El creacionismo y la posibilidad de la ciencia

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EL CREACIONISMO Y LA POSIBILIDAD DE LA CIENCIA
Autor: Oscar H.Beltrán, Licenciado en Filosofía por la Universidad Católica
Argentina, trabaja como docente en diversas dependencias de esa Universidad y
otros establecimientos de nivel medio, terciario y universitario.
Resumen:
Hay una visión preponderante según la cual la religión es un obstáculo para la
ciencia, y que sólo hay progreso cuando el punto de vista de la fe deja su lugar al de
la razón científica. En esta ponencia se intenta desmentir esa perspectiva mostrando
que el cristianismo, a través de la idea de creación, lejos de oponerse representa la
clave de la posibilidad misma de la ciencia. Al admitir que todo ha sido creado de la
nada se descubre el fundamento último por el que las cosas son inteligibles para la
ciencia, a la vez que misteriosas e imposibles de penetrar definitivamente, por lo
cual se justifica la aplicación de hipótesis provisorias. El creacionismo también
fundamenta la unidad del cosmos y de sus leyes, como así también la unidad de los
saberes y la posibilidad del diálogo interdisciplinario.
Es un lugar común en los esquemas historiográficos preponderantes el
supuesto contraste entre la visión religiosa y la visión científica del mundo. De
acuerdo con esa perspectiva, la ciencia ocupa su lugar en la historia como una
iniciativa del espíritu llamada a sustituir el enfoque de la fe, el cual, si no es
directamente suprimido, queda desplazado fuera del ámbito de la razón.
Como ejemplos de lo dicho pueden citarse en primer lugar la interpretación
del comúnmente llamado pasaje del mito al lógos, verificado en Occidente alrededor
del siglo VI-VII a.C. Si lo que entendemos por lógos es la vocación del hombre de
buscar razones, aunque lleguen a presentarse bajo un rostro divino, tendremos
delante el vasto y cautivante panorama de la filosofía y la ciencia griegas. En ese
entorno se está por cierto lejos de escatimar la relevancia de una causa
trascendente, como lo prueban la doctrina de Platón (presentada sugestivamente
bajo la forma del mito) y de Aristóteles, cuyo Primer Motor es prácticamente la clave
de bóveda del sistema. En cambio, la exégesis que pretendemos describir reduce el
sentido del lógos a lo puramente científico, presentando como paradigma las
investigaciones en torno a la causa material en los presocráticos. Todo lo que se
aparte de un naturalismo estricto es concebido como un empecinado resabio de las
tradiciones mitológicas pretéritas.
Una segunda figura de este esquema es el apóstrofe de edad oscura con el
cual se caracteriza al período medieval. Bajo una inspiración iluminista, no
desmentida por sus herederos posmodernos, se juzga a aquella época como un
cono de sombra por el que Europa debió transitar mientras el cuerpo opaco de las
creencias religiosas de signo cristiano y musulmán eclipsaban al Sol de la ciencia.
Se insiste en el llamativo despegue de la cultura a partir del siglo XVI invocando
palabras tales como Renacimiento o siglo de las luces.
El tercer testimonio que puede ofrecerse, y sin duda el más emblemático, es
el caso Galileo. El análisis de este episodio carga las tintas sobre la necedad de los
1
teólogos inquisidores, confabulados con la estéril filosofía peripatética, y haciendo el
ridículo ante la solvencia de los argumentos del héroe toscano.
No parece necesario abundar en esta caracterización que ocupa la mayor
parte de los desarrollos teóricos, los planes de estudio y la literatura de apoyo
correspondiente. Mi objetivo, a través de estas páginas, será mostrar que:
a) una ciencia fiel a la naturaleza de la razón de salir al encuentro de lo real, y
afianzada en su aptitud para llegar a la verdad de cualquier modo que ésta se
presente; y una fe centrada en la figura de Jesucristo como Verbo Encarnado, que
asume hipostáticamente la naturaleza humana sin rechazarla, ni desvirtuarla ni
destruirla, sino elevándola y perfeccionándola; de nuevo, la ciencia y la fe así
entendidas no pueden sino congeniarse, armonizarse y beneficiarse mutuamente.
b) la idea de creación como dogma primordial de nuestra fe y columna central de la
metafísica realista constituye una pieza decisiva para comprender ese encuentro.
Sobre el primer punto poco he de agregar, pues se trata, en última instancia,
de proclamar una vez más la tradición milenaria en favor de la distinción y
complementación de la fe y la razón. La circunstancia de ser éste un encuentro de
docentes católicos me dispensa de extenderme sobre aquello en lo que se sostiene,
sin más ni más, nuestro oficio. Sólo quería señalar, de un modo más explícito, que
una afirmación semejante constituye tal vez lo más original y diferenciador del
cristianismo con respecto a otras religiones más radicalizadas en su relación con el
mundo (para lo cual es difícil encontrar otro camino más categórico que la presencia
del mismo Dios entre nosotros). Y, además, que sólo bajo esta impronta puede
asumirse el dogma creacionista en su sentido genuinamente cristiano.
El resto de la ponencia estará consagrado al análisis de la segunda tesis.
Evidentamente no se trata de una idea nueva si, como recién se dijo, tomamos en
cuenta la persistencia de una firme tradición filosófica arraigada en la concepción
artesanal del mundo, potenciada luego por la Patrística y la Escolástica. No
obstante, y tal como lo señala J.Pieper, a quien sigo como el que me ha mostrado el
camino en esto, el tema de la creación, en su condición fundacional, no llegó a ser
explicitado. Aludiendo a Santo Tomás, afirma el sabio alemán: Lo que es decisivo (y
muy difícil) en la interpretación de un texto, y sobre todo cuando este texto pertenece
a una civilización o a una época alejada, es justamente esto: captar las evidencias
fundamentales que sin ser expresadas, atraviesan el contexto de lo que está dicho,
encontrar esta llave musical invisible que gobierna lo que está dicho explícitamente.
[...] En lo que concierne a la filosofía de Santo Tomás, hay una idea fundamental
implícita, que determina casi todos los conceptos claves de su visión del mundo: es
la idea de creación o, para hablar con mayor precisión, la idea de que no hay nada
que no sea creatura (salvo el Creador mismo) y también que el hecho de ser creado
determina enteramente la estructura interna de la creaturai. Esta impronta tan vital y,
quizá por eso, tan callada, reaparece en la maravillosa semblanza de Chesterton:
Pero hay un tono general y un temperamento en Aquinas que es tan difícil de evitar
como la luz del día en una casa de cristales. Es esa situación positiva de su mente,
1. El elemento negativo en la filosofía de Santo Tomás de Aquino en “Dieu Vivant” nº20 (1951). La traducción
del texto nos fue proporcionada durante los estudios por el Dr.Komar.
i
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que se ve llena y empapada como de una luz solar, al calor de la maravilla de las
cosas creadas. Hay cierta audacia privada en su religión, según la cual los hombres
añaden a sus propios nombres los títulos tremendos de la Trinidad y de la
Redención; así, una monja puede llamarse “del Espíritu Santo” o un fraile llevar tal
carga como el título de San Juan de la Cruz. En este sentido, el hombre que
estudiamos puede llamarse de una manera especial Santo Tomás del Creador.ii
La progresiva disolución del espíritu medieval se refleja en el debilitamiento
de esta intuición troncal, tal como puede apreciarse en la univocación esencialista
del ser en la Segunda Escolástica, y en la concepción deísta del Dios relojero
presente en los grandes autores de la Modernidad. Pero hizo falta la provocación del
cientificismo galopante de los últimos 200 años para que, al fin, algunos intelectuales
católicos la recuperaran como pieza de reflexión y baluarte apologético. Entre los
más prominentes se destaca por su entusiasmo y su aparato erudito el Padre S.Jaki,
en especial a través de sus obras The Road of Science and the Ways to God y
Science and Creation. En el Prefacio de la primera de estas producciones, su autor
nos dice que su propósito es demostrar la existencia de una única avenida que
constituye a la vez el sendero de la ciencia y los caminos hacia Dios. La ciencia
encuentra su único nacimiento viable en una matriz cultural penetrada por una firme
convicción acerca de la capacidad de la mente para encontrar en el ámbito de las
cosas y de las personas una indicación de su Creador. Todos los grandes avances
creativos de la ciencia han sido hechos en términos de una epistemología
impregnada de esta convicción, y dondequiera que esa epistemología haya sido
resistida con vigorosa consistencia, el propósito de la ciencia aparece
invariablemente despojado de la solidez de su fundamento. Intentaré seguidamente
reseñar los elementos principales que apoyan esta contundente aseveración.
Hay que partir de la definición misma de creación como una producción ex
nihilo, es decir como un engendrar sin otro supuesto previo que el del mismo agente
divino. A diferencia de la generación natural y de las producciones del arte humano
la creación pone en la existencia la totalidad del ser. Ahora bien, ninguna causa
actúa sin una determinación capaz de orientar su eficiencia hacia tal o cual efecto, y
dicha determinación es la finalidad. Pero como a su vez el fin es una causa
intencional, vale decir, que influye en cuanto conocido y querido por el agente, se
sigue que en todo lo que se genera ha de suponerse la intervención directa o
indirecta de un ser inteligente. En última instancia, lo que nos permite aspirar a la
comprensión de las obras del hombre es la lógica presunción de que han sido
ejecutadas conforme a la razón. Cuando tratamos, y de alguna manera logramos
captar el sentido de algún producto cultural cuyo autor no esté a mano para explicar
(por ejemplo, la función de un utensilio prehistórico o del botón de un artefacto cuyo
manual de instrucciones hemos extraviado), estamos reivindicando la posibilidad de
nuestra inteligencia de entrar en sintonía con la de aquél que diseñó y fabricó ese
elemento. Análogamente, si hay una manera de comprender la naturaleza es porque
ella misma responde a un pensamiento previo. Esta propiedad por la cual las cosas
son manifestativas de sí mismas ante la inteligencia es lo que la filosofía denomina
su verdad, o con la bella imagen de R.Guardini su carácter verbal. Técnicamente
decimos que las cosas son de suyo inteligiblesiii.
ii
Santo Tomás de Aquino p.110
iii
Q.D.De Veritate I, 1; S.Theol. I, 16, 1
3
Este rasgo, que en la profusa documentación de Jaki aparece reconocido por
los más insignes científicos de nuestro sigloiv, debe apreciarse en toda su
radicalidad. Por empezar, si la creación es ex nihilo, resulta que todo proviene de
Dios, a diferencia de la industria humana que no puede hacerse cargo de la materia
con la que cuenta. Una cosa es preguntarse por el sentido de la representación de la
Ultima Cena pintada por Leonardo, y otra es querer entender el sentido de cada una
de las manchas y grietas de aquella pared tan poco propicia para servir de base al
inspirado fresco. Esas manchas y esas grietas, se dirá, no debemos adjudicarlas a la
intención del pintor sino a circunstancias de la materia trabajada, que son
irracionales o al menos pertenecen a otro orden. En el caso de la creación, la misma
materia forma parte de la obra y por eso también lo que a ella atañe tiene garantía
de inteligibilidad. Estamos diciendo ni más ni menos que, si todo es creado en el
estricto sentido del término, entonces todo puede ser entendido, y la posibilidad de
un agujero de incomprensión absoluta en alguna parte es por completo
contradictoria. ¿Puede pedirse un estímulo mayor que este para emprender el
trabajo científico?
Incluso deberíamos señalar esta característica como más a propósito de los
tiempos corrientes, pues así como la ciencia actual verifica sus progresos en la línea
de la causalidad formal (como en el caso de los modelos matemáticos o la teoría de
la información) también avanza hacia lo profundo de la materia, donde la
indeterminación y el caos podrían parecer desalentadores. Hemos visto a varios
físicos cuánticos pactando con ciertas teorías irracionalistas e imágenes poéticas tal
vez elocuentes pero de dudosa cientificidad. Pero tarde o temprano, aún en estos
inhóspitos dominios, la legalidad y el orden se imponen. Hasta el propio Pío XII salió
alguna vez al cruce de la interpretación probabilista o estadística de la naturaleza v.
Pero aún el régimen del puro azar queda preservado como un rasgo propio de un
mundo forzosamente finito e imperfecto en su dinamismo, que sin embargo termina
por reducirse a un orden superiorvi. Baste como ejemplo la circunstancia de las
mutaciones genéticas, que si por una parte parecen acaecer de manera fortuita,
consiguen por acumulación desencadenar un proceso selectivo que propicia la
evolución de las especies.
Si insistimos en profundizar el concepto de creatio ex nihilo, como lo hace
Pieper en el artículo citado, llegaremos a la conclusión de que esa inteligibilidad
propia de lo creado no solamente es universal sino en cierto sentido infinita, ya que
al tener su origen en el Ser Supremo, las cosas son como huellas que recogen a su
manera la insondable perfección de su Hacedor. La riqueza de su testimonio no
puede agotarse con ninguna pregunta, con ningún método. Siempre tienen algo más
para decir. En otras palabras, la realidad, en cuanto creada, es inteligible hasta el
extremo de lo misterioso, entendido como un exceso de luz. Este rasgo, que también
ha provocado el asombro de los investigadores, tiene sin duda mucho que ver con el
iv
Para citar una fuente más accesible, véanse los cc. 5 y 6 de su libro Ciencia, fe, cultura (Madrid, Palabra,
1990)
v
Al IV Congreso Tomístico Internacional del 14 de setiembre de 1955, cit.en J.M.Riaza Azar, ley, milagro
Madrid Ed.Católica 1964 pp.349-351
vi
S.Contra Gentiles III, 72 y 74
4
carácter hipotético de la mayor parte de las verdades científicas. En efecto, la
desbordante complejidad de los fenómenos que la ciencia estudia la obligan a
esquematizar, simplificar, modelizar, trabajar por aproximaciones iterativas que, si
bien muestran un ajuste creciente en relación a los hechosvii, quedan casi siempre
superadas y recluídas en el modesto rango de la opinión.
Para acabar con el primer punto de nuestro análisis, merece observarse que,
si sólo Dios tiene el poder infinito que se requiere para dar el ser completo, o sea si
uno solo es el Creador, también la creación ha de ser una en cierto modo. La
expresión de cuño latino Uni-verso muestra con precisión este sentido. La totalidad
de las cosas no se reduce al puro amontonamiento o dispersión cuantitativa, sino
que exhibe una unidad profunda, armoniosa, cósmica. Hablar de Universo es hablar
de un plexo de realidades corpóreas regidas por patrones comunes, engarzadas por
un dinamismo solidario que hoy, justamente, sorprende cada vez más a los cultores
de una disciplina en cierto sentido novedosa, como es la cosmología.
Más aún, se ha señalado en muchas ocasiones que lo que más contribuyó a
destrabar el avance de la ciencia a partir del siglo XVII no fue la sustitución del
modelo geocéntrico sino la remoción del prejuicio clásico de la inmutabilidad de los
cielos. Y para ello contribuyó decisivamente la idea de creación, poniendo en
evidencia que, por encima de cualquier jerarquía, todas las realidades, terrestres o
astrales, están sujetas a un designio común expresable en leyes racionales.
Es verdad que aquel perjuicio persistió firmemente durante el Medioevo, lo
cual ayuda a comprender el estancamiento de la ciencia en este período, que nadie
puede negar. Pero es justo oponer el atenuante de que no era posible desmentir esa
convicción a falta de instrumentos de observación adecuados. Por otra parte, en la
discusión desatada al principio del cristianismo en torno a la relación entre razón y fe
triunfó categóricamente la posición conciliadora, ya que negar que la razón fuese
obra de Dios y, por lo tanto, buena en sí misma, sería contrario a la fe. Por eso los
Santos Padres proclamaron, en su prédica pero sobre todo en su ejemplo, que debía
acogerse todo conocimiento que hiciese honor a la verdad, dondequiera y como
quiera que se lo obtuviese. Y bajo tal inspiración vemos con qué aprecio fue recibido
en el cristianismo el legado cultural pagano, particularmente en lo que a doctrina
científica se refiere. Al fin y al cabo, si la autoridad de Aristóteles, Ptolomeo, Euclides
o Cicerón se apoyaba en la solidez de sus argumentos y la verosimilitud de sus
explicaciones ¿por qué menospreciarla? Sin ese voto de confianza en una razón que
también es creatura; de no haber recogido con la paciencia y dedicación de los
monjes la cosecha del paganismo, donde inevitablemente se mezclaron el trigo y la
cizaña, no hubiésemos podido separar uno de la otra para hacer posible la nueva
ciencia. Volviendo al esquema que denuncié al comenzar este trabajo, sólo podría
suscribirse la idea de un auténtico renacimiento si se aludiese exclusivamente a la
contribución de los pensadores presocráticos. Pero esa nueva ciencia, la ciencia
actual, no tiene cómo sostenerse sin los cimientos de la matemática pitagórica, la
universalidad de los arquetipos platónicos y el Organon de Aristóteles.
Otro detalle interesante para evaluar es que, si bien el texto bíblico que sirve
vii
Estoy tratando de decir que el creacionismo ofrece un delicado equilibrio entre racionalidad y misterio, lo cual
en este caso nos aparta de posiciones extremas como las de Kuhn y Feyerabend.
5
de base a la fe cristiana y al creacionismo no se propuso plantear una visión
metafísica sino un mensaje de salvación, hay en sus palabras y en su trasfondo
algunas sugerencias de sentido que, puestas al calor de la reflexión secular de la
Iglesia, dieron luz a intuiciones fecundas para la ciencia. Sin ir más lejos, el relato del
Génesis hace notar explícitamente que los astros no son dioses y que, inclusive,
fueron creados para servir al hombre. De esta manera quedaba significativamente
acotada su influencia en la economía universal abriéndose de a poco el camino
hacia la liberación antes comentada. Por otra parte, la secuencia temporal de la
narración, más allá del valor que se le otorgue en la exégesis actual, fue ocasión
para plantear por primera vez el desafío de un modelo lineal y evolutivo del cosmos,
en contraste con la pauta circular y estática del griego. No quiero ceder al
concordismo ni atribuir carácter profético a la teoría de las razones seminales de
San Agustín o al modo audaz como Santo Tomás entiende la cooperación de las
causas segundas en la configuración universal. Sólo me limito a apuntar que, al
margen de su interpretación literalista de la Escritura, los medievales entendieron
que semejante modo de ejecutar el plan creador reforzaba el sentido que ellos le
daban a la palabra.
Lo que se viene diciendo hasta aquí está en relación a las implicancias
metafísicas de la creaturidad, que por cierto no hemos agotado. Otro enfoque
interesante es el que se abre desde la perspectiva de los saberes en un entorno
creacionista. En tal sentido, la vocación realista de la inteligencia, junto con la
afirmación de la Unidad Absoluta del Primer Principio, desemboca en lo que es la
piedra de toque del edificio intelectual de la Edad Media y de la Cristiandad misma:
la unidad del saber. Si es Dios quien hace todas las cosas, entre ellas la razón por la
que el hombre se asemeja a El en la capacidad de conocerlas en su ser íntimo, y es
el mismo Dios quien a la vez Se revela al hombre convirtiendo las vibraciones del
aire por El creadas en palabras de vida eterna, es sencillamente impensable un
planteo divergente entre la fe y la razón.
Esta conclusión no se reduce a descartar la grotesca teoría de una doble
verdad, según la cual los dominios de la fe y la ciencia son cerrados y plenamente
autónomos, hasta el extremo de que, si en algo pudieran concurrir, no estarían
obligadas a evitar la contradicción entre sí. Hoy han reaparecido ciertas corrientes
que entienden la relación entre fe y ciencia como la mera ausencia de interferencias,
para lo cual se empeñan en asegurarse que no tengan que compartir ningún tema.
Basta que la fe se ocupe de la vida eterna y la ciencia de los fenómenos temporales
para que la paz quede preservada. Pero la intención de la doctrina acerca de la
unidad del saber es mucho más profunda. Lo que nos quiere enseñar es que,
justamente por ser creada, la ciencia es naturalmente capaz de recibir el influjo
sobrenatural de la fe, no como algo extrínseco y violento, sino como una levadura
que la ilumine y fortalezca por dentro, haciéndola más auténtica y conforme a su
verdadero ser. La unidad del saber proclama que la ciencia también es redimible, y
que sin invadir su autonomía puede ser elevada por la gracia a través de la persona
del científico. E insisto: dicha posibilidad anida exclusivamente en la condición
creatural de la ciencia. Veamoslo en ejemplos.
Es un hecho históricamente constatable que la noción misma de creación
aparece en el contexto de la revelación judeo-cristiana, y no en la tradición filosófica
griega. Tan pronto como los primeros Padres se aplicaron a trabajar teológicamente
el dato de fe, tomó protagonismo el dogma creacionista. Pero una vez que la
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Escolástica logró decantar el patrimonio de la metafísica pagana, a la vez que lo
renovaba con la savia de la gracia, fue capaz de extender su luminosidad hasta
llegar a descubrir, con la sola razón, la necesidad del carácter creado de las cosas.
En otros términos, lo que los cristianos ya sabían por la fe lo alcanzaron nuevamente
por la razón, por una razón que no precisó de premisas sobrenaturales para arribar a
ese punto, pero que sin el influjo benéfico de la fe y la gracia no hubiese encontrado
jamás aquello a lo que tenía derecho. Para conceptualizar esta situación se habla de
preámbulos de fe, esto es, de verdades que, a pesar de estar estrictamente bajo el
alcance del poder natural de la razón, fueron de todos modos reveladas para
asegurarse que todos llegasen a su conocimiento sin necesidad de instrucción, y
porque, como en este caso, son de hecho inaccesibles a la ciencia humana en las
condiciones en que opera en la vida presenteviii.
Este ejemplo no sólo tiene valor por tratarse de la misma idea de creación a la
que me he referido, sino porque la posibilidad, al menos teórica, de apoyarla con
razones que no excedan el orden natural constituye un estímulo para cultivar a
través de ella el diálogo con los hombres de ciencia ajenos a nuestra fe. Aunque
estoy yendo muy lejos de mi propio terreno, me imagino esta ventaja como la que
representa el acuerdo sobre el monoteísmo o la dignidad del hombre en el diálogo
interreligioso.
El segundo ejemplo ha merecido detallados estudios, en particular del gran
eruditio francés P.Duhemix. En versión simplificada, se trata de la famosa
declaración del Obispado de París de 1277 condenando una larga lista de
proposiciones identificadas con el averroísmo. Entre ellas, figuraba la tesis según la
cual este es el único mundo posible, ya que se lo supone como emanación
absolutamente necesaria de Dios. Al rechazar esta tesis, la Iglesia (ya que por
entonces la sede de París tenía un peso casi igual al de Roma) reafirma el carácter
libérrimo y amoroso del acto creador de Dios, a la vez que la estricta no-necesidad
de su efecto. Una vez más, la aplicación en todo su alcance de la idea de creación
opera en un sentido auspicioso para el saber. Efectivamente, más allá de ciertas
condiciones de congruencia (como por ejemplo que todas las cosas obran por un fin,
que en última instancia no puede ser otro que Dios mismo), el mundo podría haber
sido hecho de otra manera. La consecuencia notable de esto es que, en virtud de su
intrínseca contingencia, la teología es incapaz de establecer, desde Dios, cómo son
las leyes que gobiernan el universo. La última palabra al respecto queda en manos
de la ciencia, de cuya libertad la Iglesia misma se pone como garante, sin más límite
que el de no contradecir la fe.
Si alguien creyese que esta salvedad fue atropellada por la intromisión
cometida en el caso Galileo, habrá que observar que la evaluación honesta y
ecuánime de la documentación de época muestra no sólo la imprudencia de los
teólogos en el dominio de la exégesis, sino también la del propio Galilei en el valor
desproporcionado que le atribuía a sus demostraciones.
Considero oportuno cerrar mi consideración con algunas aclaraciones
viii
ix
S.Contra Gentiles I, 4
Por ejemplo en su monumental obra Le Sistème du Monde
7
adicionales, a saber:
•
•
•
No se trata de acusar a todos los científicos de ser hostiles a la religión, ya que ciertamente
la vocación científica no presupone una actitud semejante. Lo más frecuente es encontrar en
ese círculo cierta indiferencia o prescindencia, como quien no pretende molestar ni que lo
molesten. El verdadero campo de batalla está dentro del terreno filosófico, donde se
interpreta arriesgadamente una ciencia que no se practica.
El mensaje en favor del creacionismo como puente entre la ciencia y la fe no debe
confundirse con una suerte de “misticismo” científico del tipo new age, en el que la prolija
distinción, la estricta jerarquía y el delicado equilibrio de los saberes que aquél supone se
convierte en una mezcla saturada de elementos inconexos de la que resulta un híbrido tan
alejado de lo religioso como de lo científico.
Tal como lo ha enseñado repetidas veces S.S.Juan Pablo II, también la fe necesita del influjo
purificador de la ciencia, que favorezca un contacto más pleno y auténtico con la realidad
mundana y con las preocupaciones de la cultura contemporánea. Con ello insisto en
subrayar el carácter recíproco de los beneficios de la perspectiva creacionista.
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