Uso publico de la razon - digital

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EL USO PÚBLICO DE LA RAZÓN. SOBRE LA ILUSTRACIÓN ESPAÑOLA
Joaquín Álvarez Barrientos
(CSIC) Madrid
Qué es la Ilustración?
En 1783 el párroco berlinés Zöllner, mientras defendía en la Berlinischen
Monatsschrift el matrimonio eclesiástico, se preguntaba qué era la Ilustración.
Seguramente no fue consciente en aquel momento de que lanzaba una pregunta que aún
hoy sigue sin respuesta válida y suscitando revisiones. A su pregunta respondieron
varios filósofos, aunque el texto más famoso de los que originó su interpelación es el de
Kant, "Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración?", publicado en la misma revista
al año siguiente.
En este artículo, tantas veces citado, el filósofo responde que la Ilustración es el
ejercicio libre de la razón, lo cual ayudará al hombre a salir de su autoculpable minoría
mental de edad. Autoculpable porque, pudiendo, no ejerce su capacidad intelectiva y se
deja guiar por otros que piensan por él y le dirigen. Kant aportaba otro rasgo a mi
parecer importante para entender qué es la Ilustración: este ejercicio de pensamiento
había de tener dimensión pública, había que hacer un uso público de la razón. Pensar en
público era pensar en voz alta, publicar la reflexión, y para ello había de existir absoluta
libertad, tanto para pensar como en el uso de los medios necesarios para difundir ese
pensamiento. Esto suponía, entre otras cosas y además de un Estado y un "símbolo
religioso" que auspiciaran el desarrollo de sus ciudadanos, la existencia de un público,
concepto al que se refiere el filósofo en varios momentos de su respuesta y que era
consecuencia de la misma libertad de pensar.
Según Inmanuel Kant la razón ha de aplicarse a todo aquello que rodea y
compete al individuo, en apariencia sin límites, pero su propia respuesta al párroco
Zöllner mostraba ya las limitaciones del uso público de la razón y, aunque considera que
la peor minoría de edad, la más perniciosa, es la que tiene que ver con la religión, es
precisamente en ese asunto en el que se ve con más dificultades para salvar el
"absolutismo" del uso de la razón. Absolutismo que le criticaron algunos, como el
irónico, conservador y crítico de la Ilustración Hamann, en "Una carta sobre la
Ilustración".
La respuesta de Kant plantea además otras cuestiones. La primera es la
diferencia que la modernidad ilustrada asentó entre conductas y espacios públicos y
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privados (que él relacionó con el uso válido de la razón), pero que ya venía siendo
objeto de escisión desde el siglo XVII, como estudió Norbert Elias. La segunda, los
límites del conocimiento, asunto con el que choca claramente al aplicar la razón a la
religión, a la disciplina militar y cuando considera las obligaciones del ciudadano para
con las autoridades que representan el orden. Todos estos asuntos están relacionados en
Kant, pues todos los resuelve mediante la diferenciación entre la actuación pública del
individuo, "como docto", y su conducta privada.
Pero traspasar los métodos y los límites del conocimiento que la disciplina
religiosa había impuesto fue uno de los logros de la Ilustración, así como desvincular el
saber y la investigación de las cadenas de la fe. Era un paso más en el proceso para
acabar con lo que Kant llamó "despotismo espiritual" y un avance importante que iba a
permitir la creación del "público" como personaje crítico con capacidad para exponer
sus opiniones en los periódicos y que podía alzar o condenar a los autores, como entre
otros constata con ironía en 1758 el padre Isla en el prólogo a su crítico Fray Gerundio
de Campazas (Más adelante me referiré al público y a la opinión pública).
Los hombres del siglo XVIII, siglo de ilustración aunque aún no siglo ilustrado,
según Kant, procuraron y lograron desvincular la ciencia y el saber de la religión y
avanzar en el conocimiento humano, un conocimiento refrenado y limitado por la
concepción esencialmente teocrática que se tenía de la sabiduría, que conocía una de sus
mejores y más difundidas formulaciones en aquel versículo 10 del salmo 111, que reza:
Initium sapientiae, timor domini. Pero las cosas no eran iguales en todos los países. Si
para Kant el XVIII era siglo de ilustración aunque aún no siglo ilustrado, para Voltaire,
en 1751, el siglo de Luis XIV (esencialmente el XVII) era ya el siglo ilustrado, mientras
que en España la denominación "siglo ilustrado" o de ilustración la encontramos tanto
en el XVIII como en el XIX.
Toda la Europa del siglo XVIII conoció este proceso de emancipación del
individuo, si bien en distintos niveles y con diferentes alcances. Aunque se suele tener la
idea de que la Ilustración surgió en Francia, el proceso nació en realidad en Inglaterra en
el siglo XVII, sin que sean ajenos a él los Países Bajos en los que existía mayor libertad
de pensamiento e imprenta. Lo que en España se llamó Ilustración recibió en Europa
diferentes nombres y en cada país fue, a su vez, un fenómeno distinto, sin que eso, no
parecerse al caso francés, signifique que no haya existido Ilustración en aquellas
naciones donde no se produjo un revolución similar a la francesa, cuestión que en
España ha llevado a defender que no hubo Ilustración.
En realidad, lo que Kant estaba definiendo, desde la dificultad de conciliar la
libertad de pensar con un orden cotidiano, que también ve necesario, era la conveniencia
de que ese pensamiento fuera un "pensamiento tutelado", cuyos límites, a pesar de
considerar que el pensamiento había de ser libre, fueran el sentido común y el orden. El
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lúcido Hamann, responsable también de una Aesthetica in nuce. Una rapsodia en prosa
cabalística, que consideraba que el lenguaje tenía un desarrollo independiente del uso
que los hombres hicieran de él y que era el mundo simbólico en el que nacemos, se
refirió a ello en el artículo citado.
Este pensamiento tutelado que Kant ejemplificaba en el caso de Federico II, el
rey filósofo, es, también, lo que encontramos en España, aunque la tutela y las
limitaciones fueran más estrictos (sobre Federico II y España, Lope, 2000). El problema
básico de permitir sin limitaciones el ejercicio del pensamiento residía en que se hacía
necesario conciliar ese uso de la razón con una finalidad adecuada, si se quería seguir
manteniendo un orden de cosas y que el razonamiento no llevara a la acción (o que, en
todo caso, esa acción no fuera contra el orden). Se imponía un pacto entre pensadores y
gobernantes en el uso de la crítica y la razón. Kant suponía, sin embargo, que
precisamente el uso de la razón impondría los límites de acción y de conducta y que,
desde la sensatez (el control) de ese pensamiento, se justificarían y aceptarían cosas
como la religión y la monarquía, que permitían al individuo pensar. No por otra razón
limitaba el uso del pensamiento y de quienes podían ejercerlo con la denominación
(fuertemente ideologizada) de "como docto", sino que además escribía, refiriéndose a
Federico II: "sólo quien por ilustrado no teme a las sombras y, al mismo tiempo, dispone
de un numeroso y disciplinado ejército, que garantiza a los ciudadanos una tranquilidad
pública [y una represión eficaz], puede decir lo que ningún Estado libre se atrevería a
decir: Razonad todo lo que queráis y sobre lo que queráis, pero obedeced!" (1988, p.
17).
El mismo Kant reconocía el sentido paradójico de tal resultado, pues la libertad
de pensamiento, en última instancia, servía para asentar un sistema paternal y represivo
que, para mantener las cosas como estaban, permitía cierta libertad. Ya se ve que el
pensamiento ilustrado, en Kant, no va contra el orden monárquico establecido. "Un
mayor grado de libertad ciudadana parece ser ventajosa para la libertad del espíritu del
pueblo y, sin embargo, le fija barreras infranqueables", que serían las devenidas del
sentido común y de la presión implícita del orden que vigila el bien pertechado ejército.
"En cambio, un grado menor de libertad le procura el ámbito necesario para
desarrollarse con arreglo a todas sus facultades" y desde ahí llegar a sentir la "vocación
al libre pensar", que acabará por hacer sentir al pueblo "la libertad de actuar" y a los
gobernantes la necesidad de tratar al hombre "conforme a su dignidad" (p. 17).
Desde mi punto de vista, la Ilustración no es un movimiento ideológico, ni
filosófico ni político; es una manera de pensar, y un modo de pensar que cuestiona
siempre el propio pensamiento. Por lo tanto, es un pensamiento que no tiene
autoridades, que se construye constantemente, un modo que emplea el pensamiento
como capacidad y motor. Por eso, porque es un modo de pensar, se puede decir de la
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Ilustración que es un "movimiento revolucionario" y que es, sólo, un "movimiento
reformador", y por lo mismo es una manera de pensar que en unos casos llevó hasta el
Liberalismo, en otros defendió el derecho del pueblo a la revolución (como Erhard en
1795) y en otros sirvió para asentar la monarquía. Todo dependía de lo lejos que se
quisiera (y se pudiera) llevar esa libertad de pensamiento, ese uso público de la razón, de
lo lejos que se hubiera llegado en ese pacto en el uso del pensamiento y de lo dispuesto
que se estuviera a asumir las consecuencias políticas, económicas, religiosas y de todo
tipo a que la libertad razonadora daba lugar.
Al mismo tiempo, porque es un modo de pensar, la Ilustración ha de ser distinta
en cada país, ha de tener diferentes alcances y diferentes realizaciones prácticas porque
piensa en público y también sobre lo público: reformas universitarias, mejora de redes
de comunicación, racionalización de las estructuras administrativas, etc. La Ilustración,
su condición de ejercicio racional del pensamiento, llegó incluso a aquellos que la
criticaban, de modo que es fácil encontrar en sus detractores los esquemas de
racionalismo que ella propició.
La Ilustración es una manera de pensar que produce realizaciones prácticas
distintas, por eso no hay unidad a la hora de entenderla, porque se confunden sus
realizaciones (distintas en cada nación) con su ideario teórico, único e igual, puesto que
es una manera de pensar crítica.
La reflexión programática de Kant suponía además, como ha se alado la crítica,
una valoración del individuo, y, por tanto, el nacimiento de la Antropología, del yo
como objeto pensante y como objeto de pensamiento, no sólo como medida de todas las
cosas. De modo que, desde la razón, se daba cabida al sentimiento y a una moral cercana
y humana.
Ilustración en España
El yo, esa invención dieciochesca y no romántica, que dio paso, por una parte, a
la consideración del "corazón humano" como objeto de estudio, y, por otra, a la
contemplación del otro y a los intentos de comprenderlo y explicarlo desde dentro del
sistema eurocéntrico de civilización.
Estos procesos y otros anejos al cambio ilustrado que sufría Europa se dieron
también en España porque el país no fue ajeno a cuanto sucedía en el continente. Desde
los a os ochenta del siglo XVII se venía produciendo un movimiento renovador que
tenía sus focos en distintos puntos de la Península, como eran Sevilla, Madrid, Valencia,
y a cuyos integrantes, Tosca, Zapata, Cabriada, Martínez, se conoce como "novatores" o
innovadores. Eran sobre todo médicos y científicos que sentaron las bases de lo que
luego se va a conocer como Ilustración. Y en Europa sucedía lo mismo: Bacon, Newton
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y Locke estaban trabajando en el siglo XVII para que luego los “filósofos” del XVIII
asumieran y difundieran su pensamiento.
El proceso había de ser necesariamente lento, como dejaron escrito casi todos los
que reflexionaron sobre la cuestión, como ya se ha visto con Kant, que recordaba que no
se estaba en una época ilustrada, sino de ilustración, y como observó también, por
ejemplo, Jovellanos en 1777, en carta a Ángel de Eymar, del 13 de septiembre: "La luz
de la ilustración no tiene un movimiento tan rápido como la del sol; pero cuando una
vez ha rallado sobre algún hemisferio, se difunde aunque lentamente", y esto está
sucediendo ya en España, considera el asturiano (1985, p. 92; cit. por Diz, 2000, p. 21).
En España ese proceso se caracterizó por intentar integrar la tradición en las
reformas, o por llevar a cabo éstas desde la primera. En este sentido, la Ilustración
española tiene bastante de común con la alemana, esencialmente reformista y sin
grandes ataques a la religión (no se quiere irreligión sino una religión íntima y sincera).
Los ilustrados españoles intentaron situar a España en Europa, mientras perdía su
relevante papel a medida que cedía territorios en sucesivos tratados de paz. Este intento
de aunar tradición y progreso se hacía desde la conciencia de encontrarse viviendo en
una nueva época que se daba nombre a sí misma (testimonios abundantes en Álvarez de
Miranda, 1992) y en la que urgía que el país encontrara un papel, ya que había perdido
el que representaba antes de potencia. Esa nueva época creó nuevas costumbres, nuevos
modelos económicos y de relación social, pero nuevos modelos y sistemas que fueron
comunes a toda Europa. El fenómeno de la Ilustración buscaba unificar criterios,
conductas y modos de vivir, y, aunque mucho se consiguió en esa labor, tuvo en cada
país su manifestación específica y su respuesta o rechazo correspondiente en
movimientos reaccionarios refractarios a los cambios, que encontraron su vehículo de
expresión en toda aquella literatura y arte costumbristas, que rechazaban lo nuevo
exaltando lo antiguo como identificación de lo nacional y propio.
Ese criterio unificador se percibe en Europa en cierto aire mental común, que se
resuelve en similares instituciones económicas, culturales y políticas en los distintos
países, en proyectos económicos y culturales paralelos y en el empleo de estrategias
publicitarias y de recuperación (o reinterpretación) del pasado que resultan semejantes
de unas naciones a otras. Al mismo tiempo, existe la conciencia de que Europa es una
idea que se construye a través de la Ilustración, del progreso que lleva a todas las
naciones. Escribía Jovellanos en la Memoria sobre educación pública:
¿Quién no ve que el progreso mismo de la instrucción conducirá algún día,
primero las naciones ilustradas, y al fin todas las de la tierra, a una confederación
general cuyo objeto sea mantener a cada uno en el goce de las ventajas que debió
al cielo, y conservar entre todas una paz inviolable y perfecta, y reprimir, no con
ejércitos y cañones, sino con el impulso de su voz, que será más fuerte y terrible
que ellos, al pueblo temerario que se atreva a turbar el sosiego y la dicha del
género humano? (II, 1975, p. 121).
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La idea de una única nación, de una paz perpetua, la compartía Jovellanos con
otros como Emeric Crucé, el abate Saint Pierre, Kant o Jeremy Bentham, que antes y
depués soñaron con esa posibilidad. Pero, y sobre todo, Jovellanos expone desde la
filantropía la cara amable, utópica, de la civilización y el progreso que Europa llevaría al
mundo, y su creencia en que la realidad se puede cambiar si se aplican políticas y
medidas adecuadas, que empiezan por la educación. El asturiano estaría, así, muy lejos
de las teorías deterministas que explicaban el ser de pueblos y naciones mediante teorías
como la climática y sería también ajeno al egoísmo europeo que miraba hacia América
con anímo de enriquecerse y no con el ideal de extender las luces por aquellos
derroteros, que era la actitud de algunos de los más se alados pensadores de entonces,
como Hume, Kant o Voltaire, que consideraban imposible que negros, sudamericanos e
índios llegaran a ilustrarse, pues eran razas menores. Tanto Feijoo, desde muy pronto,
como Jovellanos o Cadalso, entre otros, eran de opinión contraria.
España había sido un país imperial que poseyó gran parte de Europa; al perder
esos territorios, su política internacional se orientó hacia América mientras su papel en
Europa cambiaba. Como parte de una campa a de desprestigio, que completaba las
acciones políticas y bélicas, los otros países europeos difundieron interesadamente una
imagen equivocada y antigua de España, que los propios nacionales intentaron cambiar
desde todos los flancos literarios: ya se lean apologías, ya se lean historias literarias o de
la ciencia, cartas, periódicos, se encuentran en esos textos referencias a los errores y al
desconocimiento de que hacen gala los viajeros y eruditos que escriben sobre el país. De
este estímulo surgieron proyectos para conocer, interpretar y asumir el pasado cultural e
histórico, un pasado conflictivo de difícil valoración como se percibe en las
interpretaciones dispares que se hicieron, por ejemplo, del teatro antiguo.
Estas revisiones de lo que los otros escribían tienen también que ver con la
imagen que los antiguos españoles ofrecieron de la propia nación. Había que
reinterpretarla. Y la razón no es sólo que se quiera, en justicia, ajustar la imagen, sino
que los españoles del siglo XVIII se sienten europeos, copartícipes de los proyectos que
se desarrollan en el continente, como muestra Diz (2000). Conviene tener presente algo
señalado antes: la Ilustración no es la Revolución Francesa. Como se ha indicado alguna
vez, la Ilustración fue la víctima de la Revolución Francesa. El europeísmo
dieciochesco, el cosmopolitismo nacional, no supone revolución ni heterodoxia
religiosa; persigue un bienestar común dentro de una nueva idea que ha ido surgiendo
lentamente y que se llama Europa: un grupo de naciones que ha de mantener un
equilibrio de fuerzas e intereses (cuyas mayores dificultades a este respecto se perciben
en los deseos de controlar el mercado y los territorios americanos).
Y es ahí donde se explican las reinterpretaciones de la historia de España y de
sus aportaciones a la construcción europea, y es desde este objetivo común y prioritario
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como hay que entender muchas de las actuaciones políticas nacionales. Lo que se desea
es la “felicidad pública”, que se manifiesta en profundas mejoras económicas,
científicas y humanas, y no un país marcado por el signo de la conquista y el heroísmo,
como señalaba Jovellanos en el Elogio de Carlos III (1788).
La felicidad pública será el objetivo de los pensadores, desde Feijoo hasta
Jovellanos pasando por Sempere y Guarinos y Romá y Rosell, autor de un famoso
estudio sobre Las señales de la felicidad en España, de 1768, por Forner, Meléndez
Valdés, Cienfuegos, etc. (Maravall, 1991, pp. 162- 189). Fue Muratori quien desde
Italia, a principios del siglo, dio a la luz pública su libro sobre ese asunto en el que
planteaba cuál era la finalidad del príncipe moderno con respecto a sus súbditos, y de
nuevo encontramos esa dimensión sentimental, humana en la racional Ilustración. Una
dimensión que vuelve la mirada hacia lo cercano buscando la felicidad pública en y de
la sociedad, no en el mundo prometido más allá de la muerte por la Iglesia católica.
El pensamiento racional desvió el interés por las cosas y la vida en el más allá,
haciendo que ese interés se girase sobre el presente. En consecuencia, el pensamiento se
volvió más laico y los objetivos tangibles: la felicidad pública, la tolerancia, la reforma
del entorno.
El hombre ilustrado
Así pues, la Ilustración, o el siglo XVIII, no fue sólo razón. El sentimiento
también está presente, como se ha ido viendo, y sobre todo desde las décadas centrales
de la centuria, de modo que se entenderá al individuo no sólo como ser racional sino
también sensible. La penetración de la filosofía sensista inglesa, que daba valor a la
experiencia y a los sentidos como medio de conocimiento, dio estatuto a los
sentimientos y a las sensaciones. De este modo, un nuevo modelo de conducta, para el
hombre y para la mujer, apareció en el horizonte. Un modelo caracterizado --frente al
hombre barroco de una pieza que no distinguía ente lo público y lo privado-- por sus
actitudes sensibles, por practicar la beneficencia y creer en la amistad y en la utilidad. El
hombre moderno había de ser virtuoso, pero esa palabra, virtud, no tenía un significado
religioso sino moral y burgués. Virtuosa era la persona útil, la que aportaba algo a la
sociedad y se comportaba según las normas señaladas. No se olvide que gran parte de
las reformas que se dieron en el siglo tuvieron tanto incentivo racional como
sentimental.
La literatura del momento se hizo eco, así mismo, de esa propuesta y dio forma a
nuevos géneros literarios (novela sentimental, comedia sentimental) en los que presentó
personajes que asumían y ejemplificaban esas nuevas maneras. Estos personajes
sirvieron a menudo como modelos a los lectores y espectadores. La presencia de lo
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sentimental suponía una nueva valoración del individuo, lo que se percibe también,
desde las artes gráficas, en la manera de representarle y en los asuntos que se
incorporaron a la representación.
El sentimentalismo contribuyó, por tanto, a la aparición del “hombre de bien”
como figura valorada y a una de sus manifestaciones más extendidas y peculiares, y en
cierto modo contrafigura, la del “buen salvaje”. Éste ejemplificaba todos los caracteres
positivos encarnados por el “hombre de bien” pero poniendo de relieve que era en la
naturaleza y no en la civilización donde se los podía encontrar. Los “buenos salvajes”
encarnaban la defensa de las conductas naturales, ejemplificadas a menudo en el amor,
que se veía como un sentimiento natural y que, por tanto, debía estar exento del control
familiar y de las autoridades. En líneas generales, con los “buenos salvajes” se tendió a
cuestionar el papel del Estado y la organización de la sociedad, mientras que otra rama
de la Ilustración, la del “hombre de bien”, trabajaba por asentar y mejorar el papel de la
estructura estatal y de la familia como base de la sociedad.
Fueron dos maneras de entender el desarrollo del pensamiento ilustrado. Una,
crítica y más ajena a la civilización, y otra que defendió precisamente los valores
civilizados. Ahí chocarían los que apostaban por la sociabilidad, por la diferencia entre
las conductas públicas y privadas, por las normas de educación y urbanidad que estaban
dando un nuevo signo a los tiempos; y los que eran partidarios de una filosofía más
“natural”, al estilo de la elaborada por Rousseau, que a menudo en sus representaciones
literarias y artísticas presentan a la naturaleza como enemiga del hombre, que intenta
dominarla sin conseguirlo.
Son dos actitudes que responden a dos intereses diferentes. La primera buscaba
hacer realidad el pensamiento reformista ilustrado mediante el logro de mejoras,
expandiendo las luces por el mundo y haciendo que llegaran a los más posibles
mediante la erección de instituciones adecuadas y la reforma de las que ya existían. La
segunda parece quedarse en un plano más teórico, quizá más radical, sin querer
confrontarse con la realidad, o prefiere proponer una alternativa que nada tenga que ver
con la sociedad. Fruto de la primera, del todo inserta en la sociedad, sería la idea,
compartida por muchos, de que el siglo que les había tocado vivir era mejor que los
anteriores y, prueba de esa actitud reformista, de ese querer acabar con los errores
comunes, es la creación de instituciones que contribuyeron a producir conocimientos, a
difundirlos y aplicarlos: academias, museos, jardines botánicos, gabinetes de física,
observatorios, laboratorios, periódicos, cafés, tertulias, universidades, escuelas, etc.
Fruto de la segunda es la idea de que se ha abandonado el mensaje de la naturaleza,
cuyos valores auténticos se olvidan en beneficio de otros más elaborados a los que se
llama civilización. Aquí entraría también la crítica a la pretensión de dominar la
naturaleza, que aparece en las obras literarias que defienden estas posiciones como una
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naturaleza salvaje, agreste y amenazadora. Algo frecuente en las novelas góticas y en la
pintura paisajística de finales de siglo.
En España, quizá por su larga experiencia americana, lo que suponía un
conocimiento más real y menos idealizado de aquellas tierras, no puede decirse que este
motivo del “buen salvaje” tuviera mucha fortuna. Se percibe en algunas novelas
traducidas y poco más, sin que dé lugar a la articulación de un pensamiento, porque la
idea de que existe una religión natural, de que hay una conducta moral al margen del
catolicismo, que ejemplificaría el buen salvaje, está presente en otros textos narrativos
que desarrollan su argumento en Europa y son los que más se leyeron en España. Aquí,
el ideario ilustrado se volcó más hacia las reformas, buscando mejorar la sociedad.
Sí se encuentran, sin embargo, algunos intentos, más en América que en España,
de creación de nuevas poblaciones que dieran lugar tanto a nuevas formas de relación
como a microsociedades más productivas, intentos marcados por la racionalización de
los medios, en los que se pretende un modelo social de equilibrio y más "filosófico". Es
el caso de las famosas Nuevas Poblaciones de Andalucía, bajo la dirección del peruano
Pablo de Olavide (Avilés Fernández y Serra Medina, 1985), del Nuevo Baztán en
Madrid, obra del navarro Juan de Goyeneche en tiempo de Felipe V (Caro Baroja, 1969;
Bartolomé, 1981), y de las fundaciones americanas en Caratagena de Índias, en
Paraguay, California, Río de la Plata, Uruguay (Paula, 2000), además de otras
fundaciones de fábricas, astilleros y manufacturas tendentes a relanzar la actividad
económica.
En todo caso, cabe pensar que esta valoración del salvaje, del otro en general,
dentro del marco cosmopolita ilustrado, es un intento de dar otras alternativas morales y
de conocimiento, al margen de las estrictamente europeas y católicas. Cadalso, que
criticaba la defensa de la esclavitud a quienes censuraban el modo y conducta de los
españoles en la conquista de América, proponía en las Cartas marruecas una alternativa
crítica, moral y virtuosa desde la perspectiva de un marroquí.
Las diferencias entre pensadores y monarcas
El debate sobre las características de la Ilustración española mezcla a menudo
los logros prácticos con el pensamiento teórico. Parece conveniente distinguir unos de
otro y también será productivo no identificar Ilustración y monarquía, ni Ilustración con
impulso regio, porque, por lo general, los reyes no apoyaron los proyectos de progreso,
ni siquiera en tiempos de Carlos III, que pasa por haber sido el rey más ilustrado. Felipe
V no avaló el plan de reforma de Macanaz que, además, fue "paciente" de la Inquisición
(Martín Gaite, 1982); si creó las academias reales, no favoreció la Regia Sociedad
Sevillana, que era la institución más avanzada en ciencia del momento y que acabó en
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1727 con la persecución del médico Zapata, su más destacado representante
(Domínguez Ortiz, 1973). Fernando VI protegió a Feijoo, pero prohibió que se
escribiera contra él: es decir, no permitió que se pudiera hacer un uso libre y público de
la razón y se apropió así de un discurso que, al ser defendido por él, se presentaba como
el único válido.
Feijoo supuso un nuevo talante, la entrada de la razón y de la libertad de
pensamiento en el horizonte de la experiencia, como recordaba a finales de siglo Blanco
White en las Cartas de España (para quien su descubrimiento, como para otros, supuso
aprender a ejercitar su capacidad crítica: llegar a la "mayoría de edad"). Su trabajo,
además de tener una extraordinaria difusión, tuvo también sentido político, pues su
pensamiento no se limitaba sólo a aspectos literarios o históricos (de menor alcance e
interés entre la población) sino que se extendía a todos los "errores comunes", como los
llamó, en todos los campos (morales, filosóficos, sociales, civiles), salvo en el de la
religión, para desengañar a la población, pero, y sobre todo, para enseñar un método de
pensamiento basado en la libertad de razonar, en el libre discurrir y en el valor de la
experiencia, desprovisto de autoridades que impusieran interpretaciones, y sin miedo a
caer en la heterodoxia.
Como ha señalado la crítica, Feijoo defendió la autonomía de la razón y del
conocimiento natural, y su libertad de espíritu “superó en gran modo las timideces y
cortapisas que imbuían precisamente ese pavor a una posible heterodoxia, el cual
disuadía a muchos, por ejemplo, [de] aceptar el sistema copernicano o el mecanismo
newtoniano. Que él se dejara llevar por el peso de los argumentos, sin inhibir el juicio
por temor reverencial o real ante los instrumentos represores de la autoridad, es
precisamente lo que hace de él no ya un novator sino un ilustrado” (Sánchez Blanco,
1999, p. 119). Y, años antes que Kant, el benedictino proclamó la “noble osadía” de
pensar, que es algo similar al “atrévete a saber” kantiano.
Feijoo, más y mejor que otros tenidos por ilustrados “clásicos”, ofreció un
proyecto hondo, aunque no articulado, de reformas y de educación, pero lo dirigió a la
opinión pública mediante un medio público como eran sus ensayos y discursos,
publicados como folletos, y no al rey mediante la elevación particular de memoriales y
cartas, que había sido el medio habitual de arbitristas y novatores. Hacerlo así, en
público, significaba restarse protagonismo y ser social --estar al servicio de la sociedad-, preferir poner en común una propuesta reformista, correctora, que se podía debatir, a la
imposición de algo desde arriba. Es decir, que, al tiempo que estimulaba el uso público
y privado de la razón, contribuía Feijoo a crear un poso, un estado de ideas y opinión
que, en teoría, habría de forzar esas reformas.
Se puede pensar que, en gran parte, la aceptación cada vez mayor de las ideas
renovadoras se debió a este discurrir sin miedo de un fraile, que escribía con un estilo
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familiar y cercano al habla conversacional de los lectores, y quizá no sea muy
descabellado suponer que la asunción de algunas reformas por parte de la monarquía -siempre temerosa de las novedades-- respondió al hecho de percibir entre sectores de
población esa aceptación no traumática de las nuevas ideas y la conciencia de que hacía
falta una renovación de las estructuras nacionales.
Esta manera de interpretar la obra de Feijoo lo coloca entre los ilustrados, pues
hace un uso público de la razón, propone importantes reformas, critica actitudes de los
reyes y no se detiene sino ante aspectos de la religión. Frente a su actitud pueden
situarse otros, estableciendo dos maneras de entender las reformas y el papel del
intelectual en la sociedad. En numerosos trabajos Antonio Mestre ha puesto de relieve la
condición ilustrada del valenciano Gregorio Mayans --discutida últimamente por
Sánchez Blanco-- frente a la de Feijoo. Si nos atenemos a la definición de Kant, la
actividad de Mayans se ve limitada en su alcance y condición pública, puesto que su
idea de trabajo no se basa tanto en el libre pensar como en la restauración de los mejores
testimonios históricos del pasado, sus mayores críticas a métodos históricos las hizo en
privado y sus aportaciones quedaban reducidas a temas y círculos de eruditos mucho
más limitados que los que alcanzaba Feijoo en su ejercicio de la razón. Mestre ha puesto
de relieve el interés de Mayans por recuperar la lengua española y a los mejores y más
fidedignos historiadores del pasado, pero, aunque también se interesó, si bien mucho
menos, por los aspectos científicos y experimentales de la cultura, que es donde se
estaban dando los mayores avances y novedades, prefirió centrarse en los estudios
históricos, jurídicos, hagiográficos y de recuperación filológica, en lo que le secundaron
Cerdá, Vargas Ponce, Forner y otros.
Mayans, a diferencia de Feijoo, sí propuso un ordenado programa de reforma
cultural, que elevó al ministro Patiño, en carta privada que no fue atendida, quizá porque
los gobiernos de Felipe V y luego de su hijo Fernando VI estuvieron más interesados en
potenciar las mejoras técnicas antes que las culturales. Fue durante el reinado de Carlos
III cuando Mayans recibió nombramientos y algunas atenciones por parte del poder,
aunque esto no significó llevar adelante sus proyectos (de entre sus muchos trabajos
sobre Mayans, véase el reciente Mestre 1999).
Estas recompensas del poder a un intelectual nos sitúan ante el problema de los
hombres de letras y de ciencia en la España de la época, unos hombres que buscaban a
menudo ocupar un lugar directivo en la sociedad, dejando que los gobiernos se valieran
de ellos, pero que con mucha frecuencia se quejaron de la falta de apoyo. Durante la
centuria se asiste a la creación de instituciones que pueden acoger a cierto tipo integrado
de “intelectual” y al desarrollo del periodismo como oficio literario. El hombre de letras,
en su variedad, irá logrando cada vez mayores espacios de representación y llegará a
tener una función pública que, más tarde, con el Romanticismo, se convertirá en misión
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o sacerdocio laico, pero en todo caso, y con dificultades, será una voz que se hará oír y
que ocupará puestos en el gobierno de la nación (Álvarez Barrientos, 1995).
Los escritores y los científicos, al servicio o no de las autoridades, crearán
opinión, instituciones y espacios de representación. El hecho de agruparse pone de
relieve el cambio en la concepción que se tiene de lo que es el saber y de cómo se
consigue. Se olvida la imagen del sabio solitario, de la autoridad a la que se reverencia,
y se tiene conciencia de que la ciencia, la cultura, se construye entre todos y para la
sociedad, no para el reducido circuito de sabios que la gestionaban antes. Se comienza a
oír hablar de "sociedades de sabios", de gabinetes, que redactan periódicos, memorias,
que hacen crítica. De acuerdo con los planteamientos emancipadores del siglo, aunque
dependan aún de los mecenas, la tendencia será independizarse de ellos e intentar la
aventura de vivir de la práctica literaria, Así, el público, el lector, tendrá una presencia
central en sus trabajos; tenerle en cuenta significará su salida de la minoría de edad, del
proteccionismo y de una actitud medieval y artesanal ante la escritura. La existencia de
un público al que dirigirse, con el que debatir y razonar sobre los temas más variados, al
que engañar para que compre el libro o el folleto --algo que empieza a darse con los
primeros periódicos y con el debate público entre escritores sobre ciencia y cultura--,
pone de relieve el nuevo valor de la opinión y de la propaganda, y la presencia de
nuevos hábitos de lectura, que en nada tienen que ver con los repetitivos de las lecturas
sagradas y dogmáticas. En la prensa, en las novelas, en los ensayos, se opina; y el lector,
el público, construye también, desde la incerteza, la duda y la experiencia, su opinión.
Estos nuevos escritores, “escritores públicos”, ofrecen unos saberes nuevos, distintos de
los aprendidos en la escuela, en la universidad y en la iglesia, y los presentan, además,
de un modo diferente, ni sistemático ni incuestionable, y sobre todo, moderno, actual.
Al lector del siglo XVIII le va a interesar sobre manera conocer lo que sucede a
su alrededor y ese alrededor que conoce e incita su curiosidad es cada vez más amplio
(en temas y en extensión geográfica), gracias a las mejores comunicaciones, a los
periódicos, a los escritos de los viajeros y a las lecturas que se hacían en público de
cartas. Las fuentes de conocimiento se amplían y el mismo concepto de saber varía (el
sabio y el erudito cotizan a la baja), no siendo necesario ya que la sabiduría esté
refrendada por las entidades y autoridades que antes la avalaban. La duda, la opinión, la
curiosidad será lo que guíe a estos lectores; no la certidumbre. Se potenciará, así, la
llamada "literatura mixta", ensayística, variada, que ofrecía conocimiento y cultura de
una forma entretenida a los "curiosos". Por supuesto, estos lectores y escritores que
piensan tener derecho a la actividad crítica pero que no están refrendados por ningún
poder, tendrán enfrente a los que intenten mantener el antiguo orden cultural sin
exponerse al juicio público de la crítica (Álvarez Barrientos, 1999).
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Pero esta actitud será ya imposible de mantener y se verán obligados, ellos
mismos, a hacer uso de los instrumentos y actitudes que censuran, y así encontramos
escritores de la "reacción" dedicados a producir folletos y periódicos que participan de
los mismos recursos y que dan espacio a aquello que niegan: al razonamiento sin
autoridades, a la falta de legitimación institucional para ofrecer la opinión, al privilegio
de ésta frente a la erudición, atención a las cosas cercanas y al público. Un público que
puede ser también conservador como muchos de los que escribían, y un público que, por
su número y por el hecho de comenzar a aceptarse cierto democratismo de la opinión,
cuestionaba el llamado "buen gusto" propuesto por muchos críticos.
Este buen gusto, más presente en cuestiones literarias, artísticas e históricas que
científicas, llevaba aparejado también un elemento de conducta moral y de
representación que contaba con el apoyo de las instituciones que buscaban recuperar el
control del saber, limitando su acceso mediante un cursus honorum que contara con
centros adecuados para legitimarlo: la esfera académica principalmente.
De hecho, entre artes y ciencias había una gran diferencia respecto a su propia
labor, que devenía de su distinta actitud ante la novedad. Si las ciencias se apoyaban en
ella y en la experiencia, las artes y las letras se regían por modelos a los que había que
ajustarse y repetir una y otra vez, reprimiendo la libertad y experimentación artísticas,
para lograr el premio o el reconocimiento académico. En este sentido, el neoclasicismo,
como modelo artístico que recupera determinadas formas valoradas del pasado, se ha
visto más como un modo de pensar que como un gusto estético, aunque se le haga pasar
por "bueno". Y así cabe pensar que los ilustrados, en general, fueron progresistas en
cuestiones científicas y materiales, y conservadores en asuntos estéticos y sociales.
En todo caso, y como se ha podido observar, el interés del hombre del siglo
XVIII se dirige hacia su entorno, el cual quiere mejorar, y hacia el hombre como
individuo con el que tiene que convivir. Los modelos de conducta que se proponen son
modelos asequibles, basados en la virtud, que es la que debe hacer feliz al hombre, y ya
se comentó que la felicidad era el objetivo del pensamiento ilustrado. Pero una felicidad
que se alcanza en sociedad y no en el más allá. Ese interés por el aquí y ahora, que
cambia a medida que cambian las costumbres y las formas de relación, hizo que el
interés por los grandes personajes (típicos de la tragedia y la épica) desapareciera y que
en su lugar formaran personajes cercanos, con problemas, valores y respuestas
cotidianas. Se quería, en palabras de la época, "conocer el corazón humano"; interesaba
el hombre en el juego de presiones que formulaba el aquí y ahora y no el Hombre como
ser abstracto e incluso representante de unos valores divinos absolutos, más propio del
Barroco. Esos otros valores, laicos, del hombre del XVIII, que conforman su condición
de ser virtuoso, pueden tener relación con los principios de la religión, pero se
mantienen al margen de ella pues son virtudes que se practican por su valor intrínseco y
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porque son útiles para el ahora social, como ejemplica gran parte de la literatura del
siglo, por ejemplo, tardiamente, el don Pedro de La comedia nueva o el café de Moratín,
al ayudar a don Eleuterio, que no lo hace por caridad cristiana, sino por utilidad
burguesa y productividad práctica de la sensibilidad.
Estas prácticas del hombre moderno ilustrado, que, sin dejar de ser católico, se
independizan de los códigos y ritos religiosos, fueron contestadas y criticadas por los
que sólo entendían que se podía hacer bien desde la Iglesia. Como antes hizo Paul
Hazard, otros han indicado que, para esos críticos, "los bienes espirituales, por lo visto,
sólo son aquellos que llevan etiqueta eclesial. La filantropía es incluso menospreciada
por lo que tiene de natural. La moral predicada por los eclesiásticos se centra en la
dispensa y práctica de los sacramentos, de los signos, mientras que la ética seglar
abandona el terreno de lo simbólico y se preocupa por la beneficencia concreta y por la
justicia social" (Sánchez Blanco, 1999, p. 326). Algo muy actual.
Una preponderancia de lo sentimental, de lo natural, frente a la razón, que ha
llevado a hablar de "neoclasicismo sentimental" (Aguilar Piñal, 1991), pues no se debe
olvidar que el objetivo es la felicidad del hombre, para lo cual es imprescindible el
conocimiento de su corazón. La literatura será, entonces, más íntima, los argumentos se
desarrollarán en interiores, se abandonarán los escenarios campestres, los personajes
serán hombres de ciudad y los conflictos atenderán a cuestiones íntimas.
A pesar de que los reyes apoyaron reformas tendentes a la mejora de las
condiciones de vida del país, en ningún momento esos reyes aceptaron una que pudiera
ir en detrimento de sus intereses familiares o de instituciones como la Iglesia y la
aristocracia en las que se apoyaban, a pesar de los recortes de poder que ambas habían
sufrido para perder parte de su peligro como oponentes de la monarquía. Los monarcas
borbónicos, salvo algunas excepciones, no dejaron el gobierno a la aristocracia. El
desencuentro entre los principios de la Ilustración y la monarquía es patente en todos los
países europeos, no sólo en España, y esto no podía ser de otro modo. Macanaz, Ward,
Campillo, Ensenada, entre otros, partían de una observación de las necesidades del país
pero no pudieron llevar adelante sus amplios proyectos de reforma: los monarcas no los
apoyaron frente a las críticas y ataques de aquellos sectores que, como el propio rey,
vieron peligrar sus privilegios. Y esta actitud se radicalizaría a medida que avanzara el
siglo, tras los miedos de Carlos III como consecuencia del motín de Esquilache y tras
conocer Carlos IV en España el influjo de la Revolución Francesa. Los ministros de
estos reyes serían mucho más cuidadosos que los de los anteriores a la hora de
patrocinar reformas y mejoras de calado. "No queremos aquí tanta Ilustración", escribió
Floridablanca, y expresaba el deseo de muchos frente a los que ya hablaban en tertulias
de república, constitución, libertad, y acabaron impulsando los cambios que recogió el
texto gaditano de 1812.
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