Los veinticuatro días LA MONONOTONÍA ROTA Me levanté por la

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Los veinticuatro días
LA MONONOTONÍA ROTA
Me levanté por la mañana, las sábanas se me pegaron como de costumbre, pero las
obligaciones eran las mismas, el trabajo. Oí el burbujeo del agua mientras hervía para
tomarme el típico té de todos los días. Mientras tanto el ordenador iba encendiéndose
con la misma rapidez con la que yo tomaba el desayuno, una vez acabada tarea de
desayunar fui a la ducha a ver si esos pequeños e interminables bostezos de sueño
acababan con un buen remojón.
Era presa de la misma monotonía de todos los días y de ello era consciente, ir al trabajo,
sentarme frente al ordenador y realizar las mismas tareas. Intercambiar algunas palabras
sin importancia con los compañeros, saludar a la mujer de recepción con la misma
sonrisa falsa con la que ella me saludaba a mí, hablar del tiempo con el ascensorista y
mantener los silencios de la mayoría de las veces. Siempre era lo mismo, esa era mi vida
y aunque algunas veces me planteé romper con todo y refugiarme en algún lugar
paradisíaco o desconocido, en el cual poder olvidar las obligaciones cuotidianas, nunca
pude por cobardía o miedo, no lo se y así actuaba como la mayor parte de los seres
humanos, aferrados en definitiva a lo que conocemos, que es en definitiva la vida misma.
Un día, el jefe me llamó, llamé a su puerta como normalmente hacía para decirle que
tenía una llamada o para entregarle el café, pero en esta ocasión fue diferente, sus ojos
tristes y su voz quebrada me asustaron y alarmaron, me dijo que estaba orgulloso con
todo el trabajo que había realizado durante tantos años, pero que la empresa había
decidido prescindir de mi como consecuencia de la crisis, yo supe que en realidad era
falso, desde que la multinacional absorbió nuestra pequeña empresa, los despidos se
habían producido incluso mucho antes de la crisis. En realidad no me sorprendió, yo era
una más en esa plantilla de despidos, algunos de ellos estaban prácticamente toda la
vida y con esta situación un despido era fácil y frecuente hoy en día.
No podía llegar a pensar que mi reacción llegara a ser tan pasiva, pero así fue. Cogí una
caja de cartón que mi ex-jefe me proporcionó y metí en ella todos los objetos personales
que tenía en la mesa, no eran muchas, me di cuenta que las típicas fotos de hijos,
sobrinos, o pareja, no formaban parte de mis objetos personales.
En ningún momento de los que estuve trabajando aquí se me ocurrió decorar mi espacio
de trabajo con asuntos personales, quizás no lo consideraba imprescindible, siempre me
gustó separar mi vida del trabajo.
Al salir no me despedí de ningún compañero, ni del ascensorista, ni de la recepcionista,
durante los casi veinte años, no conseguí hacer amigos, ni siquiera los consideré
compañeros.
Solo tenía ganas de ir a casa y escuchar el “Concierto de Brandemburgo” de Juan
Sebastián Bach. Cogí el autobús número 81, me senté en el asiento junto a la ventana,
me di cuenta que había más gente en la calle que años atrás, antes en horario laboral las
calles hubiesen estado acompañadas por jubilados y estudiantes, pero ahora no se si por
encontrarme yo en ella o por la situación económica, estaba llena de gente de todo
índole.
Bajé antes de mi parada, necesitaba andar, respirar el aire que me faltaba, conseguir
algo de calma, maldecí encontrar en mi portal a la vecina de quinto, con su mirada
curiosa, aún así le ayudé con las bolsas de la compra.
Todo el rellano olía a comida casera, las escaleras sucias y un poco desgastadas daban
un aire tétrico a la finca, en su día cuando se construyó destacaba por sus grandes
ventanales, ahora quedaba una estructura un tanto anticuada, y a pesar de su
modernidad inicial, jamás me acabó de gustar, no tenía el encanto de las viviendas
antiguas, que hablaban de las vidas de los propios vecinos y recordaban épocas
anteriores. Ahora recordaba que el único motivo de haberla comprado, es porque era
céntrica y no estaba lejos del trabajo, del que bien pensado, yo ya no formaba parte.
Entré en casa, y hoy más que nunca me resultó extraña, el gato me miró con sus ojos
azules, e hizo una mueca que yo la interpreté como un saludo, él era la única compañía y
el único amigo.
El ordenador seguía encendido, había olvidado apagarlo después de comprobar en el
meteosat, el día que haría, tarea que hacía diariamente y que ahora me parecía sin
sentido, al fin y al cabo, me había pasado los días en una oficina donde de nada me
afectaba saber si llovía o hacía sol. Me resultaba tan extraño comprobar la luz que
entraba en el estudio, que lamenté no haber faltado ningún día al trabajo. Comprobé mi
mail, los correos recibidos eran de propaganda y uno de mi amiga Inés, mi única amiga,
que junto al gato eran los dos seres que más quería. Inés vivía en Canadá junto con su
marido, la conocí en una fiesta loca de cuando era hippy en Ibiza, que lejos se
encontraban aquellos días. Por ella, me hice una enamorada de Canadá y había
aprendido cada ciudad y cada río que recorrían por ella.
En realidad cualquier país me llamaba la atención, por ello mi afición a viajar, aunque
fuera con la imaginación. Uno de los correos me animaba a visitar por un euro lugares de
los que no había odio hablar. Siempre había dudado de esos chollos, pero aún así me
animé y compré un billete a Memingem. No tenía ni idea de donde estaba esta ciudad,
pero me di cuenta que lo que más me apetecía era irme, empaparme de cultura y hacer
actividades filantrópicas para olvidar todo y empezar a vivir como yo siempre había
querido.
No lo pensé dos veces, introduje mis datos bancarios, llené mi maleta con lo
imprescindible y al cabo de nada me encontraba en el aeropuerto, destino a una ciudad
que ni siquiera sabía donde se encontraba en el mapa y que ni siquiera había querido
saberlo, era tan incierto como mi destino y lo único que tenía claro es que quería que
fuera nuevo y diferente. Despreocuparme del día siguiente, perderme entre la multitud,
aprender de sus vidas.
Una joven me preguntó la hora y en ese momento me di cuenta que el reloj lo había
olvidado, creo que en el despacho de mi jefe, mientras me retorcía los dedos por los
nervios del momento, ese reloj que había marcado el tiempo de mi juventud ahora ya
marchita, ese reloj que me había esclavizado durante tanto tiempo.
Mi vida bien pensado se había convertido en horarios, levantarme, comer, cenar,
trabajar. Todo había estado regido por las manecillas del reloj, incluso el tiempo de
lectura o de mi gran pasión, la música clásica.
Me di cuenta que el joven seguía esperando mi respuesta, y sin saber porque me eché a
reír, una risa que ni siquiera a mi me resultaba familiar. El muchacho no dejaba de
mirarme, extrañado, preocupado. Finalmente pude decirle que el tiempo ya no volvería a
atraparme más y que por fín me sentía libre y feliz.
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