1 La escultura de sol y los siete abismos Ferreira había pasado varias veces por el lugar, visto que quedaba sobre su itinerario habitual, y si bien sintió en reiteradas ocasiones que algo le llamaba los ojos, tardó en decidirse a ingresar. El local era uno más entre un montón de otros negocios que estaban sobre la calle España. Desde aquel lugar surgía una luz que se expandía con fuerza y persistencia, una luz diferente y atractiva. El resplandor se veía a la distancia. Los rayos que emanaba se filtraban entre las cosas, entre la gente, por las rendijas de las ventanas y de las puertas, a través de la transparencia de los vidrios, se expandían a campo abierto cuando no había obstáculos, incluso algún automovilista había presentado sus reclamos al municipio creyendo se tratase de alguna luz pública mal dirigida. Una tarde, al regresar del trabajo, José Ferreira se detuvo en la vereda de enfrente, miró atentamente el lugar y decidió que era tiempo de conocerlo. Sin embargo, aquél día algo lo frenó y prorrogó su meta para otra oportunidad. Una semana más tarde allí estaba nuevamente, decidido a lograr su objetivo. Abrió la puerta de vidrio enmarcada en madera lustrada, fue recibido por una melodía de campanas y por nada ni nadie más. Vio el resplandor intenso hacia el fondo y comenzó a avanzar. Sus pasos retumbaban en el viejo piso de madera generando un eco de quejosos crujidos. A medidas que avanzaba se iba encontrado con un laberinto de sujetos y objetos que le brindaban una inquietante recepción. Pensó por un momento que serían obstáculos para impedir su arribo a la meta deseada, para que se entretuviera y tal vez se detuviera en las exóticas formas, colores, perfumes y sonidos que el laberinto ofrecía. Después prefirió imaginar que sólo se tratase de un anticipo del gran misterio que residía allá a la distancia, en la fuente de la luz. Primero se topó con una legión de muñecas y muñecos de patas largas, las caras bien redondas, la cabellera dividida en trenzas y las bocas abiertas en grandes sonrisas. Danzaban en círculos, al ritmo de una incomprensible canción que ellos mismos entonaban. La danza producía mucha distracción y un poco de mareos, pero Ferreira captó un detalle que lo ayudó a seguir: los muñecos danzaban manteniendo siempre sus miradas en dirección a la luz. Después llegó a una parte llena de casas bajas, con algunas puertas y ventanas de colores opacos, apagados, y otras muy vivaces. También había marcos vacíos, sin puertas ni ventanas. Estaba realmente desorientado, hasta que vio una puerta más iluminada que las otras y decidió ingresar por ella. Apenas atravesó el dintel se encontró en un jardín repleto de flores multicolores, con aromas muy intensos. Nunca había visto tantas flores juntas y de colores tan exóticos: rojas, violetas, fucsias, amarillas, lilas, anaranjadas, verdes azuladas, blancas salpicadas de diversos matices, grises, ocres, celestes. Estaban tan tupidas que parecía imposible pasar por en medio de ellas, sin embargo apenas las acariciaba se inclinaban abriendo paso. Se encontró en medio de un bosque poblado de duendes. Los duendes corrían, saltaban, subían a los árboles, pasaban de una rama a otra con agilidad de monos. Reían a carcajadas y jugaban haciendo piruetas como saltimbanquis. Algunos ejecutaban instrumentos musicales y cantaban. Todos portaban unas pequeñas faldriqueras, dentro de las cuales 2 guardaban ungüentos, polvos, pócimas y yuyos mágicos. De repente uno de ellos arrojó un polvo al aire y se abrió un mundo nuevo. El espacio aéreo de este mundo estaba repleto de mariposas, eran tantas que prácticamente cubrían la visión. Por tierra en cambio se arrastraban unos caracoles gigantes que tenían sus caparazones recubiertos de un manto aterciopelado. Emitían un rumor grave y quejoso, como si intentaran agónicamente decir algo. Ferreira se percató que las antenas de los caracoles apuntaban todas para el mismo lado, en dirección a la luz. Tocó con delicadeza la antena de uno de los caracoles, el molusco tuvo una reacción parecida a un estornudo y el mundo de mariposas se transformó como por encanto en una galería de cuadros. Avanzó por la galería. En los cuadros había imágenes de familias, paisajes, niños, animales, peces, casas y cosas. Le llamó la atención los colores de los cuadros. Se aproximó a uno de ellos, agudizando la mirada descubrió que todas las imágenes estaban armadas con alas de mariposas. Al llegar al último cuadro comenzó a escuchar el lejano repicar de una campana. Después las campanas eran dos, tres, cuatro, hasta transformarse en un verdadero concierto. Había campanas enormes, otras no tan grandes, medianas, pequeñas y pequeñísimas. Las había de metales, de piedras y de cristales. Se movían solas y armónicamente. Siguiendo la música de las campanas llegó hasta la mujer esculpida en mármol. Era inmaculadamente blanca, y sin embargo no era ella la fuente de la luz, con el índice de la mano izquierda indicaba una dirección, Ferreira miró hacia allá y el resplandor impactó en sus ojos. La luz surgía con fuerza y se expandía hacia arriba, pero un muro de piedras la separaba del resto de las cosas. A los pies del muro Ferreira vio que había barretas, picos, martillos y otras herramientas con las que alguien habría intentado derribar o por lo menos perforar el muro. Tomó un pico y dio un potente golpe, comprendió que podría morir en el intento y nunca lograría tirar abajo semejante estructura. Se sentó entonces a contemplarlo. Lo miró larga y detenidamente, hasta que su mirada se fue derritiendo entre las piedras. Se levantó y fue a apoyar una mano sobre las piedras, sintió un crujido que lo alarmó, retiró instintivamente la mano, la curiosidad fue más fuerte que su temor y la volvió a apoyar. El crujido se intensificó y el muro comenzó a caer, hasta derrumbarse totalmente. Quedó entonces al desnudo una gigantesca escultura hecha con rayos de sol. ¡Era bellísima! Tenía forma de mujer. Los rayos de sol entraban y salían continuamente, por la boca, por los ojos, por las manos, por las orejas, por el sexo, y por los pies de la mujer de sol. Ferreira vio que la boca estaba ligeramente entreabierta y buscando mirar por dentro, la corriente de luz lo tomo y lo transportó hacia el interior de la escultura. Ése mundo interior era enorme, sin límites, como si lo que se viera por fuera no fuese más que una puerta de acceso. Primero se encontró al borde de un abismo totalmente blanco. Se distinguían allí canciones, risas, juegos, muchos nombres, rostros, encuentros, eventos sociales, trabajos, tiempos, libros, ropas. Todo era claro, diáfano, transparente. Frente al abismo blanco había uno negro. En éste abismo había muchas cosas enterradas, de modo mezclado y confuso. Había llantos silenciosos, cicatrices aún manchadas de sangre, cobardías, vergüenzas, humillaciones, miradas violentas, gritos, puños cerrados. Una niebla fría y densa cubría el ambiente. Ferreira avanzó por un sendero estrecho, muy escabroso. Llegó al borde de un abismo de color rojo intenso. Allí había historias de amor, ofrecidos, recibidos y compartidos. Había algunos nombres, miradas, frases, lugares, flores, canciones, intimidades, sábanas, diálogos. También se reconocían dolores, soledades, decepciones, luchas, confianzas y algunos 3 temores. En medio de este abismo ardía una gran fogata que irradiaba color y calor a todas las cosas. Frente al abismo rojo había un abismo morado. Residían allí muchos pactos, alianzas, acuerdos, convenios y complicidades. Había pactos familiares, amistosos, amorosos, de solidaridad, sociales y de valores. Ferreira siguió girando por el sendero estrecho y escabroso. Llegó ante un abismo verde. Allí se encontraba la esperanza en el futuro. Había proyectos, sueños, ilusiones, apuestas, desafíos y algunas incertidumbres. También se veían semillas, tierra, lluvias, soles, horizontes y la herencia de gente que ya no estaba en este mundo. Llegó entonces al borde de un abismo amarillo. Descansaban allí las miradas de los terceros. Había miradas de admiración, de estima, de cariño, de amor, también algunas manchadas de envidia, de temor y desconfianza. Otras eran distantes e indiferentes. A este punto Ferreira se percató que los abismos estaban dispuestos en círculo. Un gran círculo en torno a otro gran abismo, azul, que era el más profundo de todos porque no se veía el fondo. Allí se pronunciaba el nombre de Dios, con un eco envuelto de eternidad. Era la residencia de la belleza, incandescente, vital y de una adolescencia explosiva. Residía también allí el pacto con la vida. De allí brotaban y se expandían a los otros abismos el sentido de todas las cosas, la fe, la alegría, la capacidad de hacer el bien y la fuente de los pensamientos. Este abismo generaba fascinación y temor al mismo tiempo. Ferreira cerró los ojos, apretó el pecho sobre su corazón y asoció su ser al eco que desde el abismo azul pronunciaba el nombre de Dios, envuelto en un manto de eternidad. Sintió en derredor suyo los rumores de la gente y de los autos que pasaban y vio que estaba en la calle España, frente a un negocio que se llamaba “La Estación”, todo estaba igual que antes pero él ya no era el mismo. Moreno, junio, 2006