GENERACIÓN DEL 98 5.- Azorín 5.1.- Vida José Augusto Trinidad Martínez Ruiz nació en Monóvar (Alicante), el 8 de junio de 1873. Su padre, natural de Yecla, ejercía de abogado en Monóvar y poseía una importante hacienda; la madre había nacido en Petrel. Se trataba la suya de una familia tradicional, burguesa, que disfrutaba de una desahogada situación económica. José Augusto fue el mayor de nueve hermanos. A los ocho años ingresa en el colegio que los Padres Escolapios regentan en Yecla. Permanece allí interno hasta los quince años, cursando los estudios de enseñanza secundaria. El escritor revisará con frecuencia estos años de enclaustramiento, de los que no guardará grato recuerdo. En 1888 se traslada a Valencia para cursar la carrera de Derecho. Intenta, sin demasiado éxito, obtener la licenciatura, primero en la Universidad valenciana y posteriormente realiza exámenes en otros centros universitarios, como Granada, Salamanca o Madrid. En la ciudad del Turia inicia una etapa que va a tener decisiva importancia para su formación intelectual. Conecta con las últimas corrientes del pensamiento y el arte (krausismo, anarquismo, etc.), se entrega febrilmente a la lectura de obras literarias y políticas y realiza sus primeras incursiones en el mundo del periodismo. El adolescente Martínez Ruiz, asiduo de las tertulias de los cafés, se siente muy interesado por las nuevas ideas sociales. Surge en él la actitud rebelde, ácrata, que caracterizará sus años de juventud, al tiempo que se afianza en su espíritu la voluntad de hacerse escritor. Colabora en distintos periódicos, en los que utiliza diversos seudónimos -entre otros, escribe en "El Pueblo", el periódico de Vicente Blasco Ibáñez-. En noviembre de 1896 se traslada a Madrid. Aquel mismo año llegarían también a la capital de España Ramón del Valle-Inclán y Manuel Bueno. Baroja estaba ya en la Corte y Maeztu llegaría a principios del año siguiente. No tardarán en relacionarse entre sí y en acometer juntos algunas empresas. Azorín publica diariamente trabajos en el “El País”. Se trata de artículos vehementes en los que ataca las instituciones, los valores más arraigados, la política del Gobierno, la literatura en boga... Tras un artículo sobre el matrimonio y la propiedad, se ve obligado a abandonar la redacción de dicho periódico. Le acogen en otros e inicia la publicación de algunos folletos en los que da cuenta de sus vivencias y sentimientos. El único respaldo que recibe en su denodada y solitaria batalla es el de Leopoldo Alas Clarín, que elogia la labor del joven periodista en uno de sus "Paliques". El alicantino considera este comentario como un espaldarazo. En octubre de 1897 comienza sus colaboraciones en "El Progreso", de Alejandro Lerroux. Se define como fervoroso anarquista. En esta etapa de formación y tanteos se prodigan los seudónimos en los escritos del joven autor: Cándido, en memoria del personaje de Voltaire y Ahriman, apelativo que le relaciona con el dios del mal de las religiones persas, son dos de los más conocidos. El seudónimo Los Tres, utilizado conjuntamente con Maeztu y Baroja, o el definitivo de Azorín, llegarán un poco más tarde. En 1 cualquier caso, por estos años, sus artículos periodísticos los firmaba más frecuentemente como J. Martínez Ruiz. El autor logra consolidar su personalidad literaria tras la publicación de una trilogía novelística con matices autobiográficos. La integran las novelas: La voluntad, Antonio Azorín y Las confesiones de un pequeño filósofo. Fruto de este encuentro consigo mismo es la adopción de ese seudónimo definitivo y revelador: Azorín. Lo empleó por vez primera en 1904, en las Impresiones parlamentarias, serie de trabajos publicados en el semanario "España”. En 1905 el nuevo seudónimo aparece al frente de su libro Los Pueblos. Ya no lo abandonará nunca Martínez Ruiz. Son éstos años decisivos en la evolución personal del escritor. Azorín, hacia el final de esta etapa, abandona la lucha literaria, se muestra vacilante y comienza a adentrarse en el estudio del pasado histórico y cultural de España. Se pierde por archivos y bibliotecas en una especie de huida de la realidad cotidiana. Conseguido el triunfo, su pragmatismo opta por el apartamiento, por la soledad y el conformismo. A partir de 1905 el pensamiento y la literatura de Azorín están ya claramente instalados en un cómodo conservadurismo de corte tradicional, tras un inesperado proceso de transformación. Comienzan a aparecer sus artículos en "ABC" y participa activamente en la vida política. Su carrera se proyecta de forma ascendente: Diputado en cinco ocasiones, Subsecretario de Instrucción Pública en 1917 y 1919... Antonio Maura y, sobre todo, el ministro La Cierva, se convierten en sus máximos valedores. El escritor ha conseguido evidenciar una nueva dimensión, la de hombre cambiante, ambiguo, con una enorme capacidad de adaptación a la realidad más ventajosa. En 1924 entra en la Real Academia Española de la Lengua. La dictadura de Primo de Rivera enfrió la actividad pública de Azorín, de modo que renuncia a aceptar cargos políticos. Literariamente se encuentra en una fase de no progresión. Su trabajo se reduce a repeticiones y modificaciones de su obra anterior. Su interpretación de la historia de España se orienta por las vías del Imperio, la madre patria y la mitificación del pasado. Con el advenimiento de la República intenta la recuperación de sus teóricos ideales progresistas, pero predomina en él la confortable opción del retiro y la soledad, en consonancia con su estatus de burgués. El estallido de la guerra civil le sorprende en Madrid, pero consigue un pasaporte diplomático que le permite exiliarse a París junto con su esposa, Julia Guinda Urzanqui, con la que había contraído matrimonio en 1908 y de la que no tuvo descendencia. La vuelta del escritor a Madrid se produjo en 1939. Renueva sus colaboraciones en ABC y es adicto al régimen, aunque su presencia no es bien recibida por todos, dado su pasado juvenil y su actitud oportunista y acomodaticia. No obstante se le tributan oficialmente homenajes y honores -la protección de Serrano Súñer resulta decisiva-, por más que el escritor a menudo hace gala de una actitud de apartamiento y repudio de la notoriedad. Recibe el Premio de la Delegación de Prensa (1943), la Gran Cruz de Isabel la Católica (1946) y la Gran Cruz de Alfonso X el Sabio (1956), entre otros muchos premios y gratificaciones. El más longevo autor de la Generación del 98, muere en Madrid el 4 de marzo de 1967. 5.2.- Obra 2 Azorín refleja en sus dos primeras obras el conflicto entre una ideología activa anarquista- y una naturaleza pasiva -contemplativa-. Se trata de su libro de cuentos Bohemia (1897), y de su novela Diario de un enfermo (1901), cuyo protagonista resuelve el citado conflicto con el suicidio. La misma crisis de identidad, con una clara referencia autobiográfica, aparece en la trilogía formada por La Voluntad (1902), Antonio Azorín (1903) y Las confesiones de un pequeño filósofo (1905), obras principales del autor, en las que se difumina la frontera entre novela y ensayo. En ellas, la trama argumental es tan tenue que más parece un pretexto para hilvanar pinturas de ambientes o para sustentar una galería de personajes sensibles, dolientes, extraños o fracasados. Aflora, en todo caso, una visión de la vida típica del autor -desazón existencial, “dolorido sentir”- y una no menos peculiar visión de España. En la primera obra, La voluntad, Yecla duerme resignada, inactiva, anclada en el siglo anterior. El afán destruye. Yuste lee a Schopenhauer. Predica a Azorín: “La eternidad no existe; la conciencia crea”. Ataca las instituciones burguesas y defiende una utopía regeneracionista. Azorín combate el hastío leyendo a Montaigne; lamenta que Justina se haga franciscana. El Padre Lasalde, arqueólogo, defiende la humildad frente a la ataraxia de Yuste, partidario de una reforma agraria. Muere Yuste, diciendo: "La inteligencia es el mal (...) sentirse vivir es sentir la muerte". Azorín se va a Madrid, "pesadilla de la Lujuria, el Dolor y la Muerte". Viaja a Toledo. Lo castellano le parece agresivo. Comparte la idea nietzscheana de la Vuelta Eterna. Visita al Anciano -Pi i Margall-, que no pudo cambiar España. Su amigo individualista, Enrique Olaiz -Pío Baroja-, reniega de la Democracia. Azorín ha fracasado. Su voluntad ha muerto; queda su inteligencia. Martínez Ruiz comenta que Azorín vive casado con Iluminada en una muerte espiritual, negación de su voluntad. Antonio Azorín es la continuación de la novela anterior: En el valle del Elda Antonio Azorín observa plantas y arañas. Lamenta que "las palabras a veces sean demasiado grandes para expresar cosas pequeñas (...), sensaciones delicadas". Su tío ejemplar, Pascual Verdú, enfermo, invita a Antonio. El nihilista don Víctor y el epicúreo Sarrió -¿Silverio Lanza?- discuten del devenir. Azorín marcha a París. Más tarde, en Madrid, se refleja una crisis de ministros. Se describen pueblos de Castilla: Torrijos, Infantes, la casa de Quevedo y su decadencia con el catolicismo. Las confesiones de un pequeño filósofo, fin de la trilogía, encierra los recuerdos del autor: la escuela, los juegos, el colegio, el padre Lasalde, ejercicios literarios, compañeros, familiares, el tiempo, la muerte, calles, objetos y una mujer casi amada, María Rosario. Todo ha cambiado con el tiempo. "Cada can es un mundo". La acritud de nuestro autor da paso a una amabilidad nostálgica, de lecturas más apacibles: Cervantes, Garcilaso, Gracián, Montaigne, Leopardi, Mariana, Vives, Taine, La Fontaine... Una original aportación de Azorín al ensayo moderno la constituyen sus obras de estampas y evocaciones de la vida española: Los Pueblos (1905), Castilla (1912) y El paisaje de España visto por los españoles (1917). En estas compilaciones de artículos y ensayos, el escritor pinta magistralmente las tierras de España a la vez que revive el pasado -con sus viejos hidalgos y sus místicos, sus catedrales y sus castillos, con sus ciudades y pueblos por cuyas calles transitan Fray Luis, la Celestina o el Lazarillo-. “El espíritu de Castilla” y “el poder del tiempo”, son temas aludidos por el autor en Castilla, cima de la prosa y claro exponente de la sensibilidad azorinianas: “El paisaje somos nosotros; el paisaje es nuestro espíritu, sus melancolías, sus placideces, sus anhelos…”. En la misma línea de los ensayos anteriores se sitúa La ruta de don Quijote (1905). Con motivo del centenario de la publicación de la obra de Cervantes, El Imparcial envía a Azorín a seguir la ruta del hidalgo manchego: Argamasilla de Alba -su historia, sus gentes y su vida-, Puerto Lápice -su médico y su venta-, Ruidera -cueva de Montesinos-, Campo de Criptana -sus molinos-, el Toboso y, 3 finalmente, Alcázar de San Juan. Observaciones del autor se entreveran con imágenes cervantinas. Cierra el ensayo una "Pequeña guía para los extranjeros que nos visiten con motivo del Centenario”. Otra importante faceta de la obra de Azorín la constituyen sus ensayos sobre literatura y crítica literaria. En 1912 publica Lecturas españolas, obra en la que revive lecturas de Cervantes, Garcilaso, Larra, Cadalso, Baroja, etc. Tiene su continuación en Clásicos y modernos (1913) -trabajo en el que formula sus comentarios sobre la Generación del 98, convirtiéndose en teórico del grupo- y Al margen de los clásicos (1915), entre otros ensayos, donde el autor mezcla la crítica literaria con la evocación histórica de la vida cotidiana en la época en que fueron escritas las obras -con el tema del paso del tiempo como telón de fondo-. En los años 20, Azorín inicia una etapa innovadora y vanguardista de la que surgirán las siguientes obras: Don Juan (1922). El recuerdo de Gonzalo de Berceo sugiere la semblanza de un caballero austero en una ciudad tradicional española. Este viejo pecador sin rostro se convierte en el hermano Juan al final de la obra. Doña Inés (Historia de amor) (1925). Narra la historia de Inés de Silva, que en Segovia se enamora del poeta Diego el de Garcillán y revive el desgraciado amor de su antepasada doña Beatriz. El Obispo y el Jefe Político consideran escandalosos los amores de Diego e Inés, quien, dejando a su amado con su amiga Plácida, marcha a América como maestra y reparte sus posesiones. Félix Vargas (1928). Es un giro hacia la vanguardia. Trata sobre la desazón que siente el poeta Félix Vargas al elaborar un trabajo sobre Santa Teresa. La imagen de Andrea, superpuesta a la santa, produce exaltación, lucidez, desánimo, irritabilidad... Don Félix vive el ambiente del siglo XVI: documentación, interpretación o acercamiento. La novela se reeditó como El caballero inactual. Superrealismo (1929) sigue el camino de la obra anterior: al preparar una novela asistimos a los titubeos, borradores, divagaciones y perezas de su autor, que, por fin, llama a su personaje: Joaquín Albert. Éste viaja a Monóvar y describe su historia, habitantes, alimentos: pequeñas cosas. Al final, un religioso dice haber concluido esta obra con Infalibilidad. Volvió a editarse con el título de El libro de Levante. Otras obras de Azorín, ya en su última etapa, son: Españoles en París (1939), Madrid (1941), El escritor (1941), París (1944), La isla sin aurora, María Fontán y Salvador de Olbena (1944). También realizó Azorín algunos experimentos teatrales, en la línea de lo irreal y lo simbólico. Sus obras principales son: Old Spain (1926), Brandy, mucho brandy (1927) y Lo invisible (1928). Este último título se refiere a una trilogía integrada por un prólogo y tres piezas independientes: La arañita en el espejo, El segador y Doctor Death de 3 a 5, unidas por el sentimiento de angustia ante la muerte. 5.3.- Valoración Azorín, que cuenta con sus adeptos y detractores, ha sido siempre considerado como referente y modelo de estilista del lenguaje. El autor levantino se caracteriza por renunciar a la creación en aras de la recreación: recreación de instantes, de tipos, de situaciones, de paisajes. Azorín no renueva el lenguaje sino que desempolva el léxico y lo pule, ordena la expresión, simplifica la sintaxis. Se convierte en custodio inmutable del orden y la moderación, en un “bruñidor de palabras”. 4 En el peculiar estilo del escritor -entre periodístico y literario-, la precisión y la economía se ponen al servicio de la claridad. Es una escritura de periodos cortos, de sencillez sintáctica y predominio de la frase nominal. Aunque utiliza algunos recursos (paralelismos, enumeraciones, repeticiones, comparaciones, etc.), en su prosa no encuentran acomodo figuras que propicien el oscurecimiento o la sugerencia atrevida. Es cierto que en sus descripciones el lector descubre sensaciones nuevas, colorido y adjetivaciones plenas de exactitud y corrección; pero todo ello en un marco delimitado por la contención antirretórica, el ritmo acompasado y la morosidad del detalle minucioso, hasta el punto de que algunos críticos hablan de una "estética del reposo". Azorín fue también, por otra parte, el teorizador de la Generación del 98. A él se debe la denominación con la que se conoce a este grupo de intelectuales. Él fue el que estructuró la realidad literaria de unos escritores comprometidos con su país y con su circunstancia. No debe olvidarse que el llamado Grupo de los Tres (Baroja, Maeztu y Azorín) tuvo entidad propia, promovió algunos actos comunes y adoptó posturas definidas ante determinados hechos del momento. Todo lo demás se puede discutir, pero no el inicial afán iconoclasta y renovador de estos jóvenes escritores. 5