Enrique Valdearcos Guerrero Historia del Arte LAS MENINAS Arte barroco. Diego de Silva Velázqnez (1599-1660). Óleo sobre lienzo: 318 x 276 cm. Museo del Prado. Madrid. España. ANÁLISIS El dominio de la perspectiva en Las Meninas es magistral, de la lineal con esas ventanas, que ya Palomino nos dice «que se ven en disminución, que hacen parecer grande la distancia»; con el suelo de la habitación «con tal perspectiva que parece se puede caminar sobre él, y en el techo se descubre la misma cantidad»; y con la aérea, con el color y la luz, con «la degradación de cantidad y luz», con esa alternancia de planos lumínicos entre el primer plano, el plano medio en penumbra y la puerta de atrás iluminada; en frase de Palomino, consigue volumen y espacio, aire interpuesto, ambiente. El efecto de profundidad espacial, la gran conquista del Barroco, conseguida, no por medios racionales dibujísticos de una perspectiva lineal, sino a través de recursos sensoriales, en los que cuenta, particularmente, la gradación de tintas, la luz, el color y la concepción pictórica de la realidad vista como mancha, con brillos o fundidos, se expresan precisamente en Velázquez con una maestría y con una variedad de matices y efectos no alcanzados por ningún otro pintor de su época. Jugando con la luz, haciéndola incidir sobre los personajes en primer plano, sumergiendo en penumbra a los que se alejan, con una paleta que, clara, luminosa, rica de color y matices, también recrea lo que está más cerca del espectador. La nitidez de las figuras va relacionada con la distancia y con la luz que reciben. La composición, genial. El juego de las verticales y horizontales (cuadro, pared, techo, suelo y de los propios protagonistas) aparece compensado por la doble curva que va del pintor a la Velasco y de ella a Nicolasito, personajes agrupados de tres en tres. Estas dos masas del friso principal van disminuyendo «en cantidad», dice Palomino, a medida que nos alejamos hacia el fondo de la tela (pareja formada por la Ulloa y el guardadamas, la solitaria de Nieto en fantástico contraluz) o hacia Enrique Valdearcos Guerrero Historia del Arte adelante (el cachazudo perro). Es una composición que se abre hacia nosotros, que nos quiere incluir en su maravilloso mundo de apariencia; que nos hace también sentirnos protagonistas del evento. De ahí esa emoción que experimentamos cuando nos ponemos delante de Las Meninas. Y todo esto servido con una técnica escalofriante: manchas de color que la luz moldea; toques de luz y color con una fluidez y una seguridad que asombran; su pincel «toca» la tela con aparente sencillez, como algo casual ya que «el primor consiste en pocas pinceladas obrar mucho, no porque las pocas no cuesten, sino que se ejecutan con liberalidad, que el estudio parezca acaso y no afectación», COMENTARIO Como toda obra genial. Las Meninas, ha sido objeto de tan gran número de interpretaciones que resulta aventurado tratar de resumirlas de una forma coherente en el corto espacio de un comentario. No obstante, vamos a dar una serie de pistas que pueden ayudar al que se acerque a la obra. Fue Antonio Palomino, cordobés, pintor y teórico, el primer «biógrafo» de D. Diego; su apunte biográfico nos va a servir de guía en el estudio de la que calificó como «la más bella obra» de Velázquez. Palomino comienza su descripción de la tela llamando la atención sobre el tamaño de la obra, a la que llama «el cuadro grande». En efecto, lo inusual de estas medidas es para J. Brown una pista para comprender su significado, su argumento. Colocada la obra en el despacho de verano del rey Felipe IV, estas medidas, sus figuras casi del tamaño del natural, su composición y perspectiva debían impactar no sólo al monarca, sino a aquellos privilegiados que accedieran a la intimidad real. Tamaño, argumento y técnica al servicio del mensaje que Velázquez quiere hacer llegar a un «público» muy concreto: el círculo nobiliario que gira en torno al monarca. Prosigue Palomino diciéndonos que la tela es «el retrato de la señora Emperatriz (entonces Infanta de España) doña Margarita María de Austria, siendo de muy poca edad» y, en efecto, la obra de Velázquez fue conocida por sus contemporáneos como retrato de la Infanta Margarita; en el siglo XVIII se la llamó la Familia (del rey Felipe IV) aunque en ella no figura la infanta María Teresa, hija del primer matrimonio del Rey y futura esposa (ya prometida) del Rey Luis XIV de Francia. Sólo en 1843, Madrazo inventaría la obra con el nombre con el que hoy la conocemos: Las Meninas. Volviendo al cordobés, veamos quiénes son los personajes que en la tela aparecen. La Infanta, con «su mucha gracia, viveza y hermosura» y el espejo que al fondo vemos y en el que se reflejan las figuras de sus reales padres, Dña Mariana y D. Felipe, son el eje temático de la composición. Flanqueándola por sus meninas, la de la izquierda (del espectador), arrodillada, es «doña María Agustina, menina de la Reina, hija de don Diego Sarmiento, administrándole agua de un búcaro»; al otro lado se encuentra Dña Isabel de Velasco, futura dama, que recogiéndose su falda inicia una reverencia, su mirada se dirige hacia el lugar en el que el espectador se encuentra. Detrás de ella está Dña Marcela de Ulloa, «señora de honor», y un guardadamas, cuyo nombre no conocemos. La Ulloa está comentando algo al guardadamas que, atento a lo que ocurre frente a él, fuera del marco pictórico, no parece hacerle mucho caso. En el ángulo inferior derecho, la deforme enana Mary Barbóla está atenta sólo a lo que ocurre frente a ella. Sin embargo, Nicolasito Pertusato, ajeno a todo, trata de provocar al enorme perro, «pisándole, para explicar al mismo tiempo que la ferocidad en la figura, lo doméstico y manso en el sufrimiento; pues cuando lo retrataban se quedaba inmóvil en la acción que le ponían». En el lado izquierdo, tras María Agustina, y ante un lienzo de grandes proporciones, el propio Velázquez, con el pincel suspendido, también mira hacia «afuera». Al fondo, «dio muestra de su claro ingenio valiéndose de la cristalina luz de un espejo que pintó en lo último de la galería, y frontero al cuadro, en el cual, la reflexión o repercusión, nos representa a nuestros Católicos Reyes Felipe y María Ana». Junto al espejo, tras una puerta abierta y fuertemente iluminada, D. José Nieto, aposentador de la Reina, sube por una escalera, descorriendo una cortina. Enrique Valdearcos Guerrero Historia del Arte Todo esto que vemos tiene lugar en una estancia que formó parte del cuarto del ya fallecido Príncipe Baltasar Carlos. Iluminada por varias ventanas, se encuentra decorada por una serie de telas que, «aunque con poca claridad», han podido ser identificadas. Palomino nos dice que son de Rubens y que tratan de «historia de las Metamorfosis de Ovidio». La conservación del inventario del Alcázar confeccionado en 1686 nos informa de la decoración de esta sala; en él podemos leer que no son de Rubens las telas que cita Palomino, sino copias del flamenco hechas por el yerno de Velázquez, Juan Bautista del Mazo; las «historias» son Palas y Aracne y El juicio de Midas. Como vemos, se trata de un asunto puramente convencional: una escena familiar que aparece sorprendida por la retina del pintor y congelada en el lienzo con la supuesta fidelidad de una instantánea fotográfica. Así, al menos, la vieron en el siglo XIX, y así lo expresó Gautíer cuando, frente a la tela, exclamó: «pero, ¿dónde está el cuadro?». Pasmados ante la soberbia maestría de Velázquez, en su asombroso dominio de las perspectivas lineal y aérea, también nosotros decimos, con Albertí: «Yo me entré, soy el aire, en el cuadrado abierto de las telas, en los regios salones, en las cámaras umbrías, y allí envolví los muebles, las figuras revistiendo todo, rodeándolo de ese vivido hábito que hoy hace decir: Mojaba su tranquilo pincel en una atmósfera creada» Pero ¿Qué está Velázquez pintando? Si hacemos caso a Palomino, ya lo hemos dicho: el retrato de los Reyes. Mas esta afirmación ha sido discutida. Para unos, no hay constancia de que Velázquez hubiese pintado a los Reyes en pareja y menos en un cuadro de estas dimensiones, no obstante, señala que la presencia junto a los Reyes de la cortina recogida es una fórmula habitual en los retratos regios. La discusión sobre el espejo («cuadro dentro del cuadro»), su importancia en la composición y su significado ha dado una abundantísima literatura que no creemos sea, en conjunto, de mucho interés para nuestro actual propósito porque, en definitiva, hay un hecho incontestable: la presencia de los Reyes constituye para Velázquez la clave de la obra. Como afirma Brown, Las Meninas es una tela cuyo eje interpretativo hay que buscarlo en «esa epifanía real». Vamos a intentar una interpretación de este verdadero «concepto» que son Las Meninas. Para ello, hagamos uso de lo que dice Palomino: «Al otro lado está D. Diego Velázquez pintando; tiene la tabla de los colores en la mano siniestra, y en la diestra el pincel, la llave de la cámara y de Aposentador en la cinta y en el pecho el hábito de Santiago, que después de muerto le mandó se lo pintasen, y algunos dicen que Su Majestad lo mismo se lo pintó, para aliento de los profesores de esta nobilísima arte». Queda bien claro, pensamos, que Velázquez se nos muestra orgulloso de su doble condición de pintor y cortesano; o dicho de otra forma, la pintura es «nobilísima arte, tan noble que merece un hábito de Santiago». Cuando Velázquez pinta este lienzo lleva ya bastante tiempo empeñado en rematar su carrera palaciega con un reconocimiento formal de su valía: ha pedido al Rey que le haga caballero de Santiago. El Rey ha ordenado que se inicie el proceso, pero las «probanzas» no han podido dejar en claro su hidalguía, la de sus padres y la de sus abuelos. Mas, en el siglo XVII, la pintura es considerada, aún (a pesar de los esfuerzos que los pintores están desplegando o han desplegado, como el Greco), como arte mecánica, oficio, pues, vil que ningún noble puede desempeñar. Velázquez y sus testigos, como Alonso Cano, por poner un ejemplo, tienen que aparentar renunciar a lo que constituye su máxima gloria: su oficio de pintores. «Y preguntado por el oficio de pintor, dijo que en todo el tiempo que le ha conocido, ni antes sabe ni ha oído decir que lo ha tenido por oficio, ni tenido tienda ni aparador, ni vendido pinturas: que sólo lo ha ejecutado por gusto suyo y obediencia de S. M. [...]». (Declaración de Alonso Cano). La batalla es dura, pues el Consejo de Ordenes no se deja manipular fácilmente. Será necesario que Felipe IV (y el propio Papa Inocencio X, al que se le pidió dispensa al ser las Órdenes, en teoría, entidades religiosas), «como Rey y Señor natural que no reconozco superior en lo temporal de mi propio motivo, cierta ciencia y poderío real y absoluto, haga hidalgo al dicho Don Diego de Silva [...]», y añade el escribano: «Su Majestad, atendiendo a las causas aquí Enrique Valdearcos Guerrero Historia del Arte contenidas, hace merced de hacer hidalgo a D. Diego de Silva Velázquez, para tener el hábito de la Orden de Santiago, sin embargo de no ser noble [...]». Mas no basta con vencer, hay que convencer. Sobre todo, a aquellos que aún piensan que la Pintura no es un arte noble. Con sutileza y con ese reposo, «flema», tan propia de él, Velázquez lo hace en sus Meninas. Nos dice Palomino, comentando la aparente audacia de Velázquez al retratarse con la familia real: «Con no menos artificio considero este retrato de Velázquez, que el de Fidias escultor y pintor famoso, que puso su retrato en el escudo de la estatua que hizo de la diosa Minerva, [...] que si de allí se quitase, se deshiciese también de todo punto la estatua. No menos eterno hizo Tiziano su nombre con haberse retratado teniendo en sus manos otro con la efigie del señor Rey Don Felipe Segundo [...], así también el de Velázquez durará de unos siglos en obras en cuanto durase el de la excelsa cuanto preciosa Margarita, a cuya sombra inmortaliza su imagen con los benignos influjos de tan soberano dueño». El mensaje es claro: el pintor, el artista en general, y su arte, son nobles porque Reyes y Príncipes lo ennoblecen con su protección y con su afición. Y ahí lo tenéis, parece decirnos Velázquez: la Infanta, por entonces heredera del trono, y los mismísimos Reyes certifican con su real presencia en el taller del pintor la nobleza de la Pintura. Pero continuemos. Como hicimos ver más arriba, los personajes del lienzo parecen congelados en un preciso instante: la presencia real. A este propósito, Palomino dice que «esta pintura fue de su Majestad muy estimada y en tanto que se hacía asistió frecuentemente a verla pintar; y asimismo la Reina, nuestra Señora, doña María Ana de Austria bajaba muchas veces y las señoras infantas y damas [...]». Los Reyes, pues, van a ver pintar a su pintor de cámara, pero, con anterioridad, han irrumpido en el taller la infanta y su cortejo. Al hacerse presentes los Reyes, todos reaccionan mirando hacia la Real Pareja: Velázquez dejando de pintar; la infanta, que estaba viendo cómo Pertusato trataba de hacer reaccionar al perro, vuelve sus ojos hacia sus padres; doña Isabel de Velasco ha visto llegar a los Reyes e inicia una reverencia de Corte; la Ulloa, parlanchína, no se ha percatado de la presencia real, ni tampoco la Sarmiento, que está ofreciendo, como mandan las etiquetas de Palacio, de rodillas, el agua que Margarita había pedido; el guardadamas parece asombrado y Mary Barbóla indiferente en su embobamiento; al fondo, el Aposentador, Nieto, también como mandan las etiquetas, sin espada, pero con la capa y el sombrero en la mano, está descorriendo la cortina para que los Reyes, cuando terminen su visita al pintor, puedan pasar. Por lo tanto es posible otra interpretación: Velázquez no pinta a los Reyes, pintaba algo que no sabemos, no pintaba nada, no tiene importancia lo que pintara. Sólo que él estaba pintando cuando por allí aparecieron los Reyes y el cortejo de la Infanta. Es el acto de pintar el que se coloca de coprotagonista junto con la familia real. El espejo, con las imágenes reales, es el gran protagonista, Fue Tolnay quien señaló la importancia del gesto de Velázquez en Las Meninas, con todos los atributos de su oficio, el pintor no se pinta pintando, su pincel suspendido en el aire y su gesto pensativo eran interpretados por Tolnay como un alegato de Velázquez sobre el carácter «intelectual» de la pintura. La obra pictórica no es el resultado de la mecánica de pintar; la pintura, como dijo Leonardo, «es una cosa de la mente». Nace de la inteligencia, como el verso. Y eso es lo que Velázquez está haciendo pintando Las Meninas, la más sublime prueba de que su arte es un arte de Reyes. Volver al Temario Volver a la Presentación