Cuando todavía no había cumplido un año, su padre, Blas y su madre, Mª Teresa, ambos maestros, se trasladaron a la localidad jiennense de Torreperogil, donde transcurrió su infancia hasta los 11 años de edad compartiendo la vida con sus hermanos José Antonio, Blas, Francisco Javier e Inmaculada. Esa época de su vida está marcada por la tragedia que supuso el fallecimiento de su hermano Francisco Javier cuando éste contaba 14 años de edad. Un nuevo traslado familiar les llevó a la localidad sevillana de Camas, sitio que siempre consideró su pueblo ya que allí transcurrió su adolescencia y allí conformó su personalidad. Una personalidad arrolladora adornada con una determinación inquebrantable y un coraje fuera de lo común. A principio de los 70 vivió su etapa universitaria en la Facultad de Derecho de Sevilla e ingresó en el Partido Comunista en el que adquirió una sólida formación teórica del ideario que inspiraba al Partido. En aquello años se forjó su vocación de militancia a la búsqueda de justicia social y libertad. Libertad que no existía en aquellos años de piedra del franquismo. Maite se comprometió en la lucha antifranquista y participó en actividades tendentes a procurar el fin de la dictadura. Una vez obtenida su licenciatura en Derecho, y ya en época constitucional, ingresó como funcionaria de la Administración del Estado. Siendo su primer destino el INEM en Barcelona, en el año 1979. Más tarde se trasladaría al Servicio de Aduanas, en Sevilla y en 1987 llegó a Ceuta, para desempeñar un puesto en el Centro de Gestión Catastral. En 1988 se casó con Ramón Escribano Alameda, funcionario de Instituciones Penitenciarias, y en octubre de 1990 nació su único hijo, Marco Antonio, el que a la postre sería para ella la persona más importante de su vida, como confesaba públicamente siempre que tenía ocasión de hacerlo. Cuando Maite llega a Ceuta venía ya como liberada por el sindicato en Sevilla, aunque allí no ejercía como abogada, sino como sindicalista. Dedicada a la agitación y propaganda, como ella misma solía decir. Su incorporación al sindicato en Ceuta, que por aquellas fechas carecía de letrado, supuso un fuerte impulso para el desarrollo de Comisiones Obreras en Ceuta, que a partir de su llegada asume un papel de liderazgo sindical en nuestra ciudad, que hasta la fecha le había estado vedado. Maite se integró perfectamente en el sindicato y en la ciudad, considerándose como una ceutí más y sintiendo esta tierra como la suya propia. Su actuación como letrada sindical fue un exponente de su talante abierto y dialogante, pero a la vez firme e inquebrantable en la defensa de los intereses de los trabajadores y trabajadoras de nuestra ciudad. Maite se hizo querer y respetar tanto por sus defendidos como por su adversarios y rivales por su carácter abierto y campechano y su carencia absoluta de afectación y vanidad. El papel de Maite en Comisiones Obreras de Ceuta no fue exclusivamente el de abogada, sino el de sindicalista en el sentido más amplio de la palabra. Lo mismo acudía a constituir una mesa electoral, que a buscar candidatos para participar en elecciones sindicales, o a negociar un convenio de empresa o de sector. Estaba dispuesta a todo lo que fuera necesario para el sindicato, hasta a pegar carteles. Su compromiso era absoluto y supo hacerlo sin detrimento de su papel de madre. Su hijo Marco era su acompañante inseparable en cualquier actividad. Más de una vez acompañaba a su madre a reuniones sindicales y a negociaciones de todo tipo. Los casos ganados por Maite en los juzgados la hicieron acreedora de un merecido prestigio como abogada, pero su verdadera grandeza estaba en su insondable dimensión humana. En su compromiso permanente con cualquier causa justa y su apuesta decidida por la defensa de los más desfavorecidos. Maite fue una persona maravillosa. Junto a un cierto desaliño personal unía un carácter capaz de transmitir ánimo y alegría a cuantos la rodeaban. Era una persona inolvidable. Maite Alascio falleció el pasado 18 de febrero en su casa de Camas (Sevilla), víctima de un fulminante cáncer de pulmón, que en menos de cinco meses y tras un fortísimo tratamiento de quimioterapia acabó con ella. En todo momento de su enfermedad demostró un gran valor y entereza, tal como había sido toda su vida, y fue capaz de enfrentarse a la muerte cara a cara. Su mayor dolor en ese trance fue su permanente preocupación por el futuro de su hijo Marco, de 12 años de edad.