La centralidad de la persona

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EDUCAR PARA LA VIDA EN PLENITUD
I Congreso de educadores franciscanos de Europa
(Córdoba 1 de novembre 2007)
Soy plenamente consciente de la importancia y a la vez de la dificultad de la labor educativa,
particularmente en un centro educativo franciscano. Importancia, pues la educación se presenta,
todavía hoy, como una plataforma privilegiada y fundamental de evangelización. Un centro
educativo franciscano se integra en el amplio marco de la educación cristiana, de la que se trata
específicamente en la declaración conciliar Gravissimum Educationis. Dificultad, pues sé muy bien
que no es nada fácil educar/formar en esta sociedad en cambio y cada vez más pluralista, y en la que
los comportamientos de las familias no siempre están en sintonía con la educación que se imparte
en nuestros centros educativos, en coherencia con un proyecto católico y franciscano, que debe
definir, animar y guiar nuestra labor educativa. En nombre de la Orden os agradezco vuestra labor
sacrificada y tantas veces incomprendida, no sólo fuera, sino también dentro de nuestras
fraternidades y comunidades.
En mi exposición trataré los siguientes puntos: Principales retos a la acción educativa, la
centralidad de la persona: consecuencias pedagógicas, y urgencias a la educación católica y
franciscana hoy
I Algunos retos a la acción educativa
Nuestros centros educativosc se ven afectados por situaciones y problemas de la misma
sociedad a la que sirven. A Dios gracias no son “lugares protegidos”, sino que forman parte de esta
sociedad en cambio y plural. Ellos son, por tanto, una de las cajas de resonancia de los problemas
culturales y sociales de la sociedad, que encuentran en nuestros alumnos un reflejo particular. Por
otra parte, los continuos cambios del sistema educativo, muchas veces condicionados por las
ideologías en moda, hacen que estos problemas se agudicen dentro de nuestras aulas.
Teniendo en cuenta todo lo dicho, es lógico que nos preguntemos: ¿Cuáles son los
principales retos que se presentan hoy a nuestros centros educativos? Sin pretender ser exhaustivo,
deseo hacer referencia a algunos.
1. Definir con claridad el ideario de nuestros centros. Nuestras escuelas, colegios y
universidades han de tener un claro proyecto educativo que contemple su identidad de institución
católica y franciscana. Sé muy bien que ciertos medios, dentro y fuera de la Iglesia, inspirados por
un sentido de laicidad mal entendida, impugnan la enseñanza confesional. No aceptan que la
Iglesia, y por tanto Órdenes o Congregaciones religiosas, puedan ofrecer, además de un testimonio
individual de sus miembros, el testimonio específico de las propias instituciones. Se objeta que un
colegio católico, y por ello franciscano, pretende instrumentalizar una institución humana para fines
religiosos y confesionales.
Sin justificar ningún tipo de proselitismo y visiones parciales de la cultura entendida y
actuada erróneamente, que también se pueden dar entre nosotros, los franciscanos no podemos
olvidar que la educación integral de la persona comprende, imprescindiblemente, la dimensión
religiosa, la cual contribuye eficazmente al desarrollo de otros aspectos de la personalidad, en la
medida en que se la integre en la educación general. En este sentido, la enseñanza católica no es
sólo cuestión de suplencia, es cuestión de asegurar un sano y necesario pluralismo, particularmente
en el campo de la libertad de enseñanza, y, por consiguiente, sostener y garantizar la libertad de
conciencia y el derecho de los padres de familia a escoger el centro educativo que mejor responda a
su propia concepción educativa.
Esto conlleva una determinada visión de la vida. Toda visión de la vida se funda, de hecho,
sobre una determinada escala de valores en la que se cree, y que confiere, a profesores y adultos,
autoridad para educar. No se puede olvidar que en las escuelas, colegios y universidades se enseña
para educar, es decir, para formar a la persona desde dentro, para liberarla de los condicionamientos
que pudieran impedirle vivir plenamente como hombre o mujer. Por ello un proyecto educativo
franciscano ha de estar intencionalmente dirigido a la promoción total de la persona, poniendo de
relieve la dimensión ética y religiosa de la cultura, precisamente con el fin de activar el dinamismo
espiritual del sujeto, y ayudarle a alcanzar la libertad ética que presupone y perfecciona a la
psicológica. Pero no se da libertad ética sino en la confrontación con los valores absolutos de los
cuales depende el sentido y el valor de la vida del hombre. En este sentido hemos de afirmar con
fuerza que en la educación no basta responder a aspiraciones transitorias y superficiales. Hay que
tener presentes las exigencias más profundas del hombre y de la cultura actual.
Así configurados, nuestros centros educativos suponen no solamente una elección de valores
culturales, sino también una elección de valores de vida que deben estar presentes de manera
operantes. Estos exige que el proyecto educativo de nuestros centros sea claro, y que la labor
educativa que en ellos se desarrolla sea coherente con dicho proyecto. Lo contrario sería engañarnos
y engañar a quienes confían en nosotros.
2. Colaboración entre dirección, profesores, padres y alumnos. La labor educativa,
particularmente en clave católica y franciscana, es hoy una tarea difícil y compleja. En ella influyen
factores muy diversos. Se hace necesaria, por tanto, la unión de fuerzas: dirección, profesores,
alumnos, padres de familia. Cada una de estas “fuerzas” ha de asumir su responsabilidad en la
educación/formación de nuestros niños y jóvenes. Nadie puede quedarse al margen, ni nadie puede
ser excluido. La unión hace la fuerza, en este caso, la fuerza de la educación, según el proyecto
educativo católico y franciscano.
Esto comporta asumir como reto, también, la formación de todos los responsables de la
educación/formación. Veo muy urgente involucrar a profesores (incluidos los religiosos) y a los
padres de familia en la elaboración y puesta en práctica del proyecto educativo de nuestros centros
educativos, pero para ello es imprescindible una verdadera educación/formación y, por qué no, una
evangelización y “franciscanización”. Sólo la referencia explícita y compartida por todos los
miembros de la comunidad educativa a la visión cristiana y franciscana del hombre –aunque sea en
grado diverso-, es lo que hace que un determinado centro educativo pueda definirse católico y
franciscano. En este trabajo con los agentes formativos, no se puede ahorrar tiempo, medios, o
energías. De ello dependerá el éxito del proyecto educativo.
Una particular atención ha de ponerse en la implicación de los alumnos en su propio proceso
formativo. Nuestros colegios están llamados a ser “escuelas” de formación integral, mediante la
asimilación sistemática y crítica de la cultura; lugares privilegiados de promoción integral, mediante
un encuentro vivo y vital con el patrimonio cultural de un pueblo y de la humanidad misma.
Esto supone que tal encuentro se realice en forma de elaboración, es decir, confrontando e
insertando los valores perennes en el contexto actual. No hay cultura que pueda definirse educativa
y formativa, incluida la franciscana, sino se inserta en los problemas del tiempo en que se desarrolla
la vida del niño y del joven.
De lo dicho se desprende la necesidad de que nuestros centros educativos confronten sus
propios programas formativos, sus contenidos y sus métodos, con la visión de la realidad en la que
se inspiran y de la que depende su ejercicio. Esto quiere decir, también, que nuestros centros
educativos han de estimular a los alumnos a que ejerciten la inteligencia, promoviendo el
dinamismo de la clarificación y explicitando el sentido de experiencias y de certezas vividas. Una
escuela, colegio o universidad que no cumpliera esta función, sino que, por el contrario, ofreciera
elaboraciones prefabricadas, por el mismo hecho se convertiría en obstáculo para el desarrollo de la
personalidad de los alumnos.
3. Síntesis entre fe y cultura. Hemos afirmado que Jesús, el Evangelio y los valores
franciscanos deben definir con claridad y estar en el centro de un proyecto educativo católico y
franciscano. Cristo es el fundamento de toda educación en clave cristiana y franciscana. Él
posibilita la transformación de la persona y la capacita para pensar, querer y vivir según el
Evangelio. En Cristo todos los valores humanos encuentran su plena realización y, de ahí, su
unidad. Jesucristo eleva y ennoblece al hombre, da valor a su existencia y constituye el perfecto
ejemplo de vida propuesto por nuestros centros educativos a los niños y jóvenes. Y junto con la
persona de Jesús ha de aparecer la de Francisco, como su fiel imitador y seguidor. Francisco tiene
mucho que decir al hombre de hoy, toca a nosotros proponerlo, como hombre plenamente actual,
aunque no siempre se presente como moderno.
Estas tareas nos permiten indicar como tarea principal de un centro educativo católico y
franciscano la de hacer síntesis entre cultura y fe, entre fe y vida. Tal síntesis se realiza mediante la
integración de los diversos contenidos del saber humano, especificado en las varias disciplinas, a la
luz del mensaje evangélico y de los valores franciscanos.
En nuestras escuelas y colegios hemos de cultivar todas las disciplinas con el debido respeto
al método particular de cada una. No se pueden considerar las disciplinas como simples auxiliares
de la fe o como medios utilizables para fines apologéticos. Pero ciertamente los valores evangélicos
y franciscanos han de ser valores transversales.
II La centralidad de la persona: consecuencias pedagógicas
El sujeto primero de la educación es la persona. Una pedagogía que se quiera llamar
franciscana no puede menos de poner en el centro de su atención a la persona. Pero, ¿qué es la
persona? Intentemos responder a esta pregunta desde las claves que nos ofrece la antropología
franciscana.
1. La persona: un ser único. Desde el punto de vista antropológico, la persona se revela
como un misterio único, tanto en su ser como en su existencia particular. Una realidad original e
irrepetible que exige un profundo respeto de parte de los otros. Desde una perspectiva teológica, la
persona es comprendida como una realidad inédita que sobrepasa toda imaginación y pensamiento;
una nueva criatura que, por lo mismo, no depende de un molde, como ocurre con las cosas
habitualmente fabricadas en serie por el hombre. Ni antropológicamente, ni teológicamente
hablando, existen dos seres completamente iguales. Esta es la razón que hizo posible que en la
escuela franciscana, en el campo de la ontología, se desarrollara no solamente la analogía del ser
(posición clásica), sino su univocidad, tesis que la sostiene de una manera muy especial Duns
Escoto, quien entendió muy bien este principio y por ello define la persona como “un ser singular e
irrepetible”.
Esta concepción de la persona tiene implicaciones pedagógicas importantes: todo proceso
educativo debe estar atento a la unicidad de la persona y al misterio de Dios..., para favorecer su crecimiento
mediante el conocimiento de sí y la búsqueda de la voluntad de Dios.
Este principio pedagógico, por una parte, se opone radicalmente a todo tipo de formación
directiva y unilateral o también masificada y uniforme; y, por otra, sostiene e impulsa el respeto
tanto de la autonomía e iniciativa de cada persona, como del propio ritmo de crecimiento de cada
persona; aspectos que deben llevar a revisar con más seriedad los sistemas educativos y formativos
que, muchas veces, presionados por la prisa y la eficiencia, tienden fácilmente a descuidarlos.
El ser humano, igualmente, debe ser formado para que vaya descubriendo y asumiendo los
niveles de soledad que implica la existencia humana. Se necesita de una pedagogía que sea capaz de
poner al ser humano frente a sí mismo, a sus posibilidades y limitaciones; y que también le ayude a
abrirse hacia los demás seres que se encuentran en una situación parecida de soledad radical.
2. La persona: un ser libre y un ser en relación. La escuela franciscana y la antropología
actual justamente insisten en que la persona es un ser libre, y, al mismo tiempo, un ser en relación.
Tanto Buenaventura, como Escoto, Ockham, Alejando de Hales y Pedro de Olivi son
apasionados defensores de la libertad humana, rechazando todo determinismo, de cualquier tipo que
sea. A san Buenaventura, por ejemplo, la defensa de la libertad humana le llevará a condenar
algunas doctrinas de la época, tales como: el determinismo astrológico, en el campo moral, la única
inteligencia, en el campo del conocimiento, y el naturalismo, en el campo ontológico.
La persona es libre, aunque con una libertad limitada, restringida y amenazada. Es un ser
autónomo, con una determinada capacidad de autodeterminación, aún cuando no se pueda callar los
muchos condicionamientos a los que se ve sometido: condicionamientos sociales y
condicionamientos personales.
En cuanto a la libertad, se suele distinguir entre libertad de y libertad para. La libertad de
consiste en no estar o dejarse determinar por elementos externos a uno mismo que bloquearían o
determinarían los movimientos de nuestra libertad. La libertad de consistiría en despejar el camino,
a fin que cada uno pueda escoger lo que desea ser, lo que desea hacer. La libertad para significa
que la propia vida está orientada por ciertos valores, y que uno es capaz de escoger aquellos que dan
sentido a una vida: la verdad, la justicia, la paz... La libertad de estaría al servicio de la libertad
para.
¿Qué está a la base de esta libertad? No se puede hablar de libertad de ni de libertad para si
uno no se autoposee. A la base de este doble aspecto de la libertad está la libertad como
autoposesión, lo que nos lleva a decir que antes de la libertad para escoger esto o aquello (libertad
de), antes de la libertad para comprometernos ante ciertos valores (libertad para), somos libertad,
somos soberanos, somos absolutos (sueltos-de) con capacidad para determinarme por mi mismo.
Somos libertad, nos pertenecemos, y por ello nuestra gran responsabilidad está en escoger aquello a
través de lo cual me puedo realizar a mi mismo.
Por otra parte, la persona es un ser en relación, un yo inconcebible sin un tú. La persona no
es una isla, un ser absoluto (suelto de) radical, sino un ser social y relacional. La persona no es una
realidad abierta sólo a sí misma, sino a los otros y, en definitiva, a Dios. Por eso su libertad de, su
libertad para y su autoposeerse no pueden separarse de este concepto fundamental en la
antropología, y no sólo religiosa. El hombre vive en sociedad y su libertad está positivamente
condicionada por el “otro”, que a su vez forma parte del “yo”. La realidad del hombre es una
realidad recibida, nadie se da la vida a sí mismo. Y por ello la libertad está también positivamente
condicionada por el “Otro”, por quien me dio la existencia.
Todo esto nos lleva a pensar que si la libertad de y la libertad para están al servicio de la
libertad en autoposesión, ésta no puede separarse del respeto de la libertad del otro. Es cierto que la
omnipotencia de Dios termina allí donde, para usarla, debería eliminar la libertad del hombre, pues
él mismo nos ha querido y creado como seres libres. Pero también es cierto que la libertad del yo
termina allí donde, para usarla, tendría que quebrantar la libertad del otro. Si no hay un yo sin un tú,
no puede haber libertad de autoposesión sin libertad que respete la vocación de toda persona: un ser
en relación.
La pedagogía franciscana debe tener bien presente lo anteriormente dicho para no crear
monstruos que sólo busquen la autorrealización, al margen de los demás, y, para nosotros creyentes,
al margen de Dios y del designio que él tiene sobre cada persona. El creyente no puede sino
reconocerse como un ser vocacionado, un ser llamado a, un ser vocación. Por eso ya no se trata
simplemente de elegir lo que uno mismo quiera hacer de sí, lo que uno quiera llegar a ser (vocación
antropológica), sino que desde una antropología creyente, se han de tener presentes otros aspectos
que deberán integrar y potenciar lo que uno quiere llegar a ser, lo que uno quiere hacer de sí, con lo
que uno está llamado a ser (vocación teológica). Por otra parte la persona no puede renunciar a su
libertad. Nuestros centros educativos deben, por tanto, preparar a las personas para que asuman su
libertad, y con ella la responsabilidad de ser ellas mismas y de asegurar su propio crecimiento.
3. La persona: un ser en constante devenir. Acabamos de decir que la persona es una
realidad abierta. Precisamente por ello, es una realidad incompleta, un proyecto inacabado, siempre
en un proceso dinámico de llegar a ser. En este sentido la persona no es, sino que está siendo. El
concepto de homo viator, como lo definían los filósofos y teólogos del medioevo, sigue siendo
válido. La persona se va formando (dando forma) ininterrumpidamente, durante toda la vida. La
persona es siempre ella misma, pero no la misma. La vida es proceso, proyecto nunca acabado, un
continuo hacerse. Ser persona consiste, entonces, en estar optando siempre por dar en cada instante
una nueva forma a la propia realidad personal; consiste en sentirse siempre en formación.
Teniendo en cuenta esta realidad profundamente dinámica de la persona, la pedagogía
franciscana tiene que ayudarla, en primer lugar, a sacar fuera lo que lleva dentro. Educar (e-ducere)
significa precisamente eso: sacar fuera. La persona es un ser con muchas posibilidades y, en gran
parte, es creación de sí mismo. En expresión de Alexis Carrel, “el hombre es mármol y escultor a la
vez” de su propia realidad, por ello él es el primer responsable de su propio crecimiento, de su
propia educación.
La pedagogía franciscana ha de posibilitar a la persona el ser consciente de sus posibilidades
más recónditas para hacerlas realidad, y, al mismo tiempo, ha de ayudarle a tomar conciencia de su
propia responsabilidad en todo este “devenir”. La pedagogía franciscana ha de poner a la persona en
situación que se sienta agente de su propia historia y destino, de su realidad personal. Llegar a ser lo
que uno quiere ser y lo que uno está llamado a ser por vocación, no se puede delegar. Por ello una
gran labor del educador franciscano es la de ayudar al educando a apropiarse, es decir, a entregarse
a esta tarea, a dar cabida libremente en su vida a los valores o personas que configuran la persona
como tal y, en nuestro caso, como creyente, a los valores y a las personas que nos configuran en
cuanto tales.
Pero, al mismo tiempo, la pedagogía franciscana ha de posibilitar que la persona se abra al
proyecto de Dios: respuesta a la llamada en libertad responsable. En este sentido la pedagogía
franciscana ha de ser necesariamente “vocacional”, en cuanto que intenta formar a la persona como
ser abierto a la trascendencia, a un proyecto que Dios tiene sobre ella y que le permitirá ser
realmente ella misma en plenitud. Desde esta perspectiva, la persona, a la vez que asume su
responsabilidad en la propia educación, se ha de abrir al Otro, que con su gracia le va dando forma,
la va formando.
Por otra parte, la pedagogía franciscana ha de ser progresiva y gradual, teniendo en cuenta el
ritmo de crecimiento de cada persona. Esto implica que, al mismo tiempo que tiene en cuenta todo
el proceso de crecimiento de la persona y, por tanto, todo lo que ha de trasmitirse durante dicho
proceso, la pedagogía franciscana ha de evidenciar algunos contenidos y valores en cada etapa, a fin
que el crecimiento de la persona no sufra interrupciones, frenazos o saltos bruscos, y asegurar una
continuidad entre una etapa y otra. Cada etapa debe ser continuación de la anterior y preparación
para la siguiente. De ahí la importancia de una buena programación a corto, a medio y a largo plazo,
así como la evaluación `parcial y global del proceso educativo.
4. La persona: un ser integral. La persona no puede ser vista sólo desde una perspectiva,
parcialmente o fragmentariamente. La persona es un ser con distintas dimensiones, todas ellas parte
integral de la persona: la humana (antropológica, psicológica, moral), la intelectual, la social
(relaciones), la creyente (espiritualidad) y la profesional (misión).
La pedagogía franciscana no puede considerarse tal, sino tiene en cuenta todas estas
dimensiones. Si no queremos educar personalidades fragmentadas, la pedagogía franciscana ha de
tener en cuenta a la persona en su totalidad, a fin que pueda desarrollar armónicamente sus dotes
físicas, espirituales, morales, humanas e intelectuales.
El desarrollo armónico del que estamos hablando exige también que la pedagogía
franciscana logre que la educación impartida toque los cuatro centros vitales de la persona: corazón,
en cuanto centro de la persona (trasformación), mente (contenidos actualizados), manos (práctica),
y pies (una formación encarnada en la realidad en la que la persona está llamada a vivir). Este es un
aspecto que me parece muy importante a tener presente en nuestros centros, si no queremos formar
sólo cerebros sin corazón y sin herramientas que le posibiliten el caminar por la vida.
5. La persona: un ser que crece acompañado. Hemos dicho que educar, según el
significado etimológico, significa sacar fuera todas las posibilidades que la persona lleva dentro de
sí misma. Educar, dentro de un proyecto educativo creyente, comporta también, como ya hemos
dicho, poner a la persona en condiciones de poder responder a la vocación a la que ha sido llamada.
Todo esto exige acompañamiento personalizado, testigos, y no sólo maestros, personas que
autentifiquen los valores de los que hablan con su propia vida.
El “maestro franciscano” ha de caracterizarse por mantener una relación peculiar con los
discentes. El profesor no puede relacionarse con el alumno a partir de la función exclusiva de
enseñar y aprender, sino de convivir con un estilo concreto de relación que la colorea el ser
franciscano.
En un tiempo en el que la educación deriva hacia la reducción técnica, que la convierte en un
instrumento de reproducción social al servicio de intereses estructurales y que la entiende como una
empresa que gestiona un producto –educación- para un tipo de consumidores, el modelo de
educación franciscana refleja más bien el ideal humanista de trasmisión del saber, de
acompañamiento pedagógico, siempre dentro del respeto a la persona, y en el marco de los valores
cristianos.
Este nuevo elemento pedagógico y metodológico está hablando de un nuevo desafío a
nuestros centros educativos: una cuidada selección de los profesores y una adecuada formación
comtinua de los mismos, así como el buscar todos los caminos posibles para involucrar al máximo a
los padres en la educación de los hijos.
El problema de la educación en centros como los nuestros, y la crisis por la que tantas veces
atraviesan, no está sólo en los contenidos, por los cuales ciertamente hemos de luchar para que
preparen al hombre y al creyente del futuro. La crisis muchas veces está en quienes trasmiten los
contenidos, como en la falta de coherencia de los padres, primeros responsables de la educación de
sus hijos. La solución a tantos problemas que hoy tiene la educación (no ciertamente a todos), pasa
por una formación al acompañamiento tanto de los padres como de los profesores. Aquí no se
pueden ahorrar energías ni dinero. El compromiso por tener un profesorado según el proyecto
educativo de nuestros colegios ha de considerarse prioritario.
III Urgencias en la educación católica y franciscana hoy
La educación es un arte complejo y con muchos desafíos por delante. Sin agotarlos todos,
sólo quiero señalar aquí algunos que me parecen prioritarios.
1. Educar para ser amante de la vida. Si la educación de la persona ha de ser integral,
como ya se dijo, el elemento humano ha de tenerse muy en cuenta. Esto comporta, entre otras cosas,
una visión positiva del cuerpo y una visión que subraye lo bello de la vida. El cuerpo no es sólo, ni
fundamentalmente causa del pecado, sino que es “imagen” y “semejanza” del Creador. La vida no
es sólo sufrimiento y dolor, hemos sido creados para ser felices ya aquí.
Como cristianos y franciscanos, estamos llamados a trasmitir una visión del cuerpo que, sin
idolatrarlo, lleve a descubrirlo como “sacramento”, y sin formar parte del reino del marketing y del
culto al físico, lleve a contemplarlo como obra de Dios, “templo del Espíritu Santo” y por ello bello
y hermoso. Aquí entra también todo lo relacionado con la educación a la libertad afectiva que lejos
de una actitud adolescente o narcisista, rigorista o laxista, lleve a nuestros niños y jóvenes a vivirla
desde una perspectiva cristiana.
2. Educar para ser buenos profesionales. Vivimos en una sociedad altamente competitiva,
con todo lo que de bueno o malo pueda tener esto. Al mismo tiempo nuestra sociedad es una
sociedad especializada. Esto está pidiendo una educación seria y exigente, de alta calidad, en
nuestros centros para que nuestros niños y jóvenes puedan mañana optar por una determinada
especialización y contar en este mundo de especialistas sin complejos alguno.
3. Educar evangelizando. La educación/formación es considerada, por la Iglesia y por la
Orden, como una plataforma fundamental de evangelización, como medio imprescindible para
garantizar, dentro del pluralismo cultural que caracteriza a la sociedad de hoy, la presencia del
pensamiento cristiano. Es por ello que las distintas Entidades con instituciones educativas están
llamadas a continuar e incrementar sus esfuerzos en el campo educativo, para que no venga a menos
esta encomiable labor de la educación/formación integral de los niños y jóvenes, tal y como la
concibe el humanismo cristiano y franciscano.
Teniendo en cuenta los condicionamientos culturales de hoy –relativismo, materialismo,
pragmatismo y tecnicismo-, un centro educativo franciscano no puede renunciar a una referencia
explícita al Evangelio de Jesucristo, con el intento de arraigarlo en la conciencia y en la vida de los
niños y jóvenes. La referencia al Evangelio y, particularmente a la persona de Jesús, es clave para
un discernimiento de los valores que hacen al hombre y los contravalores que lo degradan. Si
Jesucristo eleva y ennoblece al hombre, da valor a su existencia, la referencia al Evangelio, y dentro
de él a los valores franciscanos, ayudarán a formar personalidades fuertes, capaces de resistir al
relativismo debilitante y de vivir coherentemente con la vocación cristiana. La referencia al
Evangelio y a los valores franciscanos ayudarán a formar personalidades que, en espíritu de diálogo,
den una contribución original y positiva a la edificación de la ciudad terrena. De este modo, los
franciscanos y franciscanas de hoy, estaremos participando activamente en el diálogo cultural con
nuestra aportación original y específica, a favor del verdadero progreso y de la formación integral
del hombre.
No podemos renunciar a esta labor, insustituible y urgente, ni podemos defraudar las muchas
esperanzas que la Iglesia y la misma sociedad deposita en nuestras instituciones educativas. No ser
fieles a esta misión significaría una pérdida no insignificante para la civilización, para el hombre y
para la construcción de la sociedad. Para ello, no podemos dejar de examinarnos a nosotros mismos,
en actitud de profunda autocrítica, para mejor responder a los nuevos retos planteados a la acción
educativa cristiana y franciscana.
Conclusión
Al evidenciar los presupuestos antropológicos de la unicidad, la unidad, la relación y el ser
histórico, que están a la base de una pedagogía franciscana que promueve el acompañamiento
personalizado, la formación integral y relacional y que se cristaliza en un proyecto de vida, tan sólo
he pretendido señalar algunas pistas para la reflexión. Es de esperar, por ello, que, a la luz de la
espiritualidad franciscana, se continúen realizando todos los esfuerzos posibles para recuperar las
indicaciones pedagóricas que nos vienen de nuestro patrimonio cultural, de tal modo que orienten y
sostengan la labor educativa de nuestros centros.
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