El ideal de ciudadanía y su conocimiento

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EL IDEAL “CÍVICO” DE LA CIUDADANÍA Y SU CONOCIMIENTO
HISTORIOGRÁFICO
Jesús Izquierdo Martín y Pablo Sánchez León
La semántica de la ciudadanía no se agota en la definición de los derechos
individuales, no se circunscribe al universo de las capacidades de acción legítima que el
derecho instituye. Otra dimensión entera de la ciudadanía permanece oculta, se muestra
opaca a este paradigma jurídico de las libertades. Dicha otra dimensión forma también parte
de nuestro lenguaje común, de nuestra cultura, de nuestra concepción de lo que comporta
ser un ciudadanía. Puede y debe ser estudiada. Cuando se constata un declive en la
participación electoral, cuando se alude a la corrupción o el deterioro en el funcionamiento
de las instituciones democráticas, se está explícita o implícitamente apelando a una
definición del ciudadano que ni compete al derecho ni puede ser comprendida desde
parámetros que no tengan en cuenta la dimensión moral de los sujetos, su implicación en
torno de ideales de la buena vida, de la entrega a una causa que va más allá de la mera
defensa de las instituciones que hacen posible el disfrute de las libertades. Cuestiones de
este tipo pertenecen al universo sociológico y epistemológico de la ciudadanía: encierran,
en realidad, la ciudadanía misma como condición antropológica.
Para el paradigma jurídico de la ciudadanía, el ciudadano en tanto que sujeto no es un
problema. sobre el que haga falta reflexionar. Para ese otro paradigma, en cambio, el
problema que merece atención es precisamente el ciudadano como sujeto. Uno puede, sobre
la base de un ordenamiento constitucional, ser considerado un ciudadano y aún así no
identificarse en absoluto con el repertorio de actividades de participación propias de la
ciudadanía; y a la inversa, bajo un régimen de ausencia de libertades, los actos de un
individuo puede entenderse y ser reconocidos por otros como motivados por un ideal de
autonomía y participación, que denominamos “cívico” en un vocabulario convencional
inserto en nuestra cultura. Vista así, la ciudadanía es a la vez algo más y algo distinto de la
distribución de unos derechos y capacidades a los individuos que viven en sociedad. Es una
forma de existencia. Para comprender el alcance de esta definición de ciudadanía hace falta
una teoría del sujeto, y una teoría sensible a la variación histórica de los sujetos, pues, como
toda antropología, la del ciudadano es históricamente contingente.
El paradigma jurídico del ciudadano no proporciona los instrumentos conceptuales y
epistemológicos adecuados para esta tarea. Su concepción del sujeto se apoya en una
tradición, que arranca de la ilustración y que denominamos convencionalmente
“liberalismo”, para la cual el sujeto es entendido como un individuo cuya existencia se
considera anterior a toda institución y organización social. El sujeto como tal es entendido
ontológicamente, como una suerte de ente natural y ahistórico. Ello no significa que esta
perspectiva sea insensible a la historia, pero para la ciudadanía como consecución de
derechos la historia relevante es más bien retrospectiva, teleológica, y tiene por objeto los
atributos de la ciudadanía, no al ciudadano como agente: al historiador se le pide sobre todo
que rastree los orígenes de unas instituciones que hoy se consideran naturales y producto
del avance de las libertades, y que encadene adecuadamente los fenómenos que han tornado
legítimo el entramado de derechos que convierten hoy al ciudadano en fundamento de los
modernos órdenes constitucionales.
En cambio, para esa otra concepción de la ciudadanía que denominamos “cívica”, la
historia es el escenario crítico para la comprensión de un ciudadano que no es dado por
descontado de antemano, sino que se considera que “se constituye” en procesos históricos
de adquisición de una determinada conciencia de su propia condición o de una condición
ideal del ser humano y la vida social. El enfoque adecuado a esta manera de analizar es
prospectivo: se parte de contextos en los que el ciudadano no existe, no ya porque sus
atributos no se hallen instituidos, sino porque el sujeto carece de los recursos interpretativos
adecuados o suficientes como para identificarse con el ideal de la participación. En dichos
contextos el sujeto no puede pensarse o no puede identificarse como ciudadano. El punto de
partida es por tanto siempre alguna forma de comunidad en la que, al menos
originariamente, la antropología individualista y jurídica no es predominante o no se
encuentra si quiera instituida en el lenguaje. Como puede observarse, ambas
representaciones tienen en común en cambio una noción de individuo como requisito
imprescindible de la ciudadanía. La cuestión es que sólo para una de ellas el individuo es
un producto histórico.
A menudo estas dos concepciones de ciudadanía se distinguen normativamente a partir de
dos definiciones de libertad. El paradigma jurídico-liberal se correspondería con la noción
de “libertad negativa”, es decir, aquella que define espacios de autonomía de acción
individual frente a la injerencia de poderes exteriores. El núcleo de esta noción de libertad
son las relaciones de los ciudadanos con los objetos, objetivadas a su vez por el derecho, y
ejercidas mediante unos derechos que, siendo inalienables, son no obstante entendidos
como objetos de consumo. Las instituciones, la política, son consideradas un límite exterior
a la condición natural del ciudadano, y solamente pasan al centro de la actividad de los
ciudadanos cuando la autonomía y la libertad individuales se ven vulneradas por alguna
amenaza ilegítima. El paradigma “cívico” de la ciudadanía se vincula en cambio a una
representación “positiva” de la libertad, según la cual el ciudadano sólo alcanza su plenitud
como individuo en la activa implicación en el autogobierno colectivo de la ciudad. El eje de
esta noción de libertad son lógicamente las relaciones de los ciudadanos entre sí, que se
desarrollan en el seno de una comunidad soberana concebida como una entidad moral
orgánica superior al mero agregado de los individuos que la forman.
Una definición así es útil en la medida en que permite clasificar. Permite arraigar la
perspectiva “cívica” de la ciudadanía en una tradición de pensamiento que arranca de
Aristóteles y que se relaciona con el universo semántico de la “virtud”. Sin embargo, está
sesgada por el tipo de saber del que procede: la politología. Una definición más sociológica
de la ciudadanía cívica requiere una mayor reflexión teórica. Concebir al sujeto, sea un
ciudadano o no, como parte de una comunidad que define fines colectivos, implica asumir
una concepción macrofundamentada del sujeto: el individuo no está dado sino que reconoce
su individualidad a partir de su pertenencia a grupos preconstituidos con los que comparte
criterios de valor y certidumbre. La noción clave aquí es la de identidad. La ciudadanía es
en la perspectiva “cívica” una identidad colectiva. Para comprenderla hay que analizar al
ciudadano, no en su individualidad, sino en sus relaciones con los “demás”, sus iguales y
los que no son como él, los excluidos de la comunidad, relaciones que se construyen de
forma “dialógica”, esto es, a través del diálogo constante con los otros empleando un
lenguaje compartido pero susceptible de variadas interpretaciones.
Ser ciudadano supone tener una interpretación propia acerca de una serie de valores fuertes
compartidos. Pero esto es algo común a todo sujeto observado desde la perspectiva de una
identidad colectiva que se construye comunitaria y dialógicamente. La singularidad de la
antropología cívica reside en que para el ciudadano virtuoso la política se muestra como la
esfera natural de la vida social, de manera que todas las dimensiones de la vida
comunitaria, todas las relaciones sociales, aparecen subordinadas a la política, cuando no
expresamente concebidas de manera política. En la ciudad de los ciudadanos
comprometidos con la cosa pública, todas las acciones y conductas se consideran “sub
specie politicae”. Justo al contrario que en la tradición liberal, en la que la política es un
límite, la política del ciudadano cívico no tiene límites y es en torno de ella como se
configuran todas sus prácticas sociales, que por tanto no se subdividen con facilidad en
áreas y funciones especializadas. No operan distinciones de tipo público/privado,
económico/político cuando la identidad cívica está en juego. La cultura, la religión, no son
consideradas esferas distintas ni ajenas a la política. Por su parte, política y participación
son una misma cosa; no se distingue la toma de decisiones de su ejecución: todas son
dimensiones “naturales” de la acción del ciudadano.
Hasta aquí la definición de la ciudadanía “cívica” o virtuosa, aunque más completa que la
que ofrece la politología sigue siendo esencialmente normativa. La historia entra aquí para
terminar de clarificar el cuadro. Pues no en todas las épocas ni en todas las culturas han
sido instituidas las condiciones de esa identificación del ciudadano con la “koinomia”, con
la comunidad autogobernada soñada por Aristóteles. No en todas las culturas ha emergido
un lenguaje de la virtud, que concibe la entrega ilimitada del individuo a una comunidad de
fines políticos “puros” no cesurados por otras fuentes de identidad. En Europa Occidental,
un lenguaje de estas características surgió en la Antigüedad, y después se perdió en el
medievo; hasta que, en las ciudades-estado itálicas, una serie de necesidades de legitimidad
frente a la injerencia del Imperio y el Papado abrieron las puertas a una reinterpretación del
legado cívico clásico que con el tiempo quedó impresa en los repertorios discursivos de
retóricos y publicistas de una incipiente esfera de opinión pública. La ciudadanía “cívica”
tiene así una contribución propia a la historia del pensamiento y de la filosofía política
occidental entre la Edad Moderna y la Contemporánea. Se conoce este fenómeno como la
tradición del “humanismo cívico renacentista” o del “republicanismo clásico” y su estudio
obliga a centrarse en un tipo de fuentes y de procesos distintivos: textos no jurídicos y
situaciones de crisis constitucional en las que el ideal de la virtud repunta de manera
recurrente y crucial en el intento de dar estabilidad a los nuevos órdenes surgidos de las
revoluciones contra el Antiguo Régimen.
Pero el republicanismo clásico dibuja algo más que un contorno alternativo a la historia del
pensamiento. Pues lo que autores como Maquiavelo, Harrington, Rousseau o Mably fueron
produciendo con sus obras iba más allá de una contribución dentro de una tradición de
pensamiento: era toda una antropología alternativa a la noción de súbdito dominante en los
órdenes del Antiguo Régimen. En la tradición del humanismo cívico, ciudadano es el varón
que posee los medios patrimoniales suficientes, en forma de propiedades fundiarias, para
contribuir de forma autónoma a la defensa militar de la ciudad. Como puede suponerse,
estos fundamentos socio-económicos de la virtud comenzarían a tambalearse conforme el
comercio definiera nuevas formas de propiedad “móvil” y conforme los ancièn régimes
avanzasen en el desarrollo de ejércitos permanentes. La conciencia de que la civilización se
volvía inseparable de la difusión de los intercambios de mercancías afectó a las jerarquías
de valores que conformaban el ideal de la virtud, y al mismo tiempo volvió la trayectoria
del lenguaje republicano inseparable de la evolución de la noción jurídico-liberal, que a lo
largo del siglo XVIII adquiere su forma clásica y comienza a dominar en todos los
discursos libertarios. La Revolución francesa y sus secuelas terminan de configurar un
orden discursivo en el que los derechos ocupan una centralidad incontestable. La tradición
retórica del civismo se estrelló contra la potente ingeniería jurídica liberal.
Ello no supuso no obstante, la desaparición del lenguaje de la virtud. Antes al contrario, su
subordinación al lenguaje de los derechos es ante todo expresión de una definitiva
institucionalización en la cultura de la modernidad. De forma recurrente, la “política de los
antiguos” reaparece en el debate político contemporáneo: una y otra vez, la cuestión de los
fines colectivos de las democracias modernas, de la moral pública y el compromiso
ciudadano, saltan a la palestra y ponen en entredicho la estrecha concepción del ciudadano
de la tradición dominante, haciendo hincapié en las obligaciones en lugar de los derechos,
en la demanda en lugar de la oferta de derechos. Una de las últimas manifestaciones de este
fenómeno ha sido el debate entre republicanos, comunitaristas y liberales que se sostiene en
la actualidad. Lo que éste y otros debates ponen de manifiesto es que en la antropología
ciudadana coexisten dos matrices intelectuales, con fundamentos filosóficos y sociológicos
distintos, incluso en parte contrapuestos, pero mutuamente irreductibles y en buena medida
interdependientes. Ello confirma la relevancia de la perspectiva “cívica” para nuestra
comprensión del fenómeno de la ciudadanía.
También confirma que para tomarse en serio el análisis de la ciudadanía incorporando la
vertiente cívica hay que replantear los fundamentos epistemológicos, los métodos de
observación y los enfoques interpretativos relevantes. Pues cuando hablamos de ciudadanía
es difícil distinguir en el lenguaje común a qué tradición reflexiva y valorativa nos
referimos, ya que las dos dimensiones de la ciudadanía están entremezcladas en la cultura
política contemporánea. Ello significa que su estudio sólo puede llevarse a cabo a partir de
una tarea hermenéutica que destile las venas intelectuales cívicas respecto de las “civiles”,
ambas a su vez insertas en matrices de pensamiento complejas conformadas por distintas
tradiciones culturales que remiten a otras comunidades y representaciones del sujeto
distintas de la del ciudadano. El lenguaje, en definitiva, pasa al primer plano, lo cual no
significa que otras formas de acción social pierdan relevancia. Antes al contrario, la
influencia de las formulaciones del deber-ser cívico sobre la acción colectiva ciudadana, y
viceversa, son parte de una misma agenda de investigación. La complejidad, pero también
el interés, del enfoque reside en que el ideal cívico puede ser apropiado, interpretado y
divulgado por muy distintos grupos sociales e ideologías en distintos contextos.
La historia contemporánea se convierte por último en campo de observación privilegiado,
pues la institucionalización del lenguaje cívico en la cultura política contemporánea ha
tenido lugar a lo largo del siglo XIX y parte del XX, en paralelo con el desarrollo del
liberalismo clásico y su crisis. Comprender cuáles han sido en cada cultura nacional las
condiciones de dicha institucionalización es una tarea aún prácticamente por hacer, pero
que con seguridad dará lugar a una muy distinta narración histórica de la modernidad y que
contribuya a un distanciamiento crítico de nuestra propia condición de ciudadanos.
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