresión
estéticas, del sentido de la identidad mediante el despliegue de su simple efectividad, de su
pura productividad viertualmente ilimitada. La filosofía nihilista había anticipado ese
movimiento que se volvió espontáneo; pero ahora está a punto de realizarse.
Felizmente existen considerables márgenes de autonomía, tanto en las personas
como en las sociedades en las que vivimos y que todavía están desgarradas entre la
tradición, la modernidad y la posmodernidad. Gracias a esas márgenes todavía no estamos
disueltos en un aparato regresivo y marginalmente también represivo en relación con todo
lo que no se le somete aún o rechaza adaptarse a él. Le corresponde precisamente a los
actores y a los movimientos sociales ampliar esas márgenes. Pero es necesario que sepan
que lo que quieren o desean no sea ilimitado o crezca de sentido. Porque el sentido es el
vínculo que une lo particular con el todo, el reconocimiento de su sitio.
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