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Homilía pronunciada por el Cardenal Norberto Rivera, Arzobispo Primado de
México en la Catedral Metropolitana de México
29 de mayo de 2005, IX domingo ordinario.
Cuatro comparaciones sirven de conclusión a las enseñanzas de Jesús reunidas en el sermón del
monte. Las cuatro plantean una alternativa: hay dos puertas que conducen a caminos diferentes, a la muerte o a
la vida; dos clases de profetas, verdaderos y falsos; dos formas de ser discípulos, de palabra y de obra; dos
maneras de edificar la propia casa, sobre roca o sobre arena. Los que quieran ser discípulos de Jesús, los que
quieran ser cristianos de verdad tienen que elegir. El Evangelio que hoy hemos escuchado recoge las dos últimas
comparaciones.
“No todo el que me diga: ¡Señor, Señor!, entrará en el Reino de los cielos, sino el que cumpla la voluntad
de mi Padre que está en los cielos”. Es muy probable que San Mateo esté aquí polemizando con carismáticos
presuntuosos: gente que tenía siempre en los labios el nombre del Señor, pero en la vida diaria no se
comportaban como seguidores de Jesús. Siempre existe el peligro de una oración que no se traduzca en vida y
en compromiso, siempre existe el peligro de escuchar la palabra de Dios y no ponerla en práctica. San Mateo
ciertamente no condena la oración, ni la escucha de la Palabra de Dios, más aún, sabe muy bien que la oración y
la escucha de la Palabra de Dios son la raíz y el fundamento de la vida cristiana, pero la raíz debe germinar y
llegar a dar fruto.
No es suficiente reconocer la soberanía de Cristo como Dios o decir que uno es creyente. El Apóstol
Santiago aprendió muy bien la lección de Cristo por eso no se cansaba en repetir a los primeros cristianos, y se
nos aplica muy bien a nosotros: “¿De qué le aprovecha a uno decir “Yo tengo fe”, si no tiene obras?; “La fe, si no
tiene obras, está muerta”; “Como el cuerpo sin el alma está muerto, así también está muerta la fe sin obras”. Pero
a pesar de esta claridad de Jesús todavía se oye entre nosotros alguna expresión que francamente es muy
ridícula y contradictoria: “Yo sí soy creyente, pero no practicante”.
Si hay alguna obsesión en Jesús es precisamente la del cumplimiento del querer de Dios. Y como “de la
abundancia del corazón habla la boca”, a la hora de sintetizar su evangelio en la oración que nos enseñó nos
pone como anhelo pedir al Padre: “Hágase, Señor, tu voluntad así en la tierra como en el cielo”. Solo así
santificaremos su nombre y haremos llegar su Reino. Pero, como más vale el ejemplo que la palabra, Jesús no
se contenta con enseñarnos a pedir y desear la voluntad de Dios, sino que es el pionero que va delante de
nosotros en el cumplimiento del querer divino. El evangelio está lleno de alusiones a esta idea-fuerza de Jesús:
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“No he venido a hacer mi voluntad, sino la de aquel que me envió”. “Yo hago siempre lo que a mi Padre le
agrada”. Y llega a comparar la voluntad del Padre con algo tan esencial a la vida como el alimento: “Mi manjar es
hacer la voluntad de mi Padre que me ha enviado”. Y no es que a Jesús le resultara fácil seguir la huella del
querer divino. Cuando llega el momento de la pasión, debatiéndose entre el miedo y el deber, le dice a su Padre
una y otra vez: “Padre mío, si es posible, que pase este cáliz sin que yo lo beba. Pero no se haga mi voluntad
sino la tuya”.
Ser cristiano es cumplir la voluntad de Dios, como Cristo. Naturalmente que Dios tiene sobre cada uno
de nosotros una voluntad concreta, que sólo a través de la oración y de una gran sinceridad de espíritu y apertura
de corazón lograremos conocer. Pero hay un esquema general de la voluntad de Dios para todos los hombres
que San Pablo sintetiza así: “Esta es la voluntad de Dios; vuestra santificación” y el camino de la santificación
está en cumplimiento de los diez mandamientos escritos en el corazón del hombre. Es Jesús quien confirma la
validez del decálogo, cuando responde al joven que le pregunta qué debe hacer para salvarse: “guarda los
mandamientos”. Todos hemos escuchado del libro del Deuteronomio que nos dice: “Miren: He aquí que yo pongo
hoy delante de ustedes la bendición y la maldición. La bendición si obedecen los mandamientos del Señor, su
Dios, que yo les promulgo hoy; la maldición, si no obedecen los mandamientos del Señor, su Dios…”.
Dos hombres construyen una casa. Aparentemente los dos hacen lo mismo. A los dos se les ve
comprometidos en algo hermoso y duradero. Al llegar la tormenta, se descubre que uno la había asentado sobre
roca mientras el otro había edificado sobre arena. La enseñanza de Jesús es clara. No se puede edificar algo
duradero de cualquier manera. Solo quien escucha sus palabras y las pone en práctica está construyendo sobre
roca. Es necesario apoyarse en el Señor, la única piedra firme, nuestra roca de salvación, el único capaz de
hacer inquebrantable nuestra fe, pero es necesario también el compromiso concreto, un estilo de vida que
manifieste nuestra fe. Pasar de las palabras a los hechos.
La crisis que estamos viviendo los cristianos tiene raíces sociológicas y culturales muy concretas, pero
nos obliga a revisar los cimientos y a observar sobre qué bases estamos construyendo nuestra vida cristiana.
Quizá no estamos edificando nuestro cristianismo sobre el sólido cimiento del Evangelio sino sobre costumbres,
tradiciones no siempre acordes con el Espíritu de Jesús. Pueda ser que nuestra fe se reduzca a unas fórmulas o
unas prácticas religiosas sin haber tenido un verdadero encuentro con Jesucristo vivo. Tal vez nuestra
pertenencia a la Iglesia sea solo externa sin preocuparnos de tener la vida divina en nosotros. Si así fuera,
estaríamos edificando sobre arena y no sobre roca firme.
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El Evangelio de hoy ha sido el Evangelio de la solidez y de la coherencia cristiana. De la solidez porque
nos ha invitado a construir nuestra vida sobre cimientos firmes y de la coherencia entre los dichos y los hechos,
entre nuestra profesión de fe y la vida de todos los días. Con toda razón hemos dicho que la roca sobre la cual
debemos edificar nuestra casa es la voluntad de Dios y en concreto que esa voluntad de Dios la encontramos en
los mandamientos. Pero San Pablo nos ha ayudado a dar un paso gigante al decirnos que “El hombre es
justificado por la fe y no por cumplir la ley de Moisés. Lo cual no es una invitación a no cumplir la ley sino a poner
nuestra seguridad y firmeza no en las obras sino en Cristo Jesús. Después de la “encarnación” del Hijo de Dios,
después de que la voluntad de Dios se ha “hecho carne” o se ha materializado en Cristo Jesús, nosotros no
podemos poner otro fundamento sino el que Dios ha puesto. Por esto el mismo San Pablo nos dice: “Ustedes son
una construcción que tiene como fundamento a los apóstoles y a los profetas y como piedra angular al mismo
Cristo Jesús”. También San Pedro nos habla de Jesús como “Piedra angular”, la roca sobre la cual somos
edificados los cristianos como piedras vivas. Por esto para el cristiano, construir sobre roca, significa construir la
propia vida sobre Cristo Jesús, su palabra, su persona, su obra de salvación.
El mismo Cristo durante su vida terrena construyó una casa, la casa para la familia de Dios que es la
Iglesia, y la construyó sobre roca. Un día frente a las rocas de Cesarea de Filipo, mirando a Pedro le dijo: “Tu
eres Pedro (o roca) y sobre esta piedra (o roca) edificaré mi Iglesia”. Ciertamente la Iglesia entera tiene como
fundamento o piedra angular insustituible al mismo Cristo Jesús, pero por voluntad de él mismo, Pedro y sus
sucesores, son signos visibles de esa piedra que nos da seguridad, unidad y firmeza en la fe que profesamos y
que es la que nos justificará y salvará. Siempre será consolador y esperanzador recordar la promesa de
Jesucristo sobre su Iglesia que tiene a Pedro como roca: “las puertas del infierno no prevalecerán contra ella”.
Vendrán las lluvias, bajarán las corrientes, se desatarán los vientos y darán contra esta casa, pero no se caerá,
porque está construida sobre roca.
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