ABRAZOS DE LLUVIA

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ABRAZOS DE LLUVIA
Lema: Islero
Se sentaba conmigo despacio, como las golondrinas cuando el sol se pone
llamando a la luna y cuelgan su vuelo sobre el horizonte; la notaba nerviosa y
contenta, abría los ojos hasta el infinito y los descansaba en los míos, que ya no
podían apartarlos; “pronto llamará tu madre con la canción de la cena que nunca
puede esperar”, le decía a modo de introducción, a sabiendas que aún quedaba algo
de tiempo para contarle un poco de lo mucho que mi memoria ya ha empezado a
olvidar.
Era muy pequeña, apenas si había cumplido los tres años; aún le daba bocados a
muchas palabras, retorcía otras con su lengua de trapo, o ladeaba su cabecita de miel
cuando escuchaba alguna que no comprendía. Entonces la cogía del hombro para
acercarla hacia mí y le intentaba explicar su significado mientras recomponía alguno
de los lazos de sus trenzas o le ponía torpemente en su sitio alguna de las pinzas que
adornaban su pelo castaño y liso: “mira Victoria, cuando el abuelo te dice que el
gorrión “tiritaba”, significa que tenía frío, mucho frío, todo el frío que las plumas no
son capaces de contener ni el nido de abrigar, todo el frío que cala dentro de la piel y
te llega hasta el tuétano”. Y entonces asentía con una sonrisa dulce y suave que era la
llave que me permitía continuar, o volvía a mover la cabeza para que yo
comprendiera que no había entendido alguna de las nuevas palabras utilizadas. “A
ver, cariño, “tuétano” es como algo que está muy dentro de ti, como los huesos…,
como el hueso de las aceitunas esas que tanto te gustan…; bueno, pues si rompes el
hueso de la aceituna y observas lo que está dentro, eso es como el tuétano”…, le
decía nervioso sin saber si me entendería, hasta que dibujaba en sus labios una
sonrisa de almendra y ya podía secarme el sudor y comenzar una nueva historia que
seguro la encandilaría.
No recuerdo el tiempo desde que comenzó a buscarme a la caída de la tarde,
entre dos luces, cuando el sol se escarcha y empieza a amanecer la luna; sólo sé que,
juntos, habíamos pasado algunos momentos de frío y otros muchos de calor, que
contemplamos alguna lluvia y más de una tormenta con rayos atronadores, que
compartimos el aullido sin fin del viento entre los árboles y el rumor de los nidos
cuando se pueblan de huevecillos y polluelos. No recuerdo tampoco cómo fue el
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primer encuentro en el que nació esta complicidad, qué la pudo atraer hasta mis
palabras como a la limadura el imán, por qué ambos admitimos el compromiso no
escrito que la hacía buscarme cada día a la misma hora y a mí esperarla sin remedio,
inquieto y sin sosiego, como si fuera un chiquillo en su primera cita a solas con la
zagala de sus sueños.
Llegaba puntual cada tarde, en el mismo instante de luz, como si tuviera un reloj
de tonalidades en el que supiera la claridad exacta a la que debía acudir; me daba su
mano de amapola y me pedía con el lenguaje de las miradas que le siguiera contando
cosas de nuestra tierra, de nuestro amor por ella, de la piel hermosa de su pasado, del
cutis reseco de su presente, de las arrugas cuarteadas de su futuro.
Yo le preguntaba por su colegio, por su maestra, por lo que había hecho ese día
y siempre contestaba con una sonrisa desde su lengua de trapo que cada día pedía
más. Le seguía preguntando por sus amigas, por sus juegos, por sus travesuras, hasta
que notaba cómo me iba cercando con su mirada, cómo me conducía con sus ojos
hacia la conversación que realmente le importaba y ya no me podía resistir. “Este
lugar que ocupamos, en el que el calor del asfalto aún hace el aire irrespirable, no ha
sido siempre así, tesoro”, comenzaba a contarle mientras se oía a lo lejos el traqueteo
de cubiertos y cacharros que llegaba desde la cocina. “Este lugar ha sido siempre un
oasis repleto de vida, de bichos y de plantas, porque ya sabes que las plantas viven”,
le seguía contando al tiempo que aprovechaba para esparcir por su vestido el nombre
de las flores y de sus aromas, el de las hierbas buenas y las malas, el de los insectos
que se esconden tras las alambradas grises de la bruma, el de los pájaros que
despiertan un poco antes que el sol para anunciar el nuevo día.
Le desgranaba mi infancia sin juguetes en la huerta sin prisa, la sencillez de los
días y los atardeceres en las calles sin luces, las veladas repletas de historias al calor
de la lumbre, el aroma de la cena muchas veces construida con restos de otras
comidas. Le enseñaba los días en que se podía plantar o los de siega, las canciones
del viento cuando acerca la lluvia, los colores del fruto cuando ya está maduro y el
olor almizclado de las flores antes de marchitarse. Jugábamos al escondite con la
niebla, a recordar palabras que ya no se pronuncian. “No sabes cuánto ha envejecido
todo, cariño: la azarbe ya no es la misma, ni los caminos sin sombra repletos de
baches, ni siquiera el agua se parece; ya no escucho las palabras de antes: el caracol
barbacho, el cherro, la merla, el panizo, el albercoque, las bleas... Ya hace mucho
tiempo que no tengo que corregir a mis alumnos para que utilicen en público las
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palabras “correctas” mientras mi corazón les pide que guarden las nuestras como un
tesoro al que ya no le quedan demasiadas monedas”.
Y le contaba los días de riego cuando el agua pasaba por el río y llegaba por las
acequias y escorredores hasta el borde de la tierra, que siempre esperaba con la boca
abierta. “Cuando había tanda y la tierra se cubría con la manta blanda del agua, los
chavales nos acercábamos a ver si cazábamos alguna anguila despistada o algún
mújol aventurero y nos bañábamos en las paradas donde casi nos cubría y podíamos
bucear trechos más largos”, continuaba mientras hacía esfuerzos porque la nube de
mis ojos no llegara a lloverme sobre las mejillas como el tren asoma sin remisión del
túnel. “Ahora son nubes de arcilla las que llueven y te manchan de barro en lugar de
humedecerte”, proseguía con miedo de que tanta tristeza acabara por dolerle. Quería
decirle que el viento que ahora acompaña a esta agua tiene olor a cerrado, a moho
estancado y rancio, a podredumbre; que no sabe ya el rumbo del que viene ni el
instante que habita, que es un desheredado de los tiempos de pena y aromas
nauseabundos que dañan nuestros pulmones abiertos como heridas. Notaba cómo las
palabras se llenaban de melancolía y un aire de tristeza comenzaba a envolvernos
hasta que ella me sonreía y de nuevo me hacía preguntas de colores.
Y yo ya no podía sino hablarle de albahacas y de verdolagas y de correhuelas,
y de alfalfa y de cáñamo y de hinojos, y de lizones, y de otras hierbas y matas. Le
susurraba al oído el nombre de la azada y del legón y la feseta y la corvilla y la
gramaera y la horqueta. “Tienes que aprender a preparar la ensalada de alcachofas
blanqueadas con limón, la de col aliñada con sal, aceite, vinagre y pimentón dulce, la
de verano con trozos de cebolla, pepino, tomate y pimiento cortados a taquitos tan
pequeños que parecen cucurrones”, le susurraba bajito para que ninguna palabra se
asustara. “Cuando tú prepares todas estas ensaladas el abuelo ya estará muy mayor o
habrá muerto”, le decía con mimo a sabiendas que su mirada protestaría, que me
contaría con el tacto de sus dedos que no quería que me sintiera viejo, que me diría
desde sus ojos que siempre cuidaría de mí y de los nombres de la huerta, de mi
memoria cada vez más llena de agujeros y más huera de recuerdos.
“No sé si entenderás la seda de mis palabras cuando te hablo de gusanos,
capullos y moreras, ni si sabrás ya distinguir el olor del rocío cuando apenas si ha
llegado la primavera; no alcanzo a adivinar si habrás aprendido el idioma del agua
cuando fertiliza, ni si podrás aspirar el olor de la tierra recién amasada por el
chaparrón…”, me salía de un tirón dejando que se empapara con la humedad de mis
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palabras, notando cómo ameraban sus labios, cómo calaban en su mente aún por
construir, sintiendo su emoción de latidos líquidos, hasta saber que todo lo había
comprendido, que cada palabra había cumplido su misión e inundaba, hasta rezumar,
sus ojos de madrugada redonda.
Y continuaba suavemente para acabar: “olía siempre a azahar; incluso cuando
los naranjos estaban tranquilos y sin flor quedaba un resto de azahar escondido
debajo de alguna rama protegida, al amparo del sol de levante que todo lo quema,
para aquellos que supieran encontrarlo. Olía despacio a brisa, a sal mezclada con el
azúcar del néctar; olía a ensalada recién aliñada y a salazón de pescado porque, de
joven, cuando los tiempos oscuros de escasez, tu abuelo tenía que ir todos los días
por pescado a Torrevieja para venderlo y poder ayudar en la economía de la
familia…”, terminaba poco antes de que apareciera su madre por la esquina de la
casa a reclamarla para la cena. Y me daba cuenta cómo cerraba los ojos y aspiraba el
aire repleto del aroma de las palabras, notando que todo lo había revivido, que sería
capaz de buscar los olores allí donde se suelen esconder para que el sol no los
queme; y me quedaba tranquilo y orgulloso de saber que esa noche el jazmín se
acercaría hasta su lecho derramándose sobre las sábanas para evitar que pudieran
acecharla los mosquitos, o que una mariposa de luz velaría su sueño para que al día
siguiente acudiera a la cita y poderla colmar otra vez con historias de nubes, o
enseñarla también a querer con abrazos de lluvia.
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