Fue en España donde mi generación aprendió que uno puede tener

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Hezpaña 3
Sin escrúpulos
Hace unos meses, comenzamos en esta página el análisis de Hezpaña, una corriente regresiva
que enmohece parte de la península ibérica y se autoafirma en la sinrazón y el pasado. En un
primer capítulo, destacamos la vergonzosa inercia hezpañola de encontrar diversión en el
maltrato a los animales, materializada, principalmente, en la rancia, repugnante y cobarde
tradición de torturar y destrozar toros hasta la muerte. En esta segunda entrega, vamos a
hablar brevemente de otra perturbación propia de hezpañoles: el hecho de amparar y justificar
a un asesino hasta su consideración de salvador y héroe nacional. ¿Alguien puede enaltecer y
glorificar al culpable de una masacre, de un genocidio y de una dictadura criminal? Sí, los
hezpañoles.
Todos sabemos lo que ocurrió en este país aquel julio de 1936. De manera muy simple y
general, podemos sintetizar y decir que un hatajo de militares se alzó contra la patria a la que
habían jurado defender y la arrasaron; parte de la milicia se levantó contra los ciudadanos a los
que había jurado proteger y de los que recibía el sueldo, y les mataron. Lo rápido y fácil es
decir que la II República sufrió un golpe de estado militar, pero la cosa no fue tan sencilla.
Todo se empezó a pergeñar en el mismo momento en que se instauró la República, cuando un
rey, aconjonado, sale por patas, con el rabo entre las piernas, con un dineral robado a los
españoles y muy muy resentido. Es entonces cuando la Iglesia engrasa su máquina de
indecencia y manipulación y la pone a punto, los acaparadores del capital y la hacienda se
confabulan para hacer la vida imposible (más imposible) a los pobres, y los fascistas de Europa
maquinan un satánico plan que se revelará más adelante, en 1939.
• El rey –representante de una casta divina– no podía permitir que su estirpe se perdiera para siempre por
culpa de unos «progresistas» que pensaban que todos podíamos/debíamos tener las mismas
oportunidades. El monarca, bobalicón, vio en la sublevación su última oportunidad de recuperar el trono,
el poder, la gloria. Y lo apostó todo a ello. Iluso.
• Los capitalistas y terratenientes no podía aceptar que la República tuviera en mente distribuir la
riqueza entre los ciudadanos con un poco más de justicia. Recordemos que en aquella época, mientras
unos se morían de hambre, otros les negaban siquiera las sobras de sus opulentas comilonas; mientras
unos no disponían de un metro cuadrado donde caerse muertos, otros acumulaban mansiones y
hectáreas, a menudo, baldías e improductivas. Los ricos defendieron con uñas y dientes sus privilegios,
financiando la catástrofe.
• La Iglesia no podía tolerar que los gobernantes intentaran un proyecto educativo basado en una escuela
pública, obligatoria, laica y mixta y en la libertad de cátedra. No podían aceptar un pueblo alfabetizado,
pensante y libre. La jerarquía eclesiástica sabía que perder competencias en «educación» suponía perder
poder, ya que eran (y son) conscientes de que su infame ministerio se fundamenta, precisamente, en
engañarnos cuando somos pequeños, cuando menos resistencia ofrecemos al adoctrinamiento, a la
abducción, a la mentira, para crear rebaños de adultos sumisos, resignados y manejables. La clerigalla no
podía dejar que unas personas ajenas a sus dictados –los maestros– enseñaran a los niños a pensar
libremente.
• Hitler, Musolini y Salazar, los tres iluminados fascistas del momento, con unas ansias enfermizas de
dominio y poder, estaban dispuestos a repartirse el mundo e inocular en él sus delirios venenosos. Y
vieron en España un fabuloso banco de pruebas, un estúpido conejillo de indias donde probar su plan. Si
la cosa funcionaba en España, el resto del mundo caería luego. Y la cosa funcionó en España. Cientos de
miles de muertos mediante.
A pesar de todo el apoyo inmoral inicial, el golpe fracaso. Pero estos grupos poseían una
peculiar cualidad: la falta de escrúpulos. El rey y sus comparsas, el capital, la Iglesia y, por
supuesto, los fascistas carecían del más mínimo escrúpulo para conseguir su objetivo. No
tuvieron escrúpulos en convertir un fracaso, una refriega de tres días, en una cruenta guerra de
tres interminables años. No tuvieron escrúpulos en eliminar los sueños de justicia y libertad de
un pueblo sometido. No tuvieron escrúpulos en sembrar un odio todavía perdurable entre
paisanos, entre familias, entre hermanos. Y para llevar a cabo la barbaridad que se avecinaba,
necesitaban a alguien también sin escrúpulos. Sin ningún escrúpulo. A un tarado dispuesto a
todo. A un asesino controlable: un tal Francisco Franco. En Hezpaña, todos estos asesinos,
don Franco al frente, todavía tienen calles con su nombre, monolitos demenciales en los que se
les rinde culto subvencionado con dinero de todos. Todavía un partido –¡el partido que nos
gobierna!– se niega a condenar explícitamente aquellos crímenes. Y recientemente, Hezpaña
ha expulsado al único juez que intenta revisar todo aquello para aplicar un poco de justicia.
Porque, en Hezpaña, aunque parezca increíble, todavía, con el pretexto de la reconciliación, se
ponen al mismo nivel a víctimas y a agresores, a humillados y a humilladores, a luchadores
antifascistas y a fascistas sin escrúpulos.
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