PODER Y TELEVISIÓN María Teresa Quiroz* La relación de la televisión con el poder no es un asunto nuevo. Los canales de televisión han estado ligadas estrechamente a través de su historia con el poder. Asimismo, en los últimos veinte años la audiencia de los medios se ha masificado. En particular la audiencia televisiva en el Perú y en América Latina alcanza a un 94% de los hogares urbanos, lo que ha permitido, por la creciente cobertura geográfica, que los medios se conviertan en el espacio de difusión informativa más importante. En el Perú, será en los 90' que los medios de comunicación y la televisión en particular se convierten en piezas indispensable del proyecto político autoritario cívico-militar de Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos de permanecer 20 años en el poder. Las elecciones del 2000 y la segunda reelección de Fujimori son el ejemplo de las relaciones más estrechas entre el gobierno, el Servicio de Inteligencia Nacional (SIN), el Poder Judicial y los medios de comunicación. Nunca hasta ese momento los mecanismos de presión habían estado tan concentrados y el acceso a la información tan restringido. Merced al argumento de la crisis y de un mercado empequeñecido, los canales derivaron sus ganancias fuera del mercado televisivo. En otras palabras: ganancias privadas y deudas públicas. El propio Estado intervino para "salvarle" la vida a los canales vía el poder judicial o a través de las deudas que mantenían con los bancos. Pero los empresarios pusieron a buen recaudo su dinero, fuera del país y/o derivándolo a otros negocios. Los canales se acercaron al poder buscando concesiones y mientras más apetencia mostraron, más concesiones e imposiciones recibieron. ¿Porqué el gobierno ha mostrado tanto temor y ejercido tanto control sobre los medios y en particular sobre la televisión? Y es que el pánico del gobierno durante las elecciones del 2000 fue no poder controlar la lectura abierta de las imágenes. El control de la televisión de señal abierta cerró las pantallas a imágenes que no fueran las de un gobierno mayoritario y magnánimo. El medio se abrió a la gigantesca campaña publicitaria de los organismos asistenciales del Estado, convirtiéndolo en el principal anunciante. Los miembros de organizaciones populares de base -en especial los comedores populares- fueron sometidos a la vileza del juego clientelista. El trueque de un regalo contra la asistencia y la participación en el vitoreo de los mítines al ritmo del chino, chino, chino de la tecnocumbia neopopulista generó un ánimo corporativista fascistoide que inhibió el sentido de una ciudadanía libre. Bajo el argumento de la recesión y la falta de dinero los canales optaron por producir programas de bajo costo y de un nivel que atenta efectivamente contra el público. En la medida en que el Estado no establece condiciones para que operen los canales, la licencia otorgada - que es de propiedad del Estado- les permite continuar "explotando" la concesión que se les entrega, pero para nada explorar e invertir en una producción más creativa y novedosa. El argumento del empresario-negociante de la televisión es que se trata de un puro negocio y que sobre él tienen derecho a decidir, así como de optar por salidas de bajo costo porque el mercado es pequeño y el consumidor es "libre" de cambiar de canal. A lo que se suma su derecho a la libertad de expresión. No deja de ser ésta una visión miope y sin perspectiva histórica. La mayor parte de los broadcasters criollos resultan negociantes sin consciencia alguna de que la televisión de tan bajo nivel los afecta en la medida en que pierden credibilidad, pues el engaño termina arruinando al negocio mismo. Los dueños de los medios de comunicación en el Perú han defendido abiertamente el argumento de que los propietarios tienen todo el derecho a tener la línea informativa que quieren (y que eso es la libertad de expresión). Es decir, que el libre mercado permite elegir y que por lo tanto cada medio informa como mejor le parezca. Sin embargo, si bien la línea editorial es potestad de los dueños, otra cosa muy diferente es prestarse conscientemente a una sistemática manipulación informativa, ocultando deliberadamente ciertos hechos a la opinión pública y deformando otros, a cambio de ciertas ventajas. De esto último ha sido testigo la ciudadanía durante los últimos años, razón por la que los canales tendrán que trabajar para recuperar la credibilidad perdida. ¿Quiénes son los responsables de esta situación extrema a la que hemos llegado? No sólo los empresarios, también el Estado y la sociedad civil, así como los propios anunciantes. Es importante precisar que el consumidor último de la televisión no repara en que indirectamente paga por lo que recibe a través de la pantalla, por los programas que ve. Lo hace consumiendo los bienes y servicios que son promocionados por la televisión, es decir, se paga consumiendo. No olvidemos que las 3/4 partes de la publicidad o más van a la televisión y que este gasto es cargado en el precio final del producto. Los beneficios otorgados por el Estado a las empresas televisivas a través de la publicidad se realizan con los dineros del país. Cuando Vladimiro Montesinos le entrega dinero a los dueños de los canales y de los diarios para manejar la agenda y su línea editorial está usando el dinero del Estado, de los impuestos y de la venta de las empresas públicas. Por estas razones es que el público, a través de sus organizaciones, tiene el derecho a exigir a los anunciantes que apuesten por una mejor televisión. Por un lado para garantizar un adecuado servicio televisivo y por el otro, la calidad de los programas y el manejo equitativo de la información. Tienen que demostrar ante el país que invierten sus ganancias en nuevas fórmulas de hacer televisión. ¿Y el canal del Estado? La fórmula del canal del Estado no ha sido exitosa en el Perú. Se hace necesario zanjar y diferenciar entre los confusos conceptos de lo público y lo estatal, porque apostar por un sistema de televisión pública es diferente. Un canal público no depende de un Ministerio, depende de una serie de instituciones, parte de la sociedad civil, donde el Estado es un miembro más. Incluso puede pensarse en fórmulas novedosas en las cuales el canal público difunda franjas en otros canales. Y esto porque el Estado como propietario de las licencias puede establecer ciertas condiciones que para nada vulneren la libertad de expresión de las empresas. Una televisión pública comprometida con la educación y la cultura no significa ni una televisión aburrida, ni sólo de educación a distancia. Una televisión pública que inyecte a nuestra desvalida televisión de buenos y atractivos programas, que indique la apertura a tantas experiencias de televisión y video independientes y que abra sus puertas a programas que expresen la pluralidad de nuestro país. La verdadera libertad de expresión es la de la sociedad que necesita expresarse, y lo podría hacer a través de un canal público. Es hora de enfrentar esta idea, que se nos ha deslizado por todos los medios, de que la libertad de expresión es sólo la de los empresarios. Lamentablemente no pareciera interesarle a los políticos el tema de la televisión, o no se atreven a tocarlo porque requieren de la pantalla para ganar las elecciones. Pero le corresponde a la sociedad civil ponerlo en agenda. Es necesario crear y reforzar una cultura ciudadana que parta de la escuela y que se exprese también en los medios de comunicación. El asunto del derecho a la información, de la libertad de expresión, de los derechos públicos y de la transparencia son hoy de debate público y es ésta una oportunidad para dotar a la ciudadanía de una comprensión de sus derechos frente a los medios. Este es el camino para contar con una televisión, una radio y una prensa de mayor calidad, que se comprometan a favorecer el debate público y plural sobre los diversos temas de interés nacional. [email protected] Decana Facultad Ciencias de la Comunicación Universidad de Lima