El arte y la educación en el mundo contemporáneo Lic. Daniel Belinche Prof. Mariel Ciafardo I- Arte y Cultura Más allá de la discusión aún no saldada acerca de si la actualidad constituye una nueva etapa histórica, la Postmodernidad, o se trata de un pliegue, un aire de época dentro de la misma Modernidad, el universo simbólico del mundo contemporáneo se construye sobre la base de constantes determinables. El aumento sostenido de la velocidad temporal es una de las características más salientes cuyas consecuencias debieran ser consideradas con detenimiento, sobre todo si se atiende al proceso paralelo de destrucción del concepto de espacio, esto es, la pérdida de relevancia de las distancias geográficas, del “espesor del mundo”. Pocas veces los adultos perdemos tan estrepitosamente como cuando competimos con nuestros hijos en juegos informáticos. Funcionamos en velocidades diferentes. El acercamiento al imaginario de niños y jóvenes plantea cuanto menos el reconocimiento de sus códigos, la atención de sus intereses y demandas y la puesta de un lenguaje común. Con decisión notable, la confianza del hombre moderno se consolidó ideológicamente sobre terreno firme: racionalidad científica, rectitud moral y belleza estética, conformando un paradigma ideal sostenido en la creencia en el progreso y la utopía. Los metarrelatos legitiman el "modo" de ordenar los acontecimientos históricos bajo la promesa de un mundo mejor en dirección hacia la emancipación de la humanidad. Hoy, la euforia moderna ha cedido paso al desencantamiento. Los cambios producidos en la conducta individual –inercia del cuerpo, descompromiso, escepticismo, indiferencia- y en las relaciones sociales – vínculos electrónicos más que personales, altos índices de violencia- conllevan una extrema sujeción a lo eventual y provisorio en detrimento de la posibilidad de reflexionar desde una revisión profunda, crítica y totalizadora. Al mismo tiempo, globalización y regionalización se presentan como una paradoja difícil de saldar en los países latinoamericanos, donde la incertidumbre cultural se remonta a sus orígenes: aquí la construcción de la identidad requiere de tiempos menos apremiantes. La atmósfera de indeterminación - caracterizada por la sobreinformación, la mirada desintegrada de la realidad, la debilidad axiológica, la ausencia de relatos unificadores, la deslegitimación de las instituciones y las prácticas sociales, el aumento del poder mediático como contrapartida del descrédito del pensamiento político - funda el sustrato de un mundo que se presenta de un modo muy complejo y, básicamente, confuso. Si la realidad ya no es abordable desde puntos de vista centrales, si la fragmentación de los discursos evidencia que la palabra ha dejado de tener contundencia frente a la autoridad inconmensurable de la imagen y si, además, se atraviesa por una crisis del pensamiento, anémico por el exceso de liviandad e ironía, parece obvio insistir en la necesidad de establecer ejes desde donde analizar las condiciones en las que se desenvuelven hoy los procesos de aprendizaje. El estado actual de crisis y agotamiento del modelo de las Bellas Artes en la educación artística reconoce, como se ve, causas históricas que se relacionan con la concepción con la que fueron creadas, las resistencias para registrar los cambios políticos y culturales que acaecieron a lo largo del siglo XX, la desatención de las políticas oficiales y, al mismo tiempo, con las reticencias de sus mismos actores para producir transformaciones en la caracterización del arte, su enseñanza y su validación social. En términos generales, predomina el enfoque metodológico tradicional y la transmisión de la estética moderna centroeuropea; la deserción es muy importante y el nivel de ocupación es el más desfavorecido respecto de las profesiones liberales, restringiéndose mayoritariamente a la actividad docente de nivel básico o la enseñanza particular. En atención a lo apuntado, pareciera indispensable revisar la lectura literal que entiende la definición del perfil profesional únicamente atravesada por las demandas del mercado, desestimando la formación crítica en función de un perfil técnico, lo cual garantizaría en esta hipótesis una rápida asimilación de los graduados a los circuitos laborales. Un análisis preliminar pareciera demostrar lo contrario. Por un lado, estudios recientes concluyen en que los alumnos -a pesar de identificar las estructuras gramaticales- enfrentan enormes dificultades para comprender discursos verbales y no verbales. Por otro, si bien es indudable la necesidad de una formación técnica sólida, aquellos que buscan insertarse en el mundo laboral exclusivamente armados con herramientas técnicas pero carentes de la flexibilidad conceptual, política y teórica que les permita una mayor adaptación a los cambios encuentran importantes restricciones para llegar a su objetivo. La inútil insistencia en transferir de manera mecánica los paradigmas del positivismo al sistema educativo ha dado como resultado la construcción de un perfil lógico-técnico más que de un sujeto crítico-interpretativo. Estas limitaciones tienen fuerte impacto en el aprendizaje de las disciplinas artísticas. La mayoría de los estudiantes iniciales ingresa a las universidades o a los terciarios sin experiencia en producción de textos, argumentación y análisis. Es habitual que un texto relativamente sencillo genere inconvenientes para que los alumnos distingan entre las opiniones del autor sobre un tema de las ideas de otros autores citadas por él con las que no sólo no siempre coincide sino que, incluso, polemiza y contraría. Todo es asumido como verdad: “lo leí en el diario”, “lo vi por televisión”. Los problemas de construcción formal son trasladados luego al análisis de la gramática del arte y, en general, esto viene acompañado de la ausencia de hábitos interpretativos. Frente a la evidente imposibilidad para discernir realidad y ficción y ante la manifiesta indeterminación e inestabilidad de un mundo que se presenta cada vez más encubierto, habrá que admitir que la educación artística debería brindar herramientas a los alumnos para que sean capaces, al finalizar su recorrido por los distintos niveles, de comprender la actualidad y los horizontes posibles, lo que se ofrece directamente a los sentidos y lo que se oculta o devela, lo que ya existe y lo que aún no ha encontrado su forma. La confianza en la técnica por fuera de la producción de sentido fue un rasgo distintivo en las dos últimas décadas, más allá de que se trate de un debate ya clásico entre las concepciones positivistas que predominan en algunos campos de la ciencia y los enfoques históricos o críticos. La escisión entre los saberes instrumentales y las justificaciones sociales de esos saberes encontraron su correlato en diseños curriculares que casi eliminaban las asignaturas de formación teórica, interpretativa o conceptual. Estas eran consideradas una pérdida de tiempo. El artista debía concentrarse en su instrumento y todo lo que “perturbara” la concentración en el aprendizaje de las destrezas técnicas resultaba innecesario al mejor estilo de las posiciones del conductismo más radicalizado. Dominaba el qué sobre el cómo y el para qué. El fracaso de estos enfoques fue rotundo. La superación de la asimetría entre el avance científico tecnológico y el desarrollo de las condiciones de vida de las poblaciones urbanas y campesinas en todo el mundo está directamente ligada a concepciones ideológicas. Estas concepciones provienen, con sus variables, del modelo político cultural dominante que entiende el progreso técnico como soporte para imponer una cultura sobre otra - tal el caso de la estrategia de hegemonía mundial de Estados Unidos- o como parte de un entramado más complejo que vincula técnica, pensamiento y afecto de manera dialéctica en un contexto cultural signado por la mayor autonomía de la subjetividad, el fortalecimiento de los lazos sociales y la igualdad de oportunidades. Los conceptos clave de la vida están atravesados por esta tensión. Amor, deseo, cuerpo, sexualidad, profesión, trabajo, poder, entre otras, son categorías que se materializan de acuerdo a estos modelos y asumen rasgos de mercancía, de valores ideológicos, de discurso . El sistema educativo forma parte de esta cuestión no de manera tangencial, sino estructural. Es, junto a los medios de comunicación, el modo en que los grupos de la clase dominante garantizan, o no, el control y la difusión de sus enunciados y la supervivencia de sus intereses, aspecto sobre el que abundan estudios que provienen de la sociología y la pedagogía crítica. La separación institucional entre educación y cultura es un emergente de esta disputa. La reconstrucción teórica de estos procesos sociales se vuelve aun más ardua sin los componentes que refieren a sus posibilidades futuras, a lo no verificable en términos fácticos. El tenor de los interrogantes descritos es inabordable desde un perfil lógico-técnico que constituye una suerte de generalización de lo inmediato, una articulación entre operaciones lógicas y reglas metodológicas. Las predicciones de los pensadores de la escuela de Frankfurt (mucho más una perspectiva de análisis que un método) en cuanto a los límites de la llamada sociedad racional parecieran cumplirse. Asumir tareas educativas en este contexto de indeterminación supone bastante más que un simple registro y sistematización de los hechos. Si hay un aspecto que aparece como aporte de la teoría crítica es el de concebir que cuando la verdad no es realizable dentro del orden social existente, ésta adquiere el carácter de utopía. Pero esta utopía (palabra que carga con cierta fatiga) no implica un horizonte infinito de posibilidades, no es una fantasía. El sentido de la educación, el camino hacia el mundo del adulto, no habla tanto de la libertad de la imaginación como de la libertad real. La eliminación de las contradicciones, aspecto nodal de las concepciones teóricas tradicionales y de la lógica clásica, junto a la exigencia permanente de confrontar con los “hechos”, implica una suerte de renuncia a los procesos de significación, una pérdida de sentido. La comprensión de las del mundo contemporáneo encuentra un escollo en el lenguaje mismo al que el Iluminismo en todas sus variables y consecuencias atribuye esencialmente el valor de denominar negando la duplicidad que le es propia y que es razón para dar cuenta de dichas contradicciones. Esta sumisión de los procesos racionales a sus fines instrumentales, que asume como condición el principio que de dos elementos contradictorios se debe eliminar uno ya que se considera a uno verdadero y a otro falso, renuncia al carácter de la razón como dispositivo de capacidad crítica y vuelve sospechoso todo lo que no es cuantificable. En el análisis de Adorno y Horkheimer sobre la Ilíada, cuando Odiseo engaña a las sirenas, el mito es derrotado por el engaño aunque no enfrentado. Ulises hace tapar con cera los oídos de sus marinos y se ata al mástil. De este modo, no sucumbe al canto de las sirenas ni permite que sus compañeros lo escuchen. Ni los marinos ni el héroe, unos por ceguera y el otro por autocensura, se dejan seducir por el canto. Pero el mismo Ulises, símbolo de la astucia y la razón autoconciente y anticipador de la modernidad, es víctima de su estrategia y, por lo tanto, ya no será el mismo. Las limitaciones de la ciencia tradicional se vuelven particularmente estériles cuando se procura entender el universo simbólico de los jóvenes, quienes no cuadran en dicho modelo, entre otras razones por su renuencia al consumo de textos científicos y el reemplazo de la cultura verbal por la visual y audiovisual. Y si bien es cierto que la repetición ampliada a la que aludían Adorno y sus pares ha hecho su trabajo, el divorcio entre la educación tradicional y los niños y adolescentes no se explica únicamente en las carencias críticas de estos. En todo caso, la alineación alcanza a todos los actores del sistema. Por otro lado, la segmentación de clases resulta más compleja que la que Marx describía. Toda clasificación de grupo o estrato, sea material, cultural o religiosa es dinámica. Si aquello que sustituye a un objeto ausente puede ser entendido como signo, ¿cuál es el objeto ausente al que reemplaza el carácter autosuficiente, críptico y segmentado de esta nueva juventud? Difícil respuesta. Niños de clase media alta que usan celular y adultos que intentan parecer adolescentes. Quizás, un rastro de esa ausencia pueda leerse en los problemas que afronta el mundo adulto para asumirse como tal. No eliminar al opuesto, decía Marcusse. Los fenómenos señalados -la estetización de la vida cotidiana, la repetición ampliada, el papel de los medios masivos a través de la producción de imágenes y la tensión entre regionalización y globalización, entre otrosrequieren no sólo un recorte de temáticas clave sino una estrategia de intervención en el aula en todos los niveles del sistema educativo. La resolución teórica de estos temas determina a menudo el sesgo de la oferta a nivel institucional. En ese camino, atendiendo las indudables vacilaciones que genera la posibilidad de trabajar con el mundo contemporáneo como contenido del aprendizaje, será imprescindible evitar la estigmatización del pasado y de los nuevos sistemas de registro audiovisual. La segunda cuestión deriva de una posible resignificación del arte contemporáneo. Tanto las estructuras gramaticales como los conceptos operatorios y procedimientos compositivos cambiaron en tal medida que se hacen irreconocibles desde un enfoque tradicional. El público, los medios, los materiales, incluso los bordes que hasta hace pocos años delimitaban campos disciplinares se han desdibujado de la mano de nuevos paradigmas que se expresan en multiplicidad de lenguajes. La definición convencional del arte acarrea algunos lastres, desde el principio universal de la belleza de la modernidad hasta la oposición visceral entre el intento racionalista de reducir el arte a sus reglas y quienes lo sitúan en la región misteriosa de los talentos innatos y la creación por descubrimiento. Estas opciones son confrontadas por distintas posturas de la estética contemporánea. El arte ha sido concebido según la época como oficio, manifestación divina, creación autónoma, invención racional, emergente de un sujeto recluido en su subjetividad e, incluso, como producto de una lógica instrumental y tecnicista desvinculada de cualquier intento crítico. En los tiempos que corren, el concepto de obra de arte se asimila más a la materialización sensible de un conjunto de valores culturales, individuales y colectivos que a un modelo unívoco aplicable a una producción particular. Diríamos con Jiménez que la producción artística es un punto de encuentro entre lo racional, lo intuitivo y la cultura. Las tensiones entre lo popular y lo académico, la producción y la reflexión crítica, el pasado y el presente, forman parte de las preocupaciones habituales entre artistas y docentes de arte y aparecen como una constante en la elaboración de proyectos institucionales. El camino asumido por las vanguardias, por la vía de la experimentación lingüística y la fragmentación, junto a la voluntad de romper con aquello que en los siglos pasados constituía una esfera institucionalmente aceptada como ámbito de la experiencia estética, es decir, el arte, condujo a una suerte de ensimismamiento, de autoreferencialidad. En el presente, la misma incertidumbre parece estar ofreciendo la alternativa de resolver positivamente la crisis recuperando el arte para la vida. Las contradicciones, partos y debates ya no tienen por escenario exclusivamente a las academias y los museos, sino al conjunto del entramado social. Cada acto cotidiano, cada discusión con el hijo acerca de un programa de TV ofrece la posibilidad de un abordaje estético. Ahora bien, ¿qué posibilita un agrupamiento, un corte epistemológico bajo la denominación arte de disciplinas tan disímiles como la música, las artes plásticas, la danza, el teatro y el cine, incluso sin contemplar las derivaciones contemporáneas de cada una de ellas? Es claro que una misma imagen que la pintura muestra en un solo acto es desplegada por la literatura a lo largo del tiempo. La música, con recursos semejantes en lo temporal, apenas produce una lejana referencia de la imagen visual. Mientras las artes plásticas utilizan medios yuxtapuestos, las artes temporales emplean medios sucesivos. La danza, el teatro y el cine, por su parte, combinan estos recursos con diferentes grados de abstracción de acuerdo al tipo de composición y al soporte técnico. Aun aceptando que algunos de estos cortes ya no definen disciplinas autónomas, la singularidad de cada lenguaje establece diferencias y posibles subcategorías. Hemos tratado de fundamentar el carácter procesual, expresivo y metafórico de todas las disciplinas del arte. Sin embargo, en los últimos años se ha manifestado en Argentina una línea teórica desarrollada en Europa central y Estados Unidos que proviene del afán por encontrar los fundamentos de la estética en las ciencias del lenguaje. En efecto, corrientes de la semiología y la lingüística se han ocupado del arte dando lugar a renovadas categorías de lo que se denominan los lenguajes artísticos. Lejos estamos aquí de polemizar sobre este tópico estudiado profusamente tanto en el campo de la estética como en el de la lingüística. No obstante, una transposición un algo literal de las complejas teorías del lenguaje al campo de la gramática de las artes ha producido consecuencias no deseadas en el modo de intervención pedagógica. La primera es la tendencia a subsumir el arte a su función comunicacional. Las reglas de análisis de la semiótica se han trasladado de manera mecánica al arte, como bien señala entre otros Jean Klinkenberg, fundador del grupo µ. Las obras son “textos” o “discursos”. La extrapolación de estos términos , adecuados para referir a los aspectos comunicacionales del arte, pero insuficientes para dar cuenta de la complejidad del proceso, ha llevado a equívocos en la formulación de contenidos de la Educación General Básica del área, acordados para todo el país en la década del ´90. Su impacto en las aulas favoreció una inclinación a convertir las clases de música y plástica, fundamentalmente, en largas exposiciones gramaticales disociadas de una práctica concreta capaz de otorgarle al análisis los fundamentos vívidos y sensuales que confieran sentido a esos intentos. Juliana, una niña de ojos claros, cursa en un bachillerato especializado en arte en el nivel básico. Se trata de una institución dependiente de la Universidad. Las materias portan títulos del tipo análisis de los discursos musicales, construcción discursiva, códigos socializados y otras denominaciones por el estilo, incluso lingüística, asignatura en la que en realidad los alumnos aprenden poesías de memoria. En su muy difundido ensayo Laocoonte 1960, Della Volpe avanza en los fundamentos de las artes figurativas sobre la base de su estructura lingüística no verbal. En este trabajo, caracteriza algunos aspectos específicos de las artes figurativas y distingue el lenguaje verbal del no verbal basándose en su diferente grado de presentatividad, de aparición. El primero es lineal y el segundo, no lineal. La naturaleza del proceso artístico difiere de la comunicación verbal, al menos en una proporción de grado, en el hecho de que el objeto no es comunicado sino más bien presentado, que esta sustitución del objeto se produce de manera enmascarada sin buscar la claridad del mensaje sino un nuevo objeto, que en los diferentes materiales no es posible advertir un sistema organizado como el de los lenguajes naturales y en la mayoría de los casos ni siquiera un código universalizable en base a signos arbitrarios y convencionales, salvo (parcialmente) en el caso de la música tonal. Uno de los estereotipos tal vez más reiterado es el de asignar, en artes plásticas, significados invariables al color: blanco/pureza, rojo/pasión, etc. Emilio Garroni, en sus escritos más recientes plantea que “la semiótica no puede pretender, a despecho de sus tendencias expansionistas, englobar en sí la estética y las disciplinas conexas a ella, ni tanto menos ofrecerse como sucedánea. Puede pretender, sin embargo, digámoslo así, proporcionarles contribuciones útiles, importantes y en ocasiones indispensables.”1 La unidad de las artes no se fundamenta ni en los soportes instrumentales ni en su carácter lingüístico, sino en la cultura. Es la cultura la que le confiere unidad de género. Jiménez sostiene que “el arte es la presencia de las mismas imágenes de esferas institucionalmente diferenciadas de una tradición de cultura determinada que se materializa en diferentes soportes o modos de representación.” 2 Las consecuencias pedagógicas de estas concepciones merecen un estudio diferenciado. Quien entra a un aula de música de nuestra Facultad, una de las más avanzadas del continente, se encuentra con un paisaje del siglo XVIII. Un piano de cola, una pizarra con pentagrama, aulas dispuestas de acuerdo al diseño de un teatro a la italiana concebido para focalizar la atención hacia una escena que transcurre en el frente contra un público pasivo. En las currículas existen materias como Armonía y Música de cámara pero no ritmo, las clases de canto se ciñen al repertorio lírico, los programas de las carreras instrumentales apenas consignan la nómina de las obras, en su mayoría clásico-románticas. La carrera de Dirección coral se centra en obras y criterios interpretativos del Renacimiento; mientras la de Dirección orquestal, en sus pares románticas y las de Composición, en la música de elite del siglo XX. En plástica, el hábito de trabajar con esquemas del pasado se manifiesta en la casi total ausencia de producciones que escapen a la representación realista, la copia de modelos vivos o naturalezas muertas y la pintura de caballete. Pero una concepción contemporánea del arte es más fácil de sostener en el plano teórico que en la concreción de un proyecto institucional. En los establecimientos conviven intereses personales, trayectorias profesionales basadas en legados históricos e incluso discursos ideológicos fuertemente radicalizados cuando se trata de defender intereses corporativos que encubren posturas sustancialmente conservadoras. Si las carreras de arte no consiguen poner en discusión las coordenadas históricas de sus perfiles profesionales será más difícil aun superar el alto desgranamiento y la frustración que padece gran cantidad de alumnos ante la imposibilidad de hacer propio un proyecto cultural que les es completamente ajeno. Arte y educación Reparar en la mirada de los otros puede orientar el debate en torno a la educación artística. En el imaginario social, el artista responde al modelo romántico descrito en los párrafos anteriores y es frecuente que los propios protagonistas alienten la instalación de este arquetipo. La misma sociedad que Emilio Garroni, Estetica e lingüística, Bologna, Il Mulino, 1983, p. 26. 2 José Jiménez, Imágenes del hombre. Fundamentos de estética, Madrid, Tecnos, 1986. 1 idealiza este modelo, en particular cuando es asociado al éxito económico o la figuración mediática, argumenta que la clase de arte en las escuelas es inútil. Es una paradoja que se explica a partir de una concepción ideológica análoga. Si apenas los elegidos triunfan en una esfera más cercana al innatismo que al estudio, si estos dones son proveídos por factores inexplicables, no es pertinente construir un sistema educativo que instruya sobre estos asuntos y, en consecuencia, tampoco es imprescindible financiar los aprendizajes correspondientes. Aunque pueda resultar anacrónico, no dejamos de asistir a una perpetua actualización de las líneas teóricas que siguen situando al arte y sus profesionales en el lugar de la inspiración y lo consideran un intruso en el ámbito académico. Esta presunción no proviene solamente de intereses presupuestarios según los cuales el lugar del arte sería la “Cultura” (entendida como espectáculo), pero no la investigación o la educación. En Argentina existen únicamente cuatro Direcciones de educación artística. Ni el Ministerio de Educación de la Nación ni el sistema científico institucionalizado han delimitado ámbitos que asuman la educación artística como un campo de conocimiento a desarrollar, cuadro que se agrava con la insignificante cantidad de becas y subsidios destinados para estos fines. Cerca de cuatro millones de alumnos no reciben clases de arte durante los tres primeros años de su escolaridad primaria en el país. Decimos en otro texto que si las ciencias sociales son calificadas como blandas, el arte viene a ser algo así como blandísimo o etéreo. Tal vez su sesgo altamente simbólico y la dificultad para cuantificar o medir sus proporciones conspiren con la definitiva aceptación de la entidad epistemológica y la complejidad de los lenguajes artísticos. Es imperioso entonces reivindicar el papel insustituible de la educación artística en la construcción del Estado y la elaboración de un proyecto cultural más justo que se traduzca en mayor presupuesto. Ahora bien, los planteos pedagógicos con los que nos hemos formado requieren, en principio, una revisión que rescate sus logros y advierta sus limitaciones, sin perder de vista que no son independientes del encuadre con el que el arte se mire e incluya los aportes de otras esferas del conocimiento. Un primer núcleo es la necesidad de perfilar el proyecto que interprete mejor tanto al artista como al docente de arte actuales. Aquí confrontan dos concepciones aparentemente antagónicas: la “educación por el arte” en sus múltiples variables versus una formación integral. Ambas merecen una breve consideración. Por un lado, es claro que, si se trata de formar profesionales del arte, el cuerpo de conocimientos decisivo de los programas institucionales debe garantizar el mayor rigor profesional en el conocimiento de las disciplinas. Tuvimos la oportunidad de visitar algunas universidades y terciarios y son extraños los casos en los que docentes y alumnos no se quejen de la cantidad de horas destinadas a asignaturas de las ciencias de la educación y de la escasa carga horaria de las materias específicas. Por otro, entre los ´60 y los ´70 se expandió un enfoque ciertamente endógeno en el que el objetivo de las currículas consistía en promover más bien las capacidades expresivas, el trabajo interdisciplinar con consignas del tipo expresión libre, tradición que llega hasta nuestros días. Combinada con la natural introspección que propicia la extrema dificultad técnica de algunas disciplinas y el esfuerzo que insume la resolución de los aspectos señalados, el sentimiento relativamente generalizado de rechazo a la denominada “formación general” halla una posible explicación, agudizado por el desconocimiento con que algunas corrientes de la pedagogía abordaron las disciplinas artísticas en la década pasada. En ciertos casos la carga horaria prevista en los planes de estudio para estas materias es exagerada. En otros es decididamente absurda. Pero estas razonables inquietudes se confunden con planteos que encuentran fundamentos en visiones retrógradas, al menos desde una perspectiva holística. En nuestra opinión no existe disciplina capaz de sostenerse como plan de estudios y proyecto profesional por sí misma, sin sufrir los avatares de una desconexión con el medio del que todo campo del conocimiento es emergente. Una desconexión que implica riesgos. Algunas de nuestras mejores instituciones parecen sumergidas en el pasado sin registrar los cambios del mundo contemporáneo ni la frustración de egresados que se forman para un circuito profesional inexistente y que carecen de elementos para convertir esa carencia en propuestas operatorias. Partimos del supuesto de que una formación adecuadamente integrada no debilita los saberes específicos sino que, por el contrario, los resignifica. Producir y reflexionar críticamente no son opuestos. La capacidad de interpretar, argumentar, investigar, procesar y ordenar información, entre otras operaciones, es tan inherente a la tarea de un compositor como a la de un científico. Las estrategias que emplean los docentes de arte para dar sus clases distan de conformar un cuerpo coherente y tienden a imbricar recursos que provienen de distintas concepciones. No obstante, en esta diversidad es posible reconocer la influencia de por lo menos tres corrientes que, con sus matices, impactaron en la enseñanza del arte fundamentalmente en las clases de música y plástica de la escuela primaria y secundaria. Una responde al modelo teórico expositivo tradicional que tiende a materializar una secuencia de aprendizajes mediante las cuales los alumnos internalizan determinados conocimientos como un saber verdadero por medio de la transmisión verbal. Con sus variables, la función reproductiva delinea un arquetipo cuyos postulados pedagógico-didácticos se estructuran en los opuestos expositor/ reproductor y promueven extensas disertaciones acerca de géneros, estilos y autores centroeuropeos clásicos y obras que ilustran el relato que las precede en medio de bostezos de los adolescentes en una escuela secundaria, promoviendo un encuentro destinado al olvido. El aprendizaje es valorizado estimando la cantidad de información captada en forma de imágenes, habilidad que comúnmente se denomina “capacidad de abstracción”. Otro enfoque afirma que el conocimiento proviene de la experiencia sensible. Su carácter científico se funda en la observación, la experimentación y la comprobación y atribuye especial importancia a aquello que desde afuera es incorporado por el sujeto y modela su conducta. El aprendizaje es consecuencia de un encadenamiento sucesivo de estímulos y respuestas, controlado por acciones externas más que por la intervención de procesos internos del sujeto. El cuerpo estructural de estas teorías prescinde de la conciencia del sujeto en favor de limitar su estudio a las relaciones directas entre estímulo y reacción, partiendo del postulado de que a igual entorno todos los experimentos debieran arrojar igual resultado, ya que el sujeto no construye a priori. Método y objetivo guían las estrategias de aprendizaje: el problema, entonces, se reduce a seleccionar el método adecuado para garantizar las asociaciones entre el mundo circundante y las “impresiones” mentales. El conductismo pedagógico-artístico recurre inevitablemente a los reflejos innatos para justificar lo inexplicable, su eslabón más débil, esto es que los alumnos ofrecen diversas respuestas frente a un mismo estímulo. Acaso el arte más reconocible, el que no precisa enmascararse detrás de la neutralidad, haya contribuido a poner en jaque esta concepción que, sin transponer los límites del funcionalismo, acabó legitimando los equilibrios del mercado. La teoría crítica desnudó con crudeza el modo en que la teoría tradicional disfraza su propia atadura al aparato social a partir de la negación de la interdependencia entre procesos sociales y validación científica.3 Con posterioridad, la llamada pedagogía crítica profundizó el análisis de las relaciones entre poder, ideología y procesos de producción con la formulación de las contradicciones entre currículum explícito y currículum oculto. Estas contribuciones mantienen su vigencia fundamentalmente porque echan luz sobre el paralelismo entre el rol asignado a los trabajadores en el sistema de producción en serie y el papel de los alumnos en el sistema educativo. A ambos les está vedada la plena participación en los procesos de intervención sobre la realidad. Las limitaciones de este modelo se acentúan cuando sus postulados se transfieren literalmente a la educación artística. Por detrás de las cuestiones metodológicas, el intento por reducir estos lenguajes a sus aspectos cuantificables deviene en intervenciones pedagógicas que soslayan aspectos intuitivos, inconscientes o culturales y anulan la singularidad. En los dos casos el papel asignado a la subjetividad, la cultura y la composición es mínimo. Como contrapartida, en paralelo se instaló otra corriente de gran predicamento en las escuelas que puso el acento en las capacidades de creatividad y autoexpresión, y que centró el fin del aprendizaje no en el contenido o en el objetivo, sino en el sujeto. En la llamada “educación por el arte” el aprendizaje por descubrimiento, la actividad como principio de la enseñanza y una marcada apertura a producciones contemporáneas o populares colocaron como prioritarios los intereses de los alumnos. Con el profesor en un rol de orientador, toda planificación de la enseñanza fue juzgada nociva. La sobrevaloración de la “expresión libre", la generación de climas cálidos y contenedores en los que el alumno pudiera manifestarse sin ataduras fue acompañada por la descalificación del docente y la enunciación de objetivos y contenidos tan generales como difíciles de incluir en un programa de clase. La expresión de los sentimientos sustituyó a la enseñanza de contenidos característicos de las disciplinas. Ser creativos, sensibles, vivenciar 3 Ver Max Horkheimen y Theodor Adorno, Dialéctica del Iluminismo. el arte y otros estereotipos por el estilo formaron parte del vocabulario de los docentes durante años sin poder precisar qué aprendizajes concretos derivan de estos postulados. La fantasía del artista indisciplinado, nocturno y bohemio, sensible e inestable, más cercano a la inspiración que al trabajo encontró en este modelo su morada. A menudo, las consignas de la libre expresión han resultado no menos paralizantes que las más rígidas recetas del conductivismo. La descalificación social de la clase de artística en las escuelas, más una hora libre que un ámbito de producción y enseñanza de conocimientos es consecuencia en parte de estas metodologías. 4 En todo caso, no se trata de elegir un modelo u otro, sino de propiciar una revisión de la propia práctica docente sin desconocer la especificidad de los lenguajes artísticos. Un plástico no puede ni debe dar clases de danza, ni un músico clases de teatro, salvo que esté calificado profesionalmente para ello. La complejidad y provisoriedad de los problemas enunciados obligan a formular esta agenda de temas prioritarios como interrogantes: ¿qué enseña el arte? ¿Qué aporta a la formación integral de un alumno? En primer lugar, retornando a Jiménez, el arte permite una liberación sensitiva, una suerte de emancipación de los sentidos cuya función social es irremplazable. El arte no consiste en llorar, en ser “creativo”, ”sensible” en el sentido de la permanente revelación de las emociones, sino en privilegiar la materialización de lo otro. Esta emancipación se produce en el ámbito de la ficción, de la apariencia. La obra no traduce literalmente la subjetividad, la despoja, la vuelve más leve o cargada de nuevas significaciones, incluso la puede negar. La frecuentación del arte vuelve la subjetividad más compleja. A la vez, esa complejidad se traslada a la objetividad alejada de los parámetros del positivismo lógico que pretende reducir toda manifestación simbólica a magnitudes cuantificables por medio de la observación. ¿Cuánto mide el amor, el olor a café, la madrugada, la profundidad de los ojos del ser amado? En segundo lugar, el arte desempeña una función social como portador de valores simbólicos. En la búsqueda de universos comunes el arte contribuye en la afirmación de la identidad nacional y regional. Pero la función más importante del arte en el mundo contemporáneo es la construcción de significados, no como consuelo, como paliativo del sufrimiento humano, sino como potenciador de las imágenes por medio de las cuales desplegamos nuestra vida. Problemas como la recurrencia a estereotipos -el señor sol, la señora luna-; los constantes diminutivos en el Jardín; la clase teórica sobre música o plástica de la modernidad; la organización de programas basados en el calendario escolar que no especifican contenidos del área - Mi familia, Llegó el otoño, El 25 de mayo, etc.- evaluaciones del tipo muy lindo, hermoso o consignas como Ilustra esta poesía; cierta tendencia a reforzar los hábitos Ver Daniel Belinche, María Elena Larrègle y Marcela Mardones, “Apreciación musical: hacia una interpretación del lenguaje a partir de la producción”, en Arte e Investigación. Revistas Científica de la Facultad d Bellas Artes, Año 3, Nº 3, La Plata. 4 perceptuales y la obviedad son, entre muchos otros, problemas que afrontamos los docentes de arte en las escuelas y aun en el nivel superior. La intención forzada por traducir, la pretensión de saldar las contradicciones entre la expresión y la presencia de lo inexplicable atacan un aspecto intrínseco del arte y su semántica en los que a menudo los elementos más valiosos de una obra son justamente aquellos que permanecen ocultos. A esto se suma la ausencia de un debate profundo con respecto a los alcances de los contenidos a tratar en el nivel básico. La baja estima que recoge la enseñanza del arte en las escuelas debe rastrearse en el intento fallido por abordar técnicas extremadamente complejas para esos niveles, o contenidos estéticos alejados de los intereses de los jóvenes o más pertinentes para una formación profesional (como por ejemplo la enseñanza de la notación y la lectoescritura en música o la realización de círculos cromáticos y tablas de isovalencia en plástica). Esta suerte de inespecificidad se acentúa cuando los programas carecen de propuestas operatorias o desmembran el objeto de conocimiento orientándose de “lo particular a lo general”, partiendo de la unidad mínima (en música: de la nota a la célula, de la célula a la frase; en plástica: del punto a la línea, de la línea al plano, etc.) sin reconstruir nunca la totalidad de la obra de manera de asignar sentido a esa fragmentación. Si acordamos que el arte no es una técnica, que supone una técnica pero que es un lenguaje metafórico, procesual, comunicativo, con códigos diferentes al de los lenguajes verbales, que construye verosímiles y no verdades, es necesario entonces ampliar la discusión sobre estos asuntos. El aporte de la educación artística en una etapa histórica que propicia lecturas literales de una realidad cuyo emergente más tangible es curiosamente la imagen, en la que los proyectos colectivos se han debilitado, aparece como un puente hacia el futuro. Un puente cuyos cimientos descansan en la producción de sentido. Daniel Belinche Licenciado en Música. Decano de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Nacional de La Plata. Titular de la asignatura Apreciación Musical en la citada Unidad Académica. Mariel Ciafardo Profesora en Historia de las Artes Visuales. Titular de la asignatura Lenguaje Visual I en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Nacional de La Plata. Directora de Publicaciones de la citada Unidad Académica. Directora de La Puerta, revista internacional de Arte y Diseño.