Filosofía de la Cultura I - Enrique González Fernández

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FILOSOFÍA DE LA CULTURA I
En la Encíclica Fides et Ratio, Juan Pablo II dice que las «culturas, cuando están
profundamente enraizadas en lo humano, llevan consigo el testimonio de la apertura
típica del hombre a lo universal y a la trascendencia». Porque cada «hombre está
inmerso en una cultura, de ella depende y sobre ella influye. Él es al mismo tiempo hijo
y padre de la cultura a la que pertenece». Y la «filosofía, además, es como el espejo en
el que se refleja la cultura de los pueblos. Una filosofía que, impulsada por las
exigencias de la teología, se desarrolla en coherencia con la fe, forma parte de la
“evangelización de la cultura” que Pablo VI propuso como uno de los objetivos
fundamentales de la evangelización. A la vez que no me canso de recordar la urgencia
de una nueva evangelización, me dirijo a los filósofos para que profundicen en las
dimensiones de la verdad, del bien y de la belleza, a las que conduce la palabra de Dios.
Esto es más urgente aún si se consideran los retos que el nuevo milenio trae consigo y
que afectan de modo particular a las regiones y culturas de antigua tradición cristiana.
Esta atención debe considerarse también como una aportación fundamental y original en
el camino de la nueva evangelización».
Por su parte, Benedicto XVI, en el Encuentro con el mundo de la cultura
celebrado en el Collège des Bernardins, de París, en 2008, habló sobre «las raíces de la
cultura europea». En la «gran fractura cultural provocada por las migraciones de los
pueblos y el nuevo orden de los Estados que se estaban formando, los monasterios eran
los lugares en los que sobrevivían los tesoros de la vieja cultura y en los que, a partir de
ellos, se iba formando poco a poco una nueva cultura». Su «objetivo era: quaerere
Deum, buscar a Dios. En la confusión de un tiempo en que nada parecía quedar en pie,
los monjes querían dedicarse a lo esencial: trabajar con tesón por dar con lo que vale y
permanece siempre, encontrar la misma Vida. Buscaban a Dios. Querían pasar de lo
secundario a lo esencial, a lo que es sólo y verdaderamente importante y fiable». Esa
«búsqueda de Dios requiere, pues, por intrínseca exigencia una cultura de la palabra o,
como dice Jean Leclercq: en el monaquismo occidental, escatología y gramática están
interiormente vinculadas una con la otra (cf. L’amour des lettres et le desir de Dieu, p.
14). El deseo de Dios, le desir de Dieu, incluye l’amour des lettres, el amor por la
palabra, ahondar en todas sus dimensiones. Porque en la Palabra bíblica Dios está en
camino hacia nosotros y nosotros hacia Él, hace falta aprender a penetrar en el secreto
de la lengua, comprenderla en su estructura y en el modo de expresarse. Así,
precisamente por la búsqueda de Dios, resultan importantes las ciencias profanas que
nos señalan el camino hacia la lengua. Puesto que la búsqueda de Dios exigía la cultura
de la palabra, forma parte del monasterio la biblioteca que indica el camino hacia la
palabra. Por el mismo motivo forma parte también de él la escuela, en la que
concretamente se abre el camino. San Benito llama al monasterio una dominici servitii
schola. El monasterio sirve a la eruditio, a la formación y a la erudición del hombre –
una formación con el objetivo último de que el hombre aprenda a servir a Dios. Pero
esto comporta evidentemente también la formación de la razón, la erudición, por la que
el hombre aprende a percibir entre las palabras la Palabra». Y termina así su discurso:
«Quaerere Deum –buscar a Dios y dejarse encontrar por Él: esto hoy no es menos
necesario que en tiempos pasados. Una cultura meramente positivista que
circunscribiera al campo subjetivo como no científica la pregunta sobre Dios, sería la
capitulación de la razón, la renuncia a sus posibilidades más elevadas y
consiguientemente una ruina del humanismo, cuyas consecuencias no podrían ser más
graves. Lo que es la base de la cultura de Europa, la búsqueda de Dios y la
disponibilidad para escucharle, sigue siendo aún hoy el fundamento de toda verdadera
cultura».
A la luz de ese magisterio y en relación con esta asignatura, hay que darse
cuenta de que hace más de cinco siglos el llamado Humanismo del Renacimiento se
presentaba como luz disipadora de la barbarie. Ante los inquietantes síntomas de
decadencia actual, sería aleccionador dirigir nuestra mirada hacia ese Humanismo
renacentista cuyas aportaciones artísticas, políticas, filosóficas, religiosas, culturales al
fin y al cabo, enriquecen e iluminan, pero sobre todo proporcionan entusiasmo de ser
hombre. Por eso, si estudiáramos nuevamente el Humanismo del Renacimiento surgirá
también el deseo de que en nuestros días se produzca —valga la expresión— el
Renacimiento del Humanismo. Porque el Humanismo genera siempre un Renacimiento.
Puede decirse que lo que llamamos civilización occidental nace con Sócrates, en
el siglo
V
antes de Cristo, cuando en Atenas florece una época clásica de la Escultura
producida al mismo tiempo que la Filosofía: ambas quieren explicar al hombre
mostrando su belleza y dignidad. Desde entonces la Filosofía queda ligada al Arte, a la
Historia, a la Política. Roma hereda esta concepción del hombre y la extiende alrededor
del Mediterráneo y a gran parte de Europa. Después el Cristianismo eleva todavía más
la grandeza de todo hombre, que ha sido divinizado. El siglo
V
después de Cristo, con
las invasiones bárbaras, señala la caída en una actitud destructiva, de desvalorización
del hombre: se ensombrece a Cristo, a Roma y a Grecia. Pero el Humanismo —tanto el
surgido dentro de la Edad Media como el del Renacimiento moderno y el de los
siguientes periodos— rescata ese legado griego, romano y cristiano, lo reforma y hasta
lo extiende más allá del Océano. Nuestros días conocen una nueva pérdida de la cultura
clásica —filosófica, artística, histórica, política y teológica— que para bien del hombre
debería recuperarse.
Frente al pesimismo ante los síntomas de decadencia en nuestras sociedades, de
crisis, de barbarie, de deshumanización, de miseria o de oscuridad, habría que saber —
citando al antiguo poeta griego Menandro— que «hay un bien que nadie puede
arrebatarle al hombre, y es la Paideía». Porque «la Paideía es un puerto de refugio de
toda la Humanidad». Esa Paideía o educación significa el cultivo de las Humanidades,
ante cuya pérdida es apremiante su renacimiento, su recuperación: ellas dan lugar al
Humanismo. He aquí el gran dilema de nuestro tiempo: Humanidades o barbarie. Si se
opta por las Humanidades, por el Humanismo, nuestro mundo conocerá otro
Renacimiento. La Filosofía, tan postergada hoy, es indispensable para vencer a la
barbarie que nos amenaza.
Desde el punto de vista de la Historia de la Filosofía, suele caracterizarse al
Humanismo como aquel movimiento cultural que se dio durante el Renacimiento,
fundamentalmente —luego haremos algunas precisiones— en los siglos
XV
(el
Quattrocento) y XVI (el Cinquecento). Por ello es denominado Humanismo renacentista
o Humanismo del Renacimiento.
El Renacimiento postulaba una vuelta a lo clásico, un nuevo nacimiento de los
cánones estéticos grecorromanos. Dentro de la Historia del Arte, ese movimiento
llamado Renacimiento representa una recuperación de los gustos clásicos, con su
armonía, equilibrio, pulcritud, diafanidad, simetría, perspectiva y proporcionalidad,
junto al consiguiente abandono de los modos anárquicos, oscuros, desequilibrados.
Algunos pensadores del movimiento renacentista consideraban que fue una etapa
de barbarie el periodo anterior, cuando Artes como la Pintura, la Escultura y la
Arquitectura aparecían, junto con las Letras, oscurecidas, aletargadas, casi muertas. Así
lo escribía el humanista romano Lorenzo Valla en 1444. Esas mismas Artes —decía
Valla— se levantan y resucitan a partir de su siglo, con una gran abundancia de buenos
artistas y de hombres de Letras. El florentino Marsilio Ficino consideraba que su tiempo
era un siglo de oro, que puso nuevamente a la luz las Disciplinas Liberales casi
extinguidas, la Gramática, la Poesía, la Elocuencia, la Pintura, la Arquitectura, la
Escultura, la Música.
A esos hombres renacentistas les parecía que el tiempo pasado era triste: por ello
lo denominaron intermedio, medioevo, de transición desde la cultura clásica a una
recuperación de la misma en un nuevo periodo restaurador de la lengua común y
universal de Roma, de su amplitud política que derriba fronteras nacionalistas, de todas
sus disciplinas artísticas y culturales.
Pero hay una equivocación, un error visual, entre muchos de los humanistas del
Renacimiento al descalificar globalmente esos mil años llamados por ellos, de manera
peyorativa, la Edad Media, como si hubiera sido un negro túnel entre dos momentos de
luz. Valla llega a exagerar: escribe nada menos que en el tiempo pasado —se refiere al
Medievo— no se encontró ningún hombre sabio. Esta afirmación es inadmisible porque
hubo un Humanismo medieval nada despreciable, y en algún caso más valioso incluso
que el renacentista. Es imposible que los diez siglos de la Edad Media fueran íntegra y
absolutamente nefastos. Hay que tomar en serio ese conjunto, enorme y delicado, de mil
años («le Moyen Âge, énorme et délicat», dijo Baudelaire). ¿Acaso el Humanismo es
exclusivo del Renacimiento? Y si hay Humanismos en otras épocas, ¿no cabría hablar
de los Renacimientos respectivos que inseparablemente generan?
Un experto en la Edad Media, el historiador holandés Johan Huizinga, escribe
que «todo el que se propone seriamente establecer una clara división entre la Edad
Media y el Renacimiento advierte que los límites se le ensanchan y escapan. Percibe en
plena Edad Media formas y movimientos que parecen ostentar ya el sello del
Renacimiento, y para poder abarcar también estas manifestaciones se estira el concepto
del Renacimiento hasta un extremo en que pierde toda su fuerza elástica. Pero esto es
aplicable también al lado contrario. Quien estudia el espíritu del Renacimiento sin un
esquema preconcebido encuentra en él muchas cosas medievales, más de las que
parecen permitir las teorías [...] Hasta en los espíritus del Renacimiento están grabados
los rasgos de la Edad Media mucho más profundamente de lo que es habitual figurarse»
(El otoño de la Edad Media).
Cierto que en el siglo
V
—señalado como el comienzo de la Edad Media— las
hordas bárbaras procedentes del Norte, del Oriente de Europa y del Asia central
destruyeron el Imperio Romano ya cristianizado. Mucho antes los bárbaros habían
realizado algunas incursiones por las fronteras del Imperio: las invasiones de los
teutones y los cimbrios, que fueron contenidas el año 102 antes de Cristo. Unos
quinientos años más tarde se produce el terror provocado por esa bárbara masa de
hombres crueles: hunos, vándalos (de quienes proceden los términos vandálico o
vandalismo, con la significación de brutal y destructor), suevos, alanos, teutones
(francos, alemanes, anglos, sajones, borgoñones), lombardos, eslavos, ávaros, magiares,
turcos, sobre todo los godos, que eran los más fuertes de entre los germanos (el estilo
más destacado del Medievo —la arquitectura ojival— se llamará por Vasari, despectiva
e injustamente, Gótico, haciendo alusión a los godos; pero éstos apenas dejaron huellas
arquitectónicas).
Desde el año 395 después de Cristo los godos occidentales o visigodos iban
saqueando y devastando Grecia. En 402 invadieron el Norte de Italia, pero fueron
derrotados. Destruyendo por donde pasaban, cuatro años más tarde llegan hasta
Florencia; al quedar allí vencidos pasan a las Galias. En 410 cobran nuevas fuerzas y
saquean la ciudad de Roma. Después los visigodos, junto con los vándalos, los suevos y
los alanos, llegan hasta Hispania: fue inmensa la destrucción que aquí hacen,
particularmente los vándalos, asentados sobre todo en lo que se llamará Vandalucía, de
donde pasarán el año 429 a la floreciente provincia romana del Norte de África (San
Agustín morirá aterrado durante el asedio de Hipona). Luego los visigodos de la
Península Ibérica, después de haberse civilizado, dan lugar a un movimiento humanista,
con centros en Sevilla, Toledo o Zaragoza, que dura hasta la invasión musulmana del
711.
En el 451 los hunos de Atila llegan a las proximidades de París: los ciudadanos
del Imperio huyen de esos bárbaros que con sus pillajes infunden pánico porque todo lo
pasan a sangre y fuego. Al año siguiente Atila destruye el Norte de Italia. En 455 los
vándalos entran en la ciudad de Roma, que padece su salvajismo y queda en ruinas. En
el siglo
VI
el Papa San Gregorio Magno confesaba que tenía que «lamentarme de los
estragos causados por las tropas de los bárbaros y de temer por causa de los lobos que
acechan al rebaño que me ha sido confiado» (Homilías sobre el libro de Ezequiel).
Hasta entonces, en griego y en latín, el término bárbaro significaba extranjero,
el que hablaba otra lengua; por eso el poeta latino Ovidio —desterrado el año 9 lejos de
Roma, en el Ponto Euxino, en las bárbaras riberas de Mar Negro— escribió,
paradójicamente, en sus Tristes: «aquí soy un bárbaro porque no me entiende nadie»
(barbarus hic ego sum, quia non intelligor ulli). Pero desde esa invasión la palabra
bárbaro pasará a ser sinónimo de fiero, brutal, despiadado, cruel, inculto, atroz,
imprudente, grosero, tosco, inhumano.
Destruido el Imperio Romano occidental por los golpes violentísimos de los
bárbaros, se dio en Europa un retroceso, una grave postración de las Bellas Artes y de
las Letras. Con la dispersión provocada cundió una manera de vida —la rural, que
cuajará en el feudalismo— muy distinta de la que había predominado en la antigua
civilización, que era urbana, ciudadana o política. Fue enorme el perjuicio para la
cultura: se cerraron los centros de enseñanza, y los escritos antiguos se perdieron o
quedaron olvidados.
En medio de aquel caos comenzó la tarea de cristianizar y culturizar las naciones
formadas por los bárbaros. Hubo unos transmisores de ese legado: los monjes con sus
bibliotecas y copistas, que conservaron gran parte de las obras de la Antigüedad clásica
y cristiana. Poco a poco fue recuperándose la cultura grecorromana y cristiana, la de los
vencidos, que se impuso a las maneras de los bárbaros, incivilizados pero vencedores.
En la segunda mitad del siglo
VIII,
y durante aproximadamente cien años, tuvo lugar el
denominado Renacimiento carolingio: era acompañante de un Humanismo —fundado
en los Estudios de Humanidades— que admiraba las elegancias de la lengua latina de
los antiguos clásicos, y que hizo florecer las Letras y el nuevo Imperio —Sacrum
Imperium Romanum, al que mucho más tarde se añadiría otro calificativo:
Germanicum— con Carlomagno, aunque las Bellas Artes todavía no se desarrollaran.
Después, hacia el año 900, llegó otra etapa de barbarie —tal vez la más brutal desde las
invasiones bárbaras— llamada el siglo de hierro, el oscuro (saeculum ferreum,
obscurum).
Pero la centuria siguiente, el siglo
XI,
conoce una nueva recuperación del
Humanismo, que incluso ya se plasma en las Bellas Artes, como el Románico y después
el Gótico. Es un nuevo Renacimiento que abarca dos siglos y medio: comienza con la
llamada reforma gregoriana a partir del 1073 y culmina con el magnífico siglo
XIII
en
que se acentúa ese movimiento humanista medieval.
Al final del Medioevo, en el siglo XIV, se abre otro periodo crítico: son cien años
en que, por la peste (llamada negra a la de 1348-1350), el hambre y las guerras, mueren
alrededor de cuarenta millones de personas, casi la mitad de Europa. Roma sufre un
lamentable abandono con el traslado de la Sede Pontificia a Avignon, en donde residen
los Papas —salvo el paréntesis de tres años que pasa Urbano V en la Urbe— desde
1309 a 1376, lo cual provoca una casi total paralización de las actividades artísticas en
la Ciudad Eterna, además de generalizarse luchas internas, rebeldías, tumultos,
alborotos, latrocinios y asesinatos. Roma queda convertida en una especie de
necrópolis, con sus basílicas ruinosas y sus monumentos agrietados, cubiertos por
hierbas, cuando no despojados de sus mármoles para utilizarlos en otras ciudades. Pero
en ese mismo siglo
XIV
hay humanistas como Dante y Petrarca —desde otro ángulo,
Catalina de Siena o Brígida de Suecia; incluso el soñador Cola de Rienzo o el estadista
Gil de Albornoz— que critican la situación decadente e inmoral, exhortan a regresar a
Roma y postulan un cambio, que se dará en el
XV
gracias al Renacimiento por
antonomasia.
En 1377 regresa por fin la Corte Pontificia a Roma. Sin embargo, sólo un año
más tarde, en 1378, se produce la escisión de Europa con el Cisma de Occidente, que no
es superado del todo hasta 1417, en la ciudad alemana de Constanza. Después el Papa
Martín V —de la noble familia romana de los Colonna— residirá en Florencia —quizá
el centro de irradiación, de florecimiento, del Humanismo y, sobre todo, del
Renacimiento— antes de hacer su entrada triunfal, el 28 de septiembre de 1420, en
Roma, que ofrecía un aspecto ruinoso y anárquico. Pero el Papa Colonna comenzó a
restaurar y reformar la Urbe, e introdujo a diversos humanistas.
Su sucesor, un veneciano, Eugenio IV, tiene que exiliarse el año 1434 en
Florencia: conoce allí su fecunda vida artística, y vuelto a la Roma decaída en 1443 —
que sólo posee un edificio gótico, la iglesia de Santa María sopra Minerva, del siglo
XIII,
fea por fuera y muy oscura por dentro—, comienzan las obras renacentistas bajo su
pontificado. Diversos artistas florentinos son llamados a trabajar en la Urbe: el Filarete
—que realiza con la puerta en bronce de San Pedro la primera manifestación importante
del Arte renacentista en Roma—, Donatello, Fray Angélico, Isaías de Pisa, Rossellino, a
quien se encomienda la reconstrucción de la Basílica Vaticana.
El que fue preceptor de algunas familias nobles en Florencia, Nicolás V —
elegido Papa el año 1447, precisamente en cónclave celebrado en Santa María sopra
Minerva— era un entusiasta de los antiguos clásicos y protegió a importantes
humanistas: a Valla (lo nombró escritor apostólico; más tarde secretario pontificio y
canónigo de San Juan de Letrán por Calixto III), a Cusa (creado cardenal), a Poggio
Bracciolini (también nombrado secretario) o a Manetti (a quien llama, anima y
asimismo nombra secretario). Hizo que se tradujeran obras de Heródoto, Tucídides,
Jenofonte, Polibio, Filón, Teofrasto, Platón, Aristóteles, Dionisio Areopagita y de los
Santos Padres. Además dispuso buscar y recoger, incluso en lugares muy lejanos, los
mejores códices para crear la Biblioteca Vaticana. Había conocido en Florencia a León
Bautista Alberti, y lo llamó a Roma para encomendarle sus grandiosos planes
urbanísticos de inspiración clásica.
Y a lo largo de ese mismo Quattrocento otros artistas de distintos lugares de
Italia se añadieron para contribuir al embellecimiento de Roma con obras
arquitectónicas, escultóricas, pictóricas: Paolo Taccone da Sezze, Andrea Bregno, Mino
da Fiesole, Antonio del Pollaiolo, Bramante, Perugino, Botticelli, Ghirlandaio,
Signorelli, Pinturicchio. En el Cinquecento continúa el mecenazgo de los Sumos
Pontífices, sobre todo de aquellos pertenecientes a las familias Della Rovere, Medici o
Farnese, protectores de Raffaello y de Michelangelo, a quienes encargan, junto al
Bramante, una reconstrucción de San Pedro, y cuyas obras suscitan admiración en
Europa. Se añaden Sangallo, Giacomo della Porta, Vignola, Vasari, Domenico Fontana,
Maderno y un largo etcétera de escultores, arquitectos o pintores que hacen transformar
con Roma las principales ciudades italianas.
Algunos humanistas del Quattrocento sufrirán esa equivocación de la que
hablábamos: identificarán inercialmente toda la Edad Media —quizá representada para
los romanos por el poco afortunado edificio sopra Minerva— con el siglo anterior, el
sombrío Trecento, en que Roma sufrió un colapso semejante al de las invasiones
bárbaras. Claro que en el Medioevo —particularmente en su llamado siglo de hierro—
subsisten graves casos de barbarie, pero algo semejante ocurre con las demás épocas, de
lo cual no podrá sustraerse ni siquiera el Renacimiento moderno (por ejemplo, lo que no
hicieron los bárbaros, sí lo hizo en cambio la ilustre familia de los Barberini, que se
dedicó a despojar los mármoles, bronces o esculturas de los antiguos monumentos
romanos para levantar o adornar sus palacios y templos renacentistas: quod non fecerunt
barbari, fecerunt Barberini).
En todo caso, no cabe duda de que el Renacimiento moderno puede calificarse
como un tiempo de grandes descubrimientos. Entre ellos, obras artísticas grecorromanas
que desde las invasiones de los bárbaros se encontraban sepultadas, y que suscitaron
enorme interés y admiración por la Antigüedad clásica.
A partir del Renacimiento comienza un nuevo modo de vivir. Los filósofos
humanistas adoptan una actitud que puede ser calificada de moderna: la vuelta a lo
clásico viene motivada por el deseo de encontrar un modelo de hombre distinto del
bárbaro. El Humanismo quiere un hombre nuevo, liberado de la incultura y la
mediocridad: las épocas bárbaras impidieron el florecimiento de grandes hombres cultos
y egregios; la persona se diluía en la colectividad. Ahora se aspira a que toda la
Humanidad participe de esos valores eminentemente personales. Se exalta al hombre,
sus capacidades y su personalidad; se hace hincapié en las cualidades humanas
individuales frente al colectivismo, en la dignidad humana: de ahí el optimismo
humanista que lleva a hablar de antropocentrismo.
El tema de la dignidad humana es típico de los humanistas, y muchos de ellos
escribieron tratados De hominis dignitate, sobre la dignidad del hombre, como Pico
della Mirandola, el cual considera al hombre imagen de Dios, quien lo colocó en el
centro del Universo con propia y libre voluntad. Según Marsilio Ficino, el hombre, por
ser una criatura de Dios, es bueno, inmortal, capaz de conocer la verdad eterna y el
inmenso bien, hasta que llegue a disfrutar del Cielo. La criatura humana es dueña de su
propio destino: libremente decide su conducta. Según los humanistas, el hombre es libre
y puede hacer obras grandes, hermosas y buenas.
Tal manera de considerar al hombre contrasta con el pesimismo luterano, para el
cual la criatura humana no tiene méritos, ni buenas obras, ni siquiera voluntad libre; está
totalmente corrompida, no tiene dignidad. En el Cinquecento Lutero elabora una
concepción no humanista, enfrentada a la modernidad, enemiga del Renacimiento; a
última hora se trata de un caso de arcaísmo, de reacción contraria a la innovación.
Se ha solido afirmar que el antropocentrismo aparta de su consideración a Dios
para afirmar al hombre, y que el teocentrismo aparta al hombre para afirmar a Dios, lo
cual no es enteramente cierto. Es verdad que el teocentrismo pone de relieve a Dios: una
de las razones es por su concepción pesimista del hombre, al cual se considera
intrínsecamente malo e incapaz de buenas obras. Tanto el luteranismo como la
tendencia arcaica del catolicismo —impuesta sobre su trayectoria humanista,
antropocéntrica— coindiden en ser teocentristas. Pero el antropocentrismo pone de
relieve al hombre porque según los humanistas posee una dignidad sagrada: Dios lo ha
hecho libre, capaz de obrar bien, de realizar actos heroicos, de hacer resplandecer la
belleza y la verdad; en definitiva, de ser una elocuente imagen de su Creador. Además
el Humanismo confía alegremente, como lo hace Juan Luis Vives, en las fuerzas del
ingenio humano. El optimismo antropocéntrico considera que la dignidad del hombre
proviene de haber sido creado por Dios a su imagen y semejanza. He aquí una de las
notas distintivas del Humanismo.
En cuanto a la etimología de la palabra Humanismo, es evidente que proviene de
humano, pero ligada a los Studia Humanitatis (los estudios humanísticos en las
Universidades o al margen de ellas), que constituían un ciclo de disciplinas llamadas las
Artes liberales o las Humaniores Litterae (las Letras más humanas, con relación a las
escolásticas teológicas, tan especulativas y áridas): Filosofía, Gramática, Retórica,
Literatura, Historia, Arte o Política, estudiadas fundamentalmente a través de los
clásicos. Las lenguas griega y, sobre todo, latina eran consideradas como el camino
inexorable que debería conducir a la recuperación de la dignidad del hombre que los
humanistas desean. Porque se consideraba que el estudio de los antiguos o clásicos
actúa como liberador del hombre: con las disciplinas humanísticas toda persona puede
liberarse de la barbarie, de la incultura, de la mediocridad, del pesimismo, de la
pusilanimidad, de la angustia. Las Humanidades conceden primacía a la educación para
los valores estéticos: la belleza en todos los órdenes produce tal satisfacción y holgura
vital que alegra el corazón del hombre, lo ensancha, lo dignifica, lo eleva hacia su
Creador infinitamente bello, que es la misma Belleza personificada, de quien procede
cuanto hay de hermoso en el mundo.
Entre los antiguos griegos, las Artes liberales constituían la cultura, la Paideía
del ciudadano libre, por oposición a la incultura y a la mezquindad del hombre no libre,
del esclavo. Para el Humanismo se trata de adquirir libertad interior mediante el
dominio de sí mismo, no de alguien o de algo que esclavice al hombre. Se considerará
libre al hombre que representa la antítesis de quien vive esclavo de su ignorancia, temor,
mezquindad o mala educación.
Esa pedagogía basada en el estudio de las disciplinas liberales desarrolla las
cualidades humanas, que educan para que la persona se haga a sí misma. El arcaísmo o
la barbarie consistiría en creer que cada persona está sometida, esclavizada por una
naturaleza fija, inmutable, que cosifica al hombre, incapaz de renovarse, de educarse
para ser mejor.
La palabra Humanismo aparece por primera vez el año 1808, empleada por el
alemán Niethammer, al referirse a los movimientos culturales que dieron origen al
Renacimiento. Pero ya en los siglos XV y XVI se usaba el término humanista para aludir
a quien se dedicaba a los Studia Humanitatis, según la expresión y el pensamiento de
Cicerón y de otros clásicos de la cultura antigua grecorromana.
Con todo lo dicho débese considerar que el Humanismo no es exclusivo ni de la
Antigüedad ni del Renacimiento moderno. Tras la invasión de los bárbaros se dio un
Humanismo medieval: en el siglo
VII
con Isidoro de Sevilla, en el
VIII
con Beda el
Venerable o con Alcuino, en el XI con Anselmo de Canterbury o Guido de Arezzo, en el
XIII
con santos como Francisco de Asís, artistas como Giotto, pensadores como Tomás
de Aquino o literatos como el Dante. También con el auge de las Catedrales y
Universidades. Las primeras Universidades nacen entre el siglo XII y el
XIII:
Salerno y
Bolonia, París, Montpellier, Orleáns y Toulouse, Oxford y Cambridge, Palencia,
Salamanca, Valladolid, Lérida y Plasencia, Coimbra y Lisboa, Padua, Nápoles y Siena.
Después ese movimiento cultural, filosófico, estético y religioso —que en cada
época de su aparición suscita inseparablemente un Renacimiento— se acentuó durante
el Quattrocento y el Cinquecento, primero en Florencia, luego en el resto de Italia, y se
extendió en esos mismos siglos XV y XVI a España rápidamente (Fernando e Isabel eran
Reyes de buena parte de Italia, lo que favoreció esa comunicación), a los Países Bajos, a
Francia, Inglaterra, Portugal, Alemania y a otras regiones europeas. Incluso al Nuevo
Mundo transoceánico.
En cualquier caso de tiempo o espacio, el Humanismo aspira a una profunda
renovación del hombre y de la sociedad. Durante los siglos
XV
y XVI queríase reformar
todo aquello que estaba viciado, desviado o en ruinas, ya fueran éstas las de los
monumentos abandonados de Roma, las del Imperio Romano disgregado y dividido en
múltiples fronteras, las del lastimoso estado de la Literatura o las de la no menos penosa
situación de la Iglesia. Esta última debía reformarse siguiendo el criterio de San
Agustín: Ecclesia semper reformanda, volviendo a la piedad antigua e imitando el
ejemplo de San Francisco de Asís. Y en cuanto a la Política, dada la anarquía y la
fragmentación entre los distintos países, la reforma consistía en hacer renacer, según el
modelo romano, un Imperio o una Monarquía Universal (el Emperador Carlos V
preferirá la idea de una Universitas Christiana): porque la sociedad política debe vivir
en paz y justicia, en orden y unidad, valores que necesitan ser garantizados por un poder
supremo. El mundo estaba en estado ruinoso, y había que reformarlo.
El Renacimiento artístico tampoco es exclusivo de la Edad Moderna. En la
Media se dio con el Románico: la antigua arquitectura de aquella Romania perdida
renace tras los bárbaros con el Romance o Románico, que evoluciona en el Gótico (y
paralelamente el Barroco será también una evolución del Renacimiento moderno).
Ya hemos dicho a grandes rasgos que el Renacimiento y el Humanismo son dos
movimientos distintos pero siempre acompañantes; que el Renacimiento hace referencia
al periodo temporal —sea cual sea— de profundas transformaciones personales,
sociales, políticas o artísticas; que el Humanismo, insertado dentro del Renacimiento
como motor y causa suya, se caracteriza por ser un movimiento de recuperación de las
Bellas Letras de la Antigüedad grecorromana y cristiana, con el fin de educar al hombre
nuevo; que el Renacimiento aplica los ideales difundidos por los humanistas a todas las
actividades culturales (Bellas Artes, Literatura, Historia, Filosofía, Política o Teología).
Sabido todo ello, así como hemos hablado sobre el Humanismo del Renacimiento,
ahora hacemos un juego de palabras para hablar sobre el Renacimiento del Humanismo.
En dos sentidos. Uno descriptivo: todo Humanismo produce un Renacimiento; habrá
que ver en qué consisten ambos y cómo cualquier Renacimiento cultural es
consecuencia del Humanismo suyo. Otro exhortatorio: hoy se hace preciso que el
Humanismo renazca. En este curso vemos —guiados por mi libro El Renacimiento del
Humanismo. Filosofía frente a barbarie— qué entendemos por esto y cómo pudiera
hacerse.
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