La belleza y la alegría de ser cristianos Manuel Díaz Mateos, sj * La reunión de nuestros obispos en Aparecida (Brasil) nos ha dejado a todos la hermosa y desafiante tarea de “redescubrir” “la belleza y la alegría de ser cristianos”1. El texto no dice que debemos “proclamar” (eso lo dirá enseguida) sino “redescubrir”, como indicándonos que algo se ha perdido en nuestra vida de Iglesia y debemos descubrirlo si queremos proclamarlo, que es lo mismo que decir: hay que hacerse discípulo para poder ser misionero, porque nadie puede ser misionero si antes no vive como discípulo. Y, limitándonos a nuestro tema, es claro que nadie puede trasmitir una alegría que no vive porque no la tiene, hay que redescubrirla. Aunque en el pasado se hayan realizado innumerables obras de arte asociadas a la religión y a la Iglesia, la idea que el cristiano medio tiene de ella no es precisamente la de una Iglesia de la alegría, la belleza y la gracia, sino de la ley, del deber y del miedo si no cumplimos sus directrices2. Tal vez por eso predomina entre nosotros el católico de nombre y la inmensa mayoría vive en la indiferencia o con una religión del cumplimiento de normas y ritos, pero no de amistad, alegría y gratitud. Por eso agradecemos el desafío que nuestros obispos nos presentan de redescubrir y dejarnos fascinar por ese primer asombro de todo discípulo (277)3. A mi modo de ver, en este desafío radica lo original y lo central del mensaje de Aparecida, pero, para hacer justicia, deberemos antes referirnos al papa Benedicto XVI, de quien procede tal sugerencia. “La belleza y la alegría de ser cristianos” es tema de Benedicto XVI. 1. UN TEMA DE BENEDICTO XVI Muchos de nosotros pudimos escuchar a un Benedicto XVI, en la misa del inicio de su ministerio como papa, cuando nos confesó emocionado que su “programa de gobierno” era “ponerme, junto con toda la Iglesia a la escucha de la Palabra y de la voluntad del Señor y dejarme conducir por Él”4. Y ese dejarse conducir por el Señor era el resultado de haber descubierto algo hermoso y bello como es conocer y experimentar la amistad con Cristo. Fue entonces cuando nos dijo a todos: “Sólo cuando encontramos en Cristo al Dios vivo, conocemos lo que es la vida. No somos el producto casual y sin sentido de la evolución. Cada uno de nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario. Nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos, por el evangelio, por Cristo. Nada más bello que conocerle y comunicar a los otros la amistad con Él”5. Según el Papa, la grata sorpresa del “evangelio”, es decir, de la Buena Noticia del amor de Dios, es fuente de felicidad y de belleza para él y para todo el que hace ese descubrimiento en su vida. Vale la pena intentarlo. Y añade: “la tarea del pastor, del pescador de hombres, puede parecer a veces gravosa. Pero es gozosa y grande, porque en definitiva es un servicio a la alegría, a la alegría de Dios que quiere hacer su entrada en el mundo”6. Hermosa manera de hablar de ministerio en la Iglesia como “servicio a la alegría de Dios”. Todos los cristianos somos responsables de ese “servicio a la alegría * Publicado en revista CIAS 566-567, Argentina, 2008. Documento de Aparecida nº 14. 2 Resulta muy significativo al respecto el libro de J. Delumeau, Le péché et la peur, Ed. Fayard, 1983. El libro trata de la pedagogía y la pastoral del miedo en Occidente entre los siglos XIII y XVIII. Agradecemos que hoy sean otras las tendencias pastorales en la Iglesia. 3 Los números entre paréntesis son del documento de Aparecida. 4 Benedicto XVI, Homilía inaugural de su pontificado. 5 Ibid. El texto es citado también en el nº 84 de la exhortación apostólica Sacramentum caritatis para resaltar el sentido de misión de la experiencia cristiana. 6 Ibid. 1 de Dios” que nos dice “alégrense conmigo porque este hijo mío se había muerto y ha vuelto a vivir” (Lc 15,24). Y es igualmente hermosa la manera de hablar de Dios “que quiere hacer su entrada en el mundo” para ser el Dios con nosotros; nosotros somos de Él y para Él. Es hermoso y consolador sentirse amado, querido y necesitado por este Dios de Jesús al que podemos llamar Padre. Es el mismo Padre que en el evangelio nos invita: “Alégrense conmigo”7, porque quiere que toda su familia participe de su gozo. Bien dice el Papa que no somos el producto casual y sin sentido de la evolución sino que cada uno de nosotros (como sucede con los padres humanos) ha sido soñado, amado, esperado y es producto de una llamada y de un amor único de Dios. De esta forma nuestra fe trasmite belleza, felicidad y vida. Esta preocupación pastoral de Benedicto XVI quedó plasmada en forma de eslogan propuesto al Congreso mundial de movimientos eclesiales, celebrado en Roma en mayo del 2006. El eslogan decía: “La belleza de ser cristiano y la alegría de comunicarlo”8. El congreso se planteaba el problema de saber comunicar a las generaciones futuras la fe que se vive. Y eso, según el Papa, será siempre tarea para la Iglesia de todos los tiempos. “Descubrir la belleza y la alegría de la fe es un camino que cada nueva generación debe recorrer por sí misma, porque en la fe está en juego todo lo que tenemos de más nuestro y de más íntimo, nuestro corazón, nuestra inteligencia, nuestra libertad y nuestra relación profunda y personal con el Señor”. Estas eran las palabras del Papa dirigidas a los participantes de la asamblea eclesial de la diócesis de Roma9. La razón de todo esto, dirá a los jóvenes, es que “quien ha descubierto a Cristo, debe llevar a otros hacia Él. Una gran alegría no se puede guardar para uno mismo”10. Es en Cristo donde encontramos luz y vida para vivir y exigencia de contagiar lo que vivimos, en este contexto concreto en que nos toca vivir. Aunque las palabras “belleza” y “alegría” no aparezcan juntas en el Discurso inaugural de Benedicto XVI a los obispos reunidos en Aparecida, encontramos en él expresiones semejantes que marcan la misma tendencia. La fe en Cristo debe ser “vivida con alegría y coherencia”, “de manera responsable y gozosa”, y es fuente de vida porque “sin Cristo no hay luz, no hay esperanza, no hay amor, no hay futuro”; “Él es el Viviente que camina a nuestro lado, descubriéndonos el sentido de los acontecimientos, del dolor y de la muerte, de la alegría y de la fiesta, entrando en nuestras casas y permaneciendo en ellas, alimentándonos con el pan que da vida”11. 2. LUCES Y SOMBRAS Hablamos del contexto y de la realidad de América Latina y del Caribe que se percibe en el documento de los obispos. Este documento es, en mi opinión, demasiado optimista y pienso que lo es intencionalmente, porque ha querido ser un documento de consenso y comunión más que de conflicto. Abarca demasiado y no tiene suficientemente en cuanta la realidad humana de la Iglesia. Por eso puede decir que “este despertar misionero, en forma de una misión continental... requerirá la decidida colaboración de las conferencias episcopales y de cada diócesis en particular” (551). Pecando de realismo, pensamos que la tarea no es nada fácil, porque la unidad entre los pastores no es tan evidente. Y con menos espíritu de realidad pueden decir también los obispos que “esta firme decisión misionera debe impregnar todas las estructuras eclesiales y todos los planes pastorales de las diócesis, parroquias, comunidades religiosas, movimientos y de cualquier institución de la Iglesia. Ninguna comunidad debe excusarse de entrar decididamente, con todas sus fuerzas, en los procesos constantes de renovación misionera y de abandonar las estructuras caducas que ya no favorezcan la transmisión de la fe” (365). ¿Es posible un cambio tan radical de borrón y cuenta nueva? No sería recomendable, porque la tradición y la herencia de familia son parte importante de nuestra identidad. Aunque me parece muy audaz la sugerencia de “abandonar las estructuras caducas 7 Cfr Lc 15, 6.9.32. El Congreso se celebró entre el 31 de mayo y el 2 de junio, en torno a la fiesta de Pentecostés del 2006. 9 Benedicto XVI, “Discurso a los participantes en la asamblea eclesial de la diócesis de Roma”, el 5 de junio del 2006, en L´Osservatore Romano nº 23, 9 de junio del 2006. Aunque las expresiones no sean las mismas, es digna de tenerse en cuenta la homilía del 8 de enero del 2007, en la fiesta del bautismo del Señor, en que se presenta la vida cristina como un “no” a la muerte y un “sí” rotundo a la vida que es Cristo y que Cristo nos comunica. 10 “Homilía del 21 de agosto del 2005 en la Jornada Mundial de la Juventud”, en L´Osservatore romano, nº 34 del 26 de agosto, p. 14 11 Son palabras de Benedicto XVI en su Discurso inaugural 3 y 4. 8 que ya no favorezcan la transmisión de la fe”. Las palabras de los obispos suenan como un magnífico ideal del que estamos aún bastante lejos por motivos muy diferentes. La realidad de la Iglesia no es tan monolítica ni tan unitaria ni tan entusiasta. Hay demasiadas resistencias en todos nosotros que habrá que enfrentar pastoralmente. Por eso hablan nuestros obispos de que es tiempo de “revitalizar nuestro modo de ser católico” (13), porque, por contraste con ese entusiasmo del documento, se percibe también “un cierto debilitamiento de la vida cristiana en el conjunto de la sociedad y de la propia pertenencia a la Iglesia católica”12. Y este debilitamiento puede tener múltiples manifestaciones. La Iglesia de América Latina representa el 43% de los católicos, pero éstos, a su vez, representan tan sólo el 8% de la población mundial. ¿Qué pasa con el otro 92% restante? Por la escasez de sacerdotes, aunque nuestras iglesias estén llenas los domingos, no atendemos sino al 10% de los bautizados. El resto es una masa indefinida de bautizados y católicos de nombre que están ausentes de las actividades de la Iglesia. Pareciera que, en una sociedad que ya no es católica, la Iglesia no es la única oferta religiosa ni el centro. Esa pérdida cualitativa y numérica en la Iglesia puede ser una forma de denuncia a nuestra manera de vivir. Así lo confiesan nuestros obispos cuando dicen: “Según nuestra experiencia pastoral, la gente sincera que sale de nuestra Iglesia no lo hace por lo que los grupos ‘no católicos’ creen, sino, fundamentalmente, por lo que ellos viven; no por razones doctrinales, sino vivenciales; no por motivos estrictamente dogmáticos, sino pastorales; no por problemas teológicos, sino metodológicos de nuestra Iglesia. Esperan encontrar respuestas a sus inquietudes. Buscan, no sin serios peligros, responder a algunas aspiraciones que quizás no han encontrado, como debería ser, en la Iglesia” (225). ¡Qué pena que gente sincera en búsqueda no encuentre en nosotros ni la respuesta ni la acogida que necesita! Los obispos no presentan el problema de los que se van como estrategia apologético-doctrinal sino como invitación a la conversión y al examen de conciencia porque el problema está más en nosotros que en ellos. Entre las deficiencias de nuestro modo de vivir, los obispos lamentan la ausencia de “un estilo de vida más fiel a la verdad y a la caridad” (100 h), “la persistencia de un lenguaje poco significativo” (100 d),” cierto tipo de eclesiología contraria a la renovación del Vaticano II (100 b), ausencia de una auténtica obediencia y de ejercicio evangélico de la autoridad” (100 b). Como una limitación o ausencias notables que hablan del debilitamiento eclesial, señalamos que este número 100 lamentaba además otras tres cosas que han desaparecido en este texto final. Estas tres cosas eran: cierto clericalismo, la ausencia del sentido de autocrítica y la discriminación de la mujer. Estos tres aspectos han sido suprimidos en el texto definitivo, como indicando que esos problemas no se dan en la Iglesia. ¿No habrá que corregir nuestro clericalismo, nuestra falta de autocrítica y el olvido de la mujer en nuestra comunidad eclesial? Con una actitud semejante poco podemos avanzar, porque no somos fieles a la realidad y a la verdad del evangelio ni podremos “reencantarlos con la Iglesia” (226 d) a los que se han ido13. Cualquier intento de conversión debe partir de la verdad y del reconocimiento de lo que no se ajusta al evangelio en nuestras vidas. Puede ser que personalmente seamos todos unas magníficas personas, pero como institución dejamos mucho que desear. ¿No sería bueno hacer examen de conciencia para ver lo que nos falta y otros hermanos esperan de nosotros? Tal vez, nos podría ayudar a ello un importante texto del que fuera cardenal Ratzinger analizando la realidad eclesial. Decía el cardenal Ratzinger, hace ya algunos años: “Ahora parece que hemos irrumpido en una nueva era de la religión. Los hombres buscan la religión por caminos muy variados, pero piensan que no la encuentran ni en la fe cristiana ni en la Iglesia. Las grandes iglesias tradicionales quizá se encuentran también sofocadas por su excesiva institucionalización, por el exceso de poder, por el peso de su historia. Ya no percibimos la vitalidad ni la sencillez de la fe. Ser cristiano ahora significa pertenecer a una gran institución y saber que en ella hay muchos preceptos morales y muchos dogmas difíciles de entender. El cristianismo así parece un lastre pesado de tradiciones e instituciones. En realidad, el fuego verdadero no es capaz de arder por la abundante ceniza que se ha acumulado entre las 12 El número 100b de Aparecida cita aquí el Discurso inaugural de Benedicto XVI (DI 2). El nº 185 del documento de Aparecida enumera otros desafíos actuales para la Iglesia que será bueno tener en cuenta, de lo contrario, estaremos causando daño a la Iglesia. 13 ascuas”14. Es una pena que los hombres busquen la religión y a Dios y no los encuentren en las instituciones religiosas. Y nos toca a nosotros ver cuánto de verdad hay en eso de que en el cristianismo se ha acumulado demasiada ceniza que no deja ver el fuego ni al que vino “a traer fuego a la tierra” (Lc 12,49) y, por lo tanto, lo que aparece es lo externo que no convence a nadie, porque “ser cristiano ahora significa pertenecer a una gran institución y saber que en ella hay muchos preceptos morales y muchos dogmas difíciles de entender”. Un cristianismo así tiene poco de evangélico y de atractivo y la mayoría termina por abandonarlo o vivirlo a su manera. Pues bien, Aparecida parece estar de acuerdo con eso de que hemos entrado en “una nueva era de la religión”, pero la sugerencia que presenta para entrar en dicha etapa no es un examen negativo y culpabilizador de lo que nos falta, sino que propone un tema central que nos pueda movilizar a todos, no por fidelidad a un deber, sino “por un desborde de gratitud y alegría” (14). Como dicen nuestros obispos, “a nosotros nos toca recomenzar desde Cristo, reconociendo que no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”15. Según el texto de Benedicto XVI, frecuentemente citado, el cristianismo es una Persona, no un ideal moral o una obra, y toca a los discípulos manifestar esa Persona viva en sus vidas. “Hoy se necesita redescubrir que Jesucristo no es una simple convicción privada o una doctrina abstracta, sino una persona real cuya entrada en la historia es capaz de renovar la vida de todos”16. Esta es la convicción fundamental que los obispos se atreven a proponer a los creyentes como prioridad fundamental y principio de renovación que vale la pena asumir. La experiencia de Aparecida se pensó, en un primer momento, como una gran misión continental, una especie de cruzada proselitista para recuperar lo que se nos está escapando de las manos. Pero, a mi modo de ver, se pensó demasiado rápidamente en cosas que hay que hacer y organizar, cuando lo primero debe ser preguntarnos por lo que somos y vivimos. Nadie da lo que no tiene. Es que “la Iglesia no crece por proselitismo sino por atracción. Como Cristo” (159). No se trata sólo de organizar “misiones” para predicar lo de siempre, con estilo acusatorio y culpabilizador, poco significativo para la cultura actual y, en particular, para los jóvenes” (100 d). En el documento final, el tema de la misión está muy presente, pero en el conjunto se resalta más la perspectiva de donde brota la misión, que es la “vida salida de las entrañas del Padre” (131). La misión es ciertamente necesaria y urgente. Pero las dificultades no nacen sólo del limitado número de sacerdotes y de su edad o su cansancio (185), sino también de problemas más serios y de fondo como la falta de lenguaje significativo para comunicar la Buena Nueva (100 d y e) que muestran un cierto debilitamiento de la vida cristiana y el sentido de pertenencia a la Iglesia (100 b). Como consecuencia “son muchos los creyentes que no participan en la Eucaristía dominical… Tenemos un alto porcentaje de católicos sin conciencia de su misión de ser sal y fermento en el mundo” (286). Es evidente que en estas condiciones hay un gran desafío que debemos afrontar “con decisión, con valentía y con creatividad” (286). Pero los obispos anteponen a los grandes planes de pastoral y decisiones concretas que se deban tomar, lo que, según ellos, es fundamental para la Iglesia y prefieren ir a la raíz del problema y de la solución. Para una crisis tal no basta la reorganización o la planlificación pastoral. Hay que llegar al corazón de la persona, al que no se llega por las ideas sino por la amistad, el gozo y la gratitud. Por eso dicen: “Nos encontramos ante el desafío de revitalizar nuestro modo de ser católico y nuestras opciones personales por el Señor, para que la fe cristiana arraigue más profundamente en el corazón de las personas y los pueblos latinoamericanos como acontecimiento fundante y encuentro vivificante con Cristo” (13). La perspectiva ha cambiado, porque se pone el énfasis en recuperar lo cristiano, que es, ante todo, Jesús, como centro de la vida y de la Iglesia y vivir nuestra amistad con Él con gozo y gratitud. Como dice el texto, la táctica nueva es buscar “un acontecimiento fundante y encuentro vivificante con Cristo”. 14 J. Ratzinger, La sal de la tierra. Cristianismo e Iglesia católica ante el nuevo milenio, Ed. Palabra, Madrid 1997, p. 131. 15 Documento de Aparecida 12 citando la encíclica Deus caritas est”1. 16 Benedicto XVI, Sacramentum caritatis, 77. 3. EL ENCUENTRO CON JESUCRISTO Es interesante resaltar que este eje central de todo el documento se entiende mejor, como venimos mostrando, sobre el trasfondo de la realidad eclesial de América Latina y del Caribe, en el que encontramos luces y sombras. El documento nos da la “receta” para superar las sombras y la negatividad. Desde esta nueva perspectiva, lo que nos define no son ni las fallas ni las sombras en la vida de la Iglesia. Tampoco nos definen las circunstancias dramáticas de la vida de nuestros pueblos, ni los desafíos de la sociedad, ni las tareas que debemos hacer. Lo que nos define, dicen los obispos, es “ante todo el amor recibido del Padre gracias a Jesucristo por la unción del Espíritu Santo. Esta prioridad fundamental es la que ha presidido todos nuestros trabajos” (149). Y no hay otra prioridad fundamental para todo intento de renovación que el dejarse ganar el corazón por ese Dios de bondad, manifestado en Cristo, que viene a salvarnos y darnos vida en plenitud. En Cristo encontramos plenitud de vida y de felicidad y Él es la mayor riqueza que poseemos, porque “no tenemos otro tesoro que éste. No tenemos otra dicha ni otra prioridad que ser instrumentos del Espíritu de Dios, en la Iglesia, para que Jesucristo sea encontrado, seguido, amado, adorado, anunciado y comunicado a todos, no obstante todas las dificultades y resistencias. Este es el mejor servicio –¡su servicio!– que la Iglesia tiene que ofrecer a las personas y naciones” (14). Y es importante que el cristiano se encuentre con este Cristo en la Iglesia porque sólo así tiene futuro la fe. El texto de Aparecida nos habla más de cincuenta veces del “encuentro con Jesucristo” y ésta es la experiencia fundante que la Iglesia debe fomentar en todos nosotros. Es la persona de Jesús la que debe ser central en la vida de cada cristiano y en la Iglesia. La educación, la pastoral y la escuela tienen razón de ser en cuanto conducen “al encuentro con Jesucristo vivo, Hijo del Padre, hermano y amigo, Maestro y Pastor misericordioso, esperanza, camino, verdad y vida, y así a la vivencia de la alianza con Dios y con los hombres” (336). Como el encuentro de los primeros discípulos en los evangelios, también nosotros estamos llamados a recuperar la emoción, la fascinación y el asombro ante la persona de Cristo, que nos llama y nos invita al deseo de vida plena (277). Podemos hacer nuestras las palabras, antes citadas, de Benedicto XVI, en la homilía de la inauguración de su ministerio apostólico: “Nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos, por el evangelio, por Cristo. Nada más bello que conocerle y comunicar a los otros la amistad con él”. Hablar del encuentro con Cristo es hablar de lo mejor que tenemos en la Iglesia y que nos hace descubrir que ser cristiano no es una carga sino un regalo vivificante, como dicen los obispos: “En el encuentro con Cristo queremos expresar la alegría de ser discípulos del Señor y de haber sido enviados con el tesoro del evangelio. Ser cristiano no es una carga sino un don: Dios Padre nos ha bendecido en Jesucristo su Hijo, Salvador del mundo. La alegría que hemos recibido en el encuentro con Jesucristo, deseamos que llegue a todos… Conocer a Jesús es el mejor regalo que puede recibir cualquier persona; haberlo encontrado nosotros es lo mejor que nos ha ocurrido en la vida, y darlo a conocer con nuestras palabras y obras es nuestro gozo” (29). Las citas resaltan con claridad la alegría de encontrar a Cristo porque en Él encontramos plenitud de vida. Y esa alegría no es sentimiento pasajero sino luz, vida, felicidad, sentido y razón para vivir que brotan de tener asegurados para siempre el amor del Padre, manifestado en Cristo, y la salvación. “Nuestra alegría se basa en el amor del Padre, en la participación en el misterio pascual de Jesucristo quien, por el Espíritu Santo, nos hace pasar de la muerte a la vida, de la tristeza al gozo, del absurdo al hondo sentido de la existencia, del desaliento a la esperanza que no defrauda… Conocer a Jesucristo por la fe es nuestro gozo; seguirlo es una gracia, y trasmitir este tesoro a los demás es un encargo que el Señor, al llamarnos y elegirnos, nos ha confiado”17. Esta convicción presupone que Cristo está en el centro de nuestra fe y de nuestra vida, cosa que no siempre es evidente, porque las excesivas devociones a santos o a vírgenes, la abrumadora carga de doctrina, el exceso de documentos o de ordenanzas (la mayor de las veces desconocidos por casi todos nosotros) y el excesivo protagonismo de la autoridad y la jerarquía terminan por opacar la centralidad de Cristo. ¿Podemos ser cristianos con esas cosas pero sin Cristo? Habrá que recordar la sabias palabras de los obispos en el sínodo extraordinario de 1985, cuando decían que “la Iglesia ganará en credibilidad cuando hable menos de sí y más de Jesucristo”. Y tendremos que hacer nuestras las palabras de Benedicto XVI a los jóvenes cuando les decía “la felicidad que buscáis, la 17 Documento de Aparecida nº 17 y 18. felicidad que tenéis derecho a saborear, tiene un nombre, un rostro: el de Jesús de Nazaret”18. Sin Él no hay felicidad, sin Él no somos cristianos. Cristo es todo para los creyentes y somos “cristianos” por lo que hay de Él en nuestras vidas, sobre todo la certeza de un Dios a quien podemos llamar con plena confianza Padre. Frente al sinsentido y la inseguridad de la vida, “la Iglesia sabe, por revelación de Dios y por la experiencia humana de la fe, que Jesucristo es la respuesta total, sobreabundante y satisfactoria a las preguntas humanas sobre la verdad, el sentido de la vida y de la realidad, la felicidad, la justicia y la belleza… todo signo auténtico de verdad, bien y belleza en la aventura humana viene de Dios y clama a Dios” (380). En una admirable síntesis, el documento de Aparecida nos dice que Jesús es “rostro humano de Dios y rostro divino del hombre”19. En Él se nos ha revelado Dios, pero un Dios con rostro humano, con sentimientos humanos, con corazón humano, lleno de ternura, de afecto y de compasión por todos, pero especialmente por los pobres y pecadores. Un Dios así no da miedo, sino que crea familia y comunión entre todos nosotros. Y en Él aparece también el “rostro divino” del ser humano, dignificado por la solidaridad del Hijo con todos los hijos e hijas de esta gran familia que tiene a Dios como Padre. Para los creyentes, Dios es la fuente de la grandeza y de la dignidad del ser humano, una dignidad que los obispos confiesan ser “absoluta, innegociable e inviolable” (104). Es importante este encuentro con Cristo porque en Él nos encontramos con Dios y con nosotros mismos. En Él “se revela la belleza suprema del amor misericordioso de Dios y, al mismo tiempo, la belleza del hombre que, creado a imagen de Dios, renace por la gracia y está destinado a la gloria eterna”20. Jesús es “la puerta de entrada a la Vida” (101). Y en él encontramos la belleza de la vida que podemos descubrir como regalo del Padre. 4. “LA FE NOS LIBERA DEL AISLAMIENTO Y NOS LLEVA A LA COMUNIÓN” El encuentro con Jesucristo no es una experiencia intimista ni nos aísla o nos cierra sobre nosotros mismos para vivir la religión por libre y a nuestro modo, más bien nos remite a la misión “en el corazón del mundo”. La experiencia espiritual de Jesús “no es una fuga hacia el intimismo o hacia el individualismo religioso, tampoco un abandono de la realidad urgente de los grandes problemas económicos, sociales y políticos de América Latina y del mundo y, mucho menos, una fuga de la realidad hacia un mundo exclusivamente espiritual” (148). Cristo nos une y nos asocia a su amistad para abrirnos al mundo y a su dolor y enviarnos a ese mundo con la misión de “dar vida”. Él es la Vida y nosotros estamos llamados, como discípulos y seguidores, a ser testigos de la vida, ahí donde está más disminuida o amenazada (401). Pero, cuando hablamos de vida, cuidemos de no mutilar el sentido de esta palabra. No hablamos sólo de la vida espiritual o de la vida eterna, después de la muerte. “La vida nueva de Jesucristo toca al ser humano entero y desarrolla en plenitud la existencia humana, en su dimensión personal, familiar, social y cultural. Para ello, hace falta entrar en un proceso de cambio que transfigure los variados aspectos de la propia vida. Sólo así se hará posible percibir que Jesucristo es nuestro salvador en todos los sentidos de la palabra. Sólo así, manifestaremos que la vida en Cristo sana, fortalece y humaniza”21. Como discípulos de Jesús estamos llamados a “entrar en la dinámica del Buen Samaritano (cf. Lc 10,29-37) que nos da el imperativo de hacernos prójimos, especialmente con el que sufre, y generar una sociedad sin excluidos, siguiendo la práctica de Jesús que come con publicanos y pecadores (cf. Lc 5,29-32)” (134). En la contemplación de Jesús y en la amistad gratuita que nos ofrece madura nuestra respuesta de discípulos que nos hace servidores de la vida en el mundo. Ser discípulos es una gracia inmerecida que nos compromete a revelar en nuestras obras el poder de dar vida que irradia Jesús. En cierto modo estamos llamados a hacer nuestras las palabras de san Pablo: “Ya no vivo yo, 18 Benedicto XVI en la fiesta de acogida de la Jornada Mundial de la Juventud, el 18 de agosto del 2005. L´Osservatore Romano 34 (26 de agosto del 2005), p. 4. 19 Documento de Aparecida nº 107 y 392. En el número 107 se cita como fuente la Oración por la V Conferencia y en el número 392 la exhortación apostólica de Juan Pablo II Ecclesia in America 67. 20 Benedicto XVI, “Mensaje al Congreso mundial de movimientos eclesiales”, L´Osservatore Romano 23 del 9 de junio 2006, p. 3. 21 Documento de Aparecida nº356. El texto cita las palabras de Benedicto XVI en el Discurso inaugural, 4. es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20). Como afirma categóricamente José A. Pagola, en realidad, “el seguimiento a Jesús es lo único que nos hace cristianos. Aunque a veces lo olvidemos, esa es la opción primera de un cristiano: seguir a Jesús. Esta decisión lo cambia todo. Es como empezar a vivir de manera diferente la fe, la vida y la realidad de cada día. Encontrar, por fin el eje, la verdad, la razón de vivir, el camino. Poder vivir dando un contenido real a la adhesión a Jesús: creer en lo que él creyó, vivir lo que él vivió, dar importancia a lo que él se la daba, interesarse por lo que él se interesó, tratar a las personas como él las trató, mirar la vida como la miraba él, orar como él oró, contagiar la esperanza como la contagiaba él”22. La vocación cristiana no es para huir del mundo y sus peligros sino para asumir, como Cristo, el mundo con sus problemas y dificultades y contagiar esperanza. “El servicio fraterno a la vida” (358) que la Iglesia ofrece a la humanidad, “abraza todas las dimensiones de la existencia, todas las personas, todos los ambientes de la convivencia y todos los pueblos. Nada de lo humano le puede resultar extraño” (38). Por eso el documento habla de una Iglesia “en estado de misión” (213), es decir, una Iglesia saliendo siempre de sí para darse a los demás, al estilo de Cristo. Una Iglesia que sabe encontrar a su Señor en el servicio a los hombres y mujeres de este continente. Salir de sí, encarnarse en el mundo y asumir los problemas de los seres humanos es continuar, como Cristo, la obra de la salvación del mundo. El documento de Aparecida no sólo resalta lo esencial cristiano, la necesidad de un encuentro con Cristo, sino que nos señala también los diferentes lugares donde encontrarlo. Por falta de espacio no podemos enumerarlos todos, pero nos fijamos en cuatro de ellos: la Iglesia, los pobres, la eucaristía y la religiosidad popular. Todos ellos nos exigen salir de nosotros mismos para integrarnos en comunión y comunidad. Los números 240-265 del capítulo sexto del documento nos hablan ampliamente del encuentro y de los lugares de encuentro con Cristo. Citando al papa Benedicto XVI, se nos recuerda que se comienza a ser cristiano sólo por el encuentro y la experiencia de una persona, Cristo23. Y entre los lugares de encuentro con Cristo se enumeran, en primer lugar, la Iglesia, en cuanto que está llamada a ser “nuestra casa”, la casa de todos (246), la casa de los discípulos que se hacen hermanos (161). El Señor no nos llama a vivir como islas sino a formar comunidad, Iglesia. Esa comunión se refuerza principalmente por la celebración de la Palabra, por la Eucaristía. Porque todos formamos un solo cuerpo y una sola familia, “la fe nos libera del aislamiento del yo, porque nos lleva a la comunión. Esto significa que una dimensión constitutiva del acontecimiento cristiano es la pertenencia a una comunidad concreta, en la que podemos vivir una experiencia permanente de discipulado y de comunión con los sucesores de los apóstoles y con el Papa” (156). Y en esta tarea de vivir la comunión en comunidad, el documento señala una delicada y hermosa responsabilidad de los obispos: “Como animadores de la comunión, tenemos la misión de acoger, discernir y animar carismas, ministerios y servicios en la Iglesia. Como padres y centro de unidad, nos esforzamos por presentar al mundo un rostro de la Iglesia en la cual todos se sientan acogidos como en su propia casa, Para todo el pueblo de Dios, en especial para los presbíteros, buscamos ser padres, amigos y hermanos, siempre abiertos al diálogo”. ¿No será mucho pedir? ¿Habrá sitio en esa casa también para los divorciados, las mujeres, los teólogos y los pobres en general? Cristo no nos aísla sino que nos une en comunión, en comunidad y en fraternidad. Y esto es una dimensión constitutiva del acontecimiento cristiano. Dentro y fuera de esta comunidad que se llama Iglesia, el documento señala otro lugar privilegiado de encuentro con Cristo: los pobres, porque “la misma adhesión a Jesucristo nos hace amigos de los pobres y solidarios con su destino” (257). Y se añade además que “en el reconocimiento de esta presencia y cercanía (de Cristo) y “en la defensa de los derechos de los excluidos se juega la fidelidad de la Iglesia a Jesucristo” y “el encuentro con Jesucristo en los pobres es una dimensión constitutiva de nuestra fe en Jesucristo” (257). Para nuestros obispos, la pertenencia a una comunidad y la cercanía a los pobres son “dimensión constitutiva” de nuestra fe cristiana24. 22 José A. Pagola, Jesús. Aproximación histórica, PPC 2007, p. 467. Documento de Aparecida nº 12 y 243. 24 Lo dicen los nº 156 y 257 del documento. 23 Entre los pobres y la Iglesia, la eucaristía es un lugar privilegiado de encuentro con Cristo (251). No podemos desarrollar más el tema por ahora, pero señalamos que la eucaristía hace a la Iglesia y la construye como cuerpo de Cristo, y la eucaristía nos mueve a servirle y honrarle en los miembros más débiles, como lo recalcan los obispos citando un conocido texto de san Juan Crisóstomo (354). Al comienzo del número 258 del documento se dice que la piedad popular es “espacio de encuentro con Jesucristo” y “un preciso tesoro de la Iglesia católica en América Latina” y “refleja una sed de Dios que solamente los pobres y sencillos pueden conocer”25. El texto de este apartado está escrito con devoción, cariño y poesía. Véase, por ejemplo, la descripción de una peregrinación o visita a un santuario: “Allí, el creyente celebra el gozo de sentirse inmerso en medio de tantos hermanos, caminando juntos hacia Dios que los espera. Cristo mismo se hace peregrino y camina resucitado entre los pobres. La decisión de partir hacia el santuario es ya una confesión de fe, el caminar es un verdadero canto de esperanza y la llegada es un encuentro de amor… un breve instante condensa una viva experiencia espiritual” (259). El documento nos invita a descubrir la siembra del Espíritu en la devoción de los pobres y sencillos. Ellos nos enseñan “una espiritualidad cristiana que, siendo encuentro personal con el Señor, integra mucho lo corpóreo, lo sensible, lo simbólico y las necesidades más concretas de las personas. Es una espiritualidad encarnada en la cultura de los sencillos que, no por eso, es menos espiritual, sino que lo es de otra manera” (263). 5. “POR DESBORDE DE GRATITUD Y ALEGRÍA” “La propuesta de Jesucristo a nuestros pueblos, el contenido fundamental de la misión, es la oferta de una vida plena para todos” (361) Y parte importante de la vida es la alegría. Aquí reside, a mi entender, la novedad de este documento, el insistir en lo que puede ser la motivación del actuar del cristiano. Nuestra vida cristiana no es una carga sino una gracia y lo que nos mueve a actuar no es el miedo ni la obligación ni la ley, sino algo que brota del encuentro personal con Cristo y los obispos formulan de la siguiente manera: “Por desborde de gratitud y de alegría”26 (14). Nuestro comportamiento brota de la inmensa gratitud por todo el bien recibido a través de Cristo, nada menos que el amor del Padre y la vida asegurada para siempre. Con tales certezas podemos vivir tranquilos. Me parece original definir al cristiano como alguien que “desborda” gratitud y alegría. Es que “el impulso moral que nace de acoger a Jesús en nuestra vida brota de la gratitud por haber experimentado la inmerecida cercanía del Señor”27, nos recuerda Benedicto XVI. De la gratitud y la alegría saca la Iglesia la fuerza para la misión porque debemos compartir “el encuentro con Cristo que ha llenado nuestras vidas de “sentido”, de verdad y amor, de alegría y de esperanza”. “No podemos quedarnos tranquilos en espera pasiva en nuestros templos, sino urge acudir en todas las direcciones para proclamar que el mal y la muerte no tienen la última palabra, que el amor es más fuerte, que hemos sido liberados y salvados por la victoria pascual del Señor de la historia” (548). Gratitud y alegría por la vida, que es regalo de Dios para disfrutarla ya desde ahora, porque “la vida en Cristo incluye la alegría de comer juntos, el entusiasmo por progresar, el gusto de trabajar y de aprender, el gozo de servir a quien nos necesite, el contacto con la naturaleza, el entusiasmo de los proyectos comunitarios, el placer de una sexualidad vivida según el evangelio, y todas las cosas que el Padre nos regala como signos de su amor sincero. Podemos encontrar al Señor en medio de las alegrías de nuestra limitada existencia y, así, brota una gratitud sincera” (356). Gratitud y alegría van juntas y deben marcar la tónica de nuestra vida cristiana y de nuestra misión. La Iglesia no necesita evangelizadores “tristes y desalentados” sino cristianos entusiastas que viven “la dulce y confortable alegría de evangelizar”28. La alegría que brota del encuentro con Cristo no es alegría superficial y personal sino, como toda alegría auténtica, es comunitaria y hay que compartirla con la familia de los hijos e hijas del mismo 25 El texto cita el Discurso inaugural D1, de Benedicto XVI y Evangelio nuntiandi 48. La expresión se encuentra en los números 14 y 549. El índice señala 39 citas de la alegría. 27 Benedicto XVI, Sacramentum caritatis, 82. 28 El nº 552 del Documento de Aparecida cita Evangelii nuntiandi 80, de donde son las palabras entre comillas. 26 Padre y tiene que ver con el mundo y sus problemas. “La alegría del discípulo es antídoto frente a un mundo atemorizado por el futuro y agobiado por la violencia y el odio. La alegría del discípulo no es un sentimiento de bienestar egoísta sino una certeza que brota de la fe, que serena el corazón y capacita para anunciar la buena noticia del amor de Dios. Conocer a Jesús es el mejor regalo que puede recibir cualquier persona; haberlo encontrado nosotros es lo mejor que nos ha ocurrido en la vida y darlo a conocer con nuestra palabra y obras es nuestro gozo” (32). La alegría del discípulo es “antídoto” para el mundo y sus temores, pero es también antídoto para la Iglesia, que tiene que enfrentar cada día lo que los obispos llaman “nuestra mayor amenaza”, que no es otra cosa que “el gris pragmatismo de la vida cotidiana de la Iglesia en el cual aparentemente todo procede con normalidad, pero, en realidad, la fe se va desgastando y degenerando en mezquindad”29. Para que la fe no se desgaste o degenere en mezquindad es necesario “recomenzar desde Cristo” por la alegría que nos regala y por la gratitud que hace brotar en el corazón humano. Sólo una fe que se funda en el amor y en el gozo es capaz de resistir los embates del tiempo (12). Es mérito de la experiencia de Aparecida el querer rescatar esta dimensión gozosa y agradecida de la fe y es tarea de todos nosotros descubrir “la belleza y la alegría de ser cristianos… por un desborde de gratitud y de alegría” (12). 29 Documento de Aparecida nº 12. Los obispos citan aquí el texto de una conferencia del cardenal J. Ratzinger, Situación actual de la fe y la teología, pronunciada en el Encuentro de presidentes de comisiones episcopales de América Latina para la doctrina de la fe, celebrado en Guadalajara, México, 1996, y publicada en L´Osservatore Romano, el 1 de noviembre de 1996.