Consumo responsable, crisis económica y vida cristiana

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Consumo responsable, crisis económica y vida cristiana
CONSUMIR SIN CONSUMIRSE
Recién estallada la crisis, entre las medidas inmediatas que tomó el gobierno fue incentivar, mediante el
programa RENOVE, la recuperación de la compra de automóviles, ofreciendo una ayuda a todo aquel que
se decidiese a comprar un nuevo vehiculo.
La recesión afecta negativamente al consumo. Ante la crisis el consumidor se retrae, o bien porque ha
perdido poder adquisitivo o bien porque ante un futuro que se le augura “negro” o dudoso, prefiere
ahorrar a consumir endeudándose. Al retraerse el consumo, el nivel de producción queda afectado, lo
producido no se consume, debe reducirse la producción, se da un exceso de mano de obra y, por ende, el
empresario debe solicitar un expediente de regulación de empleo, o conveniar con los trabajadores unas
“vacaciones extraordinarias”, hasta que se equilibre de nuevo la oferta y la demanda. Ante esta situación
la receta clásica del sistema capitalista es recuperar cuanto antes el consumo y volver al crecimiento.
En esta ocasión, no obstante, esta solución de ortodoxia capitalista, se tropieza con algunas propuestas y
actitudes heterodoxas que recetan precisamente lo contrario: la necesidad de contener el consumo y de
proponer la necesidad de decrecimiento.
Unos lo proponen desde una conciencia ecológica: no se puede consumir irresponsablemente ni se puede
crecer indefinidamente ya que la naturaleza tiene sus límites y no se le puede esquilmar; se hace necesario
controlar el consumo. Otros, hacen la propuesta desde su conciencia de justicia social: nuestro
crecimiento se hace a costa del decrecimiento de otros; se hace necesario que nosotros decrezcamos para
que otros crezcan -si nuestra propuesta es incentivar el consumo y volver al crecimiento, hablar de luchar
contra la pobreza es pura hipocresía y discurso vacío sin verdadera voluntad política de erradicarla-.
Finalmente, la solución clásica del capitalismo choca con la propuesta de una vida evangélica, que tiene
en la austeridad y la templanza una de sus virtudes cardinales.
En definitiva, no se trataría de adecuar el consumo a la producción, sino más bien lo contrario: de adecuar
la producción al consumo necesario y responsable.
De ahí que algunos especialistas empiecen a considerar el consumo responsable como una acción
transformadora de la realidad que exige un cambio de sistema económico. Dicho de otro modo, el
consumidor se puede convertir en agente de transformación y en sujeto “revolucionario”. Es cierto, que
ese consumo responsable solamente será transformador en determinadas condiciones
En economía, el consumidor siempre ha sido tratado con respeto y cariño pues no en vano él es la razón
de ser del mercado, la causa por la que se producen bienes y servicios (para satisfacer sus necesidades) y el
oscuro objeto de deseo de marcas y anuncios que compiten por su voluntad, su fidelidad y su bolsillo. El
consumo se convierte así en una variable, si no la única, fundamental en el desarrollo de los países y de las
economías y en la creación de riqueza. De ahí que algunos afirmen: “Existimos en tanto en cuanto
consumimos y somos consumidos”, habiendo pasado del “Cogito, ergo sum” de Descartes al : “Consumo,
luego existo”.
En estas líneas proponemos, precisamente, la conveniencia y necesidad de cambiar nuestros hábitos de
consumo para invertir este axioma, de forma que no nos consumamos consumiendo, sino que existimos y
porque existimos y para existir, consumimos.
La crisis de 2008 puso en evidencia que el retraimiento del consumo, sea por miedo, sea por ahorro, o
sea por disminución de renta disponible, está íntimamente ligado, con el decrecimiento económico a
corto plazo, y que puede generar en el largo plazo, decrecimiento estructural. El consumo es motor de
la economía. La cuestión estriba en el papel que tiene el consumo en la economía: si el consumo se
fomenta en función del crecimiento de la economía o si por el contrario ésta se planifica en función de
las verdaderas necesidades de consumo y de un consumo ecológico y socialmente justo. El sistema
neoliberal no tiene ninguna duda: no contempla la segunda alternativa. En este sistema de las
economías occidentales, al menos sobre el papel, está mal visto planificar el proceso económico
productivo. Está mal vista la intervención del Estado en general en los mecanismos, salvo que, como ha
ocurrido en la actual crisis de la economía, sea para que el Estado corra a intervenir en caso de que el
mercado se vea en dificultades. Este sistema se fundamenta en el crecimiento continuo: por ello, necesita
incentivar el consumo y crear nuevas “necesidades”, hasta tal punto que “inventa” guerras para destruir
lo construido para poder seguir subsistiendo, reconstruyendo lo destruido por la contienda. Otro medio
que utiliza es el producir productos con menos tiempo de vida útil, sin posibilidad de recuperarlos por
medios rentables, lo que exige ser sustituidos por otro producto nuevo de las mismas características. No
hace falta ser muy experto para darse cuenta de las consecuencias de este sistema de crecimiento: graves
tragedias humanas y grave deterioro del medio ambiente.
El consumo responsable, por el contrario, opta por la segunda alternativa. Por eso, en determinadas
condiciones, esta forma de consumo, mucho mas humana, exige cambio de sistema económico y la
intervención de los poderes públicos, instrumentos a través de los cuales la ciudadanía planifica el
consumo.
En efecto, el consumo responsable tiene unas exigencias determinadas, haciéndose algunas preguntas
fundamentales: ¿para qué necesito determinado producto?; ¿Cómo se ha producido?: ¿ha respetado las
normas de la justicia social, de los derechos de los trabajadores en su producción? ¿ha respetado el
medio ambiente y la salud del consumidor en su producción? ¿con qué tipo de materias primas se ha
producido?; ¿cuál va a ser su destino una vez concluida su vida útil?. Dicho de otra manera: El
consumidor responsable piensa el consumo desde las consecuencias: ¿A qué nos referimos con pensar el
consumo desde sus consecuencias? Por un lado al impacto medioambiental, que exige que de todo lo
que se produce, se sepa, antes de llegar al consumidor, cómo se recicla, recupera o reutiliza y quién se
ocupa de gestionar, vigilar, sancionar o simplemente llevar a término ese «destino final» planificado y
asumible de cada uno de los objetos. En paralelo a esta mirada sobre el producto y su ciclo de vida, está
el proceso de producción en sí.
¿A quién le sirve que desarrollemos un turismo depredador en nuestras costas más apacibles y
soleadas? ¿A quién le sirve que se queden las multinacionales de automoción en nuestro territorio en
condiciones draconianas? En teoría le sirve a la tasa de empleo, detrás de la que hay miles de
personas, algunas con familias e hipotecas que pagar. No es imposible pensar en generar empleo para
esas mismas personas de otra manera que no condicione tanto nuestro futuro, que no nos cueste tanto
dinero a las arcas públicas en el caso de la automoción y la pérdida de un patrimonio natural casi
irrecuperable, en el caso del turismo. Simplemente es una cuestión cultural. Estas decisiones nacen de
una cultura económica errónea o terriblemente sesgada, pero ampliamente tolerada. Se nos
«olvida» pensar en las consecuencias.
Reflexionemos brevemente sobre una práctica consumidora muy de moda, un consumo típico del
“american way of life” que, aunque entre nosotros y dado nuestro gusto por la buena mesa tiene mas
dificultades por universalizarse, es un fenómeno global en el mundo occidental: me refiero a la “fast food”
o comida rápida.
¿Cuáles son las ventajas de la comida rápida? Por el hecho de comer rápido obtenemos como beneficio
una pequeña porción de tiempo. Pero por no ser un consumo responsable no tenemos en cuenta las
consecuencias. Esa porción de tiempo ganado la pagamos cara: obtenemos ese pequeño beneficio a
costa que aumente nuestro índice de colesterol, comiendo en lugares atestados y ruidosos o en la
calle. Y ¿en que empleamos ese tiempo ganado?: ¿tal vez para ir más rápido al cardiólogo o al
dietista? Obtenemos, sin duda, también un pequeño ahorro en nuestro presupuesto. Y ¿en qué
gastamos ese pequeño ahorro? Posiblemente en un producto milagroso que nos ayude a
adelgazar, en un spa, para quitarnos el estrés o en una buena venganza en forma de brownie de
chocolate con helado, banana split o cualquier otra recompensa por haber comido rápido y barato
toda la semana. Lo curioso es que hacer las cosas con calma, cocinar pasteles, o llevarse comida de
casa, es mucho más difícil, requiere mucha planificación y más tiempo —ese bien tan escaso—, pero
es infinitamente más barato. Por otra parte, es más saludable y no nos consumimos consumiendo.
Pero como somos socialmente muy responsable, pensamos que si en lugar de comer en casa, comemos
en un establecimiento de comida rápida, podemos estar colaborando a generar empleo. Esto puede
ser cierto pero ¿ya nos hemos parado a pensar en la calidad del empleo que se genera en los
negocios de comida rápida y los bajos costes salariales?.
En este caso que comentamos, por ahorrarse un poco cada persona en cada comida, se van
sustituyendo establecimientos tradicionales de comida cocinada con un tiempo de cocción razonable,
ingredientes del mercado más cercano, y un trato más agradable —aunque esto no es garantizable sólo
por el hecho de ser un establecimiento tradicional— y empleos estables, por un modelo de empresa
donde los salarios y las condiciones de trabajo son precarios, la calidad de los productos es igual de
baja, o inferior al rango de precios, la rotación es altísima y el estrés es compartido y transmitido a
través del ambiente, entre clientes y empleados.
Como este caso concreto podríamos poner otros muchos
El caso que hemos comentado refleja, a la vez, una grave deficiencia de nuestro modelo cultural
“consumista compulsivo”. Hemos dado a la rapidez, la velocidad, las prisas, el activismo, un valor
prioritario en nuestra vida. Esto nos ha llevado a un grave deterioro: Consumimos lastimosamente el
tiempo y nos consumimos en el tiempo. No nos permitimos “perder el tiempo”. Cada partícula de
nuestro tiempo tiene que tener rendimiento económico, tiene que ser productivo, tiene que ser “activo”.
No ahorramos tiempo para perderlo con los amigos, para rezar, para disfrutar serenamente de la vida, del
amor, para sentarnos en el sofá sin hacer nada ni conectar la TV. No ahorramos tiempo para invertirlo en
tiempos de solidaridad, de voluntariado; para comer con la familia en casa, para colaborar en las tareas
domésticas, para estar con los hijos, para darnos un paseo por Abandoibarra o por el Muelle de
Churruca, en horario “laboral” -¡que bien le vendría a nuestro colesterol, a nuestros triglicéridos y a
nuestra tensión arterial…!-. El consumo irresponsable nos deshumaniza. Nosotros no somos piezas para
mantener el sistema económico. Este tiene que estar a nuestro servicio. Somos hijos/as de Dios.
Finalizando y …¿cuáles serían las características de un consumo responsable y en que condiciones podría
ser transformador? Sugiero algunas pistas:
1. Priorizar las necesidades, pasando a un segundo lugar el consumo relacionado con los intereses y
deseos. Regular nuestro consumo desde la austeridad evangélica y la templanza de la vida
cristiana.
2. Introducir en nuestras decisiones económicas el criterio de solidaridad. Al consumo que no esté
directamente ligado a las necesidades básicas, aplicar la práctica eclesial del diezmo, una especie
de auto-impuesto. El 10% del gasto que supone determinado consumo invertirlo en algún proyecto
concreto de solidaridad que suponga satisfacer las necesidades perentorias de algún colectivo
desfavorecido, en la línea de lo propuesto por el Gesto diocesano del IV PDE. Para facilitar
técnicamente esta actitud, habría que promover redes de solidaridad y potenciar la banca ética
3. a) Tener en cuenta el impacto medio ambiental de nuestro consumo, dejando de consumir aquello
que no se sepa dónde y cómo va a tratarse cuando termine su vida útil; b) a la vez, tener en cuenta
cómo se ha producido: si su bajo costo no ha sido debido a una superexplotación de la mano de
obra, a un uso de la infancia en el proceso de producción, o a costa de explotar a determinadas
comunidades, países o colectivos, no pagando el precio justo de ese proceso productivo; a un
proceso de producción o a la utilización de materias que a la larga pueden ser perjudiciales para la
salud.
4. Para hacer posible ello, el consumidor responsable necesita tener herramientas que le faciliten
dicha opción: tener información sobre los diferentes productos, hacer criterio a la hora de decidir
si es necesario consumir dicho producto o no, a la hora de decidir entre un producto u otro.
Asimismo, para que el consumidor responsable sea agente de transformación ha de serlo en red.
Ello será posible si los consumidores responsables nos unimos en cooperativas de consumo y
redes de distribución. De la misma forma que ante las grandes entidades financieras, se ha creado
la banca ética, ante las grandes superficies comerciales, habría que instituir cooperativas de
consumo responsable. De hecho, ya existen algunas experiencias en esta línea, algunas de las
cuales se pueden conocer en la bibliografía de referencia que se envía en este dossier (ver también
en Carlos Ballesteros: Bases morales, políticas y espirituales para un compromiso
transformador”, Propuestas para un consumo democrático y reformador. Págs 90-93 cfr.
Bibliografía de referencia)
Se trataría, en definitiva de ejercer la soberanía del consumidor, de forma a obligar a los productores
que produzcan aquello que es útil y necesario, cuyo proceso productivo esté orientado por la justicia
social y sea respetuoso con la naturaleza. Este tipo de consumo puede llegar a ser transformador,
porque el consumidor interviene en las prácticas y decisiones empresariales
La revista Documentación Social (revista de estudios sociales y de sociología aplicada),
editada por Caritas Española, ha dedicado su último número (Enero-Marzo 2010) a este, sin
duda, actual tema del consumo responsable. Recogemos de ella, por su interés y porque
ilustra lo que estamos exponiendo, estas dos ideas:
Soberanía del consumidor: «Idea según la cual los consumidores deciden en última
instancia lo que se deberá producir (o no), mediante el acto mismo de escoger lo que
habrá de comprarse (y lo que no)»; «Determinación por parte de los consumidores de los
tipos y las cantidades de bienes y servicios que producirán con los recursos escasos de la
economía», etc. En definitiva parece que se está hablando de un empoderamiento del
consumidor que se convertiría así en el indiscutible gestor del mercado, ya que decide lo
que se produce, cuánto y, a nuestro entender, también debería tomar parte del cómo se
produce. La Soberanía Consumidora debería entenderse como el derecho de los pueblos y las
personas a decidir colectiva y responsablemente qué quieren consumir, porqué y para qué. El
mecanismo de mercado debería entonces funcionar como una nueva forma de participación
política, en la que los consumidores pasemos de aceptar la racionalidad y el utilitarismo como
criterios de comportamiento fundamentales en la toma de decisiones, a criterios de
transformación global, que pongan a las personas, sus tierras y sus relaciones en el centro de la
decisión. (En algunos lugares, ya se están practicando experiencias de partenariado publicoprivado, en la que colectivos de consumidores, empresarios, entidades de formación para el
empleo y poderes públicos de una comarca o región se reúnen para decidir que es lo que hay que
producir.) (revista citada, extractos recogidos de la presentación, págs. 7-9)
El consumidor que se podría llamar responsable es una persona consciente que detrás
de cada acto de consumo que realiza pone en marcha una maquinaria compleja y que,
precisamente con ese consumo puede estar favoreciendo o bien ahondando más en
determinadas desigualdades. El consumidor responsable es alguien que ante una
determinada elección de compra se plantea una serie de criterios éticos o principios de
actuación que le hacen inclinar su elección. Es aquella persona que ante dos aerosoles
adquirirá aquel que dañe menos al medio ambiente por no contener CFC's; es aquel que
ante la compra de una lavadora elige aquella que menos energía consume (o agua); es
aquel que a la hora de comprar una zapatilla de deporte se informa de dónde fue hecha
y porqué manos. Es una persona que se preocupa no por buscar el producto más barato,
más original o más atractivo sino que antepone lo que hay detrás, el valor social de lo
que compra. Sin embargo, otros entran simplemente porque el escaparate era atractivo,
los productos bonitos o les gusta el sabor del chocolate que se vende en esa tienda
(revista citada, CARLOS BALLESTEROS: “Bases morales, políticas y espirituales para
un compromiso transformador”, pág. 79)
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