sintesis de las invasiones barbaras

Anuncio
Invasiones bárbaras
La irrupción de los pueblos germánicos de origen indoeuropeo a partir del siglo II, y la posterior
destrucción del Imperio romano de Occidente, modificaron la historia de Europa occidental, al hacer posible el
surgimiento de una nueva civilización basada en la simbiosis de elementos latinos y germánicos. Este hecho dio
lugar a una nueva etapa de la historia, conocida como Edad Media. De los mandatarios bárbaros, destacó
Teodorico, rey ostrogodo, quien intentó mantener una continuidad con el pasado romano, en el tránsito al siglo
VI.
Origen de las invasiones
A todo lo largo de las fronteras norte y sur del Imperio romano existía un numeroso grupo de tribus,
siempre prestas a la invasión, que Roma había mantenido a raya durante siglos, a veces por medio de las armas y
en ocasiones comprando la paz. De estos pueblos (que los romanos llamaban genéricamente «bárbaros»)
destacaron los germánicos. Entre los siglos II y IV, los miembros de diversos pueblos bárbaros pactaron alianzas
defensivas con los emperadores romanos y se establecieron dentro del territorio imperial como colonos,
federados o soldados.
Todo este proceso fue consecuencia de un gran movimiento migratorio que tuvo lugar en toda el área
euroasiática. Las civilizaciones que habían formado Estados en territorios muy extensos y con una sólida
administración centralizada -entre los que destacaba básicamente Roma- fueron invadidas por poblaciones
llegadas del norte. Los pueblos nómadas de Asia septentrional fueron desplazándose hacia el sur, entre los siglos
I y IV. Esto provocó que los hunos, desplazados desde el este del mar Caspio hacia el oeste, desestabilizasen a
los pueblos germánicos, los que, a su vez, invadieron el Imperio romano. Aunque no se conocen a ciencia cierta
las causas de estas migraciones, se cree que se debieron a un incremento demográfico.
Primeras invasiones
Hacia el año 370, los visigodos, presionados por los ostrogodos, se vieron obligados a cruzar la frontera
del Imperio romano y derrotaron en la batalla de Adrianópolis (378) al emperador Valente. En el año 395 se
desplazaron nuevamente hacia Grecia e Italia donde saquearon e incendiaron Roma en 410, bajo el mando de
Alarico. Hacia el año 415 los visigodos se establecieron en Aquitania e Hispania, como federados de Roma.
Fundaron el reino de Toulouse y, después de la caída del Imperio romano de Occidente, el reino de Hispania y
Septimania, que pervivió hasta la invasión musulmana de 711. Los burgundios, presionados por los hunos, se
instalaron en el valle del Ródano, cerca de Lyon. Los anglos, jutos y sajones pasaron, durante la segunda mitad
del siglo V, del sur de Escandinavia a las islas Británicas, de donde expulsaron a los bretones, quienes se
dirigieron hacia el noroeste de la Galia. Por último, los francos se desplazaron al sur desde la desembocadura del
Rin y sometieron el reino de Toulouse en 507.
A principios del siglo V, hubo otra oleada de invasiones, por parte de los suevos y los vándalos, de origen
germánico, y de los alanos, caucasianos. Los suevos se establecieron en Galicia y fundaron un reino que hacia
585 se unificó con el visigodo. Los vándalos y alanos fundaron un reino en África, reconocido como
independiente por Roma en 442 hasta que Belisario, general del emperador bizantino Justiniano I, lo ocupó en
533.
Todos los pueblos que penetraron en el Imperio romano, a excepción de los vándalos y alanos, todavía
reconocían la autoridad imperial con la que habían pactado alianzas; muchos jefes germánicos habían conseguido
cargos en el ejército romano -a causa de la falta de efectivos entre los romanos- y en la jerarquía política.
Fin del Imperio romano de Occidente
Los hunos, dirigidos por Atila, entraron al territorio del Imperio romano, pero fueron derrotados por las
tropas de Roma y sus aliados -visigodos, burgundios y francos- en la batalla de los Campos Cataláunicos, en la
Galia, en 451. Como consecuencia de esta batalla, los hérulos y los ostrogodos consiguieron liberarse del
dominio a que estaban sometidos por los hunos. Hacia 476, los hérulos, penetraron en Italia y depusieron a
Rómulo Augustulo, último emperador romano de Occidente. En 488 Teodorico I, rey de los ostrogodos, entró en
Italia, derrotó a los hérulos y estableció un reino, que se pretendió heredero de Roma. Restauró su organización
administrativa y política, impuso el derecho romano y el latín siguió siendo la lengua oficial. A mediados del
siglo VI, el ejército del emperador bizantino Justiniano I conquistó el reino ostrogodo y permaneció en Italia
hasta que fue expulsado por los lombardos, también pueblo germánico, hacia 570.
Atila
(?-?, 453) Rey de los hunos (434-453). Dominó un amplio territorio en la cuenca del Danubio y el S de Rusia.
Los emperadores romanos de Oriente y Occidente le pagaban tributo. Invadió el Imperio de Oriente (441) y
cruzó el Rin (451). Su derrota ante romanos y visigodos en los Campos Cataláunicos, en la Champaña, frenó su
avance. Después de su muerte, el Imperio huno se desintegró.
Clodoveo I o Clovis
(?, c. 466-París, 511) Rey franco (481-511). Su reino comprendía toda la Galia, exceptuando Borgoña, Provenza
y Septimania. A pesar de sus esfuerzos no consolidó el Estado y sus hijos se repartieron el reino.
Lotario I: ( ?, 795-Prüm, 855) Emperador de Occidente (840-855). Primogénito de Ludovico Pío (Luis I el
Piadoso), en 814 fue coronado rey de Baviera. En 817 recibió la dignidad imperial y en 825 fue asociado al
gobierno del Imperio. A su muerte sus dominios quedaron repartidos entre sus tres hijos.
Annales Regni Francorum: Juramento vasallático en la época carolingia (757)
El rey Pipino celebró asamblea en Compiègne con los Francos. Y hasta allí se llegó Tasilón, duque de
Baviera, quien se encomendó en vasallaje mediante las manos. Prestó múltiples e innumerables juramentos,
colocando sus manos sobre las reliquias de los santos. Y prometió fidelidad al rey Pipino y a sus hijos, los
señores Carlos y Carlomán, tal como debe hacerlo un vasallo, con espíritu leal y devoción firme, como debe ser
un vasallo para con sus señores.
[Recogido en R. Boutrouche: Señorío y feudalismo. I. Los vínculos de dependencia (Madrid, 1980, p. 284).]
Annales de Saint Bertin: Tratado de Verdún (843)
[...] Llegado Carlos, los hermanos se reunieron en Verdún. Allí fue hecho el reparto: Luis recibió todo el
territorio más allá del Rin, las ciudades de Spira, Worms, Maguncia y sus pagos. Lotario, el territorio que se
encuentra entre el Rin y el Escalda, hasta el mar, y del otro lado, por el Cambresis, el Hainaut, los países de
Lomme y de Meziérs y los condados vecinos al Mosa hasta la confluencia del Saona y del Ródano, y el curso del
Ródano hasta el mar, con los condados contiguos. Fuera de estos límites, Lotario obtuvo solamente Arras de la
humanidad de su hermano Carlos. El resto hasta España lo recibió Carlos. Después de haber hecho los
correspondientes juramentos, se separaron.
[Recogido en Calmette: Textes et documentes d'Histoire, II. Moyen Age (París, 1953, p. 43).]
Carlomagno, o Carlos I el Grande
(Neustria, 742-Aquisgrán, 814) Rey franco (768-814) y emperador de Occidente (800-814). Era hijo de
Pipino el Breve, rey de los francos. A su muerte, Pipino repartió el reino entre sus hijos Carlos y Carlomán, que
reinaron juntos hasta que el segundo murió en 771. El trono pasó a manos de Carlomagno, quien creó un reino a
imagen del Imperio Romano.
De los reinos germánicos al imperio carolingio
Carlomagno, una gran figura de la historia de Europa, realizó la primera síntesis entre la herencia romana
y las aportaciones germánicas. Para llevar a cabo su gran proyecto de reconstruir el Imperio romano de
Occidente, realizó numerosas campañas militares y desarrolló una intensa actividad cultural con la creación de la
Escuela Palatina de Aquisgrán, donde reunió un gran número de sabios. Además, aumentó el número de
bibliotecas e impulsó la copia de manuscritos.
Orígenes del reino franco
Clodoveo, rey de la dinastía franca de los merovingios entre 481 y 511, conquistó el reino visigodo de
Toulouse y extendió su reino desde el Rin hasta los Pirineos.
Con su conversión y la de su pueblo al cristianismo consiguió acercar su sociedad a los galorromanos, en el
aspecto religioso, hecho que impulsó la futura unificación de leyes y costumbres. A su muerte, el reino quedó
dividido entre sus hijos, como herencia patrimonial privada que era, según la costumbre franca.
A partir de mediados del siglo VII, los cargos de mayordomo de palacio, los oficiales más próximos al rey, se
hicieron hereditarios y fue entonces cuando, ante la debilidad del poder de los monarcas, aquéllos ejercieron el
poder efectivo. Carlos Martel, uno de estos mayordomos de palacio, unificó todo el territorio franco y frenó el
avance musulmán en Poitiers (732), hecho que consolidó el territorio franco y su autoridad. En el año 751, el hijo
de Carlos Martel, Pipino el Breve, depuso a los merovingios y estableció la dinastía carolingia.
Establecimiento del Imperio carolingio
Pipino el Breve, rey de los francos, en justa compensación por el apoyo recibido y a petición del
pontífice, llevó sus ejércitos a Italia, donde luchó contra los lombardos y conquistó un conjunto de tierras que
entregó al papado (756) y que constituyeron el origen de los Estados pontificios. En la Galia conquistó la
Septimania a los musulmanes e impuso su dictado en Aquitania.
Carlomagno, hijo de Pipino el Breve, fue rey de los francos a partir de 768. Sus dominios y conquistas
directas, los pueblos que dependían de ellos y las marcas de frontera que estableció se extendieron por la mayor
parte de los territorios situados entre los ríos Ebro y Oder y hasta el centro de la península Itálica. Su sueño fue la
reconstrucción de un poder universal en Europa, a semejanza del Imperio romano. Como culminación de la
política de expansión territorial y de alianza con la Iglesia, en un momento en que las diferencias entre Roma y
Bizancio se agudizaban, Carlomagno fue coronado emperador en Roma la Navidad del año 800. La Iglesia tenía
de esta manera a su lado al monarca más poderoso de la cristiandad.
A la muerte de Carlomagno en 814, el imperio pasó a su hijo Luis I el Piadoso, aunque ya antes de 840,
año en que murió éste, se inició la lucha por el control del imperio entre sus hijos y sucesores. Tras el Tratado de
Verdún de 843, Carlos el Calvo obtuvo la Francia Occidental, que llegaba hasta Navarra y los condados
catalanes; Luis recibió la Francia Oriental, entre el Rin y el Elba; y Lotario mantuvo el título imperial y obtuvo
un territorio situado entre los dos anteriores, en la orilla izquierda del Rin.
Organización del Imperio carolingio
La administración del Imperio carolingio se centralizó en una corte itinerante, sin residencia fija. El
gobierno del territorio se confundía con el del mismo palacio, y el tesoro público y el privado del emperador eran
una misma cosa. El canciller, al frente de la administración, era un clérigo que dirigía los asuntos civiles y
eclesiásticos y redactaba los capítulos. Desde un punto de vista territorial, el imperio se dividía en condados y
marcas. Los condes, elegidos por el emperador sobre la base de un juramento de fidelidad, tenían que cumplir los
decretos imperiales de la cancillería y poseían competencias tributarias, militares y de justicia sobre sus vasallos.
Los marqueses, tenían poderes militares especiales debido al tipo de territorio que tenían a su cargo. Condes y
marqueses eran inspeccionados por los missi. Carlomagno también concedió tierras y privilegios a los
eclesiásticos y a los monasterios. Fue en estos últimos, donde se mantuvo la cultura escrita, ya que contaban con
bibliotecas donde se copiaban textos de autores clásicos, llegados a través del mundo árabe. Mientras la iglesia
utilizaba el latín, el pueblo iba forjando nuevas lenguas y culturas, base de las actuales.
Carlomagno intentó fomentar la cultura, por ello fundó la Escuela Palatina de Aquisgrán donde reunió a
grandes intelectuales de Occidente. Este período, llamado Renacimiento carolingio, trajo la reforma de la
escritura, necesaria para afirmar unas buenas comunicaciones, un correcto funcionamiento de la administración y
buen vehículo de instrucción.
Annales Laureshamenses: Coronación imperial de Carlomagno (800)
Como en el país de los griegos no había emperador y estaba bajo el imperio de una mujer, le pareció al
papa León y a todos los padres que en asamblea se encontraban, así como a todo el pueblo cristiano, que debían
dar el nombre de emperador al rey de los francos, Carlos, que ocupaba Roma, en donde todos los césares, habían
tenido la costumbre de residir, así como también Italia, la Galia y Germania. Habiendo consentido Dios
omnipotente colocar estos países bajo su autoridad, pareció justo, conforme a la solicitud de todo el pueblo
cristiano, que llevase en adelante el título imperial. No quiso el rey Carlos rechazar esta solicitud, sino que,
sometiéndose con toda humildad a Dios y a los deseos expresados por los prelados y todo el pueblo cristiano,
recibió este título y la consagración del papa León.
[Recogido en Calmette, Textes et documentes d'Histoire, II. Moyen Age (París, 1953).]
La Europa de las cruzadas
En el siglo XI, Europa occidental entró en un período de expansión caracterizado por la conjunción de un
espíritu religioso y uno guerrero, que dio lugar a las cruzadas. Promovidas por el papado, las cruzadas pretendían
arrebatar a los musulmanes las tierras en las que había vivido Cristo. Las iglesias románicas, que todavía hoy
cubren media Europa, constituyen un testimonio del vigor creativo de aquella época.
Creación del Sacro Imperio Romano Germánico
En el siglo X, el rey de Germania e Italia, Otón I, de la casa de Sajonia, heredero del imperio carolingio
fue coronado emperador del Sacro Imperio Romano Germánico con el beneplácito del papa Juan XII, a quien
aseguró las posesiones del papado en el centro de Italia, los Estados Pontificios. Pero Otón I, además de poseer
plenos poderes temporales, utilizó a la jerarquía eclesiástica como medio eficaz de gobierno. Nombró altos
cargos eclesiásticos y tuteló la Santa Sede, de tal forma que ejercía fuertes presiones para que los papas, según su
conveniencia, fuesen elegidos o depuestos. Este proceso afectó profundamente a la Iglesia, ya que el control de
los nombramientos de los principales cargos eclesiásticos, hacían de ella un instrumento en manos del imperio.
El esfuerzo de los pontífices por liberarse de este dominio condujo a una serie de grandes crisis
institucionales como la lucha de las investiduras, entre los siglos XI y XII, y la lucha entre el pontificado y el
imperio, entre los siglos XII y XIII. La primera de ellas se resolvió con el concordato de Worms en 1122, que
determinó que sólo el papa podía investir a alguien del poder espiritual, quedando el poder temporal para los
emperadores y otros laicos. Algunos papas, con un ideario favorable a la independencia de la Iglesia respecto del
poder civil, iniciaron una reforma, llamada gregoriana, y se enfrentaron a los emperadores.
En la segunda crisis, la cuestión fundamental era saber a quién pertenecía el poder universal, si al papa o
al emperador. El papado pensaba que todos los monarcas cristianos, incluyendo a los emperadores, tenían que ser
vasallos del papa. El punto culminante de este conflicto se produjo entre el papado y el emperador Federico I
Barbarroja, tensión que fomentó la división, que se manifestó entre nobles alemanes y del norte de Italia, que
dividió a güelfos y gibelinos. De este conflicto, el poder imperial salió muy debilitado.
Las cruzadas
Las cruzadas surgieron con la idea de arrebatar los santos lugares y, en especial, Jerusalén, de manos de
los musulmanes. Fueron posibles gracias a la coyuntura favorable -marcada por el crecimiento demográfico,
agrícola y comercial- que vivió Europa alrededor del año 1000. Este crecimiento se produjo en Inglaterra,
Francia, los Estados germánicos y el norte de las penínsulas Itálica e Ibérica. Toda esta fuerza se canalizó en un
objetivo, compartido por toda la cristiandad, consistente en luchar contra un enemigo externo común para que
disminuyeran las luchas internas y asegurar el dominio incontestable de la nobleza y la Iglesia. En el siglo XI, la
Europa cristiana había recuperado muchas de las tierras que el Islam había conquistado anteriormente, pero
faltaba liberar la Tierra Santa.
En el siglo XI, la Tierra Santa se encontraba inmersa en una guerra entre selyúcidas, dinastía de origen
turco, y bizantinos, hecho que afectó a los peregrinos. Por ello, el papa Urbano II hizo, en 1095, un llamamiento
para reconquistar la Tierra Santa, en el que concedía indulgencia plenaria a los cruzados. Como resultado de este
gesto, se formó la primera cruzada, llamada popular, pues partía de un ejército sin preparación militar, derrotado
por los selyúcidas en 1096. A continuación se formó un ejército de nobles, de los barones, que en 1098 tomó
Jerusalén. En la costa oriental del mar Mediterráneo se constituyeron unos Estados cristianos, con instituciones
de carácter feudal, entre los que se contaban el principado de Antioquía y el reino de Jerusalén, formados a partir
de la primera cruzada.
Durante las cruzadas -que ascendieron a ocho hasta el último tercio del siglo XIII-, se crearon las órdenes
militares, como la de Malta y la del Temple, que eran ejércitos permanentes de defensa de las conquistas de los
cruzados. En ellas participó lo mejor de la nobleza europea, frecuentemente en competencia y con intereses
divergentes, hecho que favoreció a los ejércitos musulmanes. Otra consecuencia fue que el mundo islámico, hasta
entonces tolerante con los cristianos, adoptó una actitud más hostil, de manera que apareció la idea de guerra
santa.
Formación y evolución del Imperio bizantino
El Imperio bizantino, resguardado de las invasiones de los pueblos germánicos, fue el resultado de una
simbiosis entre la herencia política y social romana, la lengua y la cultura griegas y la religión y las costumbres
cristianas. Aunque pervivió hasta el siglo XV, su época de máximo esplendor cultural y militar tuvo lugar
durante el reinado de Justiniano I, en el siglo VI. La fastuosidad de esta época queda reflejada en el mosaico de la
iglesia de San Vitale en Ravena.
Orígenes de Bizancio
La crisis del Imperio romano en el siglo III había hecho evidente la necesidad de acercar el centro del
poder hacia la zona más desarrollada del mar Mediterráneo. Entre 324 y 330, Bizancio, una ciudad fundada por
los griegos en el siglo VII a.C., pasó a ser una de las urbes más codiciadas del Imperio romano.
En 324 la ciudad acogió a Licinio, que disputaba el gobierno del imperio a Constantino I el Grande. Sin
embargo, este último tomó finalmente el poder e hizo de la antigua Bizancio -denominada a partir de entonces
ciudad de Constantino o Constantinopla- la capital del imperio. Esta metrópoli, construida desde cero en un lugar
de paso privilegiado entre Asia Menor y los Balcanes, se convirtió en un foco comercial y cultural destacado y se
transformó en el principal centro político y urbano del oriente romano. Su puerto, localizado en el estrecho del
Bósforo, estaba bien situado y el emplazamiento de la ciudad permitía controlar por tierra o mar las regiones más
peligrosas de Oriente. La cercanía de la nueva capital con las fértiles tierras de Tracia y Asia Menor garantizaba
el suministro de alimentos a su gran población.
Proceso de división del Imperio romano
La parte oriental del imperio evidenciaba diferencias importantes respecto a la occidental: en el ámbito
cultural, predominaban la lengua y la cultura griegas, mientras que en occidente predominaba el latín; desde el
punto de vista económico, la zona oriental del Imperio romano, muy poblada, poseía una importante presencia
comercial y artesanal, mientras que la occidental, agrícola y ganadera, pasaba por una época de acusada
decadencia.
La división del Imperio romano empezó a gestarse a partir de las reformas administrativas
descentralizadoras emprendidas por Diocleciano, basadas en la diarquía, por la que Maximiano fue escogido
emperador y se le asignó la parte occidental del imperio, con el fin de asegurar mejor las fronteras. Pero no fue
hasta la muerte de Teodosio I el Grande, en 395, cuando tuvo lugar la división permanente y definitiva entre el
Imperio romano occidental y el oriental. Teodosio I repartió el imperio entre sus dos hijos: Honorio, quien
gobernaba desde Roma, pasó a controlar el Mediterráneo occidental y Europa hasta el Rin, mientras que Arcadio,
establecido en Constantinopla, quedó a cargo de todos los territorios de la costa mediterránea oriental.
La época de apogeo
Durante el siglo VI, el emperador Justiniano intentó reconstruir el Imperio romano. Para ello, sus
generales organizaron una serie de campañas militares contra dos reinos germánicos: el de los vándalos, en el
norte de África, y el de los ostrogodos, en Italia. Además, ocuparon las costas meridionales de la Hispania
visigoda. Aunque durante unos años, el Mediterráneo volvió a ser un mar romano, estas conquistas fueron
efímeras. Entre los siglos VII y VIII, los musulmanes ocuparon las provincias más ricas del Imperio bizantino:
Egipto, Siria y Palestina. Este hecho resultó trascendental, ya que el Imperio quedó reducido a las tierras más
pobres y sólo conservó un centro comercial importante, Constantinopla. A partir de ese momento el Imperio se
vio obligado a emprender una reorganización militar consistente en fortalecer el estamento militar, bajo las
órdenes directas del emperador. Esta nueva organización permitió a Bizancio frenar el avance del Islam y de los
pueblos del norte, los búlgaros. El Emperador, cargo hereditario, era coronado por el patriarca de Constantinopla,
la máxima dignidad religiosa, quien, a su vez, siempre era escogido con el beneplácito del emperador. De esta
manera, quedaron estrechamente unidos el poder imperial y el religioso. La autoridad imperial tenía un carácter
absoluto, mientras que las instituciones surgidas en época romana -el Senado y los magistrados- tenían un poder
muy limitado. La economía y la sociedad, asentadas inicialmente en una base esclavista de producción, se fueron
organizando poco a poco a partir de una jerarquía feudal que dominaba las áreas rurales. Así, el Imperio
bizantino se convirtió en una sociedad insertada dentro del mundo feudal.
Por otra parte, Bizancio mantuvo discrepancias religiosas con Roma, las cuales comportaron a mediados
del siglo XI, el cisma de Oriente, que significó la separación en ortodoxos y católicos.
Nacimiento y expansión del Islam
El Islam constituye uno de los más notables fenómenos religiosos de la historia, no sólo por su fulgurante
nacimiento y su expansión, sino también por su arraigo y su adaptación a la vida cotidiana. Estos rasgos han
conseguido que, aún hoy, después de trece siglos, siga siendo norma de conducta para millones de personas.
Arabia antes del Islam
La península de Arabia era, antes del Islam, una tierra de tribus beduinas de ganaderos y mercaderes. Su
clima era desértico, excepto en la zona meridional, el actual Yemen, región fértil que exportaba mirra, incienso y
perfumes. Sus habitantes eran mayoritariamente politeístas, aunque también había pequeñas comunidades de
judíos y cristianos.
Antes del siglo VII, los árabes, población de origen semita, ocupaban toda la península de Arabia hasta
los ríos Jordán y Éufrates. En el norte, habitaba un grupo de tribus beduinas seminómadas que vivían de la
ganadería. En el sur, existía una vieja civilización urbana, que basaba su economía en una agricultura muy
evolucionada y en una intensa actividad comercial. En el siglo VI, había arraigado el monoteísmo en ambas
regiones, debido a la existencia de comunidades judías y cristianas. El resto de la población -mayoritariamente
beduinos nómadas- vivía en el desierto, y se dedicaban a la ganadería, el comercio terrestre y el bandolerismo.
Estos pobladores eran politeístas, creían en demonios y en ángeles, practicaban la idolatría y el fetichismo.
Estaban agrupados en tribus, bajo la autoridad de un jeque. En la región donde vivían había pocas ciudades; éstas
se encontraban en los oasis o en encrucijadas de rutas de caravanas, y tenían una función de mercado y de centro
de culto.
Mahoma y el Islam
Mahoma era un conductor de caravanas a través del desierto, que empezó, a los cuarenta años, a predicar
la existencia de un único dios, Alá. Según la tradición, Mahoma escuchó la voz del arcángel san Gabriel, cuyas
revelaciones fueron la base del Corán, el libro sagrado de los musulmanes. Sus predicaciones encontraron la
oposición de los jefes de su tribu , los Qurays de La Meca, de manera que tuvo que huir a Medina hacia 622. Esta
huida es conocida como la hégira y marca el inicio de la era musulmana
Una vez en Medina, Mahoma consiguió la fuerza suficiente para crear un Estado y empezar la expansión
islámica. En 629, Mahoma se desplazó a La Meca, que era un centro de peregrinaje ya antes del islamismo. Allí
se encontraba la Kaaba. En 632, muerto Mahoma, los musulmanes ya habían sometido gran parte de Arabia,
mientras que el número de conversiones a la nueva religión crecía rápidamente, aunque las leyes islámicas
permitían, en los territorios conquistados, la coexistencia de religiones monoteístas. El sucesor de Mahoma, Abu
Bakr, tomó el título de califa y consolidó el poder islámico.
Expansión del Islam
Hacia 656, el tercer califa, Otman, fue asesinado y Alí, yerno de Mahoma, le sucedió. Pero Alí formaba
parte del grupo que asesinó a Otman, por lo que Mu’awiyya, gobernador de Siria, se sublevó y empezó una
guerra civil que acabó en 661 con su victoria. Los partidarios de Alí iniciaron una de las dos principales
corrientes del islam, el chiísmo, que predicaba la existencia de un imán o caudillo entre los sucesores de Alí. Los
partidarios del orden político establecido en aquel momento, el de los omeyas, eran los suníes.
Damasco, capital del califato omeya, se convirtió en el centro de un imperio cada vez más vasto. Se
extendió por el Magreb. De allí, pasó, en el año 711, a la península Ibérica que, gobernada por reyes visigodos
debilitados por constantes luchas internas, fue sometida rápidamente. Su expansión finalizó en Poitiers, donde los
musulmanes fueron derrotados por los francos. Paralelamente, los omeyas llegaron por el este al río Indo y al
límite de los territorios dominados por la dinastía china de los Tang; en el norte, fueron frenados por el Imperio
bizantino. A partir de 720 hubo una sublevación en algunas provincias del imperio que llevó a la familia de los
abasíes, chiíes, a hacerse con el poder y a establecer la capital en Bagdad. Los abasíes continuaron en el poder
hasta 1258, aunque pronto dejaron el gobierno efectivo de las provincias a una serie de dinastías, mientras que el
título de califa fue exclusivamente religioso.
Gracias a intelectuales musulmanes se conocieron y tradujeron obras científicas y literarias de los clásicos
griegos y latinos, que junto a conocimientos técnicos muy diversos volvieron a Europa, a través de la península
Ibérica. El control del territorio islámico quiso ser recuperado por los otomanos o turcos, cuyo jefe, tomó el título
de califa en el siglo XVI y lo conservó hasta 1924. A pesar de su fraccionamiento, el mundo árabe siempre ha
mantenido un ideal de unidad política, basado en la religión.
Descargar