Perdido en la rutina Por Luis San Martín Me desperté con la sensación de que pronto amanecería. Me levanté, y como cada día abrí la ventana para poder sentir la primera brisa de la mañana recorrer mi cuerpo, de la cabeza a los pies. Seguido fui a lavarme la cara, como siempre. Bajé a desayunar. Desayuné lo habitual: tres magdalenas, un vaso de zumo de naranja y un vaso de leche con dos cucharadas perfectamente llenas de Cola Cao. Odio a la gente que toma Nesquik, esos no saben apreciar cuando algo es bueno. Yo soy un hombre que tiene una rutina que no cambia. Sin embargo, tenía la sensación de que algo era diferente, de que algo fuera de lo normal en mí iba a pasar. Una vez había terminado de desayunar me dirigí a la ducha. Me quité la bata y me metí, con agua templada, como siempre. No soporto el agua fría y detesto el agua caliente por las mañanas. Al instante me di cuenta de que no se escuchaba la música como cada mañana. En la parte superior de la pared de la ducha tengo una ventanita muy pequeña, pero es lo suficientemente grande para que esas notas perfectamente ejecutadas pudieran ser percibidas por mi oído. Todas las mañanas en torno a las 9 mis vecinos ponían música clásica. Les encanta escuchar esas bellas melodías de Mozart, esos cambios de intensidad de Beethoven, y como no, esa envolvente delicadeza y sutileza de Tchaikovski. Pero esa mañana no se escuchaba nada, era extraño. En cambio, solo se le oía a un saxofonista callejero interpretar asombrosamente bien una canción de Ben Webster. He de confesarles que soy un melómano. Adoro la música clásica. No consigo comprender como puede gustarle tanto a la gente la música tan ruidosa que se escucha hoy en día. Esa música no agrada tus sentidos, no hace que sientas un escalofrío cada vez que la escuchas como la música clásica.Al salir de la ducha me dirigí a la sala de estar. Elegí uno de mis numerosos discos de música clásica y me dejé llevar. Me dejé llevar tanto que incluso empecé a bailar. Era la primera vez en años. Ya podía sentir que algo era diferente, me sentía más vivo, más ligero. Sentí ganas de dar un paseo, pero no por el lugar de siempre no, esta vez quería disfrutar de verdad. Cogí mi coche y me alejé de la bulliciosa Madrid. Me alejé tanto que me perdí. No sabía dónde me encontraba. Debía regresar, por qué demonios se me habría ocurrido cambiar la rutina. Me calmé un poco y me dispuse a buscar alguna señal, alguna persona que me pudiera ayudar a salir de allí. Tenía hambre. Paré el coche y empecé a comerme el bocata de calamares que había comprado anteriormente. Una vez satisfecho continué con mi búsqueda. La tarde se había vuelto gris y empezaba a anochecer. De repente vi algo. Eran unas bicis que había avistado entre dos árboles. Era extraño, me encontraba en un lugar desierto, no había nada excepto pastos secos y amarillos con algunos árboles viejos. Pero si había dos bicis significaba que había dos personas, por lo tanto debía haber civilización no muy lejos de allí. Me bajé del coche y me dirigí hacia las bicis. No vi a nadie cerca y sin querer tiré una bici con el pie. Al levantarla dejé una huella, eso quiere decir que era nueva. Levanté la mirada y pude percibir la luna, que era llena. Imponía mucho, se veía justo por encima de una montaña. Era precioso, creo que me quedé unos minutos embobado mirándola. Recorrí unos metros y a lo lejos pude ver una figura que se desplazaba. Más tarde me di cuenta de que eran dos figuras, que resultaron ser los dueños de las bicis. Eran personas muy amables. Estuve un rato largo hablando con ellos, y finalmente me dijeron dónde estaba y como tenía que hacer para llegar al pueblo más cercano. Me ofrecí a llevarlos a casa pero se resistieron. Me despedí cortésmente y me subí al coche. Al llegar al pueblo me dieron un mapa y conseguí volver a casa. Al entrar por la puerta decidí que había sido una apasionante aventura pero al mismo tiempo una locura. Me dije a mi mismo que no volvería a hacer nada semejante. Continué con mi vida como siempre. Desayunando las tres magdalenas, el zumo y la leche con las cucharadas justas de Cola Cao. Seguí duchándome con agua templada y escuchando música clásica. Por cierto, no volví a escuchar la música de mis agradables vecinos. No volví a saber nada de aquellos jóvenes de las bicis hasta esta mañana al recibir su carta. Todavía no me puedo creer el terrible suceso que les había ocurrido a esos jóvenes inmediatamente después de que yo me fuera y que ni siquiera se hayan encontrado los cuerpos. Esto que les he contado es totalmente cierto y estoy dispuesto a colaborar en el juicio. Atentamente, Romasanta