Aunque el libro que presento no tiene más ambición que la de ser eso: un poemario que habla del nacimiento de una casa, que articula de una manera tal vez poco vista dos disciplinas artísticas como son la poesía y la arquitectura, apoyadas a su vez en una tercera: el dibujo; soy conciente de que para muchos lectores, sean éstos del ámbito literario, del arquitectónico, o ajenos a ellos; puede resultar este libro un poco raro. –Yo mismo, que sé que este libro no estaba escrito aún, me pregunté muchas veces si no sería que no estaba escrito porque no hacía falta que lo estuviera– Y por ello, quiero decir por su presunta rareza, voy a hacer algunas aclaraciones que puedan ayudar a comprender por qué, a pesar de mis dudas, terminé escribiéndolo, y más aún, publicándolo. Son cuatro al menos las preguntas que interesan aquí: 1. ¿El libro puede aportar algo en la comprensión de la estrecha relación, que a mi modo de ver, tienen la arquitectura y la poesía? 2. ¿El libro puede ayudar a comprender que ambos conocimientos se son recíprocamente útiles, no sólo por su relación disciplinar, sino también por su posible relación en cuanto a la praxis productiva de la obra de arte que les atañe: el poema y el edificio? 3. Si las respuestas a las preguntas anteriores son afirmativas, ¿podríamos por esa vía aportar algo a la sustentación de la vieja y muchas veces denostada idea, de que la arquitectura es, o debía ser, una disciplina ejercida desde presupuestos esencialmente humanistas? Y finalmente una pregunta de índole bien distinta: 4. ¿El libro puede en alguna medida contestar la manera en que el hombre actual se distancia en términos emocionales de su medio, de su hábitat, de la más elemental unidad celular de ese hábitat: su casa? Voy a intentar razonar junto a ustedes, muy someramente, las respuestas que entiendo adecuadas para las preguntas formuladas: Arquitectura y poesía: Aunque pueda parecer lo contrario, varios autores, desde clásicos a contemporáneos, se han acercado a este tema desde muy diferentes perspectivas. Hay numerosos ejemplos de artistas que han cultivado ambas disciplinas, y de estudiosos que, de manera más o menos directa, se han preguntado lo que ahora nos preguntamos: ¿Qué relación existe entre ambas artes? Pues bien, después de haberlas ejercido durante algunos años –sin gran éxito, lo reconozco– y de haber leído al respecto varias obras de distinta índole; creo que entre la arquitectura y la poesía existe una obvia relación disciplinar, si bien ésta se hizo más o menos intensa, más o menos evidente, según la época de que se tratara. Pero también creo, que ambas disciplinas comparten fines más acá y más allá del objeto concreto de su producción artística: el poema y el edificio; ya que comparten varias herramientas de trabajo, o sea, varios medios para alcanzar, tanto sus obras concretas, como, en última instancia, los fines que las trascienden en términos éticos y estéticos. Hagamos primero un poco de historia. En la antigüedad clásica, sobre todo en Grecia, la poesía y la arquitectura estaban consideradas de manera bien distinta: la arquitectura era sólo un arte, una tecné, que estaba dirigida simplemente a producir bienes materiales. Junto a la pintura, la escultura y la orfebrería, se consideraba la arquitectura como un arte mecánica en la que tenían una indeseable incidencia asuntos tan prosaicos como el esfuerzo físico y el consecuente sudor. La arquitectura estaba peor valorada que la geometría, la astronomía o la retórica, llamadas entonces artes liberales. Mientras tanto, la poesía era considerada por casi todos, con la notable excepción de algunos ilustres pensadores, como una actividad ajena a la producción de bien alguno. Era una actividad propia de verdaderos elegidos que obraban por inspiración divina, bajo el amparo interesado de Apolo y de las Musas, que podían otorgarle, incluso, poderes adivinatorios. En el medioevo, a la lumbre del cristianismo, ambas disciplinas estaban también desigualmente consideradas. La poesía dejó de ser vista como un “don mayor”, no se incluyó ni en las artes liberales ni en las vulgares, sino que fue convirtiéndose progresivamente en un vehículo de acercamiento a dios, en una suerte de vía para la oración, para la devoción y el misticismo. La arquitectura por su parte mantuvo su consideración de “arte menor” o arte vulgar, como se decía entonces, destinado a la producción de bienes materiales. Es con el impulso humanista del renacimiento, que la poesía y la arquitectura van a avanzar en su relación y su equiparación disciplinar, hasta llegar finalmente a ser consideradas ambas, junto a la pintura y la escultura, como artes liberales. La figura de Alberti, por citar el caso tal vez más llamativo, es una muestra ejemplar del ejercicio equiparable y equiparado de la arquitectura y la poesía a un mismo tiempo y por un mismo artista. Aunque todavía en esta época autores como Cellini, por ejemplo, siendo él mismo orfebre y escultor, se permitía el lujo de referirse despectivamente a Miguel Ángel en tanto que escultor, porque se ganaba la vida con ese “sudoroso oficio”. La ilustración, y después el romanticismo, trajeron nuevas segregaciones semánticas y conceptuales que afectaron la relación disciplinar entre poesía y arquitectura. Aunque ambas pretendían la belleza, la lograda por la poesía no era tangible, no se veía; mientras que la lograda por la arquitectura sí. La arquitectura, la pintura y la escultura pasaron a ser Bellas Artes. La poesía por su parte, para los neoclásicos, y sobre todo para los románticos, volvió a ser considerada como la manifestación suprema de la inspiración y el genio. Claro, aunque como hemos visto, la arquitectura y la poesía tuvieron más o menos relación disciplinar según la época de que se tratara, ambas compartieron siempre lo que llamó Aristóteles la Poética. Si convenimos con el pensador estagirita en que todo proceso artístico parte de la mímesis, de la capacidad del ser humano para imitar a la naturaleza y de su necesidad irrefrenable de hacerlo; si convenimos, digo, con Aristóteles, en que el grado de excelencia en ese proceso de imitación –que yo quiero ahora llamar también interpretación– de la naturaleza, de la realidad, conduce a la Poética; tendremos que aceptar que la Poética no sólo está al alcance de cualquier arte, sino que debe ser su máxima aspiración. Entonces la arquitectura y la poesía están relacionadas, no sólo desde el punto de vista disciplinar, sino también por su meta común: la Poética. El arquitecto, como el poeta, el pintor, el escultor, o cualquier otro artista; imita la naturaleza, creo yo que además la interpreta, la “traduce”, la reinventa en busca de su Poética. Pero ahora, aunque haya podido convencerlos acerca del nexo disciplinar existente entre poesía y arquitectura, así como de su fin común: la Poética; y evitando lugares comunes, como aquellos, que en palabras del arquitecto y profesor Iván San Martín, constituyen por ejemplo: “la arquitectura es la poesía congelada” o “la poesía es la arquitectura de la palabra”; quiero explicar resumidamente la forma en que yo relaciono ambas disciplinas en mi práctica profesional. Es cierto, y lo confiesan otros arquitectos poetas, como por ejemplo Joan Margarit, por citar a un coetáneo y, con su permiso, coterráneo; que la formación de arquitecto puede ayudar al poeta en su trabajo y viceversa, entre otros motivos, porque ambas disciplinas en muchos casos buscan la misma economía de medios, la misma eficacia comunicativa, tienen parecidas concepciones del ritmo, similar necesidad de administrar tensiones y de introducir momentos o períodos de feliz desconcierto en sus obras. Pero yo quiero apuntar algo que he experimentado muy directamente en mi trabajo. Se trata de lo útil que puede resultar la poesía –leída y escrita– como apoyo en la conceptualización inicial imprescindible para abordar cualquier proyecto de arquitectura, sobre todo, si se trata de un tema infrecuente y en un sitio del cual no se conocen todas las claves. Me explico: Cuando en ocasiones he tenido que hacer un proyecto para un tema “ambicioso” en un sitio más o menos desconocido, con un tiempo escaso; en el proceso de conceptualización anterior a la concreción de los primeros bocetos, en la necesaria búsqueda de las imprescindibles referencias socioculturales e históricas del sitio, he utilizado siempre la poesía por su gran capacidad de síntesis. La poesía puede darnos en un poema, en una estrofa, o incluso en un verso, con la fuerza y la capacidad sugestiva de la imagen, todo lo que buscado en libros de historia, narrativa o ensayo, puede demandarnos un enorme esfuerzo de lectura y estudio. Sólo tenemos que tener la suerte de dar con ese poema, con esa estrofa o con ese verso. Pero en mi caso, como además escribo poesía, muchas veces abordo el concepto arquitectónico con un poema. Otras veces lo compruebo con éste. Quiero decir, si el concepto lo puedo hacer poema podré hacerlo arquitectura, y viceversa. Sé que esto puede sonarles un poco raro, pero les aseguro que funciona. De manera que, en mi modesta opinión, la poesía y la arquitectura están muy relacionadas entre sí. Primero disciplinarmente, porque ambas son artes, después por su afán último: la Poética; luego porque ambas comparten algunas herramientas compositivas y algunas estrategias de concreción, y finalmente, porque la poesía – leída y escrita– puede ayudar mucho en las primeras fases del ejercicio arquitectónico. Arquitectura y humanismo: Ya escribió Vitruvio en el siglo I a.C., que el arquitecto debía desenvolverse en muchas ramas del saber y en muchas clases de conocimientos, porque a través de su juicio, el trabajo realizado en otras artes se pone a prueba. Decía además Vitruvio, hablando del arquitecto: “Debe ser educado, hábil con el lápiz, instruido en geometría, conocedor de la historia, seguidor atento de los filósofos, entendedor de la música, y tener nociones de medicina; saber las opiniones de los juristas, y comprender la astronomía y la teoría de los espacios celestes”. Casi nada... Y es que el arquitecto debe ser un pensador. Como cualquier otro artista, debe poner su lenguaje y su vocabulario al servicio de una intención con un ascendente claramente cultural en el sentido más amplio del término. Para ello cuenta con muchos y variados medios: la luz, la gravedad, el propio lenguaje arquitectónico, el sitio, la ciencia, la técnica, los materiales de construcción, el dinero, etc. Pero el fin: aquella Poética aristotélica, que si me permiten trasciende ahora, para nosotros, la simple imitación de la naturaleza y aborda la realidad demandando también su interpretación, la lectura de sus múltiples planos, sus infinitas traducciones para hacerla más potable a los “consumidores”; no se puede definir sino en y desde el más profundo humanismo. Aunque suene a cuento, dada la triste realidad en la que se desarrolla nuestra actividad cotidiana las más de las veces, la cita de Vitruvio es de una actualidad rabiosa. Claro, la ilustración y la revolución industrial la han convertido en una quimera. Tal vez sea totalmente imposible que un arquitecto, incluso si es argentino –perdónenme la broma, espero que no haya argentinos en la sala– pueda hoy día reunir en sí un saber tan enciclopédico. Pero aún aceptando como irremediables la especialización y la división del trabajo actuales, un arquitecto no debería prescindir jamás de esa quimera: la que ha de inclinarlo hacia el conocimiento humanista, ése que le impedirá confundir los medios con los fines. Hace poco escribí para introducir el catálogo de la exposición de una amiga escultora: “May –así se llama mi amiga– es una artista, sabe tanto de quimeras como de herramientas, pero sobre todo sabe, que las segundas no tienen sentido si no es para hacer más grandes, tentadoras y amables a las primeras”. Entonces, cualquier disciplina que nos pueda ayudar a poner en valor la componente humanista de la arquitectura, no sólo es deseable sino imprescindible. Y esto nos conduce a los arquitectos a reconciliarnos con la poesía, y también con la historia, la historia del arte, la sociología, la filosofía y demás disciplinas de corte humanístico. Creo que con lo dicho hasta aquí, he respondido de manera concisa a las tres primeras preguntas que formulé al inicio. Pero ahora toca responder la cuarta: ¿El libro puede en alguna medida contestar la manera en que el hombre actual se distancia en términos emocionales de su medio, de su hábitat, de la más elemental unidad celular de ese hábitat: su casa? La casa como valor de uso versus la casa como valor de cambio: Los arquitectos padecemos en nuestro ejercicio profesional el cada vez mayor desarraigo del cliente con la vivienda que habita o que pretende habitar. La casa, que hasta hace relativamente poco tiempo era uno de los mayores referentes en nuestra existencia, que se compraba o se construía con la intención de habitarla “para siempre” y de que igualmente la habitaran nuestros descendientes; deja de tener valor de uso de manera progresiva en favor de un creciente valor de cambio. Cada vez es más frecuente que asignemos a la vivienda que habitamos una función pasajera, que no generemos con ella lazos que no sean estrictamente comerciales. Cada vez es más frecuente que veamos nuestra vivienda de una manera tan perentoria y circunstancial como vemos nuestro trabajo, o incluso, nuestras relaciones personales. Este proceso de banalización del hábitat, de desarraigo con él, aleja al hombre de algunas de sus señas de identidad más importantes, lo desorienta, lo hace más frágil y vulnerable a los peores problemas que enfrenta la sociedad actual; pero además, tiene una repercusión negativa y directa sobre nuestro trabajo profesional: no se suele demandar calidad para objetos a los que no se asigna valor de uso. Si adquirimos algo impersonal y pasajero, a lo que sólo atribuimos valor de cambio, no necesitamos que sea bueno, no exigiremos la excelencia ni en su diseño ni en su ejecución. Esto a los arquitectos nos afecta cada vez más. La casa, esté situada en un núcleo urbano muy poblado o en el medio rural, tenga la superficie que tenga, tenga la antigüedad que tenga; debiera ser uno de nuestros principales referentes en la vida. Así ha sido durante miles de años. Introduzco el libro con unos versos de la poetiza cubana Dulce María Loynaz, Premio Cervantes en 1993, que son esclarecedores en este sentido: Y es que el hombre, aunque no lo sepa, unido está a su casa poco menos que el molusco a su concha. No se quiebra esta unión sin que algo muera en la casa, en el hombre... O en los dos. El poemario que hoy presentamos también está escrito y publicado con la modesta intención de incidir en los problemas antes mencionados. En él se cuenta cómo surge la necesidad de la casa en el hombre, se describen las emociones que rodean el proceso de ejecución de una casa, desde su idealización primera hasta su ocupación, pasando por los principales hitos de su concepción y su construcción. Todo ello, mirado desde la doble perspectiva del arquitecto y del usuario. Todo ello, dirigido a la defensa de la casa como uno de los principales referentes de nuestra vida. El lenguaje poético, en este caso sabiamente apoyado por el gráfico, lejos de distraer al lector –sea éste arquitecto o no– de ese objetivo; dota al texto de una intensidad y un nivel de síntesis, que posiblemente lo hagan más efectivo para trasmitir el mensaje que se pretende. Los lectores arquitectos seguramente se sentirán identificados con los poemas. Los lectores no arquitectos podrían sentir –ojalá– un “tirón genético” y replantearse la relación que tienen con la casa que habitan, o la que tendrán con la casa que habitarán en un futuro. Quiero terminar esta introducción con otros versos de Dulce María Loynaz. Se trata de los últimos versos de un poema largo suyo titulado “Los últimos días de una casa”. Como se podrán imaginar, el título de mi libro: “Los primeros días de una casa” nace de parafrasear el título de su poema. Ella acaba su poema con unos versos en los que su antigua casa, que ha sido vendida y está siendo demolida, dice: –Habla la casa– Y fui vendida al fin, porque llegué a valer tanto en sus cuentas, que no valía nada en su ternura... Y si no valgo en ella, nada valgo... Y es hora de morir. ¿Puede o no la poesía ayudarnos a pensar... a vivir? Jorge Tamargo