ROSAS BLANCAS PARA UNA ABUELA

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ROSAS BLANCAS PARA UNA ABUELA
XAVIER CALDENTEY CARRETERO. 1r premi llengua castellana 2n cicle ESO
Era mi primer día, y estaba muy nerviosa. El viento agitaba las ramas de los almendros de la
entrada. Era un día muy primaveral, y el sol brillaba en la inmensidad del cielo azul. Entré en el
geriátrico decidida. Un primer día de prácticas no se olvida fácilmente. Había acabado mis
estudios universitarios, y me disponía a ser la mejor enfermera de toda Cataluña. Las puertas
automáticas se abrieron y dejaron ver un gran salón con muchas butacas y sillones donde
sentarse. Había una tele de plasma que a penas nadie miraba. La mayoría de aquellos
ancianos aburridos y consumidos por el tiempo pasaban las horas encerrados sin nada que
hacer, raramente conversando entre ellos. En la primera tarde de mi primer día en prácticas
conocí a una mujer, más bien la persona más dulce y tierna de la tierra. Se llamaba Nuria
Reurich. Con 82 años muy bien puestos, una cabellera canosa, un vestido color turquesa y una
amplia sonrisa se acercó a mí. No tenía hambre ni tampoco quería que le acompañara al
servicio. Sólo quería una amiga con la que conversar. Era una mujer encantadora, y más bien
supe por su silla de ruedas que no se encontraba allí por capricho. Desde entonces se convirtió
en mi protegida. Me ofrecí a sólo yo acompañarla a comer, a ir al baño, a cambiarla…
Pasábamos muchas horas juntas, y su compañía era amena. No se hacía pesada como mis
amigas creían: “¿Cuidar viejos en un geriátrico apartado de la mano de Dios donde lo más
emocionante que pasa es que alguien se caiga de la silla? ¿Bromeas, no? Debe ser el trabajo
más aburrido del mundo”. Equivocadas. Despiadadas, harpías, ignorantes. No tenían ni idea de
lo fabuloso que puede llegar a ser trabajar allí.
Una tranquila tarde de Abril me la llevé a un jardín que había cerca de allí. Había muchas
flores, y no sabría decir de lo bonitas que eran cual destacaría. A ella en especial le gustaban
las rosas. Decía que le recordaban a su hijo cuando era pequeño, ya que en su casa tenían un
rosal que cuidaban entre los dos. Nunca me había hablado de él, pero cuando lo hacía parecía
muy afligida por ello. A pesar de ese emotivo momento, desde entonces solíamos frecuentar
allí. Alguna tarde nos escapábamos una hora y paseábamos por los caminitos que rodeaban
los parterres y una inmensa fuente de aguas cristalinas. Conmigo detrás empujando la silla de
ruedas a la que estaba atada de forma que yo desconocía, reíamos y charlábamos sobre
temas tan banales que a las pocas horas al menos yo ya no recordaba de qué habíamos
estado hablando.
Una buena tarde que también fuimos allí a pasar el rato, me contó al fin que hace muchos años
perdió a un añorado hijo. Me explicó que su hijo cuando era joven marchó al extranjero. Se
casó y no supe nada más de él. No solía saber nada de él, pero un fatídico
día de invierno le llegaron noticias de su nuera, informándole que el marido de ésta había
fallecido en un trágico accidente de coche. Desde entonces Nuria no volvió a ser la misma. Con
lágrimas en los ojos me relató tal tragedia, y para consolarla y hacerle ver que no era la única a
la que las cosas no le habían salido tan bien, yo misma le relaté mi historia. Era la mayor de
cuatro hermanos. Mi padre fue pescador, y un día en el que un temporal arrasaba las costas de
Vigo y justamente su barco de pesca salió a la deriva, su barco no resistió lo suficiente y
murieron él y un oficial. Desde entonces me tuve que hacer cargo de mis otros tres hermanos,
ya que mi madre a penas tenía fuerzas ya que sufrió una gran depresión. Como mis padres me
habían proporcionado estudios y la economía familiar no era precisamente la adecuada, me
comprometí a enviarles dinero en cuanto encontrara trabajo para que mis hermanos también
pudieran estudiar. Nuria asintió, y aun con lágrimas en los ojos me abrazó fuertemente. Supe
que desde aquella tarde de otras tantas, ya no seriamos las mismas.
Pasaron los meses y mis prácticas llegaron a su fin. Me despedí de todos los ancianos y de mis
compañeros que me ayudaron aquellos meses. Me costó despedirme especialmente de Nuria,
pero supe que no era un adiós para siempre.
Encontré trabajo en el Hospital Universitario Vall d’Hebrón y allí me adapté a las circunstancias.
Trabajaba en UCI, y a pesar de que echaba mucho de menos el geriátrico, algunas tardes
sueltas iba a visitar a Nuria. Seguimos yendo al mismo parque dos veces por semana. Le
prometí que no me separaría de su lado, y así cumplí mi palabra. Una vez le conté mis
apurados gastos económicos, y seguramente a raíz de ese comentario se debió acordar de mi
situación actual. Así que me explicó que tenía un piso vació en la calle Aribau, número 152, 2ª,
en el cual me podía instalar para así no correr con los gastos del alquiler mensuales con la
condición de que le cuidara de las plantas y de un gato que cuidaba su vecina Carme desde
que ella estaba en el geriátrico. Acepté encantada, agradeciéndole su generosidad y sin olvidar
que ello no generaría problemas ya que no tenía familiares. Así pues, me instalé en su piso de
la calle Aribau, sin dejar, claro, de ir a visitarla dos tardes por semana. En cuanto a mi trabajo
en el hospital me iba de fábula. El dinero que me sobraba, o al menos eso intentaba al no
sobrepasarme con mis gastos personales, se lo enviaba a mi madre.
Un día mientras estaba trabajando en UCI llegó una ambulancia. Una de tantas otras, o al
menos eso parecía. Cuando entró una camilla por las puertas automáticas me dio un vuelco al
corazón. Era Nuria, inconsciente. No daba crédito a lo que mis ojos estaban viendo. Pregunté a
un miembro del personal del 061 que estaba con ella en la ambulancia qué era lo que le había
pasado. “Un ictus.” Fue su respuesta breve y concisa. Con lágrimas en los ojos, corrí junto al
equipo médico compuesto por el médico, otra enferma, un auxiliar y un celador. En un
momento dado temí que se muriese, pero no tenía tiempo para pensamientos negativos.
Inmediatamente después nos pusimos manos a la obra. Canalizamos vía, le tomamos las
constantes, la valoramos de manera neurológica y la mandamos a hacer un TAC. Después le
suministramos midazolán, morfina para sedarla y manitol para bajarle el enema con una
bomba de percusión continua. Todo esto era normal en UCI, pero esta vez mis sentimientos
afloraban por el gran cariño que le tenía.
A la semana intentamos despertarla de su coma inducido y no hubo respuesta. Las constantes
eran débiles y decidimos que siguiera intubada. Era trágico, pero necesario para su salud.
Al día siguiente volví al hospital. Fui directa a su box, no sin antes ir al vestuario y
ponerme mi uniforme reglamentario. Estaba intubada, aun inconsciente. Debieron de pasar tres
o cuatro semanas hasta que se despertara. Estaba débil y apenas podía moverse. Pero estaba
con vida. Apenas hablaba, pero cada vez que me veía entrar por la puerta sonreía. Se la veía
feliz. Esa felicidad duró hasta el último de sus días. Una tarde de otoño, una como otra
cualquiera, su sonrisa eterna, el brillo de sus ojos, se desvaneció. Un nuevo ictus se cebó en
ella. Hasta los almendros de la entrada del geriátrico estaban tristes por su pérdida. Sus hojas
estaban secas, sin vida. A menudo pasaba por allí. Miraba desde el exterior por las ventanas
del salón y recordaba todos aquellos momentos que pasé junto a Nuria. Me imaginaba que
estaba allí dentro con ella, riendo y charlando. También iba al parque donde frecuentábamos y
me sentaba en el banco donde me solía sentar al lado de su silla de ruedas. Me sentía sola,
endeble, como si una parte de mi se hubiera ido con ella.
Pasaron las semanas y no conseguía sacarme a Nuria de la cabeza. La sentía como si hubiera
sido mi abuela por un breve período de tiempo. Breve pero intenso.
Una mañana justo volvía del turno de noche del hospital y me disponía a irme a dormir tantas
horas como me fueran posibles, un hombre rondaba en el 2ª del número 152 de la calle Aribau.
Era un funcionario de una notaría de Barcelona que me traía una notificación notarial. La firmé
y al acto me la devolvió. La leí tranquilamente mientras dejaba mi bolso en el sofá. Me
informaba de que me tenía que presentarme el día 23 del presente mes en la notaría de la
respectiva para tratar el testamento de Doña Nuria Reurich. Nuria… ¿Me había dejado algo a
mi? ¿A la simple enfermera en prácticas que la cuidó durante unos meses?
Me presenté a los 15 días en la notaría. El notario pasó a enumerar la lista de bienes de Nuria,
que iban a pasar íntegramente a mi, ya que me había dejado como su única heredera. Me legó
el piso en el que vivía, varias acciones de empresas y una suma de dinero considerable. Con el
dinero pude costear los estudios de mis hermanos.
Los meses siguientes fueron desconcertantes. No hay mes en que no vaya al cementerio a
visitarla y le lleve una rosa blanca, su favorita, y le hable como si la tuviese a mi lado. Y
siempre le digo lo agradecida que estoy por su generosidad, pero lo que fue más importante
para mi fueron las largas tardes que en ella encontré una abuela que nunca había tenido.
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