ÍNDICE Introducción Francisco Gutiérrez Carbajo ................. 9 PRIMER PREMIO Los cordones de la vida Arancha Galloso Megía ........................ 31 SELECCIONADOS PARA SU PUBLICACIÓN 9, 192, 631, 770 Períodos de cierta transición del átomo de cesio-133 Pedro Raúl Montoro Martínez .............. 53 Ouroboros de J. S Bach Daniel Pérez Navarro ........................... 81 Sobre la escritura de Prólogos Carlos Álvarez Teijeiro ....................... 105 Un nuevo hogar Juan Lorenzo Collado Gómez .............. 125 Última voluntad Vicente Arminio Cueto ......................... 155 7 LOS CORDONES DE LA VIDA Arancha Galloso Megía (Primer premio) BIOGRAFÍA ARANCHA GALLOSO MEGÍA. Madrid, 1969. Licenciada en Filología Semítica y Máster en Gestión Comercial y Marketing; tras varios años en el extranjero, en la actualidad ha montado su propia empresa en Madrid. Ha escrito una novela, cuentos y relatos cortos, hasta ahora inéditos. 32 O vez tengo los zapatos desatados; es muy cansado caminar así. Me obliga a tener más cuidado al andar para no pisarme los lazos y caer, y mientras estoy pendiente de los cordones no puedo fijarme en nada más. Me agacho, los anudo, y al momento vuelvo a ser esclavo de unas cintas indomables. Mi hermana Sara, en cambio, iba casi siempre descalza, como una zíngara judía. Siempre me acuerdo de ella en tardes como la de hoy, en las que el viento me abofetea la cara para que despegue la mirada de los cordones. Esta mañaTRA 33 ARANCHA GALLOSO MEGÍA na, al abrir el buzón, he recibido dos noticias: que el garaje donde arreglo el coche ha premiado mi fidelidad con un cheque regalo, y que el tumor es maligno. No me parece bien que den este tipo de noticias por correo. Deberían llamar. A los buenos clientes hay que mimarlos. Quizá tenía que haber hecho caso a Sara y quemar los cordones hace ya mucho tiempo. Supongo que debería estar más afectado, pero sólo siento indiferencia ante mi muerte. Creo que la última muerte que me dolió fue la de Sara. Posiblemente no lamente morir porque me dejé de querer hace tiempo, o tal vez sea por el aburrimiento en el que me instalé hace años o, quién sabe, por la falta de esperanza de que mi vida pueda volver a ser vida. Supongo que debería pensar en todo aquello que quiero hacer para aprovechar el tiempo que me queda, pero no sé… podría 34 LOS CORDONES DE LA VIDA llamar a gente que no veo hace mucho, aunque probablemente la sorpresa de la llamada nos causaría el mismo terror a mí que a ellos. También podría ocurrir que los más francos rechazaran mi invitación. Probablemente esto me dolería un poco y creo que, en estas circunstancias, debo evitarme todo el dolor posible. No estoy seguro de haber aprovechado el tiempo de vida que me dieron. Creo que, a pesar de ser huérfano, y del mal genio del abuelo, tuve una infancia feliz; quizá, la etapa más feliz de mi vida y, probablemente, porque no dependió de mí, sino de Sara, de amigos, de la abuela y de fuerzas inmensas como colegios, excursiones, paseos y meriendas contra las que mi pequeña voluntad era incapaz de luchar. El abuelo decía que tener una infancia feliz le fortalece a uno para enfrentarse a la vida y los buenos recuerdos te 35 ARANCHA GALLOSO MEGÍA sujetan cuando los virajes de la existencia nos hacen zozobrar. Yo creo que no, que una infancia feliz te prepara para ser un desgraciado el resto de existencia, porque cualquier experiencia posterior con la que comparemos nuestra infancia siempre quedará reducida a cenizas. No se puede hacer nada, entras en la adolescencia y, dando un par de pasos más, en la juventud. Eso sí que es como quedarse en medio de un puente y que corten las lianas. Solía pensar en lo que quería hacer, pero nunca en lo que quería ser. Me soñaba actor de mi vida. Me imaginaba dónde quería trabajar, vivir, ir de vacaciones… realmente repugnante. Muy pequeño todo, porque resulta que las cosas más importantes no las decidimos nosotros. Al menos, yo no decidí los amigos que tuve, ni la mujer con la que me casé. A los amigos no los elegí yo sino, más bien, ellos a mí, 36 LOS CORDONES DE LA VIDA porque con los que yo quería juntarme eran más altos, más guapos, más simpáticos o algo más indescifrable que nunca logré averiguar, y jamás les atraje; así que me conformé con otros que también calzaban zapatos de cordones, pensando que estaría mejor acompañado por ellos que solo. A mi mujer tampoco la escogí yo, y eso no significa que no llegara a quererla, pero yo creo que me eligió ella a mí y yo, simplemente, me dejé. Insistió tanto que al final terminamos juntos. Trabajábamos en la misma oficina. Me traía café cuando ella iba a por el suyo; hacía esperar a sus compañeros para coincidir conmigo e ir juntos a comer; a la salida del trabajo siempre se las arreglaba para encontrarse conmigo en el ascensor o en el portal, e ir caminando juntos hasta la parada del autobús. Tanto insistió, que hasta me creí enamorado, y me convencí de 37 ARANCHA GALLOSO MEGÍA que, ella, cuando a mi me faltaran las fuerzas, se encargaría de invitar a nuestros aburridos amigos a casa y a criar un par de hijos. No me quería perder ser padre, aunque es posible que con una mujer a la que hubiera amado profundamente hubiese preferido no tener hijos para que nadie nos robara ni un segundo de intimidad. No lamento abandonar una vida en la que la mitad de las cosas no las he elegido yo, sino que me he limitado a ser obediente, como la abuela. Quizá debería decirle a esa mujer, con la que me casé, que me estoy muriendo. Por educación. Ella para esas cosas es muy cumplida. Solía leer las esquelas del periódico todos los días para comprobar si conocía a alguien y, si era así, llamaba muy apesadumbrada para dar el pésame y preguntar cuándo se celebraría el funeral. Iba a tantos funerales que hasta me costaba 38 LOS CORDONES DE LA VIDA entender por qué salíamos tan poco con nuestros amigos teniendo un círculo social tan amplio. Ahora me doy cuenta de que, probablemente, vendrá un montón de gente al mío: todos los que le deben una visita a María. Tendré que avisarla, sí, porque, además, siempre le dará más lustro ser viuda que separada; una separación tan insulsa como el resto de cosas que vivimos; ni fue el final de grandes peleas ni de algo un poco emocionante, más bien ocurrió que ella se cansó de seguir insistiendo; pero no cabe duda de que no me costaría nada darle la satisfacción de poder aparecer al frente de mi ataúd como doliente viuda. Esto beneficiará su imagen de mujer buena y abnegada. Su calma no será confundida con frialdad, sino como resignación ante lo inevitable. No es mala mujer y, además, me hizo compañía muchos años pero, probablemente, 39 ARANCHA GALLOSO MEGÍA me volví raro e impaciente con la edad. Yo sólo quería estar sólo. A lo mejor, prefiere ser ella la que se lo diga a los niños, a esas criaturas treintañeras que tiene viviendo en la puerta de al lado y que todavía le llevan la ropa para lavar y van a comer todos los días a su casa. Dicen que es para acompañarla, pero nunca se quedan ni cinco minutos de sobremesa. Sí, es mejor que se lo diga ella. Tendrá mucho más efecto que si lo digo yo. Debería dejar de ir a la oficina pero, si no voy, me asusta un poco disponer súbitamente de ocho horas más al día. Si se me ocurriera algo, como un viaje a un lugar exótico, una isla del Pacífico con bailarinas de largas melenas y caderas tintineantes… Puede ser una buena idea, pero no me atrevo a ir solo. Además, el médico no me ha dicho de cuánto tiempo dispongo exactamente. Pueden ser tres o cuatro meses, pero, 40 LOS CORDONES DE LA VIDA si luego se convierte en uno o dos años, no sé qué haré sin dinero, bronceado y moribundo. Quizá debería irme de putas. Todas las noches vendría una diferente a casa. Así no tengo que salir. Ahora ya da igual que me contagien algo porque estoy condenado, es decir, en realidad soy ahora más libre que nunca. Con María follaba muy poco. En realidad no me apetecía mucho y, luego, ella dejó de insistir. Qué vergüenza, realmente me creía mejor. Debería pensar en emplear mi tiempo de otra forma, en pedir perdón a aquellos que ofendí, en ser generoso con los que me rodean, empezando por esos mocosos que han llegado a la oficina queriendo comerse el mundo cuando hace tres días que les cortaron el cordón umbilical, quizá podría firmar la media jornada que me pide mi secretaria por su excedencia de maternidad. Me habría gustado leer más, pero 41 ARANCHA GALLOSO MEGÍA ahora ya no me da tiempo. ¿Y si me echara al monte y viviera sencillamente hasta que llegara al final? Comería una hogaza de pan y algo de fruta que me dieran los aldeanos. Nunca he ido al monte. Tampoco he probado la droga. No debe ser tan difícil conseguirla. ¿Tendré yo la culpa de no haber sido feliz? Eso me atormenta un poco porque yo, que he sido tan buen administrador para todo y que mi inteligencia estaba por encima de la media, creo que no he aprovechado bien mi vida, y este fracaso me derrota más que la propia falta de felicidad. Hace ya mil años que no me río a carcajadas. A lo mejor, la única que al final lo siente es María. No mucho; un poco. Yo creí morir cuando mis padres fallecieron. Quizá por eso ya no puedo volver a morir. Ese fue el único tiempo vivido, el tiempo en que Sara y yo jugábamos a batallas de barcos 42 LOS CORDONES DE LA VIDA cabalgando sobre los cojines de mamá, aquellas colecciones de cromos inacabables, la bicicleta que compartíamos, las meriendas con las voces de la radionovela de fondo, Sara siguiéndome por todas partes, imitando al líder, a su capitán, nosotros contra todos los demás. Tenía seis años cuando perdí a mis padres. Sara cinco. Nos mandaron con el abuelo y ahí empezó el declive. No me sorprendería que, instantes antes de morir, se me apareciera el abuelo diciéndome que me ate los cordones y, quizá, también pueda ver a Sara aguantándose la risa. Lloré mucho cuando mis padres murieron. Quizá nunca encontré la puerta de salida a aquella tarde de 1970, una tarde en la que se levantó un aire amotinado que, lejos de presagiar algún mal augurio, me pareció ser señal de renovación. Recuerdo haber salido a la calle a que me diera el viento en la cara 43 ARANCHA GALLOSO MEGÍA y levantar los brazos en cruz, casi dispuesto a volar. Cerré los ojos y abrí la boca para tragarme toda aquella fuerza y dejar que limpiara por dentro mis veintiséis años. Oí los pitidos de un claxon seguidos de una voz de mujer: –¡Mazel Tov, Mazel Tov!– me gritó Sara desde el interior del coche. Hacía un par de años que no veía a mi hermana y no era precisamente ése día el que esperaba verla. Sara siempre había odiado al abuelo. Yo había salido a la puerta de la sinagoga «Beth Yaacov» para buscar una solución al problema que teníamos mientras los demás seguían en el velatorio. –Dos. Faltan dos –le susurré cuando se acercó a mí– ¿qué hago? En cualquier minyian debe haber diez hombres y sólo han venido ocho. Necesito encontrar a dos más cómo sea. La culpa de todo es del viejo. 44