Resumen - UIBcongres

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"Había llegado el momento": determinismo tecnológico y desencanto en el
pensamiento de Walter Benjamin
José María de Luelmo Jareño
[email protected]
Universidad Politécnica de Valencia
Resumen
En opinión de Walter Benjamin, las realizaciones técnicas vendrían a ser respuestas a solicitudes
sociales de carácter más o menos consciente; así, una buena muestra de la necesidad que impulsó el
surgimiento de la fotografía habría sido el profundo arraigo que experimentó desde el comienzo. Sin
embargo, pronto abandonaría su potencial expresivo de origen en beneficio del puro mercantilismo,
volviéndose así en contra de sus solicitantes. Tanto en el ensayo que dedicase a este medio como en
otros más breves y ocasionales expone Benjamin sus ideas en torno al progreso tecnológico y a la
dramática paradoja que implica, pero también acerca del modo de enmendar esta pauta histórica.
Palabras clave: demanda social, satisfacción, regresión, imagen dialéctica, conciencia, redención
Abstract
In Walter Benjamin´s opinion technical creations could be considered as answers to social demands of
a more or less conscient character. In this sense, a good proof of the necessity that impulsed the birth
of photography would be its deep array from the very beginning, Nevertheless, the medium abandoned
very soon its original expressive potential at hands of pure mercantilism, turning against its own
petitioners. Both in the essay written by Benjamin on photography and in others much more brief or
ocasional he exposes his ideas about technological progress and the dramatic paradox implied in it, but
also about the way this historical norm could be corrected.
Key words: social demand, satisfaction, regression, dialectical image, conscience, redemption
“La niebla que cubre los comienzos de la fotografía no es ni mucho menos tan espesa como la
que se cierne sobre los de la imprenta; resultó más perceptible que había llegado la hora de
inventar la primera y así lo presintieron varios hombres que, independientemente unos de
otros, perseguían la misma finalidad: fijar en la ‘camera obscura’ imágenes conocidas por lo
menos desde Leonardo” (Benjamin, 1973: 63). De este modo comienza Walter Benjamin su
conciso e influyente ensayo dedicado a la fotografía. Un ensayo tan exiguo, de hecho, como
para obviar mayores argumentos o aclaraciones a esta afirmación, dejando suspendida en el
aire una idea tan grave. Porque así expresada, ¿cuál puede ser la causa de que hubiese
“llegado la hora de inventar” la fotografía, qué circunstancias habrían conducido a esa
exigencia, a ese imperativo? ¿Es, simplemente, un recurso retórico al uso, como esa “niebla
espesa” que cubriría los orígenes de la imprenta, o acaso alude a una especie de providencia, a
una suerte de necesidad colectiva venturosamente satisfecha por ciertos individuos mediante
la invención de una nueva tecnología? El basamento que nos proporciona Benjamin es tan
precario que casi asusta la eventualidad de acumular demasiadas inferencias sobre él, pero,
desde luego, esa suposición de un condicionamiento del origen de la fotografía encierra en su
desnudez una invitación a la indagación, especialmente si consideramos la enorme relevancia
que el filósofo alemán atribuía a este tipo de vinculaciones perentorias y directas.
Antes de profundizar en el lugar que este tipo de formulación ocuparía en su filosofía,
es necesario señalar que no es Benjamin el único en consignar una idea semejante, y en
hacerlo además de un modo análogamente opaco. Así, por ejemplo, su contemporáneo
Sigfried Kracauer afirmaba que “la fotografía nació bajo una buena estrella, ya que apareció
en un momento en el que el terreno estaba bien preparado para ella” (Kracauer, 1989: 23). El
contexto en el cual se inserta esta frase apenas ayuda a interpretarla o a hacerla más
transparente, aunque parece claro que apuntaría en una dirección semejante a la indicada por
Benjamin: ni antes ni después, sino precisamente entonces, en ese momento de la Historia, se
requería el concurso de un nuevo instrumento tecnológico. “De hecho”, ha escrito a este
respecto Geoffrey Batchen, “que la nueva invención fuese recibida con tal atención y
arrobamiento (en lugar de indiferencia y silencio), sugiere que la fotografía fue una invención
cuyo momento había verdaderamente llegado” (Batchen, 1999: 38). Al hilo de tales
afirmaciones, cabe preguntarse por qué el imperativo era tan fuerte, qué había de excepcional
en ese punto histórico y en la conciencia de esos seres que finalmente resolvieron “crear” ese
recurso instrumental y, con él, una nueva modalidad sígnica, la imagen técnica, matriz de las
muy diversas modalidades que se irían sucediendo al ritmo de la civilización moderna –
llegando finalmente a colapsarla.
Erwin Panofsky, en su célebre ensayo La perspectiva como forma simbólica, despliega
una trama argumental que concluye con la eclosión del sistema perspectivo renacentista,
elevado a la categoría de insoslayable respuesta a una especie de “solicitud colectiva”.
Emergiendo del oscurantismo medieval, la exigencia parecería bien clara, construir una
imagen a la medida del recién nacido pero ya pujante antropocentrismo, de suerte que la
perspectiva funcionase como configuración metafórica del mundo en torno a un punto de
vista fuertemente centrado y definido, a saber, el propio del ser humano. Una construcción así
se habría hecho necesaria, y tal condicionamiento absoluto habría bastado para motivar tanto
su creación como su fulgurante propagación, nos dice Panofsky. ¿Cabría entender, en
definitiva, que ese momento fundacional de la fotografía escondiese algo semejante?
Numerosos autores han intentado trazar las coordenadas de una posible génesis del medio
fotográfico, atendiendo a las implicaciones científicas más directas y, acaso más de pasada, a
ciertas cuestiones “tangenciales” (el papel del sujeto empírico en la época, las teorías entonces
vigentes acerca de la visión o la luz, etc.). Es ésta una metodología subyacente a casi todo
discurso histórico concerniente al medio: primero el sustrato científico o formal, y después, y
sólo entonces, una miríada de elementos de origen variablemente sociológico o –en menor
medida– antropológico. Dispuesta a responder a necesidades instrumentales de corte
científico, la fotografía habría de ser considerada poco menos que un precipitado de teorías
acerca de la percepción espacial, las radiaciones luminosas y las sustancias sensibles a ellas,
en resumen, una summa tecnológica. En modo alguno se apreciarían vestigios de una
“conciencia social abstracta”, de una “solicitud colectiva” a la manera de la planteada por
Panofsky en relación con la perspectiva. Y, sin embargo, ahí reside precisamente el núcleo de
la hipótesis benjaminiana, en el posible condicionamiento extracientífico de la fotografía, en
su vinculación con una individualidad común, estrechamente unida al desarrollo de la ciencia.
En esta línea, alguien tan alejado de Benjamin como Thomas S. Kuhn defiende que los
cambios tecnológicos eclosionan cuando en torno a ellos se ha formado un clima de necesidad
imperiosa, a tal extremo que “el significado de las crisis es la indicación que proporcionan de
que ha llegado la ocasión para rediseñar las herramientas” (Kuhn, 1971: 127). Así las cosas,
cuando Benjamin –citando a Michelet– afirma que “cada época sueña la siguiente”, está
indicando, entre otras cuestiones, cuál es el modo de articulación de la ciencia con la sociedad
en la cual se inserta: una articulación de pura expectativa y satisfacción, esto es, de causalidad
directa, de tal manera que el colectivo social condiciona los rumbos de la ciencia en tanto, a
su vez, “cada revolución científica modifica la perspectiva histórica de la comunidad que la
experimenta” (Kuhn, 1971: 15). Esta interacción permanente constituiría, en definitiva, la
estructura básica ideal de todo mecanismo de progreso, de todo avance de la humanidad
vinculado a la tecnología.
Ahora bien, si retomamos el ensayo sobre la fotografía en el punto en que lo dejamos,
encontraremos una afirmación no muy alejada –en su carácter incierto– de la que abre el
ensayo, una frase referida al componente de verdad inherente a las primeras imágenes y “al
sorprendente hecho de que el esplendor de la fotografía […] coincida con su primer decenio”,
periodo que sería “precisamente el que precedió a su industrialización” (Benjamin, 1973: 63).
A primera vista, esta defensa de las imágenes iniciales del medio tendría un sesgo estético, sin
duda muy personal, que tomaría su borrosidad y candor característicos como modelo de
excelencia plástica. Sin embargo, como en el caso anterior, el soporte teórico de esta
querencia es mucho más sólido de lo que aparenta, y hunde sus cimientos en un mismo suelo.
Porque, así como toda tecnología nacería siempre al calor de una expectativa común, así
también los frutos primeros de su aplicación serían portadores del ansia depositada en su
existencia, a la manera de una criatura largamente anhelada y al fin nacida: no sólo se
hallarían inscritas en su seno las trazas de la ensoñación que le dio origen, sino también las
respuestas corpóreas y tangibles a ese sueño. Y esas huellas palpables de la génesis, en el caso
de las imágenes primigenias, aparecerían bajo la forma de una evanescencia que, aun
debiéndose únicamente a una tara técnica –las largas exposiciones a que obligaban las aún
precarias lentes y emulsiones químicas–, Benjamin quiso interpretar asimismo como
manifestaciones de un temblor del sujeto ante la materialización de un deseo. En ellas, apunta,
“un espacio elaborado inconscientemente aparece en lugar de un espacio que el hombre ha
elaborado con consciencia” (Benjamin, 1973: 67), esto es, se despliega una estructura formal
que sería literalmente la “viva imagen” de una interioridad antes ansiosa y ahora emocionada,
la captación entre material y espiritual de un doble estremecimiento. De hecho, “si hemos
ahondado lo bastante en una de estas fotografías –indica–, nos percataremos de lo mucho que
también en ellas se tocan los extremos: la técnica más exacta puede dar a sus productos un
valor mágico” (Benjamin, 1973: 66), demostrándose así que “la diferencia entre técnica y
magia es desde luego una variable histórica” (Benjamin, 1973: 67), y no una incompatibilidad
de origen, como querría la razón ilustrada y vendría a contradecir ese influjo, casi directo, que
la voluntad general habría tenido en la emergencia de una nueva tecnología y en el carácter de
sus resultados materiales. Lamentablemente, sin embargo, “como el afán de lucro de la clase
dominante pensaba satisfacer su deseo en ella, la técnica traicionó a la humanidad”
(Benjamin, 1987: 97), y esta súbita retorsión convertirá la feliz alianza en un fiasco de alcance
histórico, en éste como en muchos otros casos.
Reverso y regresión de la técnica
En opinión de Benjamin, la idílica alianza entre deseo y forma se habría venido abajo a causa
del fenómeno de la industrialización, como indicaba el pasaje citado con anterioridad. La
masiva producción de imágenes impuso una optimización de los procesos y los medios
implicados, cuya lentitud y aparatosidad iniciales en nada favorecían esta expansión.
Convertida la fotografía en una industria neta, y en aras de la máxima rentabilidad, se
estandarizaron no sólo los procedimientos, como en toda actividad de orden económico, sino
también, paralelamente, los arquetipos formales y los patrones estéticos. En esta
homogeneización veía Benjamin una claudicación de la virtualidad expresiva de la fotografía,
una renuncia a su idiosincrasia y a sus funciones específicas, toda vez que la fotografía
comercial habría impuesto sus clichés monocordes y restrictivos a una comunidad de
individuos ansiosos por verse reflejados en imágenes e incluso por crearlas. “Fue entonces –
escribe– cuando surgieron aquellos estudios con sus cortinones y palmeras, sus tapices y sus
caballetes, a medio camino entre la ejecución y la representación, entre la cámara de tortura y
el salón del trono” (Benjamin, 1973: 67). “Entre la ejecución y la representación”,
precisamente como el sofisticado aparato de tortura que Kafka sitúa en el centro de su
estremecedor relato En la colonia penitenciaria, ese instrumento cuyo cometido es servir
escrupulosamente a las normas legales, al punto de inscribirlas sobre el propio individuo, de
igual manera que el aparato fotográfico inscribiría sobre el retratado determinadas normas o
convenciones estéticas. Tal vez no sea casual que el ejemplo paradigmático de las
consecuencias existenciales comportadas por esta retorsión de la técnica lo encuentre
Benjamin, precisamente, en una fotografía infantil de Kafka, una toma que lo muestra
constreñido a un ademán y una escenografía forzados, coercitivos. Su denuncia del ridículo
formulismo de una imagen que en nada se ajusta a la personalidad y a la dimensión real del
retratado le hace evocar, nuevamente, los orígenes del medio, pues “en su tristeza sin riberas
es esta imagen un contraste respecto de las fotografías primeras, en la que los hombres no
miraban el mundo, como nuestro muchachito, de manera tan desarraigada”, sino con plena
soberanía, pues “había en torno a ellos un aura, un médium que daba seguridad y plenitud a la
mirada que lo penetraba” (Benjamin, 1973: 72). Plenamente aplicables a esta cuestión
resultarán las palabras de alguien muy cercano a Benjamin, Theodor W. Adorno, cuando
afirma que “los medios más antiguos, los que no se miden por la producción en masa, cobran
nueva actualidad: la de lo marginal y la de la improvisación; sólo ellos podrán eludir el frente
único del trust y la técnica” (Adorno, 1975: 48).
La fijación benjaminiana por el origen del medio, entendido como correlato directo e
intocado de una voluntad colectiva, sería después de todo una aplicación más de una de sus
constantes intelectuales, aquella que relaciona toda fase o estado originario de cualquier
fenómeno o entidad con el punto exacto donde se alberga su núcleo. Además de beber en el
psicoanálisis y en la rama etimológica de la filología, esta hipótesis del origen se apoyaría en
ciertas ideas de Goethe, para quien existiría siempre, en cualquier aspecto de la naturaleza,
una etapa primaria o básica cuyas trazas más o menos legibles se manifiestan en cualquiera de
sus derivados. Las fases iniciales, denominadas “formas primigenias” o Ur-formen, habrían
de ser analizadas con el máximo detenimiento por tratarse de los núcleos fundacionales que
albergan el sentido real de cada cosa o fenómeno subsiguiente –su esencia, en definitiva. No
otra es la idea que alimenta la obsesión de Benjamin por el mundo infantil, manifestada en
múltiples intereses y facetas de su obra: desde los escritos destinados a desentrañar su propio
carácter, tirando del hilo de datos o recuerdos de su biografía inicial (Crónica de Berlín o
Infancia en Berlín hacia 1900), hasta la inclinación casi patológica por lo accesorio o lo
aparentemente banal, pasando por su propia metodología fragmentaria y destellante, tan
alejada de ese discurso homogéneo que se da en asociar con la edad adulta. Una de las
vertientes menos estudiadas de esta propensión suya hacia la infancia y, por ende, hacia la
cuestión del origen, es sin duda la intensa pasión que mostraba por el mundo de los juguetes,
un mundo en el cual se unen estrechamente los distintos aspectos que se han esbozado aquí
hasta ahora, los relativos al anhelo de expresión, a la satisfacción instrumental del deseo
mediada por la tecnología, y a la fase decadente e incluso regresiva de dicha técnica. Un
acercamiento a sus escritos sobre este particular –o sobre aspectos tangenciales a él– permitirá
iluminar reflexiones sobre la técnica que en otros lugares aparecen mucho más entrecortadas,
tenues u oscurecidas.
Evocación de la técnica como juego
Es fascinante contemplar cómo el juguete adquiere en manos de Benjamin un valor
verdaderamente capital, numinoso, cómo constituye una encarnación paradigmática de sus
ideas acerca de la dualidad consustancial a los frutos de la técnica. Si exquisitas son sus
reflexiones sobre los juguetes que configuraron su mundo infantil o sobre sus rondas por
tiendas especializadas de Berlín, una de las muestras más características de esta valoración
puede encontrarse en su crítica de una exposición de juguetes antiguos, evento que, lejos de
aparecer como un acontecimiento cultural menor, adquiere ante sus ojos el cariz de una
extraordinaria condensación de significado. En el curso de su visita, Benjamin se detiene ante
una vitrina ocupada por algunos ejemplos modernos, cuyo drástico contraste con respecto a
los más antiguos suscita en él este fulminante comentario:
“No todos los nuevos estímulos que a la sazón recibió la industria del juguete le han
favorecido. La remilgada silueta de figuras de madera esmaltada que, entre tantos
objetos antiguos aparecen en una de las vitrinas representando la producción moderna,
no se destaca ventajosamente; muestra en realidad cómo un adulto imagina un juguete,
y no lo que el niño exige de un muñeco. En este caso resultan útiles para fines de
comparación. En la habitación de los niños no sirven.” (Benjamin, 1974: 65)
Es de notar que, pese a la aparente futilidad del asunto, éste presentaría un carácter
verdaderamente determinante. Durante milenios, desde los inicios de la civilización misma, la
creación de juguetes habría sido competencia de dos colectivos tan concretos como
espontáneos, a saber, los propios niños, en su práctica cotidiana del juego, y los padres,
implicados en los gustos y los usos de aquéllos; con el transcurso del tiempo se incorporarían
además a esta actividad los miembros de los diferentes gremios profesionales, aunque más
esporádicamente y siempre de acuerdo con sus competencias particulares. La gran
transformación, el giro que vendría a quebrar esta linealidad, sobrevino con la instauración de
una industria específica, autónoma y ajustada a fines puramente económicos, fenómeno que,
como en tantos otros casos –sin ir más lejos, lo sabemos, el de la fotografía misma–, acontece
en un periodo muy concreto de la Historia: “en la segunda mitad del siglo XIX, cuando
comienza la definitiva decadencia de esas cosas, y observamos cómo los juguetes se van
agrandando, cómo van perdiendo su sencillez, su delicadeza” (Benjamin, 1974: 69). La
consecuencia más grave de este hecho será el progresivo desgaste del valor de uso,
iniciándose así “una emancipación del juguete; cuanto más se impone la industrialización,
tanto más se sustrae al control de la familia, volviéndose cada vez más extraño, tanto para los
niños como para los padres” (Benjamin, 1974: 69). Como Benjamin indicaba en la reseña
antes citada, no sólo los cambios macroeconómicos habrían “favorecido” poco la necesaria
interdependencia entre uno y otro, entre usuario e instrumento, sino que, peor aún, los
productos resultantes de dicha industria especializada para nada “servirían”, es decir, en
absoluto se supeditarían a su función primordial, el juego libre y formativo, acabando por
bailar por sí solos como la célebre mesa de madera marxiana o –una vez más, y tampoco por
casualidad–, como el enigmático Odradek kafkiano, mitad objeto, mitad ser vivo.
Llegado este punto, la clásica reflexión de Lukács acerca del drama mercantilista
encaja al detalle en el proceso, por cuanto el niño, al igual que el individuo alienado, “queda
inserto como parte mecanizada en un sistema mecánico con el que se encuentra como con
algo ya completo y que funciona con plena independencia de él, y a cuyas leyes tiene que
someterse sin voluntad” (Lukács, 1978: 130). Desde el momento en que éste pierde su
potestad sobre los utensilios con que desarrollar su instinto para el juego, desde el instante
mismo en que ha de ajustar dicha expectativa a lo que ha sido ideado y elaborado en otra
parte, al margen de sus necesidades reales, no sólo el sentido y la forma de la actividad lúdica
quedan completamente desfigurados, sino que, como agente, se ve desbancado de su papel
decisivo para quedar relegado a uno meramente accesorio, pasivo. Después de todo, concluye
Benjamin, “una cosa no debe olvidarse: la rectificación más eficaz del juguete nunca está a
cargo de los adultos –sean ellos pedagogos, fabricantes o literatos– sino de los niños mismos,
mientras juegan” (Benjamin, 1974: 66), luego “habría que tener presentes las normas de este
pequeño mundo objetual si se quiere crear intencionadamente cosas para los niños”
(Benjamin, 1987: 25), y no acabar reduciéndolos a mero teatro de marionetas –como figurase
el escritor romántico Kleist–, esto es, induciendo su cosificación misma.
Al hilo de este símil, por cierto, es importante subrayar las fuertes implicaciones del
pensamiento de Benjamin con el Romanticismo; no en vano, al papel de la crítica dentro de
dicho movimiento dedicaría un amplio estudio, y a él se debe en gran medida la recuperación
de autores –entonces denostados– como Friedrich Schlegel. Con todo, una prueba fehaciente
de esta afinidad se hallaría en ese simbolismo originario de la infancia, dado que, tanto en los
románticos como en el pensador alemán, la predisposición para la sorpresa y la fascinación
ante la maravilla del mundo ofrecen rasgos de inspiración infantil e incluso la remedan.
Escritores como Hoffmann, Tieck o el citado Kleist cultivaron el género del cuento infantil
precisamente como vehículo para dar salida sin cortapisa alguna a una imaginación irracional,
no domesticada por la lógica o el utilitarismo; Benjamin, por su parte, consagraría un
importante apartado de su producción narrativa a relatos radiofónicos destinados a ese
público, en los cuales exhibe un dinamismo y naturalidad inusitados. Lo que tanto él como
aquéllos pretenderían al focalizar su atención sobre el universo infantil, en suma, es establecer
un modelo epistemológico y de comportamiento aplicable a cualquier circunstancia, y más
aún si cabe en plena hegemonía de la razón instrumental, con su rigidez característica y los
fatales desmanes a que habría dado lugar. Frente a ella opondrían una peculiar variante de
razón poética o de aquello que Bergamín denominara “razón analfabeta”, una actitud vital
marcada por la espontaneidad y por una curiosidad desinhibida, toda vez que, como afirmaba
Hölderlin, “el niño es un ser divino y la coerción de la ley y del destino no le andan
manoseando” (cit. en Argullol, 1982: 289).
El motivo último de esta prevención frente a los manejos de la razón instrumental se
encontraría en la clásica diferenciación entre Zivilisation y Kultur, es decir, entre el progreso
material desmedido y ese cuerpo orgánico de convenciones que caracterizarían cualquier
colectividad secular, de cuya fricción habría salido victoriosa la litigante de apariencia más
radiante pero, en último término, más perniciosa y sombría. Así como, por obra y gracia del
Iluminismo, la civilización industrial habría abolido toda traza de Kultur por tomarla como
sinónimo de oscurantismo, así también lo infantil vendría a suponer una traba para el
raciocinio por actuar como trasunto de la inmadurez y la fútil ensoñación. Por consiguiente, la
derrota de las pretensiones románticas por parte del positivismo y del realismo sería
ciertamente equiparable a la anulación del universo infantil a manos de los adultos, y en este
sentido, retomando la analogía que se estableció con anterioridad, la parábola que encierra la
injerencia de la industria en el mundo espontáneo del juguete infantil sería parangonable a la
de la propia actividad fotográfica, desinhibida y directa en sus inicios y fuertemente
formalizada después por las aplicaciones instrumentales, trasunto de una “seriedad adulta”
subsiguiente al “experimentalismo infantil” de los primeros pasos del medio. Sin embargo,
lejos de contener un mensaje conservador o de implicar una claudicación frente al encanto de
la melancolía, tanto esa mirada hacia el instante fundacional de toda invención técnica, como
la dura crítica de las distorsiones a las que invariablemente estaría sometida, buscarían
formalizar una experiencia que proporcionase un aprendizaje capaz de reconducir el rumbo de
acontecimientos venideros, susceptibles de presentar el mismo patrón histórico.
Hacia una experiencia del desencanto
De acuerdo con este propósito aleccionador, reconstruir esa modélica y clarificadora unidad
de origen, a partir de las pruebas que de ella perviven, se convierte en un cometido básico.
Resulta necesario recurrir en este punto a otros episodios de la obra de Benjamin para
entender de qué manera podría rehacerse esa iluminadora simbiosis entre deseo y forma, esa
estrecha interdependencia de inicio atenuada por usos indebidos o espurios. Así, en uno de sus
ensayos dedicados a Goethe, y a propósito del carácter de las obras de arte, apunta que “el
contenido objetivo y el contenido de verdad, unidos en un principio, aparecen separándose
con la duración de la obra, porque el último se mantiene siempre igualmente oculto cuando el
primero sale a la luz” (Benjamin, 1996: 13). Es decir, la intención original de ese producto, la
causa misma de su existencia –lo que él denomina contenido de verdad–, se iría desdibujando
con el transcurso del tiempo, y únicamente una aguda lectura de las trazas que aún perduran
en su morfología –en su contenido objetivo– permitiría traer de nuevo dicha motivación
inicial a presencia. Por tanto, el desgaste histórico al que estarían sometidos los objetos del
arte, de resultas de un constante vaivén de lecturas, usos y fluctuaciones de valor, no
conseguiría anular por completo las huellas del estímulo primero que movió a su autor, a tal
punto que su recuperación permitiría restablecer en gran parte la estrecha imbricación y
coherencia de uno con otro. Obviamente, esta metodología no es otra sino la misma que
Benjamin aplica al análisis de la fotografía o del juguete, toda vez que “las historias previa y
posterior de un hecho histórico aparecen, en virtud de su exposición dialéctica, en él mismo”
(Benjamin, 2005: 472), y ello vale para cualquiera de los productos de la actividad humana.
Al referirse a “exposición dialéctica”, Benjamin está aludiendo a un componente
verdaderamente crucial de su pensamiento, aquel que lo desvincula con nitidez de cualquier
sesgo reaccionario y viene a reforzar por el contrario su fondo de materialismo histórico. El
concepto clave a este respecto es el de “imagen dialéctica”, y aunque no sería prudente
pormenorizar aquí y ahora una noción tan compleja y poco explícita en sus escritos, conviene
apuntar siquiera algunos sus rasgos para mejor entender las ideas benjaminianas acerca del
comportamiento de la técnica. Conviene advertir de entrada que, lejos de proponer una
estática contemplación del momento originario, Benjamin establece un desplazamiento
inverso de éste sobre el presente, sobre el momento clave del ahora, con el cual colisiona
produciendo una especie de cortocircuito. La imagen dialéctica es, precisamente, la figuración
de sentido que surge del encuentro entre la forma pretérita y aquella otra, ya muy desfigurada
o devaluada, con que hoy se topa el individuo. Como apunta Susan Buck-Morss, “dichas
imágenes deberían proporcionar un conocimiento crítico de la modernidad al yuxtaponer,
´estereoscópicamente´, imágenes de dos dimensiones temporales” (Benjamin, 2003: 312), a
saber, la de su forma inicial y la de su frustrante reverso, inducido por la industrialización
masiva. En teoría, ese destello iluminador debería repercutir severamente en la perniciosa
superstición del “progreso por el progreso”, en ese mito positivista de la técnica como medio
infalible para alcanzar la perfección y felicidad absolutas, pues “tan pronto como el progreso
se convierte en el rasgo característico de todo el curso de la historia, su concepto aparece en
un contexto de hipostatización acrítica en lugar de en uno de planteamiento crítico”
(Benjamin, 2005: 473). En una de sus cartas a Adorno, Benjamin afirma que sólo la imagen
dialéctica “contiene las instancias, los puntos de irrupción del despertar” (Adorno-Benjamin,
1998: 126), la capacidad crítica, por tanto, para alertar a la sociedad común acerca de las
traiciones de la técnica. En consecuencia, esta figura actuaría idealmente como un agente de
alcance revolucionario que propiciase una recuperación del control de la situación por parte
de quienes, mediante una solicitud colectiva constante, son los impulsores indirectos pero
efectivos de toda novedad tecnológica.
A partir de esta aspiración revolucionaria de rescate es posible entender, en realidad,
gran parte de la obra benjaminiana, como su recuperación de la cultura objetual del Berlín de
su infancia, sometida a contraste con la contemporánea, o de hallazgos técnicos de índole
popular, hoy opacados por efecto de la estratificación histórica. Pero es sin duda su extenso
trabajo dedicado al París del siglo XIX, el conocido como libro u obra de los pasajes
(Passagen-Werk), el lugar donde encontrar una aplicación más amplia y sistemática de esta
estrategia, desplegada con el propósito explícito de demostrar cómo toda realización técnica
alberga en su seno un componente utópico y emancipatorio, cómo responde a la proyección
material, inicialmente tangible pero en último término tergiversada, de un ansia generalizada.
Así, sin ir más lejos, las realizaciones arquitectónicas en metal y vidrio funcionarían a modo
de metáforas de la solidez y la transparencia, como hijas necesarias de una época de
estabilidad avalada por el parlamentarismo. Su contracara dialéctica, sin embargo, se hallaría
en la desgracia de sus aplicaciones concretas: la monumentalidad protofascista de las obras
públicas, la escenificación del poder implicada en las exposiciones universales, tan
majestuosas como intocables, las instituciones psiquiátricas y penitenciarias, edificadas para
mejor erradicar toda anomalía social… Lamentablemente, esta traición de las expectativas
iniciales sería la pauta que ha seguido la modernidad, pues, como apunta Adorno, “el hecho
de que hoy esté bloqueada la idea de un progreso completo se debe a que los momentos
subjetivos de la espontaneidad empiezan a agotarse en el proceso histórico” (Benjamin, 1973:
41), episodios de espontaneidad como aquel medio fotográfico primigenio, entre inocente y
mágico, que habría quedado enseguida a merced de los mecanismos de consolidación
jerárquica y del cegador pasatiempo del mercado. Esta sería, entre otras, la enseñanza que
Walter Benjamin habría buscado transmitir mediante su ensayo sobre el particular, antes por
cierto y con mayor lucidez que cualquier otro filósofo.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
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Adorno, Th. W. (1975): Minima moralia, Taurus, Madrid.
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