QUE HABÍA SIDO LA VIDA

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“QUE HABÍA SIDO LA VIDA LA QUE LE BAJÓ LOS HUMOS”
Gerardo Cornejo Murrieta*
ÉL
paseaba su galanura frente a nosotros con un dejo displicente y
desdeñoso. Era el diligente operador de la más grande de las dragas que
abrían canales y drenes en aquel valle temporalero. Estaba entre los “héroes
del riego” que, al mando de aquellos dinosaurios mecánicos, dragaban la
nervadura de causes que permitirían el flujo del agua embalsada en la gran
represa. Era un mocetón alto de pelo castaño y ensortijado que dejaba caer
dos caireles rizados sobre su frente. Era dueño de una sonrisa fácil y de una
mirada verde. Tenía, además, la fama de ser el mejor operador de “La
Compañía” y de ganar su sueldo en “horas-máquina” ya que manejaba a su
antojo todas las funciones de aquella montaña de fierros y de aquella plumatorre cableada que ensartaba sus enormes fauces dentadas en la tierra, abría
hondas canaladuras y levantaba hileras de bordos a sus orillas que luego
emparejaba como caminos.
Él cobraba los sábados, se daba un baño sin prisa, se rociaba con lavanda y se
vestía de blanco con paño colorado al cuello. Luego caminaba por aquellas
brechas polvorientas flanqueadas de baldíos montosos y salpicados de
casuchas que apenas se distinguían entre el chaparral espinoso. Y por esas
sendas empolvaba sus zapatos “blanco y negro” y avanzaba dejando una
estela de suspiros y un volar de faldas a su paso.
ELLAS
se disputaban las rendijas de las paredes de pitahaya y se peleaban las
aberturas de las rudas cortinas de pita para verlo pasar y, con suerte, atraer
su sonriente saludo que les suspendía la respiración y les inflamaba la
pechuga. Luego, corrían a prepararse para el baile de tardeada con la
esperanza de que las sacara a trompicar una “corridita”. Por eso se ponían sus
faldas más floreadas; sus moños más llamativos y sus tacones más altos que
luego
hundirían
en
el
terregal
blanquecino
de
aquellas
brechas
semienmontadas. Maldecían entonces el vivir en un pueblo adolescente que
todavía no acababa de emerger del espinero; que larvaba millones de
mosquitos en sus charcos y que oprimía la vida con un calor de reptiles.
NOSOTROS
adolescentes granujientos y costrosos, rogábamos con todo el alma
que aquel odioso fuereño se ahogara algún día en alguno de los profundos
drenes que él mismo excavaba. O para que se desplomara desde la pluma más
alta de su draga. O para que, en cualquier descuido, lo prensaran las
mandíbulas gigantes de aquel monstruo de fierro. O para que… “de perdida”…
fuera la mala suerte la que lo quitara de en medio y nos diera la peregrina
posibilidad de que ellas nos dedicaran siquiera una mísera mirada. Pero nos
habían enseñado que los ruegos y deseos dañeros no surtían efectos si no eran
oficiales por un intermediario del mal. Por eso fue que una noche sin luna,
ocultando el miedo que nos temblaba en las corvas, nos internamos en el
espeso y espinudo mezquital hasta llegar al “chiname” de “El Viborero
Malaquías”. Los momentos tenebrosos que nos hizo pasar antes de aceptar las
gallinas robadas que le llevábamos, no los olvidaremos nunca. Pero el deseo de
hacerle mal al “currito” draguero fue más fuerte que el miedo y… y
conseguimos que el Malaquías apartara de su lado a la negra corúa reptante
que lo acompañaba y oficiara el rito del maleficio.
ÉL
indiferente ante nuestra mezquindad y nuestra envidia, caminaba por la
existencia seguro de sí mismo y, según nuestro celoso enjuiciamiento:
“presumiendo y… y dándose los humos del que se cree “hechecito a mano”
Hasta que una noche caliente y opresiva, los otros operadores (que también le
tenían envidia) lo invitaron a competir en la apuesta sabatina sobre quien
podía tomarse más canelazos “con piquete” en el puesto de la Prieta Lunares.
Él con una seguridad desarmante, aceptó el reto sin sospechar que se habían
confabulado con ella para que cargara sus canelazos con una doble dosis de
alcohol de 96 grados.
2
El resultado fue que agarró una “borrachera de dos rayas” que iba pintando en
el polvo con la punta de los zapatos cuando tuvieron que llevárselo a rastras y
descargarlo sobre un catre de pita donde cayó hecho un muñeco de trapo.
Y todo hubiera quedado en una broma traidora y en una apuesta perdida, si no
hubiera sido porque la mala fortuna (pagada por nosotros al “Maldeojero”
Malaguías) quiso que le quedara una pierna colgando la cual, oprimida por el
barrote cuadrado del catre, fue perdiendo flujo sanguíneo, adormeciéndose
lentamente
y,
después
de
varias
horas,
entumeciéndose
hasta
la
insensibilidad.
La mañana siguiente, todavía bajo los sopores canelarios de la resaca, quiso
levantarse. Sintió entonces que una viga tumefacta le colgaba del catre y que
no podía moverla. Se alarmó y llamó a gritos a sus compañeros que, todavía
burlones, acudieron a remacharle su derrota. Pero cuando vieron la pierna, se
les amontonó la culpa y cargaron con él hacia el consultorio de La Compañía.
Entonces se amontonan a su derredor y, arrepentidos, inquieren al médico
que, después del examen, ha puesto una cara de grave preocupación y de
impotencia. Los dragueros lo presionan y lo imprecan, hasta que lo obligan a
pronunciar la temida palabra: GANGRENA.
Corren con él a la ciudad.
Lo internan.
Y regresan desolados.
Transcurren dos meses…
hasta que una tarde cenicienta, el paso de una ambulancia interrumpe
la siesta del pueblo. Va hacia el consultorio de La Compañía. Se para frente a
la puerta y, tambaleándose sobre unas muletas mal armadas, trata de bajar un
cadavérico joven que apenas hace recordar al que había sido un dechado de
vida y gallardía.
Viene cercenado desde el tronco de la pierna izquierda y…
y amputado del alma.
3
NOSOTROS
atormentados por la certeza de que habían sido nuestros malévolos
oficios con el hechicero los que le habían causado aquella desgracia, tuvimos el
impulso suicida de Judas y trocamos nuestra envidia en lástima y nuestra
mezquindad en arrepentimiento.
ELLAS
no buscaron ya su mirada cuando, baldado, pasó casi a escondidas
sobre una carreta de mulas; voltearon para otro lado cuando les brindó el
saludo que antes le rogaban; olvidaron… despreciaron…
LA VIDA
y, según nuestra exculpación no exigida y nuestra explicación no
pedida: no habíamos sido nosotros quienes convocaran a su mala suerte sino
que “HABÍA SIDO LA VIDA LA QUE LE BAJÓ LOS HUMOS”.
*Profesor-investigador Emérito del Centro de Estudios Históricos de Región y
Frontera de El Colegio de Sonora, [email protected]
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