De niño soñaba con llegar algún día a París porque, deslumbrado con la literatura francesa, creía que vivir allí y respirar el aire que respiraron Balzac, Stendhal, Baudelaire, Proust, me ayudaría a convertirme en un verdadero escritor (…) Años después, ya viviendo en Francia, tuve una noche una larga conversación sobre París con Julio Cortázar, que amaba también esta ciudad y que declaró alguna vez que la había elegido “porque no ser nadie en una ciudad que lo era todo era mil veces preferible a lo contrario (…)Así como uno elige a una mujer y es elegido o no por ella, pasa con las ciudades”, decía Cortázar. “Nosotros elegimos París y París nos eligió”. [En Travesuras de la niña mala creo que dejo bien reflejado este amor mío por París, además de por otras ciudades] El pez en el agua TRAVESURAS DE LA NIÑA MALA En el Perú, De la Puente, Lobatón y los demás habían tendido redes urbanas de apoyo, formado equipos médicos, instalado en los campamentos estaciones de radio, así como escondites dispersos para el parque y los explosivos. Los contactos con los sindicatos campesinos, sobre todo en el Cusco, eran excelentes y esperaban que, una vez iniciada la rebelión, muchos comuneros se incorporaran a la lucha. Hablaba con alegría, convencido de lo que decía , con seguridad, exaltado. Yo no podía disimular mi tristeza. - Ya sé que no me crees nada, don incrédulo – murmuró al fin. - Te juro que nada me gustaría más que creerte, Paúl. Y tener el entusiasmo que tú. Él asintió, observándome con su afectuosa sonrisa de luna llena. - ¿Y tú? – me preguntó, cogiéndome del brazo-. ¿Tú qué, mi viejo? - Yo, nada – le respondí-. Yo, aquí, de traductor de la UNESCO, en París. Vaciló un momento, temeroso de que lo que iba a decir pudiera lastimarme. Era una pregunta que, sin duda, había estado comiéndole la lengua hacía tiempo. - ¿Eso es lo que quieres ser en la vida? ¿Nada más que eso? Todos lo que vienen a París aspiran a ser pintores, escritores, músicos, actores, directores de teatro, a hacer un doctorado o la revolución. ¿Tú sólo quieres eso, vivir en París? Nunca me lo he tragado, viejito, te confieso. - Ya sé que no. Pero, es la pura verdad, Paúl. De chiquito, decía que quería ser diplomático, pero era sólo para que me mandaran a París. Eso es lo que quiero: vivir aquí. ¿Te parece poco? Le señalé los árboles del Luxemburgo: cargados de verdura, Desbordaban las rejas del jardín y lucían airosos bajo el cielo encapotado. ¿No era lo mejor que podía pasarle a una persona? ¿Vivir, como en el verso de Vallejo, entre “los frondosos castaños de París”? - Reconoce que escribes poesías a escondidas –insistió Paúl-. Que es tu vicio secreto. Muchas veces hemos hablado de eso, con otros peruanos. Todos creen que escribes y que no te atreves a confesarlo por tu espíritu autocrítico. O por timidez. Todos los sudamericanos vienen a París a hacer grandes cosas. ¿Quieres hacerme creer que tú eres la excepción a la regla? - Te juro que lo soy, Paúl. No tengo más ambiciones que seguir aquí, como ahora. Lo acompañé a tomar el metro en el Carrefour del Odeón. Cuando nos abrazamos, no pude evitar que se me mojaran los ojos. - Cuídate, gordo. No hagas cojudeces allá arriba, por favor. - Sí, sí, claro que sí, Ricardo - me volvió a abrazar. Y vi que él también tenía los ojos húmedos. Me quedé allí, en la boca de la estación, viéndolo bajar las escaleras con lentitud, estorbado por su redondo corpachón. Tuve la seguridad de que era la última vez que lo veía.