¿CUANDO UN LIBRO DE LITERATURA ES BUENO

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¿CUANDO UN LIBRO DE LITERATURA ES BUENO?
Pilar Dughi
Psiquiatra y escritora, autora de dos libros de cuentos La premeditación y el
azar y Ave de la noche, Pilar Dughi se hace esta pregunta y su reflexión
nos demuestra que sólo en apariencia se trata de una pregunta ociosa.
El título del presente artículo alude a una interrogante que el lector se hace en el momento
en que le provoca leer algún libro de literatura de cualquier índole y busca referencias para
adquirirlo o prestárselo. Los lectores, sea cual sea su estirpe, lo eligen por razones desde las
aparentemente más triviales, como son la carátula o la forma de presentación del libro,
hasta otras como los comentarios de los amigos o la lectura de alguna reseña crítica en los
periódicos. Si hablamos particularmente del lector limeño, si es universitario, intelectual
y/o cultivado, la reseña en un medio escrito cobra relevancia. Pero el común denominador
de los compradores de libros de literatura en nuestro universo citadino, según una encuesta
publicada en El Comercio (1996), lo hace consultando a los vendedores de las librerías.
Situación no muy disímil a los compradores de medicamentos, consultando a los
vendedores de las farmacias; puesto que, aunque el papel del librero ha sido siempre una
antena orientadora del buen gusto literario cuando conoce su oficio, librerías semejantes
son hallazgos privilegiados en nuestro limitado comercio del libro. Se busca la opinión
cercana, la accesible, en la que predomina el criterio pragmático referido a la experiencia
del consumo y no necesariamente el de la calidad del bien.
El medio de difusión más eficaz de un texto literario en el lector promedio, como ocurre
con la mayoría de los servicios de atención al usuario, también promedio, es la famosa
radio bemba, es decir, lo que les gusta a todos. Y esta modalidad resulta siendo, de alguna
manera, gestora microsocial del gusto literario de un micropúblico. El hecho resulta una
constante importante: a fines del siglo pasado, la editorial alemana Diederichs investigó la
motivación por la compra de un libro. La recomendación oral de los amigos fue la respuesta
abrumadora. En 1926, la Bolsa de Libreros de Leipzig obtuvo resultados parecidos. El 67
% de sus encuestados adquirió un libro gracias a la alabanza que hizo de él un conocido. El
resto, por la lectura de alguna reseña.
Pero la formación del gusto literario tiene mucho que ver, desde los tiempos primordiales,
con el rol del artista y su relación con el poder. Petrarca tuvo que soportar durante veinte
años ser mantenido económicamente por la familia de los Colonna de Roma, a quienes
odiaba, y Chaucer tuvo como protector a John of Gaunt. El son de sus escrituras, cantaba
también a los gustos literarios de sus protectores. Hubo, por supuesto, honrosas
excepciones: Cervantes no aplaudió el éxito complaciente de la dramaturgia de Lope quien
gozaba de generosos apoyos y ello le costó vivir atormentado por sus deudas y oficiar como
cobrador de impuestos, trabajo para el que, al parecer, no estaba bien dotado que digamos.
Si la censura a los escritores la ejercían los protectores de antaño, es el mercado
contemporáneo del libro el que hoy se convierte en censor. Situación que ha sido
críticamente enunciada en las últimas décadas de nuestro siglo, por las grandes casas
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editoriales. Tom Wolfe, por una novela aún no escrita, recibió en 1989 el adelanto de siete
millones de dólares. Tal anticipo, según idicó el New York Times, requería, cuando menos,
la venta de 700.000 ejemplares para amortizar la cifra entregada al autor.
Estos riesgos de inversión obligan a costosas operaciones de marketing dirigidas a seducir a
los informadores culturales, los críticos literarios, los libreros y otros receptores
privilegiados que juegan un papel capital en la promoción del libro. La ventaja de una
difusión de masas que facilita una mejor disponibilidad de la cultura para un público
mayor, se adormece por valores promovidos más por las vitrinas y las luces de neón que
por el juicio crítico.
Y en este mundo a fines del milenio, perseguidos y subyugados por el Email, celulares,
beepers y el repertorio de TV Cable Internacional, no hay tiempo para pensar. Hay que
actuar. La acción y las respuestas definen las conductas, y la disponiblidad para la lectura,
experiencia básicamente solitaria que requiere sus propios tiempos de procesamiento
interior, se reduce.
La competencia del libro, en estas condiciones adversas, se encuentra con un lector más
indolente que selectivo. El supuesto buen libro se define, así, por la magnitud de una venta
dirigida a un hipotético gusto literario adscrito a un lector ideal azaroso, pues en los grandes
mercados foráneos muchos autores no alcanzan más de tres semanas de permanencia en las
carteleras de venta. Se pierden no sólo malos, sino también buenos libros que no han
podido responder a las necesidades de recuperación de costos del marketing.
La formación del gusto literario desde que se configura el mercado editorial a mediados del
siglo XVIII, tiene que ver además con una variedad de condiciones, como la experiencia
lectora promovida por la escuela o la tradición familiar, la presencia de una crítica literaria
en los medios de comunicación, las políticas de promoción cultural, las bibliotecas locales,
los suplementos literarios y, por supuesto, el acceso económico al libro.
En nuestro país, la escuela, si nos atenemos a los resultados de la calidad de la enseñanza,
una de las más pobres de América Latina, no es precisamente formadora del hábito lector.
El libro es un artículo caro para las familias peruanas. Y la crítica literaria como tal es un
oficio fortuito en la prensa escrita. Por otro lado, las editoriales peruanas distibuyen
pobremente su libros, y no suelen arriesgar un tiraje de literatura mayor de mil o mil
quinientos ejemplares, cuyos costos se recuperan en el lento plazo de uno o dos años.
En circunstancias tan poco estimulantes, aparece radio bemba, nuestro más fácil e
inmediato referente de selección. Si el libro le gustó a un amigo, con quien compartimos
ciertas afinidades, a quien podemos preguntarle con confianza ¿es bueno? Tal vez su
propuesta, en el momento, sea el libro que resulta tan exitoso como la libreta de ahorros de
más altos intereses en el mercado financiero. Y ese es el primer escalón de lo que se llama
el gusto literario.
Paradójicamente, esta situación no fortalece al mercado editorial ni al incremento de
lectores, que seguirán orientando sus escasas lecturas a una opinión dirigida por el hábito
del consumo, gracias al cual ni siquiera tenemos que hacer el esfuerzo de desear. Porque
como ocurre con alcanzar el deleite de paladear un buen vino, el encontrar un buen libro
cuesta el precio de haber probado otros que no lo son. De aprender a elegir y descartar en la
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variedad de la oferta. La historia de la experiencia estética parece haber demostrado que
una buena literatura no será la que nos ofrece las respuestas inmediatas de la telenovela
brasileña, ¿«Quién será la próxima víctima»?, sino la que apelará a los resortes internos de
esas oscuras profundidades que todos tenemos en nuestro cerebro y nuestro corazoncito,
aparentemente olvidados o anestesiados pero que lamentablemente, para nuestra solaz
inercia cotidiana bombardeada por la entelequia publicitaria, no han desaparecido. Y son
tan reales como el vientre materno. Será la que planteará preguntas que nos remiten a la
aventura, al drama o la alegría presente, pero que transforma nuestra siempre limitada y
unilateral percepción humana de las cosas y de lo hombres. La aventura literaria se inscribe
en el reino de la sugerencia y de la ambigüedad. Nos produce multitud de significaciones
imbricadas en una existencia que es la nuestra, y no necesariamente aquellas que ha
pretendido el autor. Permanece además, de alguna manera, en nuestra conciencia. Si leemos
una novela a los veinte años, la interpretamos de una forma. Con el paso de los años
encontraremos en ella, acorde con nuestra propia evolución, distintas percepciones. Lo
demás es simplemente el gusto sin adjetivo. Como el placer de leer un artículo en el
periódico, una revista de actualidad, o una tira cómica que cumple la función de
gratificación sin mayor pretensión provocadora.
Un buen libro expresa cómo una cultura se piensa a sí misma. Y esa es quizás una especial
función de la lectura que nos remonta hasta los clásicos de todos los tiempos: cómo uno se
confronta a sus pasiones, opiniones, creencias, estilos de vida, comportamientos sexuales y
modas. Un ejemplo de ello es la relación que tiene el tratamiento del tema y los personajes
literarios, con los escenarios culturales y sus actores sociales. La literatura popular
folletinesca de mediados del siglo pasado buscaba recetas muy simples y tan antiguas como
la política aristotélica: personajes con los que el lector pudiera identificarse, una intriga que
llamara la atención, y la resolución del drama planteado a través de una experiencia
catártica. Pero la literatura del siglo XIX también problematizó el gusto del lector. Le
presentó historias cuyo final no era un happy end. El bien no siempre triunfaba sobre el
mal. Horror de horrores. Eso no se lo esperaban la mayoría de lectores del Werther de
Goethe, libro que provocó una ola de suicidios en Europa, y fue criticado severamente por
los preceptores de la rígida educación alemana, como una novela maldita que no respondía
a las expectativas de lo que debería ser un buen libro, aleccionador y moral. Su historia
expresaba mucho más que el suicidio de un joven por un amor contariado. Era una voz que
se rebelaba contra el sentido de una época, justificada por la productividad frenética del
trabajo.
Los temas que se presentan en la literatura antigua y contemporánea, provienen de las
mitologías culturales. Y aquí hay variantes de acuerdo al desarrollo histórico de las
sociedades. La cibernética no existía en el siglo XVII, pero los amores contrariados
pertenecen a todas las latitudes, como los dramas de las paternidades y las filiaciones, o las
búsquedas de los territorios edénicos que siguen apareciendo infinitamente en las historias
literarias como apetencias nunca resueltas. Y si hoy deseamos llorar, o divertirnos o
cuestionarnos, hay para todos los gustos. Pero lo que cambia esencialmente son las formas
de decir las cosas, las modalidades del sentir, la naturaleza de los interrogantes, y el perfil
del lector. Pues parece que aunque el buen autor no tiene sexo, el soñado lector virtual de
los editores sí lo tiene. Las mujeres, que fueron las mayores lectoras de Byron en el siglo
pasado, en nuestra época son un público masivo al que quieren llegar escritores y editores.
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Las transformaciones en sus condiciones de vida en los últimos cincuenta años, su
incorporación al mercado laboral, instrucción y cultura, así como los efectos de los
complejos procesos de urbanización de las sociedades rurales, las convierten en codiciadas
receptoras. No es aventurado señalar que ello también influye en la elaboración de los
textos literarios. La difusión que han alcanzado escritoras como Toni Morrison, Angeles
Mastretta o Vlady Kociancich nos indica que hay variaciones no sólo en la oferta, sino
también en el gusto literario. Y estos nuevos registros inciden en el llamado canon literario,
que ilustra cómo se está definiendo actualmente el valor de una obra en el mercado
latinoamericano.
Donde coinciden, finalmente, las polémicas calificaciones de lo que es el buen libro, se
cifra en el criterio de su permanencia a través de las coordenadas del tiempo o la geografía
universal. Y en esta era de desencantamientos, como también ocurrió en otras, en algún
momento nos provocará sacudirnos de la fatiga de las ilusiones terminales, de la apatía y el
amable cinismo. Entonces aparece algún libro, o un autor, que sabe evocar el silencio del
pensamiento creador, proponiéndonos, subrepticiamente, las viejas preguntas, tan antiguas
como nuestros ancestros, de una búsqueda de sentido para los pequeños y transitorios actos
de nuestra vida, y para las que no tenemos las consoladoras certidumbres del pasado,
cuando todavía creíamos en los dioses de la tierra. Será quizás la historia que nos despierta
a nosotros, y no necesariamente a nuestro vecino, la conmoción que sintiera un lector del
siglo XIX, descubriendo el sacrificio inútil y pueril de Charles Bovary. Y ese
descubrimiento sólo puede experimentarlo uno mismo. Con su propia vida. Con su única
historia. Y en esos casos, desafortunadamente para un lector que perdió el hábito de la
elección, y afortunadamente para el libro, parece que radio bemba no siempre funciona.
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