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 La barrera del silencio
Por Inmaculada Luna Cejudo
“Una vez más acabas aceptando que el tiempo no entiende de necesidades”.
Ésta es la clave de “La barrera del silencio”: la concepción subjetiva del tiempo
ante la posibilidad de enfrentarte a la muerte.
Miras el reloj y descubres que deberías de llevar unas seis horas durmiendo.
Cuando aún tienes los ojos abiertos comienza a amanecer. Son las siete. Te levantas sin
ganas, te vistes despacio. Andas y desandas el corto tramo que hay en tu habitación.
Intentas pensar en todo para que no se te olvide nada: móvil, auriculares y libro. Un
ligero equipaje, concluyes, pero tan necesario. Escuchas una voz que te lleva a
apresurarte cuando te das cuenta que no encuentras la llave del coche. Nunca sabes
donde dejas las cosas, por si aún no eres consciente de ello, siempre hay alguien que te
lo recuerda. A ti te da igual, es la excusa perfecta que hace retrasar la salida y dar una
vuelta más por la casa. Como todo, también la llave acaba apareciendo. No te queda
más remedio que salir.
Piensas por un momento en algún acontecimiento extraordinario que pueda
cambiarte el rumbo pero como éste no llega, te ves obligada a arrancar el coche que te
llevará a donde tú no quieres pero debes ir. Llegas a la Espartería, dejas a un lado el
Ayuntamiento girando a la izquierda para tomar la calle Diario de Córdoba; a
continuación, la calle San Fernando. Ahora es cuando verdaderamente necesitas que el
tiempo se prolongue. Una vez más, acabas aceptando que el tiempo no entiende de
necesidades. Giras a la derecha y, para tu desagrado, te encuentras con todos los
semáforos de la Ribera en verde. De repente, llegas al cruce del Puente de San Rafael, te
gustaría girar a la izquierda como era tu costumbre hasta hace unos meses siguiendo
todas las señales que indiquen la A-4 dirección Sevilla. Se te hace un nudo en la
garganta, un nudo que te recuerda que tu vida cambió. No te queda más remedio que
continuar recto. Pasas el zoológico y el jardín botánico e, inmediatamente después, te
encuentras con tu destino.
foto plastificada donde, por un lado, está tu abuela y, por el otro, tu prima pequeña,
mientras que en el izquierdo tienes esa imagen del Padre Cosme con las esquinas algo
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de bajar te echas las manos a los bolsillos. Te aseguras que en el de la derecha llevas esa
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Dejas el coche bien estacionado porque no sabes si lo utilizarás a la vuelta. Antes
dobladas. No eres persona de grandes manías sino de pequeñas costumbres y, esa, es
una de ellas. Se puede decir que en los momentos delicados e importantes ellos siempre
te acompañan.
Al salir, el frío te llega a los huesos. El temblor te durará apenas treinta metros que
te separan de la entrada principal del edificio en el que no quieres pero debes entrar. Al
fin, acabas entrando. Todavía quedan siete minutos para que el reloj marque las ocho.
En la sala de espera casi todos los asientos están ocupados, dificultosamente
encuentras uno. Nunca te ha gustado esperar de pie. Ahora, además, serías incapaz. En
ese lugar siempre hay alguien que te clava la mirada y te hace llegar su compasión.
Detestas esos gestos. Para dejarlo claro tú le devuelves la mirada y la compasión bajo
una expresión de enfado. Rápidamente baja la mirada avergonzado, tu respuesta es
dura pero efectiva.
Son las ocho y media. El celador que es puntual comienza a recitar su pan nuestro
de cada día: “papelitos rosas: uno, dos, tres, cuatro…, ahora los amarillos por aquí: uno,
dos, tres, cuatro…”. Tu analítica es urgente lo que te convierte en uno de los rosas.
Recoges los tres botes que más tarde la enfermera rellenará con tu sangre y te acercas a
la puerta de extracciones para hacer de nuevo una cola. La ventaja de ser paciente
oncológico es que sabes que no esperarás más de cinco minutos en entrar para recibir
ese pinchazo matinal.
A ti eso de paciente oncológico te resulta cuanto menos ridículo. A tu modo de ver,
se trata de un eufemismo para evitar la palabra cáncer. Piensas en el término y
reflexionas. Por más que lo piensas no te suena que se diga paciente traumatológico,
paciente ginecológica o paciente cardiológico, o por lo menos tú jamás lo has
escuchado. De repente, tu estómago te recuerda que aún no has desayunado y optas por
dejar de cavilar no vaya ser que tenga también efectos secundarios.
Le dejas el abrigo y el bolso a tu madre, ella te esperará por la puerta de atrás como
siempre. Se puede decir que tu madre, al igual que tu abuela, tu primita o el Padre
Cosme, también te acompaña en los momentos más delicados e importantes de tu vida.
Entras y te descubres los dos brazos para decidir en cual prefieres que te saquen la
sangre, últimamente te han pinchado tanto que te cuesta reconocer el menos
agujereado.
Observas a la señora que va delante de ti. Es una mujer mayor, crees que sobrepasa
los setenta. Ella también lucha contra el cáncer, lo delata el pañuelo marrón que le
tiene la mirada perdida. Su expresión te sobrecoge. La enfermera que no ha tenido
éxito vuelve a realizar la misma operación con su brazo derecho pero las venas no se
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izquierdo pero parece que no le encuentra ninguna vena. Insiste pero nada. La mujer
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cubre la cabeza. Su tez es morena. La enfermera pone el comprensor en su brazo
dilatan lo suficiente. Por la mueca que acaba de hacer parece que una vena apareció y
pincha. La sangre que le ha podido sacar ni siquiera llega a la mitad de la jeringa.
Pincha de nuevo y tantea con la aguja. Un golpe seco te sobresalta. Es el bastón de esa
mujer de tez morena que tiene una aguja inspeccionándole el brazo. Te agachas a
cogerlo sin perder detalle de la escena. Es tan grande su resignación que no es capaz de
emitir ninguna queja. Tú, sin embargo, tienes ganas de gritarle a la enfermera que pare.
Estás inquieta cuando ves que esa maldita jeringuilla por fin se ha llenado. Te acercas a
la mujer de tez morena, te hubiera gustado decirle que mucho ánimo pero sabes que
esas palabras sobran y, en algunos casos, incluso, molestan. Por ello, te limitas a
transmitirle todos tus buenos deseos en una dulce sonrisa y, por supuesto, le devuelves
su bastón.
Ocupas el lugar que acaba de dejar la mujer que crees que sobrepasa los setenta y
extiendes tu brazo izquierdo. La presión del comprensor provoca la aparición de varias
venas. La enfermera, aliviada, opta por la que dibuja un mayor bulto. De forma
mecánica llena los tres botes que le has dado y los coloca en el carrito que pronto
acabará en el laboratorio. Te pone algodón y esparadrapo y te dice que ya te puedes
marchar.
Es la hora del desayuno. Vais a la cafetería del hospital, así lo decidisteis hace
veintiún días. Antes salíais al bar de enfrente para alejaros ese rato del ambiente
hospitalario pero la última vez cuando volvíais recién desayunadas fueron tan grandes
las arcadas que te produjo el hedor que desprendían los camiones que traen la comida
al hospital que casi vomitas. A diferencia de otros pacientes oncológicos a ti la
quimioterapia no te produce vómitos pero te ha agudizado tanto tu olfato que esa tirria
que le tienes al olor de la comida de hospital ahora se acrecienta.
Llega el café y la tostada. El café lo celebras porque eso de esperar tanto después
de levantarte para tomártelo no lo llevas demasiado bien. Sin embargo, la tostada… y es
que, no estás acostumbrada a comer tan temprano. Mientras desayunáis vais pensando
en las dudas que más tarde le consultareis al doctor. Son muchas las preguntas que
surgen: anomalías que van apareciendo con el tratamiento, efectos secundarios, otras
que tienen que ver con el proceso en general, como puede ser todas las relacionadas con
la intervención quirúrgica prevista… Desde el primer momento tienes una necesidad
exagerada de saber todo de primera mano, por eso no se te puede olvidar preguntar
nada. Se acaba el café y esa peculiar tertulia.
duró más bien poco tu buena intención. Además, tienes esa mala costumbre de la
escucha selectiva y, entre otras muchas, las palabras que más repites son las de “mi
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hiciste todo lo posible para dejar de fumar pero era tal tu estado de nerviosismo que te
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Entre tu madre y tú tenéis un pacto. Cuatro cigarrillos al día. En un principio
oncólogo me ha dicho que no es el mejor momento para dejar de fumar, ya que puede
ser peor la ansiedad que te provoca dejarlo”, y tu madre siempre apostilla:
“¡Inmaculada! Te dijo que sólo cuatro y que los saborearas”. Lo que tu madre no sabe es
que siempre cae alguno más de contrabando y que el tabaco no se saborea, entre otras
cosas, porque no sabe nada bien. Le pides el cigarro y te sales a la puerta de atrás. A ti,
en realidad, lo que más te apetecería sería salir y gritar, pero como eres consciente que
no resultaría muy cívica tu deseada acción, te conformas con prender y disfrutar del
pitillo y, cómo no, del aire de la calle.
Terminó lo que se puede llamar el tiempo de recreo. Tus pasos se alargan hasta
que llegas a oncología. Para tratarse de un hospital, esa sala de espera te resulta
insólita. Es acogedora, está llena de color, los asientos son confortables… Tú te ríes
porque te sorprende que esa sala de espera pertenezca a ese edificio tan demacrado que
se puede contemplar desde el exterior. Pero te alegra reconocer que quien la diseñó
pensaba en las necesidades del designado paciente oncológico. Es muy mala la prensa
que tiene el cáncer y son muchas las horas que hay que esperar ahí, por ello se agradece
esa sala, sus asientos y su color. Si tuvieras que hacer una crítica -constructiva, por
supuesto-, sería que en el tamaño estuvieron un tanto desacertados.
Es obvio que los nervios no desaparecen en un día como hoy, pero en ese lugar
te sientes cómoda. Ahí nadie se extraña al verte. A nadie le sorprende que lleves un
pañuelo en la cabeza. Los que te rodean padecen una situación similar a la tuya y
ciertas cosas están normalizadas, no hace falta dar explicaciones. Dirías, incluso, que te
resulta un lugar familiar porque muchas caras no son nuevas para ti. Lo único que te
asusta un poco, desde el primer día, es que te sientes en minoría pues, hasta el
momento, no te has encontrado con nadie de tu edad, todos la sobrepasan. Aunque
sabes que, por desgracia, no eres ni vas a ser la única.
En la jerga audiovisual, al movimiento de cámara donde se realiza un recorrido
lento por la escena para permitir al espectador que se fije en todos los detalles del
escenario se conoce como una “panorámica horizontal de reconocimiento”. Ese es justo
el movimiento que realizan tus ojos cada vez que te acomodas en esa sala de espera tan
cómoda y acogedora. De izquierda a derecha. Por la puerta del fondo, ves llegar a las
voluntarias de la Asociación Española contra el Cáncer con su carrito, lo que te
recuerda que deben ser las diez y algo de la mañana. Ellas os regalan su tiempo
desinteresadamente y pasean por el escenario ofreciendo zumos, café, infusiones,
acelerada van preparando los historiales médicos de los pacientes citados hoy. Poco a
poco la sala se va llenando. Llegan los estudiantes de medicina y los representantes de
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amena. Otras que no paran de recorrer el escenario son las enfermeras, éstas de forma
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caramelos, revistas… todo lo que está en sus manos para haceros la espera mucho más
productos farmacéuticos, éstos son fácilmente reconocibles porque llegan con sus
grandes maletines y se colocan en la puerta de las consultas esperando a los médicos
para ser los primeros en ir a su acecho. Los oncólogos comienzan a llegar de planta y
van entrando por la puerta que queda a la derecha. Casi siempre, el primero en ocupar
su consulta es tu médico, lo que te recuerda que te queda menos para tener respuestas y
menos para recibir otro ciclo más de ese tratamiento que tanto te asusta.
Se puede pensar que eres observadora y tú seguramente lo afirmarías. Pero, al igual
que con la escucha, también las imágenes que procesas son selectivas, serías incapaz de
decir el color de la pared de esa sala de espera pero no podrás borrar algunos rostros
que sin querer se te colaron muy dentro. Recuerdas la expresión de alegría de aquel
hombre mayor al que ese día le daban el alta definitiva. También la preocupación que
transmitían los ojos de esa mujer que un año después el cáncer volvía a aparecer en su
vida. Pero los que te parecen más dolorosos son los rostros de los familiares,
empezando por tu madre, pues con ellos se respira la más absoluta angustia y te
recuerdan el sufrimiento constante con el que cargan. En esa sala es más fácil ver a un
familiar que un enfermo con la cara un tanto desencajada.
De repente, escuchas tu nombre y el número de la consulta a la que debes entrar.
Esta vez el resultado de tu analítica no se ha hecho esperar. El doctor siempre te recibe
con una sonrisa. Inmediatamente, después del saludo, te recuerda que no te debes
sentar sino pasar a la camilla que hay detrás de la cortina. Esto es algo que no llevas
demasiado bien, pero no te queda más remedio que conformarte. Mientras te examina
se alegra y te dice: “Enhorabuena tu tumor ha comenzado a reducirse”. Son palabras
que te llenan de aliento. Hacía ya tiempo que no escuchabas alguna buena noticia y
ésta, sin lugar a dudas, lo era. A continuación, le explicas los síntomas que has ido
sintiendo para asegurarte que no se tratan de anomalías imprevistas: cambios dispares
de temperatura, dolor intenso de huesos y músculos, ansias, cansancio… Todos los
síntomas son normales, se trata de algunos de los efectos secundarios que produce la
quimioterapia. Hasta aquí las preguntas anteriormente pactadas en la cafetería, pero tú
guardas una que te inquieta desde el día que te anunciaron que tenías cáncer.
Aún te duele recordar ese día. Primero la radióloga, después los cirujanos y por
último, el oncólogo. En este orden, todos ellos te informaron del diagnóstico y el
tratamiento al que serías sometida. Pero tu escucha selectiva sólo te permitió procesar
las palabras que llegaron de manos de la radióloga. Fue tal el exceso de información
pero ahora ya sabías a lo que se referían y tú no puedes salir de ahí sin preguntar lo que
no te deja dormir por las noches.
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momento tú ignorabas su significado, al igual que ignoraste el resto de su discurso,
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que la única palabra que se te quedó de los cirujanos fue eso de “mastectomía”. En ese
Miras al médico, a la enfermera y a tu madre. Intentas esconder tus nervios que de
repente llegaron a su punto más álgido, no quieres que te delaten, respiras hondo y te
lanzas: “Doctor, ¿me puede explicar eso de la mastectomía? Es algo que no pararon de
pronunciar los cirujanos. ¿Quiere decir eso que me tienen que cortar el pecho?”. Juan
de la Haba te dice que eso ya se hablará, pero tú no puedes esperar más con una
pregunta que no te deja dormir por las noches. Insistes. El médico acaba cediendo y te
explica: “Lo mejor en tu caso, debido a la edad y al tipo de cáncer al que nos estamos
enfrentando es que en la intervención prevista después de la quimioterapia se extirpen
ambas mamas”. Te invaden mil preguntas más, pero llegaste de nuevo a un exceso de
información.
Tus ganas de gritar se multiplican, pero de nuevo te conformas con salir a la calle y
fumarte un cigarrillo. Con éste rompes el pacto, pero tu madre -la pobre- no pone
trabas. Estás perpleja, piensas en tu tumor que se está reduciendo pero piensas
también que da igual porque el fin es el mismo y es doloroso. Comienzas a flaquear,
necesitas fuerzas. Te echas las manos a los bolsillos y esto te recuerda que merece la
pena luchar y remontar.
Por fin estás entrando al lugar donde no querías llegar, esta vez tu paso es firme. No
querías llegar porque te da miedo la quimioterapia. No logras entender que el
tratamiento destinado a curarte también te esté destrozando. Es complejo asimilar que
la quimioterapia no hace distinción entre lo que se lleva. Hoy, por lo menos, te consta
que está cumpliendo su función principal que es reducir tu tumor, pero también sabes
que con cada nuevo ciclo tus dolores, malestar y cansancio aumentan.
Esa sala te resulta mucho más confortable y también tiene color. Te acomodas y le
dices a Ángel que hoy prefieres el pinchazo en la mano. Comienza la quimio. Tu madre,
que te conoce bien, no tarda ni cinco minutos en llegar con un batido de chocolate y
una caja grande de donetes. Ella también sabe que a la media hora de tratamiento,
aproximadamente, tu mundo de sabores se reducirá sólo a uno: el metal. Esa es una
razón consistente para que disfrutes de ese manjar. Eso sí, tú tienes una cosa bastante
clara y es que tus plaquetas y tus defensas deben de estar bien para que la
quimioterapia no se prolongue más tiempo del necesario y salga todo según lo
esperado. Así que, aunque algunas veces tengas la sensación de que te estás comiendo
el tenedor en lugar de lo éste porta, a ti te da igual, como si te tienes que comer la
cubertería entera pero no estás dispuesta a que esto se alargue mucho más. El tiempo,
música. No te apetece que nadie te cuente en este momento una historia porque tú ya
tienes suficiente con la tuya. Comienza a caer la “quimio” roja. Cierras los ojos y echas
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Sacas el libro y te pones los auriculares. Pero no tienes ganas de leer ni de escuchar
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otra vez el tiempo.
la vista atrás. Recuerdas tu primer trabajo. Eres consciente que las papillas a media
tarde para esa mujer octogenaria no se irán de ese rinconcito de tu memoria. Al igual
que nunca podrás borrar su rostro cansado y arrugado. Tú ya la conocías de antes,
cuando era una mujer llena de carácter y salía a su puerta, escoba en mano, para
echaros la riña vespertina alegando siempre que no eran horas de jugar. Para ella nunca
eran horas. Sin embargo, pasaron los años y allí estabas tú entrando en la adolescencia
dispuesta a preparar su papilla y ella… ella hacía ya tiempo que no cogía la escoba, ni
siquiera le quedaban fuerzas para comer sola. Entonces, reía sin cesar mientras te
miraba distraída pues, toda su atención se la dedicaba únicamente a ese muñeco de
plástico que apretaba incansablemente con la mano derecha y con el que no dejaba ni
un instante de hacer ruido, porque ahora, era ella la que tenía ganas de jugar.
Un pitido molesto te hace aterrizar de nuevo. Es tú máquina que recuerda al
enfermero que debe dar paso a otro nuevo suero. Ves despertar a la mujer que hay
sentada a tu derecha, ésta se sorprende al verte y te pregunta que cuántos años tienes.
La señora se encoge y te dice: “Estas cosas son las que yo no entiendo. Mírame a mí,
ésta es la segunda vez en mi vida que tengo que recibir quimioterapia. Pero yo soy vieja
en cambio tú…” El cáncer no entiende de edad. Ni el cáncer ni ninguna otra
enfermedad. Si se tuviera en cuenta la edad seguro que no aparecería otra vez en esa
pobre señora, ni tampoco en el niño de unos cinco años con la gorra roja que tienes
clavado en tu memoria desde que lo viste en tu primer día en la cafetería del Reina
Sofía. Silencio, se hace el silencio… Tu máquina vuelve a emitir un pitido.
Se acabó. Un ciclo menos. Aún tienes fuerzas para volver en tu coche. Dejas a tu
madre en el trabajo, llegas a casa y, sin pensarlo, te acuestas. Hoy fue un día agotador.
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