1 A LA MEDIDA DE SU DESEO Valentina Cantón Arjona

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A LA MEDIDA DE SU DESEO
Valentina Cantón Arjona
El arte de tejer e hilar ha acompañado a las mujeres a lo largo de la historia, muchos son
los casos y muchas los significados de tan difícil habilidad. Sea considerado un
entretenimiento (en el caso de las Sabinas quienes debían limitarse a hilar la lana para
evitar ser sometidas a un trabajo servil); un medio de salvación (recordemos a la
asediada Penélope haciendo del tejer una conducta repetitiva propia de la espera), o un
acto de sabiduría típicamente femenina cuyo origen se atribuye a Atenea, tejer y sus
cercanos hilar, coser y bordar -artes todas referidas al hilo- siempre han encontrado en
las manos de las mujeres espacio y pretexto para su manifestación y recreación.
Por eso, no es ocioso recordar por qué Atenea castigó a la soberbia Lidia, hija del
tintorero Colofón, condenándola a tejer eternamente, como las arañas. El mito cuenta
que la joven Aracné, incapaz de sentir modestia alguna y desmedida en sus pretensiones
y rivalidades, no dudó en enfrentarse con hechos y palabras a la propia diosa Palas
Atenea y competir con ella para demostrarle que era mucho mejor tejedora.
Y el duelo comenzó...y mientras la diosa tejía un inmenso tapiz en el que representaba
el Olimpo y la derrota de los hombres que habían osado desafiar a los dioses; Aracné,
por su parte, hilaba motivos que ilustraban los amores entre bellas mortales y seres
divinos. Finalmente, Atenea reconoció la perfección de la labor de su rival pero también
su infinita e ilimitada ambición por ser La Unica, La Mejor, La Tejedora; por lo que
decidió condenarla a tejer –hasta el fin de los tiempos- con un fino hilo que saliera de su
propia boca generadora de imprudencias, afrentas y desmesuras.
A partir de entonces, muchas mujeres han aprendido -generalmente de sus madres- a
hilar y tejer sorprendiendo a propios y extraños con la complejidad y resistencia de sus
tramas y con el sello personalísimo que a éstas logran dar. Tramas y sellos a través de
los cuales muestran, de manera sin igual, tanto la pertenencia a su sexo como el
histórico sometimiento que dicha pertenencia les ha exigido; logrando, además, realizar
la dolorosa y equívoca tarea de pretender defenderse –con los hilos de la soberbia- de la
condición de desigualdad a la que han estado condenadas durante siglos.
Sean hilanderas productoras de finísimos encajes, bordadoras que quedan ciegas tras
años de crear pequeñísimas flores; fabricantas de gobelinos majestuosos; ensartadoras
de perlas y piedras preciosas, o tejedoras de apliqués y prendas de vestir; estas mujeres
unen a menudo su arte con el de la palabra: hablan mientras bordan, tejen mientras
responden, hilan mientras escuchan.
Entre estas artesanas destaca un tipo de mujer muy frecuente en los últimos tiempos. Se
trata de mujeres todas diferentes entre sí, que si bien son inteligentes como Atenea
también son soberbias y de boca imprudente como su rival Aracné. Mujeres que en casi
todos los casos han recibido los saberes de las artes del hilo de su madre o, bien, de
autonombradas consejeras (y hasta psicólogas) que dicen desear lo mejor para sus
amigas y compañeras de sexo.
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Estas mujeres realizan una labor que hasta hace unos años era casi invisible y menos
aún confesada y confesable, quizás porque quienes la practicaban no querían
popularizarla, porque la hacían inconcientemente, o, simplemente, no veían orgullo ni
finalidad alguna en demostrarla. La hacían y punto.
Los hilos que estas modernas tejedoras utilizan para su labor son: un largo tramo de
ambición de todo y proyecto de nada de color y brillo intensos (que se acompaña de las
consabidas permanente insatisfacción y frustración); un hilo doble que aunque,
paradójicamente, da la apariencia de fragilidad femenina y dependencia que sirve bien
para hacer nudos; un hilo trenzado llamado “lazo familiar o conyugal” que es útil para
los tramos largos por resistencia sorprendente, quizás debida a su disimulado pero alto
componente de fibra artificial, y, un cuarto hilo sencillo, llamado “rivalidad” de algodón
de doble vida y que viene en los tonos de “realización personal” puestos de moda desde
los años sesenta. En el caso del bordado y el apliqué, generalmente echan mano de un
hilo incoloro y ordinario que sirve para dar volumen, idea de cuerpo y definición al
motivo. Con un interés puramente decorativo, algunas utilizan en su labor, un sexto hilo
cuya función es dar una apariencia de inseguridad en el entramado, algo así como el
efecto “craquelado” que gusta tanto últimamente.
Finalmente, estas tan laboriosas mujeres utilizarán para rematar su tejido, aplicar sus
encajes, elaborar sus ojales e, incluso, fijar sus adornos un hilo de origen vienés
recientemente redescubierto, llamado “culpa”, que es incoloro y de gran duración. Este
hilo tiene una virtud similar a la del hilo utilizado por los cirujanos: una vez internado
en el tejido se disuelve en él quedando no sólo invisible sino también irrecuperable,
pero cumpliendo, sin embargo, su función de sutura.
Cuando han reunido todos sus hilos, eligen el género, el material: deseablemente un
hombre sano y joven que si, además, es sensible, amable, generoso y considerado, sirve
muchísimo mejor. La tarea podrá ser realizada soportando el género en un bastidor (sea
de aro doble, de mesa, de pié o de cintura) que permita fijarlo e impedir su movimiento.
En el mercado pueden encontrarse bastidores de distintas marcas: “incertidumbre
amorosa”, “intensidad en la relación” y, otra más -que hace bastidores que nunca se
aflojan- “impotencia”...si…, de esa impotencia.
Fijado el género, la hilandera, bordadora o tejedora podrá preguntarse qué hacer de él.
Qué hacer de ese su hombre siempre dispuesto a complacerla, ése quien tanto le debe a
ella, a su impulso y al firme apoyo del bastidor en que lo tiene fijo. Ese hombre que a
menudo le parece falto de carácter, blandengue y poco ambicioso; al que le faltan metas
pero que en el fondo es bueno y que, lo más importante de todo… la quiere. Porque no
olvidemos que entre dos, con uno que quiera basta… así la otra puede dedicarse a tejer,
hilar, bordar, mostrar su insatisfacción, hacer valer sus actos, “darse su lugar” de falsa
subordinada superioridad o, al menos, capitalizar su conformidad y abnegación frente a
ese género burdo y grosero o finísimo pero incompetente, sobre el cual tiene que posar
sus laboriosas manos.
Pero, en fin, estábamos en la pregunta que se hace nuestra mujer metida a artesana:
-¿Qué podré hacer con este género tan falto de definición y al que debo mejorar aunque
sea un poquito? ¿Podría hacer un pequeño mantón encaje para cubrirme del frío? ¿Un
bolso de petit point para guardar mi virtud? ¿Un pañuelo rebordado para enjugar mis
lágrimas producidas por mi debilidad femenina? ¿Un gobelino que de idea de
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abundancia y gusto conservador europeizado? ¿Un cojincillo pequeño y bien relleno
para clavar en él mis alfileres? ¿Un mantel deshilado, si el género es grande, para
servirme sobre él? o ¿un forro corriente pero bien rematado para cubrir y guardar con él
lo que si vale, lo mío? Lo que sea, haré lo que sea, pero eso sí que resulte
verdaderamente decorativo, manuable y se pueda presumir- concluye.
Con la clara idea de que, a pesar de sus esfuerzos, nunca obtendrá lo que quiere –“pues
nunca queda como la muestra”-, cada una de estas mujeres inicia su labor. Se dedica a
ella incansablemente, sin desfallecer, guiada –como la araña- por el instinto, y
acompañando cada puntada con una palabra: un revés... un “te quiero”, un derecho...
pero “así no”; un punto adelantado... “¿me extrañas?”, un punto atrás...“¡qué posesivo
eres!”; una basta...”¿eso fue todo?”; una lazada...”¿tú dónde estabas?”; un
remate...“qué poco hombre eres”; un pespunte...”lástima, cuánto podrías progresar” y
un nudo invisible…”si me hicieras caso”.
Y así, realiza su trama entre palabra y puntada, entre puntada y palabra, hasta hacer que
el género que le tocó en suerte (en suerte, porque ella sabe que quería otra cosa) quede,
justamente, a la medida de su deseo: deseo de mantel, deseo de cojincillo, de forro, de
bolsito, de pañuelo... Y aunque, a veces en momentos de lucidez, se pregunte si no
quería amar un hombre para otras cosas como, por ejemplo, compartir, rápidamente
concluye que qué más da, que habiendo sido una tarea tan trabajosa y lenta es mejor
conservarlo y decirle cada vez que lo vea y con una vieja palabra o una nueva puntada:
-Te he hilado y tejido para la eternidad, estarás conmigo hasta que la muerte nos
separe..., aún cuando, al final, sepa que me engañaste y eras un bolsito de 'petit point' y
no un hombre de verdad.
Si él guarda silencio (entre paréntesis: por tener la boca cosida con un perfectísimo
punto de cruz o porque, de plano, ya no sabe ni qué decir), ella podrá reclamar:
- ¡Dime!, ¡Contéstame!, ¿Qué has hecho tú? ¿Lo ves? ¡Siempre he tejido sola!-
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