Peralta Ramos Balcarce, Federico Manuel

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“Un pedazo de atmósfera dadaísta”
Soledad Vallejos
Federico Manuel Peralta Ramos
Biografía Histórica
“Libertad: DADA DADA DADA, aullido de los dolores crispados,
entrelazamiento de los contrarios y de todas las contradicciones,
de los grotescos, de las inconsecuencias: LA VIDA”.
“Asco dadaísta” (fragmento), Manifiesto Dada, 1918, Tristán Tzara
Anteúltimo heredero del matrimonio de Federico Peralta Ramos y Adela
Balcarce, Federico asomó al mundo por primera vez el 29 de enero de 1939 en
Mar del Plata, la ciudad que decenios atrás fundara su tatarabuelo Patricio, la
misma tierra que lo vio, ya adolescente, persiguiendo la bocha sobre su caballo
en los partidos de polo disputados en la estancia de su abuelo. Hasta llegados sus
años universitarios, se encargó de cumplir con todo lo esperado de un joven
continuador de la más rancia aristocracia criolla: estudiante sin grandes
complicaciones ni tampoco brillantez excesiva en el bachillerato del Colegio
Cardenal Newman, eligió la Universidad de Buenos Aires para rendir las
materias que le permitirían ejercer la arquitectura y, tal vez, sólo tal vez en su
fuero más íntimo, formar parte de Sánchez Elía, Peralta Ramos y Agostini, el
reconocido estudio que su padre formó con algunos socios. Sin embargo, la
inquietud por el entorno del arte, la vida nocturna y la gestación de las
vanguardias pudo más, y lo empujó, de buenas a primeras, a recorrer los círculos
de los jóvenes provocadores de los sesenta.
Pero la vida del artista, ese “detectador de lo inadvertido”, era para
Federico mucho más que simplemente recorrer el camino taller-exposición-taller.
Necesitaba dar un paso más allá, comprometerse por completo en la creación de
una obra efímera y eterna a la vez: generar una sumatoria de provocaciones,
contradicciones evidentes y meditadas hasta la perfección, una recopilación de
hechos, pensamientos, anécdotas y realizaciones que confluyeran en la gran obra
que todo artista ansía legar. Y uno de sus primeros pasos fue tomar cartulina,
marcador y engendrar la religión gánica –“ser gánico significa hacer siempre lo
que uno tiene ganas”, aclaró–, una construcción que cuadraba con su “patafísica”
y su vocación de “filósofo callejero y peripatético”. Tras un encabezamiento
digno de un sacerdote supremo –“Habitantes de este sistema solar, yo, Federico
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Manuel Peralta Ramos…”–, el elegido del Señor garabateó los mandamientos
que regirían, desde entonces, la vida de los nuevos adeptos. Se trataba de 23
preceptos como “A Dios hay que dejarlo tranquilo”, “Ampliar la esencia hasta
llegar al halo”, “Vivir poéticamente”, “Creer en el gran despelote universal”,
“Superar el plano físico”, “Jugar con todo”, “Creer en un mundo invisible, más
allá de los lejos y de los cerca”, “Provocar movimiento”, “No mandar”, “Flotar”.
Pero su arte psicototalista –una especie de creación por entregas–, decía, era
incomprendido. Durante la exposición de Ganadería de la Sociedad Rural
Argentina de 1967, Federico, descendiente de terratenientes de larga data al fin,
se presentó al remate de un toro reservado gran campeón –que, según dicen los
especialistas, es superior al gran campeón porque aún no ha llegado aún a su
máximo y tiene mucho por rendir–, un charolais, “era bellísimo, blanco”. En
medio de una puja ardiente, su imponente voz se alzó y logró que el martillo de
Arturo Bullrich bajara justo a tiempo para acreditárselo a él en 1.150.000 pesos.
“Yo lo quería exponer como arte vivo. Fui al Fondo Nacional de las Artes a
gestionar un crédito para pagarlo, pero me lo negaron”. Entonces intentó que el
gerente de un pueblo donde la familia tenía campos le habilitara un préstamo, se
dice que el gerente le preguntó quién era. Federico señaló con la mano hacia los
costados del pueblo y confesó: “Yo… soy el dueño de la tierra”.
Las gestiones no fueron exitosas. El Gordo jamás obtuvo el dinero necesario
para retirar al animalito de marras del establo. “Entonces mi hermano Diego, el
Caballero del Mar, fue a Bullrich y anuló la compra”. Pero la historia de la
compra frustrada no terminó allí. Debido a la promesa no cumplida, la familia
Peralta Ramos veía acercarse la posibilidad de tener que enfrentar un juicio para
que la compra se concretara, o por lo menos para que se pagara algo de dinero
por el tiempo perdido. Federico, que ocupaba una de las cinco habitaciones de
servicio del departamento familiar a pesar de los cuartos de huéspedes siempre
vacíos, que tras la muerte de los padres se negó a mudarse a algún cuarto más
grande y cómodo porque allí lo “pusieron ellos”, que no desaprovechaba
oportunidades de recordar que “ellos, mis padres, lo entienden todo”, agachó la
cabeza y sus 28 años acataron el mandato paterno de anular la compra alegando
su demencia. Así fue como sus ojos azul cielo debieron resignarse a ser
iluminados sólo por la luz artificial de un instituto psiquiátrico durante los cuatro
meses de internación que alejarían los fantasmas de los litigios legales.
El artista plástico Pier Cantamessa, amigo de la familia y amigo personal de
Federico desde su primera juventud, iba regularmente a visitarlo junto con
Enrique Barilari. “Adentro del manicomio hacía exactamente lo que hacía afuera,
dentro de sus posibilidades. Él era creativo ahí adentro, y siempre fue un gran
organizador. Les daban mate cocido a la tarde, y él había organizado ‘La fiesta
del mate cocido’. Todos los locos habían puesto cosas para la fiesta. Habían
estado trabajando, con papeles hacían dibujitos y los pegaban, era una terapia
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ocupacional. Y para los locos era un dios, estaban todos tomando mate cocido, y
cuando llegamos nos puso a nosotros a tomar mate cocido. Había un cartel que
decía: ‘organizador: Federico’, porque ahí no había apellido. Pero estaba muy
triste. Cuando nos fuimos, que vio que nosotros podíamos irnos y él no, nos
miraba con tristeza”. Según contó una vez a Marta Minujín, allí, a pesar de haber
sido internado por cuestiones formales, recibió sesiones de electroshock, lo que
en combinación con sus dosis diarias de alopidol –una suerte de regulador
nervioso que debió tomar desde siempre– se transformaba en una alquimia poco
recomendable para cualquiera.
Doce años después del episodio toril, un italiano con más suerte que
Federico consiguió exponer un toro en la Bienal de Venecia. Y ganó el primer
premio. “Una lástima, porque cuando yo lo compré recibí un mensaje cósmico: al
año siguiente, el toro salió Gran Campeón y lo vendieron mucho más caro”.
El reinado del bien
“Pinté sin saber pintar, escribí sin saber escribir,
canté sin saber cantar. La torpeza repetida se
transforma en mi estilo”.
FMPR.
Tal vez la consciencia de ser considerado un loco a pesar de que él se
definía como psicodiferente, de tener que enfrentar violencia encubierta con su
mejor sonrisa, de no haber vendido más que una obra en su vida –ni más ni
menos que el sueño de cualquier argentino: un buzón, exhibido en la sala de
Alvaro Castagnino, hecho por él pero idéntico a los originales, una obra que
adquirió en un remate la vedette Egle Martin aunque jamás lo pagó–, fueran
demasiado aún para él. “Sueño con un mundo donde exista el Reinado del Bien,
donde no tenga que defenderme más del Error”. A pesar de que uno de sus
pasatiempos favoritos era contribuir a la construcción de su imagen de loco –arte
provocante, según propia definición y la de su entorno–, por más que, como un
niño, su alboroto sólo tuviera el objetivo de llamar la atención de los demás –
especialmente la de su padre, tan distinto a él–, más de una vez el menosprecio se
colgó de su cuello hasta hundirlo en un lago construido de pequeñas depresiones.
Cierta vez, en medio de una de las angustias que le generaba no sentirse
reconocido como artista en su país, enfrentó a Pier Cantamessa, y le planteó con
gravedad:
– Decime una cosa, yo creo que a vos nunca te pude sorprender, nunca hice
algo que te asombrara. Ya hice muchas cosas, como estar vestido con el traje y
los zapatos adentro de la cama, y todo eso, y vos nada. ¿Alguna vez te
sorprendí?.
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– Una sola vez.
– ¿Cuándo?
– ¿Te acordás esa vez que íbamos por Viamonte y vos fuiste a un kiosco a
comprar un paquete de diez pastillas de menta, y te los comiste todos de una vez?
Ese día yo quedé sorprendidísimo.
– ¿Y por qué no me dijiste nada? ¿Así que te sorprendí? ¡Menos mal!
Y la depresión abandonó su mente ante el paso impertinente de la euforia
por saberse admirado, por haber logrado impactar con la reproducción de una de
sus escenas favoritas de Anthony Quinn –la vez que en la película La Strada su
personaje traga entero y de un bocado un helado– a su amigo, al punto que en ese
mismo instante decidió salir a festejar con una cena.
Periódicamente, las nubes de la tristeza regresaban y opacaban su sonrisa
tiernamente infantil, pero su necesidad de permanecer en Buenos Aires –“porque
el que se va de Buenos Aires se atrasa, es la ciudad del futuro”– podía más. Y
qué mejor camino para reafirmar su decisión ante los demás y ante él mismo que
lanzando un poema con aires de manifiesto nacionalista a su manera:
“No quiero ir a la luna,
a mí me gusta acá, a mí me gusta acá, a mi me gusta acá.
Quiero caminar por las calles de Buenos Aires,
a mí me gusta acá, a mí me gusta acá, a mí me gusta acá.
Me quiero sacar una foto en la plaza San Martín,
a mí me gusta acá.
Quiero ser amigo del obelisco,
a mí me gusta acá.
Me encanta el atardecer en el campo argentino,
a mí me gusta acá, a mí me gusta acá, a mí me gusta acá.”
Y, tras las tormentas, los proyectos volvían a ocupar su tiempo. A
principios de 1970 iniciaba otra de sus obras: un disco que “se refiere a un mundo
metafísico” editado por Columbia records y producido por Francis Smith, una
tirada de exactamente 1.333 copias hallables en ese tiempo en farmacias y
disquerías. “Se llama ‘Soy un pedazo de atmósfera’ y ‘Tengo un algo adentro que
se llama el coso”, adelantaba en una entrevista a la revista Confirmado. “La gente
que tiene el coso adentro es mutante y las conversaciones no se hacen de cuerpo a
cuerpo sino de coso a coso. El coso es la esencia”. De más está decirlo: su
producción no lo consagró como artista del año, ni lideró listas de preferencias,
pero sí vendió lo suficiente como para agotar la edición, que también incluía el
tema Oso goloso. Y tal vez dejara claro cuál era el arte de Federico, el pequeño
gran provocador: “La superioridad irrita, yo sólo soy un ser psicodiferente, es
decir, yo no soy un hombre común, mi cerebro provoca cortocircuitos, dice un
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amigo. Y otro dice que soy un ‘maestro en ser feliz en la desesperación’, alguien
que puede enseñar a ser feliz en un mundo plagado de obstáculos”.
Hacia fines de 1965, su nombre figuró entre los ganadores del Premio
Nacional e Internacional Instituto Torcuato Di Tella, organizado en celebración
del quinto aniversario del epicentro de la vanguardia porteña. Allí su obra en óleo
y cemento Nosotros II compartía la muestra junto a, por ejemplo, trabajos de
Pérez Célis, Rogelio Polesello, Carlos Squirru y Delia Puzzovio. En el catálogo
de la exposición, donde cada premiado disponía de un pequeño espacio para
explicar sus motivaciones, objetivos y demás, Federico prefirió publicar una
poesía:
“Creo en un mundo invisible
más allá del plano físico
más allá de los lejos, y de los cerca
donde se mezclan los caminos de las cosas
Un mundo amigo
Para ustedes
donde los caballos nunca se cansan
donde está treff
Era amigo del patrón
un tal Peralta
se detuvo al peligroso
yo coloso”.
En el nombre del padre
Federico padre conocía de sobra las costumbres de su hijo, pero no era
precisamente eso lo que podía inquietarlo. Los amigos de Federico Manuel, al
menos quienes llegaron a formar parte habitual del paisaje del departamento de
Alvear y Parera, aseguran que, en realidad, todas y cada una de sus
provocaciones tenían como único objetivo espantar a su progenitor, o por lo
menos “moverle el piso”. Pero pocas veces lo conseguía. Cuando las vías de
acceso al punto del espanto podían retardarse, Federico prefería ser directo. “Vos,
papá, tenés alma de comisario”. Pero la sonrisa paterna le hizo saber que, más
que una ofensa, lo que había dicho era un motivo de orgullo.
Otro intento. Cena familiar, es decir: madre, padre, Rosario –la hermana
más cercana a Adela, su madre, y a él, otras hermanas, hermano menor, Federico
Manuel y Pier Cantamessa. Ya habían quedado atrás las penitencias de comer en
la cocina, junto con los empleados, por hablar de sexo ante las hermanas o por
insultar en el preciso momento en que las personas del servicio doméstico se
acercaban para servir. La mucama llevó a la mesa una bandeja de peceto cortado
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en rodajas y puré en cantidad suficiente para todos, se sirvió Federico padre, la
madre, las hermanas y el invitado. Por regla, seguían en el orden Federico y
luego su hermano. Al llegar la bandeja a sus manos, Federico se sirvió todo lo
que quedaba, es decir, alrededor de ocho piezas de carne y su correspondiente
guarnición, ante la mirada atónita de los demás. “¿Y Sebastián qué?”, lo retó la
madre. “Yo tengo hambre, me lo sirvo todo”. “Bueno, si tiene hambre”.
Marcharon unos huevos fritos para el despojado y fin de la cuestión.
Un amanecer, tras agotar las estrellas en Can-Can, Federico invitó a
Cantamessa a compartir el desayuno en su casa. Cuando llegaron, Federico padre
dejó de lado la lectura del diario. “¿Vienen de joda?”. “Sí”. “¿Buenas
minas?…Bah, a Federico le gustan las gordas”: Impaciente, Federico fue a la
cocina y volvió con un café con leche matinal, un ritual que habían inspirado sus
“’Canciones para antes y después del desayuno’, porque cuando tomás el
desayuno no te podés distraer”. Mientras Pier y Federico padre conversaban y
hacían los honores a sus desayunos preparados por la mucama, Federico, con la
naturalidad de siempre y en el más completo silencio, tomó una taza de café con
leche con algunas medialunas. Y otra. Y otra. Y así hasta llegar a seis servicios.
“¿Te das cuenta por qué no lo interno en un manicomio a éste?”, espetó de golpe
Federico padre señalando a su retoño, “Me saldría un dineral sólo la comida”.
Probablemente el enfrentamiento más grave haya sido la vez una discusión
que empezó cuando el padre se refirió a Clorindo Testa de manera poco cortés en
la mesa y Federico –que sentía gran admiración por Testa y se consideraba su
amigo– lo defendió. Fue entonces cuando FMPR abandonó la casa familiar para
refugiarse en una pensión no muy distinguida frente a Harrods. En el tiempo que
duró el alejamiento, no hubo más contacto con sus padres que el estrictamente
necesario para obtener el dinero con que pagar el alopidol. Sin embargo, tras más
de veinte días sin ver a su hijo, un comentario dicho al pasar desesperó a su
madre lo suficiente para levantar el teléfono. “¿Pier, vos lo ves a Federico?”.
“Sí”. “Me dijeron que lo vieron con el traje de fiesta y zapatillas. ¿Es cierto?”.
La relación entre Adela Balcarce y su hijo no conoció las mismas
rispideces. Ella, definida en alguna oportunidad como “una mujer remota y
sensible hasta la fragilidad” por Carlos Insua, otro amigo de la familia, sabía
comprender y respetar a Federico. Las telas y los caballetes fueron grandes
aliados de su delicado espíritu, de ellos se sirvió para inmortalizar a su hijo en un
cuadro que él después colgó en su pequeña habitación: un óleo que enmarca la
cabeza de Federico sobre un fondo de cielo azul cobalto salpicado de estrellas, un
retrato en que los ojos son los protagonistas.
Cuando se acercaba el festejo de los cincuenta años de casados de sus
padres, Federico intentó infructuosamente convencer a su padre de que invitara a
su madre a cenar a Don Pepe, una fonda de mala muerte, sucia, donde la esposa
del tal Pepe recibía a los clientes al grito de “¿Qué quieren comer?” en sus días
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buenos o los lapidaba con un “¿Qué carajo quieren?” cuando le molestaban, un
lugar donde los precios dependían de la cara del comensal aunque eran siempre
altísimos –y no descontaban el porcentaje del plato que era obligatorio convidar
al perro que vagaba por el local–. En pocas palabras: un lugar “irresistible para la
gente rica”. Pero no hubo caso, en especial porque Federico padre, conociendo
los gustos poco ortodoxos de su hijo, había tomado la precaución de visitar el
lugar a tiempo para descartarlo. Decepcionado por la escasa repercusión de su
propuesta, Federico se dedicó a agotar la tarde en busca del regalo perfecto para
la feliz casada. Muchas cuadras y horas después de iniciado el raid, encontró lo
que, definitivamente, sería la sensación de la noche. Paquete en mano, él y Pier
llegaron a la fiesta. “Federico, todavía estás a tiempo de cambiar de regalo”,
imploró su amigo. Pero no. Federico entró, llegó frente a su madre y le entregó
una caja prolijamente envuelta. Adela, curiosa, abrió el paquete y sacó un
brillante par de guantes de box rojos. Y se los puso, para dejárselos toda la
celebración. Más de una foto la muestra, posando guantes en mano y sonriente a
más no poder. Federico, por su parte, muy a pesar de los deseos de su padre, la
persiguió toda la noche para acomodárselos, atarlos bien para que no se salieran
y recordarle lo bien que le sentaban.
Federico no sólo aplicó su arte provocante a las exposiciones o a forjar
anécdotas ante los amigos. Se dice –como tantos hechos en el relato de su vida,
se dice, pero pocas veces se sabe quién, cómo o cuándo– que ni siquiera la
sacralidad de los claustros universitarios logró amilanarlo. Durante un examen o
una clase de la carrera de arquitectura, un profesor –un arquitecto llamado
Solsona– le preguntó: “¿Por qué no me explica quién fue Wright?”. Federico,
como solía pasar, no tenía la más mínima idea. “De Wright no le voy a hablar
porque era muy mala persona”.
“Una vez –contó en los sesentas–, concurrí a un banquete que se daba en el
Círculo de Armas. Como soy un caballero, fui con mi traje azul, mi camisa
blanca y mi corbata oscura, impecable como un burócrata. A la hora del brindis,
todos, muy solemnes, me pidieron que dijera un discurso y me ubicaron en la
cabecera. Yo, un poeta, obligado a pronunciar una oprobiosa cháchara a los
postres de un festejo. Surgió mi rebeldía ancestral y me puse a cantar La hora de
los magos, de Jorge de la Vega, un tema que poco tiempo atrás había integrado
mi espectáculo en el cabaret Can-Can. Era, realmente, una situación absurda y
paradojal. Yo esperaba que se levantaran y se fueran, o que, en un gesto algo
menos aristocrático pero más contundente, me tiraran con los panes y las botellas.
Nada de eso. Mi interpretación fue premiada con un aplauso estruendoso y mi
alegría contagió a esas almas normalmente almidonadas. Saltaron desde la
perplejidad hacia la entrega y recorrieron el mágico camino de la sonrisa. ‘Nada
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más bello que el gris que se vuelve oro’, pensé entonces. ‘Nada más bello que el
oro’, pienso ahora”.
Pues bien, hacia 1973, tras algún tiempo de inactividad, pisó los estudios
de un canal de televisión con una misión absolutamente novedosa en su carrera:
realizar, semana a semana, un sketch en el programa que Tato Bores tenía por
entonces en canal 13. En una experiencia que repetiría en sus últimos años, poco
antes del horario de grabación, Federico se enfundaba en su mítico traje azul –
combinado con camisa blanca y corbata al tono–, se calzaba los zapatos de charol
con hebilla dorada –regalo de un viaje que el padre había hecho a Estados
Unidos–, y meditaba brevemente cuál sería el tema de su disertación. La
actuación era, detalle más, detalle menos, algo así: mientras Tato desgranaba un
largo monólogo sobre un fondo escenográfico despojado, Federico se acercaba y
enunciaba una frase, como “Hoy quiero diagnosticar que se aproxima el fin de
hoy”, sino recitaba A mí me gusta acá. O Federico irrumpía en algo parecido a un
escritorio portando un apropiado par de antiparras sobre la cabeza y explicaba
alguna teoría inverosímil. O, mientras exponía obras con cámaras de cubierta, las
presentaba como “la solución neumática a los imprevisibles peligros que acechan
a la humanidad”. O, en los tiempos que el dólar registraba un precio inestable, se
subía a un sube y baja y, mientras subía y bajaba, explicaba las variaciones
monetarias desde su propia y personal perspectiva.
Fue también en esos años que, en el Centro de Artes y Comunicación,
montó El Gordo, una exposición donde lo expuesto era él mismo, sentado en un
ambiente de paredes blanquísimas, tomando mate si la hora lo aconsejaba. En
Bonino, una galería ubicada en la Galería del Este, cierta vez concretó una obra
junto a Antonio Berni y Jalil de la Serna, un “científico artista”. Federico, no sin
dedicación, había creado la cripta funeraria de Tutankamón, encarnado,
precisamente, por De la Serna. Los visitantes, entonces, debían acercarse y
preguntar a la momia viviente acerca de cualquier tema, que él tendría siempre
una respuesta a flor de venda.
Llegado a la metaplástica, Federico eligió simbolizar conceptos y brindar
el camino para alcanzarlos antes que evidenciar los mensajes de manera grotesca.
Así, por ejemplo, exhibió una galería con cuadros en blanco colgados de la pared.
Bajo cada tela, descansaba una pistola. A un lado, un cartel rezaba: “Cuidado con
la pintura”.
Pero aún así –o por eso mismo– el mote de loco pisaba sus talones con
tenacidad. “Yo soy un pionero, un precursor de ideas. ¿No te diste cuenta que soy
un adelantado? Galileo estaba adelantado 400 años y sus contemporáneos
creyeron que estaba loco. ¿Sabías que yo mismo tengo fama de loco?”. Y, a falta
de reconocimientos ajenos, decidió rendirse él mismo un homenaje. “He
inventado un monumento para mí. La Costa Atlántica, que va desde Quilmes
hasta Río Gallegos. Es el monumento para Federico Manuel Peralta Ramos.
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Entonces, cuando la gente se meta al mar para bañarse, se bañará en el
monumento. Es una de las proposiciones que pienso hacer para los habitantes de
mi país y para los habitantes de este sistema solar. Porque yo, por ejemplo, me
animaría a comunicarme con los habitantes de otros planetas, con ruidos y con
ondas que yo emano”.
Luego de sus primeros años y la participación televisiva, la década del
setenta significó un impasse para su vida pública, a excepción de las veladas de
hasta diez horas en las mesas del Florida Garden con Marta Minujín y Pier
Cantamessa, conocidos por algunos como los tres mosqueteros. Por entonces,
Federicó formuló la teoría de la albóndiga psíquica. “Creo en un mundo
fenomenológico que está más allá del libre albedrío cósico de la gente, que
influye sobre los libres albedríos. Está ese mundo fenomenológico y los libres
albedríos albondigares”. Por caso de que sea necesario despejar dudas, la
albóndiga psíquica consistía en “una mezcla de todos los estados mentales: la
conciencia, el inconsciente, la subconsciencia, la preconciencia. Si la albóndiga
psíquica funciona normalmente, si sus elementos se imbrican, se sostienen, se
alimentan, el ser humano tiene salud mental. Yo soy un ser sano, por ejemplo. Y
cuido mi salud más que a nada, para que no me enfermen extrañas influencias.
Gracias a eso nada me angustia. Me dí cuenta de que todo es cuestión de tiempo.
Nos van pasando cosas. Y, lentamente, la albóndiga psíquica va amalgamando las
situaciones nuevas, nos hace crecer, madurar”. Luego se llamó a silencio.
En los tempranos 80s, explicaría la oscuridad de esos años –“los años
pálidos”– de una manera muy particular y, en plan de exigencia, muy parcial,
pero definitivamente personal: “El país, a medida que fue perdiendo tela, fue de
Guido Di Tella a Minguito Tinguitella”.
La nueva década lo encontró con nuevo, aunque efímero, trabajo: un
puesto de columnista en la revista La Semana. Cualquiera fuera el tema, Federico
había instaurado un ritual, aunque sólo conocido puertas adentro. Mientras que
los demás colaboradores se resignaban a entregar sus notas en el tradicional
formato del papel con caracteres estándar –no se había generalizado, aún, el uso
de la computadora y mucho menos de los procesadores de texto–, Federico
desafiaba la inteligibilidad con artículos siempre escritos a mano –de más está
decir que tenía una letra compleja de entender–, en ocasiones volcados sobre
papiros, y con el agregado de cualquier paratexto que hiciera la nota más difícil
de comprender a simple vista.
Pero las inquietudes del pedazo de atmósfera con ojos color del cielo no se
detuvieron allí. Hacia 1981, poco después de que se cumpliera un siglo de la
fundación de Mar del Plata por parte de su tatarabuelo Patricio, Federico decidió
retomar la tradición que tantos laureles había ganado a los Peralta Ramos. Hay
quienes dicen que el lugar elegido para el anuncio fue una galería de arte, otros
aseguran que sucedió entre cafés y vasos de agua con hielo –su consumición
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habitual en el lugar– de La Biela. Los 43 años de su garganta se aseguraron que
el clima fuera lo suficientemente solemne, y, con la elegancia de sus 83 kilos del
momento, anunció la fundación de la ciudad de Mal del Plata, un lugar, aseguró,
más frecuentado que la Feliz. Desde sus inicios, la novísima urbe –creada para
que los argentinos “no nos vayamos al tacho”– tuvo nobles propósitos, a pesar de
su nombre: se trataría de un lugar “para andar en bicicleta, comer sólo dieta, no
hablar de tasas, pensar mucho y sufrir poco”. Pero no tuvo mayor trascendencia
que sumarse a su ya extenso currículum.
El atardecer del 19 de noviembre del año ’85, el Plaza Hotel ultimaba los
detalles para la realización de El arte en la gastronomía. Poco antes, a cambio de
una de sus obras, Federico había gozado durante una semana de las delicias de
contarse entre los huéspedes del lugar, y la experiencia despertó en su cabeza la
idea de organizar una exposición-comida que, finalmente, sirvió para recaudar
fondos a beneficio del Museo Nacional de Bellas Artes. Entusiasmados por la
idea, Pablo Bobbio, Rogelio Polesello, Silvina Benguria, Pedro Roth, Nicolás
García Uriburu, Remo Bianchedi, Josefina Robirosa, Clorindo Testa, Enrique
Barilari y los omnipresentes Pier Cantamessa y Marta Minujín se sumaron a la
muestra colectiva y efímera por excelencia. Se estamparon con el logotipo del
hotel y las firmas de los artistas-cocineros encargados de diseñar cada receta
alrededor de mil platos. Pero los cálculos más optimistas no previeron que la
tirada estaría quinientos cubiertos por debajo de la cantidad de interesados. Cada
creador era responsable de supervisar la correcta ejecución de sus órdenes y del
armado del plato que era llevado a la mesa, en realidad, una ruleta cuyos
resultados se conjugaban con los números que arrojaba un dado. Cada comensal
debía dejar que, mediante los números, la suerte decidiera lo que comería. Si el
azar había deparado los langostinos –preparados de manera poco ortodoxa pero,
al parecer, exquisitos– y se quería repetir la tentativa, no había posibilidad de
elección: era estrictamente necesario abandonarse al destino. Lo mismo pasaba
con el bife crudo. Todo un éxito que quinientas personas que pagaron su entrada
no pudieron degustar por falta de cuenco.
De tanto en tanto, su carácter de niño lo empujaba a situaciones poco
comprensibles, por más que se aplicara la lógica que gobernaba sus acciones.
Marta Minujín y Federico habían labrado, a lo largo de muchos años y no pocos
pulsos telefónicos, una amistad que parecía completamente sólida, sin importar
cuántas veces se insultaran en público– “a mí no me importaba, era una forma de
arte”, dijo siempre ella-, o en cuántas fiestas a las que ella lo llevaba Federico
dejaba caer improperios de su boca –muchos y de los más procaces–. Ni siquiera
el abismo que la experimentación con drogas de Marta había abierto entre ellos –
Federico, por prescripción médica, había abandonado desde hacía tiempo las
excursiones en compañía de Luis Centurión para beber el vino más barato
posible, por lo que mucho menos podía siquiera probar alguna sustancia- había
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logrado despegarlos. Un día de primavera de 1987 Marta levantó el teléfono y la
voz de Federico apuró: “Me divorcio de vos. Me hacés mucho mal, te quiero
mucho. Me divorcio de vos como amigo. Y voy a divorciarme de todos mis
amigos”. Y nunca más le habló. Inevitablemente se cruzaban en las muestras, se
veían en los bares, debían mirarse, era imposible no hacerlo, compartían amigos
y costumbres. Pero no volvió a dirigirle la palabra. Ni a ella, ni a Federico
González Frías ni a Finita Ayerza, todos amigos de mucho tiempo atrás.
“Creo que nunca hay que perder la niñez y la locura: el adulto que
abandona la infancia abandona la creatividad. El enemigo de alguien creativo es
la vanidad, enfermarse de pomposidad y solemnidad, convertirse en un tronco
cristalizado. Es bárbaro fomentar eso, porque lo que le hace falta a la Argentina
son creadores”. Y su eterno afán de Don Fulgencio seguía la marcha. Su última
exposición, en Los Altos de Sarmiento, por 1989, respiró los mismos aires que la
vez que la mesa serruchada frente al público en el Di Tella, o del tacho de basura
repleto de cuadros embadurnados de alquitrán. Durante la semana previa a su
última inauguración, los cincuenta años de Federico invitaron a cerca de mil
personas a su muestra. Sería, aseguraba, realmente revolucionaria. Llegado el día,
las puertas se abrieron. Los invitados, ansiosos por descubrir los nuevos caminos
de la vanguardia o simplemente por curiosidad, ingresaron. El salón estaba
completamente vacío. Ni una sola tela sobre las paredes blancas. Ni siquiera una
pequeña escultura, un objeto. Federico aplaudió. “Señores, ésta es mi exposición.
El arte son ustedes. Ustedes son mi obra de arte”. La perplejidad nunca fue
suficiente. Ni siquiera cuando intentó explicar el significado de su obra: “el arte
no tiene elementos intermediarios. El sujeto es el objeto y la contemplación
estética desaparece, disuelta en la vida social. En un mundo cada vez más
poblado por ficciones de todo tipo, el arte encuentra su lugar en la vida social”.
Ese mismo año, la coquetería –la misma que cuando pesaba 130 kilos le
indicaba que lo más aconsejable era meter panza si una mujer que le gustaba
pasaba a su lado– no lo impulsó a restarse edad. Había cumplido 50 años, y no lo
negaba. “Tuve talento para cumplirlos. Apagué 50 velitas, canté A mi manera.
Siempre viví a mi manera, dice la canción. Y quiero seguir viviendo a mi modo.
Porque sé que voy a terminarme si me convierto en una persona lógica. Por
esto, quiero dar un mensaje a la Argentina actual: creo que la felicidad, en esta
época, consiste en encontrar lo mucho en lo poco”.
Federico no pudo jamás concentrarse en las páginas de un libro, ni aún
cuando realmente le interesara. Pero, mediante su lectura “por ósmosis”, siempre
estaba al tanto de las lecturas obligadas según las épocas. Por ejemplo: en un
momento, Oscar Massota veneraba un libro determinado de Lacan. Federico
retenía el nombre del libelo y corría a comprarlo. Y, mientras lo sacaba a pasear
bajo su brazo, recorría las mesas de los lugares que lo tenían como habitué
preguntando a quien estuviera cerca si lo había leído. Una vez que encontraba un
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conocedor, se sentaba a su lado y le rogaba: “¿Qué dice, más o menos?
Decimelo así, como para saber”. Entonces siempre sabía lo que había que saber
de quien había que saber
Una de sus producciones jamás concretadas hubiera sido, tal vez, un
verdadero hito de su carrera: un libro. Iba a titularse Del infinito al bife, y se
trataría de “un libro barajable, con hojas sueltas, algunas en blanco para escribir
direcciones. Una obra para tratar de unir a toda la gente porque ya se sabe que
hay gente infinito y gente bife”.
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