Economía-mundo y la supremacía de Europa

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Lectura 2.
La economÃ−a-mundo y la supremacÃ−a de Europa
1. La expansión de la industrialización.
A. La industrialización en el continente europeo.
a. Pautas comunes de la dinámica industrial europea.
El proceso de industrialización en el continente europeo sigue pautas diferentes del caso británico. Es algo
más tardÃ−o, presenta modalidades nacionales y regionales muy diversas y, además, tiene que hacer frente
a la posición privilegiada de Gran Bretaña. El crecimiento europeo se deberÃ−a, para algunos, a factores
que sustituyeron a los británicos, como el Estado, la banca o la polÃ−tica económica, mientras que para
otros habrÃ−a sido clave la capacidad de emular la experiencia inglesa, lo que habrÃ−a permitido al
continente “acortar distancias”, incorporándose asÃ− con más fuerza a una segunda fase de la economÃ−a
industrial.
Europa continental dispuso de la tecnologÃ−a británica, pero tuvo que afrontar grandes transformaciones
internas para lograr una madurez que no alcanzará hasta finales del XIX, porque sus condiciones de partida
eran más difÃ−ciles. El peso de la sociedad agraria era más fuerte, especialmente en Europa oriental, con
una tardÃ−a emancipación del campesinado y una distribución de la riqueza en la que la alta nobleza
poseÃ−a grandes extensiones de tierra; las barreras polÃ−ticas e institucionales, y la falta de una polÃ−tica
aduanera y comercial común, obstaculizaban el desarrollo de una economÃ−a diversificada y de
producción destinada al mercado. A pesar de ser un proceso diverso, según épocas y paÃ−ses, hay
algunas pautas comunes en la dinámica industrial europea que conviene señalar.
En primer lugar, el “sector lÃ−der” ya no es la industria de bienes de consumo, cuyo mejor ejemplo es la
producción textil algodonera, sino la industria de bienes de equipo. Industria vinculada al carbón y al
hierro, y en conexión muy estrecha con la revolución en el sector de los transportes desde 1850, tanto en el
ferrocarril como en la navegación marÃ−tima, que sustituye la vela por el barco de vapor. Aunque hubo
regiones europeas de gran desarrollo textil, como Alsacia o Cataluña, el papel fundamental lo desempeñó
el gran conjunto regional de Bélgica, norte de Francia y la Renania alemana, donde la explotación de los
recursos mineros y la constitución de la gran industria siderúrgica son el eje de su industrialización.
En segundo lugar, la financiación es más exógena. Frente a la vÃ−a inglesa, donde el ahorro producido
en la propia industria era la base de la inversión, en el continente es mucho mayor la integración entre
banca e industria. Ejemplos de bancos de inversión son el Crédit Mobilier francés (1852) de los
hermanos Pereire, o el Diskontogesell−schaft alemán (1851), al que seguirán tres grandes bancos
(Deutsche, Dresdner y Darmstädter), columna vertebral del sistema bancario alemán, volcado en aportar
recursos a la industria pesada. Este modelo de asociación entre banca e industria a menor escala se dio
también en la Europa mediterránea.
En tercer lugar, el papel del Estado es quizá la pauta más distintiva. Frente al protagonismo de la
iniciativa privada británica, la transformación económica en el continente no será posible sin la
participación activa de los gobiernos en la dotación de recursos, la captación de inversiones exteriores o el
establecimiento de polÃ−ticas proteccionistas. El ejemplo más evidente es la Rusia zarista, cuya
industrialización fue “asunto de Estado”. Pero también influyeron los poderes públicos en la industria
francesa, la belga y la alemana (ya en los diversos estados de la Confederación Germánica, sobre todo en
Prusia, y luego, en el imperio alemán). En la Europa mediterránea (Italia, España, Portugal), la
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construcción de la red ferroviaria, asÃ− como la instalación de los principales núcleos de la industria
pesada, fue obra asimismo de una conjunción de inversiones exteriores y apoyo del Estado que, entre otras
cosas, servÃ−a de garante para los capitalistas extranjeros.
En cuarto lugar, y a pesar de la influencia del Estado, la industrialización europea, como la británica, es,
sobre todo, un fenómeno regional, aspecto en el que ha insistido S. Pollard (La conquista pacÃ−fica). Los
desequilibrios territoriales y las diferencias en el interior de los propios paÃ−ses, aunque existÃ−an
previamente, son también consecuencia de la expansión del capitalismo, que genera regiones más
adelantadas a costa de regiones atrasadas, que, por lo general, suministran materias primas y mano de obra a
las zonas industrializadas. La región del bajo Rin, el norte francés, Cataluña, Italia del norte, Sajonia o
Moravia son ejemplos de desarrollo industrial intenso y permanente, pues la geografÃ−a industrial europea
actual no es muy diferente de la de hace un siglo. Por el contrario, el Mezzogiorno italiano, la Extremadura
española o el Alentejo portugués son ejemplos del numeroso grupo de regiones cuyo atraso, acentuado en
el siglo XX, se mantiene hasta hoy.
b. Adelantados y rezagados: Bélgica, Francia, Alemania.
Los ritmos de “emulación” del ejemplo británico no fueron uniformes en el tiempo. Algunos paÃ−ses,
como Bélgica, Francia o Alemania (la llamada “Europa interior”), al poder hacer frente de forma más
precoz al reto británico, son considerados como “los primeros en llegar” (first comers). Otros paÃ−ses,
como Rusia, Austria-HungrÃ−a o Escandinavia, son los late comers, que sólo muy avanzado el siglo XIX se
incorporan al proceso industrializador. A estos grupos se podrÃ−a agregar un tercer bloque de paÃ−ses que
forman la “periferia” de Europa, entre los que se hallan los Balcanes y el Mediterráneo, aunque regiones de
Italia o España (norte de Italia, Cataluña, PaÃ−s Vasco) no respondan exactamente a esta tipologÃ−a.
De los paÃ−ses adelantados, Bélgica, gracias a sus recursos energéticos y a su posición geográfica, en
el centro de una gran región franco-alemana, logra una industrialización más rápida; a ello hay que
añadir que se independizó de Ho−landa en 1830. En el ba−lance global de la industrialización belga se
combinan su estrecha vin−culación con la economÃ−a francesa, que realizó grandes inversiones en el
sector carbonÃ−fero (del que Francia era deficitaria), y el papel acti−vo que el gobierno desempeñó en
apoyo a la industria y en la cons−trucción del ferrocarril.
La transformación de la industria en Francia es notable a partir de 1815, en especial en 1830-1850. Su nivel
de crecimiento no fue muy distante del británico, aunque no logró alcanzarlo en todo el siglo XIX. Varias
regiones destacan en su empuje industrializador: el norte fronterizo con Bélgica, la zona de Alsacia y
Lorena, y la región de Lyon. Al mismo tiempo, extensas áreas del sur y del oeste mantuvieron sus
estructuras tradicio−nales, lo que debilitó su industrialización. Sin embargo, la forta−leza mantenida por el
pequeño campesinado propietario y la vigencia de una fuerte tradición artesana y de pequeña
producción doméstica confirieron un perfil especÃ−fico a la industrialización de Francia. Su
peculiaridad reside en haber adaptado su desarrollo a un amplio mercado interior rural, aunque de bajo
crecimiento por el maltusianismo demográfico del paÃ−s, y en realizar grandes inversiones en la Europa
mediterránea y oriental. El crecimiento de esta pe−riferia europea va unido a los abundantes capitales
invertidos por la economÃ−a fran−cesa, en la construcción de vÃ−as de comunicación, la creación de
sistemas bancarios o la explotación de recursos mineros. Baste pensar en las elevadas inversiones francesas
en la Rusia zarista o en el papel desempeñado por sociedades como el citado Crédit Mo−bilier en la
financiación de redes ferro−viarias de España e Italia.
El caso de Alemania es más singular, dadas sus dimensiones y su tar−dÃ−a unificación polÃ−tica.
Concentrado su poderÃ−o industrial en Prusia (hacia 1870, representaba el 70% de la mano de obra
industrial), su crecimiento más espectacular tiene lugar en el últi−mo tercio del siglo. Su estructura
industrial se basa en la industria pesada (hierro, acero) y la construcción de maqui−naria. Pero lo más
decisivo fueron factores de carácter organizativo y polÃ−tico. En primer lugar, por la constitución de un
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gran mercado interior, logrado a través del Zollverein o unión aduanera interior (1834) y la adopción de
una polÃ−tica proteccionista, que tiene en Friedrich List su principal teórico frente a las tesis librecambistas
británicas procedentes de la tradición de Adam Smith. En segundo lu−gar, la expansión económica
alemana se sustentó en una alianza entre la nobleza agraria, la burguesÃ−a industrial y la polÃ−tica
militarista del II Imperio, fundado por Bismarck; la confluencia de los intereses agrarios del este (los junkers
prusianos) con la burguesÃ−a industrial del hierro y del acero de la región de Renania, permitió un potente
desarrollo de la agricultura y, al mismo tiempo, de la industria pesada. Y, en tercer lugar, el caso alemán se
caracteriza por una gran concentración empresarial y financiera y por el potente de−sarrollo cientÃ−fico
aplicado a la estructura productiva, visible sobre todo en la industria quÃ−mica. Otro fundamento del éxito
alemán estuvo en el sistema educativo diseñado a principios de siglo por von Humboldt, que privilegiaba
la enseñanza técnica secundaria y la conexión entre investigación universitaria y necesidades del sector
productivo.
Hasta 1870 pocos paÃ−ses europeos conocieron una auténtica industrialización, salvo en ámbitos
restringidos de dimen−sión regional. Es el caso de la Europa mediterránea, con la eclosión de
experiencias industriales muy dinámicas, como las de Cataluña o el Piamonte, regiones técnicamente
muy adelantadas a la altura de 1840-1850. En el Imperio austriaco, los territorios checos (Moravia y Bohemia)
experimentaron un importante desarrollo industrial, al igual que HungrÃ−a con su potente industria harinera,
pero debÃ−an convivir con regiones atrasadas como Galitzia y la Bukovina. Y lo mismo se puede afirmar de
Escandinavia, donde Dinamarca y Suecia ejercerán un papel de paÃ−ses punteros a partir de 1870 gracias a
su especialización agraria y en la explotación de recursos natura−les, como el hierro sueco.
En conjunto, el desarrollo económico de Europa en el siglo XIX muestra la existencia de unas tendencias
constantes. Pero las diferencias no derivan de la ubicación espacial, sino de razones culturales y
organizativas, que van desde la instrucción técnica o la libertad civil hasta la existencia de una cultura
individualista que privilegia los cambios y las innovaciones. Este panorama de cultura y valores es el que
explica el proceso de industrialización europeo.
B. La industrialización fuera de Europa: Estados Unidos y Japón.
Fuera de Europa, que tiene la primacÃ−a mundial en la transformación de su economÃ−a, tiene lugar un
doble proceso. Por un lado, una progresiva “desindustrialización” de economÃ−as como las de India o
China, base del éxito británico y del dominio europeo del mundo en la época del imperialismo; y, por
otro, la emergencia de EEUU como potente economÃ−a industrial (sustituye a Gran Bretaña como lÃ−der
industrial hacia 1900) y la “occidentalización” del Japón de la época Meiji, dos paÃ−ses que
protagonizarán la historia del siglo XX.
La transformación de una sociedad colonial, de base agraria y comercial, en otra muy industrializada tiene
lugar en Estados Unidos en el siglo XIX. Una interpretación clásica consideraba que habÃ−a sido la
Guerra Civil (1861-1865) la que transformó a EEUU en un paÃ−s industrial. Pero la historia económica
más reciente mantiene que su despegue industrial se produce ya antes de 1860, mediante la confluencia de
una triple diver−sidad regional: el nordeste industrial, el sur esclavista y algodo−nero y el medio oeste,
proveedor de recursos alimenticios. El fin de la Guerra Civil supuso, no obstante, un cambio de la diná−mica
económica del paÃ−s, no sólo por el parón sufrido por las plantaciones del sur, sino también por servir
de gozne entre la industria de bienes de consumo, predomi−nante hasta entonces, y la de bienes de equipo.
Las bases de la industria−lización de EEUU des−cansan sobre varios pilares.
Por una parte, sobre una potente agricultura, favorecida por la abundancia de tierra y la conquista del oeste,
asÃ− como por una precoz mecanización, debida a la escasez de mano de obra. Los pioneros, que no eran
campesinos, sino agricultores o ganaderos, organizaron sus granjas como empresas agrÃ−colas, muy
mecanizadas y de producción masiva. Hacia 1870 ya funcionaban 70.000 segadoras mecánicas y la
superficie cultivada se habÃ−a duplicado respecto a 1850. La producción agraria del medio oeste no sólo
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logró alimentar la población creciente de EEUU (receptora de una inmigración masiva), sino que invadió
los mercados europeos a partir de 1880, provocando la crisis agraria finisecular.
En segundo lugar, en la formación de un inmenso mercado interior. Frente al modelo británico basado en
la exportación de manufacturas, en EEUU el peso del comercio exterior fue muy escaso. Entre 1820-1900, el
comercio exterior supone entre un 6 y un 9% del PNB del paÃ−s, mientras que en Gran Bretaña esta
proporción sube hasta un 24%. “Todas las clases sociales están bien vestidas”, se señala en un informe de
1850, lo que explica que existe ya un sólido mercado interior. Con la marcha hacia el oeste, la “fiebre del
oro” de California y la conclusión de un tendido ferroviario de costa a costa (enlace de las vÃ−as de Union
Pacific y Central Pacific en 1869), este mercado del nordeste se amplió al inmenso territorio de la Unión.
A principios del siglo XX, la longitud de los ferroca−rriles de EEUU era de 385.000 kilómetros, superando
con creces los existentes en toda Europa. La aparición de una sociedad de consumo masivo en el primer
tercio del XX no se explicarÃ−a sin estos precedentes.
En tercer lugar, en la adopción de pautas de organización de la producción basadas en la aplicación
sistemática de innovaciones tecnológicas (36.000 patentes registradas entre 1790 y 1860; 500.000 entre
1860 y 1890); la combinación del trabajo mecánico y el humano, con el resultado de poner en práctica el
sistema de producción de piezas intercambiables, permitirá fenómenos posteriores como el “taylorismo” y
la producción en cadena. Por último, en una fuerte concentración empresarial, especialmente intensa a
partir de 1870, puesta de manifiesto en la creación de grandes trusts o “corporaciones” en sectores decisivos,
como el hierro, el acero o el petróleo. Figuras como Andrew Carnegie, John P. Morgan o John D.
Rockefeller simbolizan no sólo el mito del self-made man, sino también este proceso de integración
(vertical u horizontal) de la estructura empresarial americana.
Esta organización de la producción se relaciona con un “rasgo estructural” de la economÃ−a de EEUU. Se
trata de la escasez de mano de obra y, en consecuencia, de los altos salarios pagados a los trabajadores, lo que
propició que los empresarios se esforzasen por sustituir el trabajo humano por capital, en forma de
maquinaria y de mejor organización de la producción. La difusión del “fordismo” encaja perfectamente
con este rasgo del capitalismo.
El caso de Japón es muy distinto, pero altamente ilustrativo de la capacidad de una sociedad para
incorporarse a la modernidad de forma rápida, aunque sea llegando tarde. La civilización japonesa habÃ−a
permanecido durante siglos cerrada sobre sÃ− misma; aunque por razones culturales y religiosas (vigencia del
confucianismo chino con adaptaciones insulares), estaba en mejor situación que China para poder afrontar
una mutación de sus estructuras feudales, sobre todo porque estaba mejor dispuesta para acoger o imitar las
ideas procedentes del exterior. Desde mediados de siglo, varios actos de presión de las potencias
occidentales (apertura en 1853 de varios puertos y firma de “tratados desiguales”) aceleraron el final de la era
“feudal” de los Tokugawa. El emperador Mitsu Hito acaba con el shogunato en 1867-1868 y comienza una
nueva etapa histórica, que se conoce como era Meiji (“de las luces”). El hecho es definido por los
occidentales como una “revolución”, mientras que para los japoneses fue una “restauración”, una vuelta a
la normalidad. Diversidad en la terminologÃ−a que pone en cuestión la importancia de Occidente en el
comienzo de la era Meiji.
A partir de 1868 y hasta principios del siglo XX Japón se industrializa, combinando la permanencia de buena
parte de sus tradiciones con la incorporación de influencias y tecnologÃ−a occidental, transferida mediante
la formación técnica en universidades extranjeras y una probada capacidad de los japoneses para la
imitación. Los fundamentos del despegue industrial japonés descansan en gran medida en el apoyo que el
Estado presta a las iniciativas industriales, en la sobreexplotación del campesinado por vÃ−a fiscal (medida
necesaria para financiar las inversiones estatales en el sector industrial) y en la constitución de importantes
grupos industriales (zaibatsus), que ejercen el liderazgo sobre varios sectores de la economÃ−a. El desarrollo
de la industria de bienes de consumo (textil) se basa en su capacidad de exportación, mientras que el
naci−miento de la industria pesada se vincula a las necesidades de ex−pansión militar, puestas ya de
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manifiesto antes del final del XIX en la guerra con China.
Las razones de este rápido éxito son variadas. En primer lugar, la disciplina laboral y la capaci−dad de
sacrificio de los japoneses, que soportaron unos costes so−ciales superiores a los occidentales. En segundo
lugar, razones de tipo religioso y cultural. Para M. Morishima, el triunfo del capitalismo japonés se
explicarÃ−a en términos casi weberianos, aplicados al mundo oriental. El confucianismo habrÃ−a aportado
valores y comportamientos sociales que influyeron decisivamente en el desarrollo del capitalismo: jerarquÃ−a
familiar y social, lealtad a la comu-nidad y, sobre todo, al Estado. Por ello no fue extraño que “el
capi−talismo japonés comenzase como un capitalismo de Estado, una eco−nomÃ−a guiada y propulsada
por burócratas”.
AsÃ− pues, en el caso japonés fueron quizás los valores comunitarios los que se reforzaron con la
expansión de la época Meiji. A todo ello habrÃ−a que añadir otros factores no menos relevantes. El
primero, el propio factor nacionalista, que logró una adhesión incondicional de la población a los
proyectos reformistas de los gobiernos. Como señala D. Landes, los jóvenes japo−neses que salÃ−an a
estudiar al extranjero -al contrario de muchos otros casos occidentales- siempre retornaban a su patria. Y,
finalmente, tam−poco fue una desventaja haber llegado tarde al proceso industrializa−dor, habiendo
preservado el mercado interior de las influencias occi−dentales, lo que permitió a Japón fundir aspectos de
la primera y de la segunda revolución industrial, como pone de relieve el uso rápido y masivo que hizo de
la electricidad.
2. De la depresión al dinamismo económico.
A. La “gran depresión” de 1873-1896 y sus consecuencias.
a. Rasgos principales: la caÃ−da de precios y de beneficios.
Entre 1873 y 1896 se produjo en las economÃ−as “desarrolladas” una notable caÃ−da de los precios y de los
beneficios, tanto en la industria como, sobre todo, en la agricultura. La producción mundial, no obstante,
siguió creciendo. Entre 1870 y 1890 la producción de hierro en los cinco paÃ−ses más importantes se
duplicó (de 11 a 23 millones de Tm.), y la de acero, un buen indicador de industria−lización, se multiplicó
por 22 (de 0'5 a 11 millones). El comercio internacional también creció, aunque a un ritmo menor que
antes. Las economÃ−as de EEUU y Alemania avanzaron a pasos agigantad−os y la revolución industrial se
extendió a paÃ−ses como Suecia y Rusia. En ultramar, paÃ−ses como Argentina o Brasil, recién
integrados en la economÃ−a mundial, se desarrollaron a un ritmo sin precedentes. ¿Puede, entonces,
calificarse de “gran depresión” a ese perÃ−odo de espectacular incremento productivo?. Sin duda sÃ−, en
cuanto que lo que estaba en juego no era tanto la producción como la rentabili−dad.
La agricultura, el sector, sin duda, más deprimido de la economÃ−a, fue la vÃ−ctima más espectacular de
esa caÃ−da de beneficios. Sus descontentos tuvieron consecuencias sociales y polÃ−ticas más inmediatas y
de mayor alcance. La producción agrÃ−cola, que habÃ−a aumentado mucho en las décadas anteriores,
inundaba los mercados mundiales, gracias al desarrollo y abaratamiento de los transportes. Los precios de los
productos agrÃ−colas se hundieron con consecuencias dramáticas tanto en Europa como en los paÃ−ses de
ultramar. Fue la crisis agraria finisecular, consistente en la llegada a los mercados europeos de ingentes
cantidades de productos alimenticios (trigo y carne, especialmente), procedentes de los paÃ−ses de la “nueva
Europa”: EEUU, Canadá, Argentina y Australia. En 1894, por ejemplo, el precio del trigo era poco más de
un tercio del de 1867. En algunas zonas, la situación empeoró al coincidir con plagas: la filoxera, por
ejemplo, redujo en dos tercios la producción de vino en Francia entre 1875 y 1889. Las décadas de la
“gran depresión” no fueron una buena época para los agricultores en ningún paÃ−s integrado en el
mercado mundial.
La reacción de los agricultores ante esa caÃ−da varió, desde la agitación electoral (como el populismo que
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sacudió EEUU en la década de 1890) hasta la rebelión (en paÃ−ses como Irlanda, España, Italia o
Rumania), por no mencionar la muerte por hambre (como ocurrió en Rusia en 1892). Pero las respuestas
más habituales fueron la emigración masiva− de quienes carecÃ−an de tierras o tenÃ−an tierras pobres
(Italia, España, Austria-HungrÃ−a, los Balcanes, Rusia), y el cooperativismo, protagonizado, sobre todo,
por los campesinos con explotaciones potencialmente viables (Alemania, Dinamarca, Francia, EEUU, Nueva
Zelanda).− Una consecuencia de esta crisis fue la incorporación de la agricultura europea a los métodos de
innovación técnica que antes habÃ−a seguido el sector industrial.
La fuerte caÃ−da de los precios (o deflación) entre 1873 y 1896 (un 40% en el Reino Unido, por ejemplo)
provocó serios problemas también en el mundo de los negocios, al reducirse la tasa de los beneficios.
Una gran expansión del mercado podrÃ−a compensar con creces ese hecho, pero lo cierto era que en ese
perÃ−odo el mercado no creció tan rápidamente como la producción. à sta se incrementó gracias a la
nueva tecnologÃ−a industrial y al mayor número de paÃ−ses industriales con lo que aumen−tó también
la competencia, mientras que el desarrollo de un gran mercado de bienes de consumo era todavÃ−a muy
lento. Incluso para los productos básicos, esta combinación de una mayor y mejor capacidad productiva y
un crecimiento insuficiente de la demanda podÃ−a resultar determinante: el precio del hierro, por ejemplo,
cayó un 50% entre 1871-1875 y 1894-1898.
Otra dificultad fue que a corto plazo los costes de producción eran más estables que los precios: los salarios
no siempre podÃ−an reducirse proporcionalmente, mientras que las empresas tenÃ−an que soportar la carga
de máquinas y plantas industriales obsoletas, o bien nuevas y costosas que, al bajar los beneficios, se tardaba
más de lo esperado en amortizar.
b. Consecuencias y reacciones.
La respuesta polÃ−tica a la crisis fue el proteccionismo. Frente a estos problemas, los gobiernos, haciendo
caso a grupos de presión importantes y a los numerosos votantes posibles, adoptaron medidas para proteger
al productor nacional frente a la competencia de los productos extranjeros. La depresión puso fin al
liberalismo económico, al menos en los bienes de consumo. Las tarifas proteccio−nistas, que empezaron a
aplicarse en Alemania e Italia (productos textiles) a finales de la década de 1870, se fueron generalizando,
culminando con las tarifas penalizadoras de Méline en Francia (1892) y McKinley en EEUU (1890).
De los grandes paÃ−ses industriales, sólo el Reino Unido defendÃ−a la total libertad de comercio. Las
razones eran evidentes: era, con mucho, el exportador más importante de productos industriales, asÃ− como
de capital, servicios “invisibles” financieros, comerciales y de transporte (fletes). Además, era el mayor
importador de productos primarios (carne, lana, algodón...) y dominaba el comercio mundial de la caña de
azúcar, el té y el trigo. La libertad de comercio permitÃ−a que los productores de materias primas de
ultramar intercambiaran sus productos por los manufacturados británicos, reforzando asÃ− la simbiosis entre
el Reino Unido y el mundo subdesarrollado, sobre la que se apoyaba la economÃ−a británica.
La industrialización y la depresión hicieron de las economÃ−as “nacionales” del Reino Unido, Alemania,
EEUU, etc., economÃ−as rivales: los beneficios de una parecÃ−an amenazar la posición de las otras. El
proteccionismo reflejaba una competitivi−dad internacional. No obstante, en 1880-1914 el proteccionismo se
limitó a los bienes de consumo, sin afectar al movimiento de mano de obra ni al de capital−. En general, el
proteccionismo agrario funcionó en Francia, fracasó en Italia y benefició a los grandes propietarios en
Alemania. Y el proteccionismo industrial contribuyó a ampliar la base industrial del planeta, impulsando a
las industrias nacionales a abastecer sus propios mercados interiores, que crecÃ−an a ritmo vertiginoso. Se ha
calculado que entre 1880 y 1914 el aumento de la producción y el comercio fue mucho mayor que en los
años anteriores en que estuvo vigente el librecambio.
El proteccionismo fue la reacción polÃ−tica instintiva del productor preocupado por la depresión. Pero la
respuesta más significativa del capitalismo fue la concentración económica y la racionalización
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empresarial o, según la terminologÃ−a de EEUU, los trusts y la “gestión cientÃ−fica”, que analizaremos
un poco más adelante. Eran un intento de ampliar los márgenes de beneficio, puestos en peligro por la
competencia y la caÃ−da de los precios.
Otra vÃ−a para solucionar los problemas del capitalismo fue el imperialismo. La relación entre ambos
fenómenos, muy debatida por los historiadores, parece ser mucho más compleja que la de simple
causa-efecto. De todos modos, es innegable que la presión del capital por conseguir inversiones más
productivas, o la de la producción en busca de nuevos mercados, contribuyó a impulsar polÃ−ticas de
expansión, incluida la conquista colonial.
B. El dinamismo de la economÃ−a de la belle époque (1896-1914).
Desde 1896 hasta la 10 G.M., se abre un perÃ−odo de prosperidad que constituyó el trasfondo de lo que se
conoce en Europa como la belle époque. El paso de la preocupación a la euforia fue rápido y
sorprendente. Algunos vieron en este cambio el comienzo de un nuevo perÃ−odo de extraordinario progreso
capitalista. Por su parte, quienes habÃ−an hecho lúgubres previsiones incluso sobre el colapso inmediato del
capitalismo, se habÃ−an equivocado: entre los marxistas se suscitaron apasionadas discusiones sobre lo que
eso implicaba para el futuro y sobre si las doctrinas de Marx tendrÃ−an que ser “revisadas” (el revisionismo)
o no.
Los historiadores de la economÃ−a centran su atención en el problema de las fluctuaciones a medio plazo,
las llamadas “ondas largas” de Kondratiev (economista ruso), cuyas fases descendente (1873-1896) y
ascendente (1896-1914) dividen en dos este perÃ−odo. Pero sobre la explicación de estas ondas (esa
alternancia de fases de dificultad y de confianza económica) ninguna teorÃ−a tiene una aceptación general,
por lo que no sirven de gran ayuda. En todo caso, no hay duda de que el brusco paso de una fuerte caÃ−da de
los precios a un notable aumento de los mismos supuso una presión sobre los costes de producción en la
industria y, por tanto, sobre su tasa de beneficio. Pero la economÃ−a funcionaba de tal forma que esa presión
se podÃ−a trasladar a los trabajadores: el incremento de los salarios reales, propio de la gran depresión,
disminuyó notablemente. En el Reino Unido y Francia hubo un claro descenso de los salarios reales entre
1889 y 1913, lo que explica en parte el aumento de la tensión social y de los estallidos de violencia en los
últimos años previos a 1914.
Sea cual sea su causa, la clave del dinamismo de la economÃ−a mundial en la belle époque hay que
buscarla en su núcleo central: los paÃ−ses industriales o en proceso de industriali−zación, distribuidos
en la zona templada del hemisferio norte, que actuaban como locomotoras del crecimiento, tanto en su
condición de productores como de consumidores.
Estos paÃ−ses tenÃ−an ahora una capacidad productiva enorme y en rápido crecimiento. IncluÃ−an no
sólo las zonas ya industrializadas, que gozaban ahora de una impresionante tasa de expansión (Reino
Unido, Alemania, EEUU, Francia, Bélgica, Suiza y las tierras checas), sino también nuevas regiones en
proceso de industriali−zación: Escandina−via, PaÃ−ses Bajos, norte de Italia, HungrÃ−a, Rusia e incluso
Japón. TenÃ−an igualmente una creciente capacidad de compra de productos y servicios del mundo entero,
y, por tanto, dependÃ−an cada vez menos de las economÃ−as rurales tradiciona−les. El porcentaje de
europeos de la zona “desarrollada” y de norteamericanos que vivÃ−an en ciudades de más de 5.000
habitantes llegó al 41% en 1910 (en 1850 no llegaba al 20%−) y algo más de la mitad de esa población
vivÃ−a en ciudades de más de 100.000 habitantes, es decir, eran unas grandes masas de consumidores.
Gracias a la caÃ−da de los precios durante la “gran depresión”, esos consumidores disponÃ−an de más
dinero que antes, aun considerando el descenso de los salarios reales a partir de 1900. Los hombres de
negocios captaron la importancia de ese hecho. Si algunos filósofos (como Ortega) temÃ−an la aparición
de las masas, los vendedores la acogieron positivamente. La industria de la publicidad, que se desarrolló
con fuerza en ese perÃ−odo, se volcó hacia ellas. La venta a plazos, surgida entonces, pretendÃ−a lograr
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que gente con pocos recursos pudiera comprar objetos caros. La industria del cine creció desde cero en
1895 hasta realizar auténticas exhibiciones de riqueza en 1915, con unos productos mucho más caros de
fabricar que las óperas de los prÃ−ncipes, pero basándose en un público que pagaba sólo cinco centavos.
Un dato ilustra la importancia de la zona “desarrollada” del mundo en esos años. A pesar del notable
crecimiento de algunas regiones nuevas de ultramar, a pesar de la sangrÃ−a que supuso una emigración
masiva sin precedentes, el porcentaje de europeos sobre la población mundial aumentó en el siglo XIX y su
tasa de crecimiento se aceleró desde el 7% anual en 1800-1850 y el 8% en 1850-1900 hasta el 13% en
1900-1913. Si a Europa añadimos EEUU y algunos paÃ−ses de ultramar en rápido desarrollo, tenemos un
mundo “desarrollado” que ocupaba el 15% de la superficie del planeta, con alrededor del 40% de sus
habitantes.
Estos paÃ−ses constituÃ−an el núcleo central de la economÃ−a mundial, copando el 80% del mercado
internacional. Más aún, determinaron el desarrollo de los demás paÃ−ses, que crecieron gracias a que
abastecÃ−an ese núcleo central. Algunas de esas economÃ−as satélites lograron mejores resultados que
otras, pero cuanto mejores eran esos resultados, mayores eran los beneficios para los paÃ−ses del núcleo
central, que podÃ−an asÃ− exportar más productos y más capitales. La marina mercante mundial, cuyo
crecimiento indicaba aproximadamente la expansión de la economÃ−a global, mantuvo un tonelaje más o
menos invariable entre 1860 y 1890 (entre 16 y 20 millones), pero entre 1890 y 1914 éste casi se duplicó.
3. La economÃ−a mundial del gran capitalismo.
La economÃ−a de la época del imperialismo tenÃ−a una base geográfica mucho más amplia que
antes. El sector industrial se extendió: en Europa mediante la revolución industrial de Rusia y otros
paÃ−ses como Suecia y Holanda, apenas afectados hasta entonces por ese proceso, y fuera de Europa por los
avances de EEUU y Japón. El mercado internacional de materias primas se amplió extraordinariamente
(entre 1880 y 1913 se triplicó), lo cual implicó también el desarrollo de las zonas productoras y su
integración en el mercado mundial. Canadá y Argentina se convirtieron en grandes producto−res y
exportadores de trigo a partir de 1900. La economÃ−a mundial permitÃ−a cosas tales como que Bakú y la
cuenca del Donetz (Rusia) se integraran en la geografÃ−a industrial, que Europa exportara productos y
mujeres a ciudades de nueva creación como Johannes−burgo y Buenos Aires y que se erigieran teatros de
ópera en ciudades surgidas gracias al auge del caucho, como Manaus, 1.500 kilómetros rÃ−o arriba en el
Amazonas (véase el film Fitzcarraldo de W. Herzog).
La economÃ−a mundial se hizo, además, mucho más plural. Gran Bretaña ya no era la única
economÃ−a industrial. Gran Bretaña, Alemania y Francia reunÃ−an en 1913 más del 70% de las
manufacturas europeas y producÃ−an más del 80% del carbón, el acero y la maquinaria europeos,
habiéndose incrementado su producción industrial un 50% en las dos décadas anteriores. Pero, mientras
Alemania e Inglaterra crecieron a una tasa anual del 2,2% entre 1870 y 1913, y Francia al 1,6%, EEUU lo
hizo al 4,3%, superando en 1913 a Europa en la mecanización de la agricultura, en las manufacturas y en la
producción de carbón y de acero, iniciando además la producción en serie de automóviles y de
artÃ−culos de consumo gracias a las cadenas de montaje. Por ello, esta época se caracterizó por una
creciente rivalidad entre los paÃ−ses desarrollados. Las relaciones entre el mundo desarrollado y el
“subdesarrolla−do” eran también más variadas y complejas que en 1860, cuando la mitad de todas las
exportaciones de Ôfrica, Asia y Latinoamé−rica iban a un solo paÃ−s, Gran Bretaña. En 1900 ese
porcentaje habÃ−a disminuido hasta el 25% y las exportaciones del tercer mundo a otros paÃ−ses de la
Europa occidental lo superaban con el 31%. La era del imperio habÃ−a dejado de ser monocéntrica.
Ese pluralismo creciente de la economÃ−a mundial quedó enmascarado hasta cierto punto porque se
mantuvo, e incluso se aumentó, la dependencia de los servicios financieros, comerciales y navieros respecto
al Reino Unido. En el mercado internacional de capitales, este paÃ−s mantenÃ−a un dominio abrumador: en
1914, el Reino Unido acumulaba el 44% de las inversiones mundiales en ultramar. Ese mismo año la flota
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británica de barcos de vapor era un 12% más numerosa que la de todos los paÃ−ses europeos juntos.
A. Librecambismo y estabilidad monetaria.
a. Comercio internacional y exportación de capitales.
A comienzos del siglo XX la Europa “desarrollada” importaba más que exportaba, con un déficit de casi
2.000 millones € anuales: principalmente materias primas para sus industrias y alimentos para su población.
Pero, si la balanza comercial era desfavorable, la balanza de pagos era favorable. La exportación de
manufacturas financiaba algunas importaciones, no todas. La diferencia se compensaba con las exportaciones
“invisibles”: los servicios de fletes y de seguros prestados a los extranjeros y el interés del dinero prestado
o invertido. La numerosa marina mercante británica, gracias a los fletes que pagaban los comerciantes
extranjeros por utilizarla, servÃ−a para comprar gran parte de los alimentos y materias primas que el Reino
Unido necesitaba. Para asegurarse contra diversos riesgos, todo el mundo acudÃ−a a la Lloyds de Londres:
con los beneficios obtenidos de la venta de los seguros, los británicos podÃ−an comprar lo que quisieran.
Los gobiernos o las empresas pedÃ−an préstamos en Europa; el pago de intereses, al poner las monedas
extranjeras en manos europeas y británicas, constituÃ−an otra exportación invisible con la que podÃ−a
financiarse un déficit comercial.
El préstamo de dinero a extranjeros era sólo una parte de un fenómeno más amplio, la exportación de
capital. La exportación de capital significaba que un paÃ−s rico, en lugar de utilizar todos sus ingresos
anuales para incrementar su consumo directo o aumentar sus rentas invirtiendo en empresas del propio paÃ−s
o en sistemas de deuda pública, dedicaba parte de los mismos a invertir en otros paÃ−ses. Los inversores
británicos, franceses, belgas, belgas, suizos y alemanes, en su deseo de incrementar sus ingresos, compraban
las acciones de empresas extranjeras y los bonos de empresas y gobiernos extranjeros. El capital llegó a
alcanzar en Europa una cierta magnitud a partir del ahorro de gentes muy sencillas (especialmente en Francia,
donde las familias campesinas y burguesas modestas eran bastante prósperas) y, sobre todo, de las gentes
acomodadas. Las empresas, por ejemplo, en lugar de emplear sus beneficios en pagar salarios más
altos, repartÃ−an una parte en concepto de dividendos y otra parte en acciones de empresas nacionales
o extranjeras. La diferencia entre ricos y pobres impulsaba la rápida acumulación de capital, aunque
ésta, a su vez, producÃ−a una cierta subida del nivel de vida de los trabajadores. En cierto sentido, éstos,
al ser privados de una mejor calidad en la vivienda, la alimentación, la enseñanza o las diversiones,
hicieron posible la exportación de capital y, en consecuencia, el desarrollo de otras regiones del mundo.
Los británicos eran los principales exportadores de capital: en 1914 tenÃ−an un 25% de su riqueza nacional
en inversiones extranjeras, mientras los franceses tenÃ−an casi un 17%. En la 1ª G.M. los británicos
perderÃ−an casi l/4 de sus inversiones extranjeras, los franceses casi l/3 y los alemanes todo. Estas enormes
sumas se destinaron, sobre todo, a financiar las Américas y la Europa exterior. Ferrocarriles,
fundamentalmente, pero también muelles, almacenes, minas, plantaciones, fábricas, se construyeron por
todo el mundo con capitales europeos.
b. Patrón-oro y sistema financiero internacional.
La economÃ−a internacional descansaba en un sistema monetario basado en la casi universal aceptación del
patrón-oro. Gran Bretaña lo habÃ−a adoptado en 1816 y Europa occidental y EEUU lo adoptaron en la
década de 1870. Una persona que tuviese alguna moneda “civilizada” (libras, francos, dólares, marcos,
etc.) podÃ−a, si querÃ−a, cambiarla en oro y viceversa. Hasta 1914 los tipos de cambio entre las monedas
permanecieron muy estables. Se suponÃ−a que ninguna moneda “civilizada” podrÃ−a fallar nunca. Las
monedas importantes eran libremente intercambiables. El comercio era multilateral. Un paÃ−s que necesitase
importaciones de otro no tenÃ−a que vender a ese paÃ−s para obtenerlas, podÃ−a vender sus propios
artÃ−culos en cualquier otro paÃ−s y luego importar según sus necesidades. La adopción del patrón-oro y
el hecho de que todos los paÃ−ses importantes poseyesen una reserva de oro suficiente, contribuyó, sin
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duda, a hacer posible un intercambio comercial tan fluido.
El centro del sistema económico y financiero mundial era la City londinense. Mucha gente, tanto británica
como extranjera, guardaba sus fondos en libras esterlinas depositadas en Londres, donde se acumulaba el
capital disponible. Londres se convirtió en el vértice de una pirámide con base mundial. Era el principal
centro de intercambio de monedas, el banco de liquidación de las deudas del mundo, el depositario del que
todo el mundo tomaba dinero a préstamo, el banco del banquero, el recurso del asegurador que se
reasegura, asÃ− como el centro de fletes del mundo y la sede central de muchas sociedades internacionales.
La Europa desarrollada era el taller del mundo y las demás regiones satisfacÃ−an sus muchas necesidades.
Se habÃ−a creado un verdadero mercado mundial. ArtÃ−culos, servicios, capitales y personas atravesaban las
fronteras nacionales. Se compraban y vendÃ−an mercancÃ−as a precios mundiales uniformes. Los
comerciantes de trigo, por ejemplo, conocÃ−an los precios en Minneapolis, Liverpool, Buenos Aires y
Dantzig (Gdansk) por la información telegráfica diaria. Compraban donde era más barato y vendÃ−an
donde era más caro.
El mercado mundial, a la vez que organizaba el mundo en un sistema económico único, establecÃ−a, por
primera vez, la competencia entre regiones distantes. El productor -ya fuese hombre de negocios, fabricante,
granjero o plantador de café- no tenÃ−a una salida segura para su producto, sino que estaba en
competencia, no sólo con el vecino, sino con el mundo entero. El sistema era extremadamente precario y
la situación de la mayorÃ−a de la gente era muy vulnerable. Una caÃ−da en el precio del cereal en el
Medio Oeste, además de arruinar a unos pocos especuladores, podÃ−a obligar al productor prusiano o
argentino de trigo a vender a un precio que no le permitÃ−a vivir. Un fabricante podÃ−a arruinarse si su
competidor lograba vender a precios más bajos que él o si una nueva mercancÃ−a dejaba anticuado su
producto. El trabajador, contratado sólo cuando el empresario le necesitaba, se veÃ−a en el paro tan pronto
como el trabajo decaÃ−a o se encontraba con la definitiva desaparición de su oficio a causa de un invento
que ahorraba fuerza de trabajo. El sistema se apoyaba en la expansión y el crédito, pero a veces la gente
no podÃ−a pagar sus deudas y el crédito se derrumbaba, y otras veces la expansión no llegaba a lo
esperado y los beneficios previstos acababan siendo pérdidas.
B. La segunda revolución industrial.
Tras la “gran depresión”, los años anteriores a 1914 son una época de optimismo económico, la belle
époque. A pesar del auge del proteccionismo, se produce una mayor integración de las economÃ−as
nacionales, formándose por primera vez un mercado mundial de mercancÃ−as y fuerza de trabajo; el
dominio europeo del mundo se manifiesta en la formación de extensos dominios coloniales. Al propio
tiempo, tiene lugar el inicio de una “segunda” revolución industrial, que consiste en un complejo proceso de
transición hacia nuevas innovaciones tecnológicas y nuevas formas organizativas, como la concentración
empresarial y la gestión “cientÃ−fica” de la empresa.
a. Revolución tecnológica: nuevos sectores y fuentes de energÃ−a.
El producto que mejor simboliza los adelantos tecnológicos del último tercio del XIX es el acero, que
progresivamente sustituye al hierro, en el transporte (barcos acorazados, ferrocarril), la construcción, la
maquinaria e incluso los bienes de consumo. Su expansión es enorme: de 400.000 toneladas producidas en
1870 en Inglaterra, Francia, Alemania y Bélgica se llega a 32 millones en 1913. La evolución es casi
idéntica en EEUU.
Una de las razones que posibilita este rápido incremento en la producción de acero son las innovaciones
técnicas aplicadas a su proceso de producción. El problema del acero era cómo conseguir una
producción masiva y barata, algo imposible con el sistema tradicional del crisol y con el refino mediante el
pudelaje. El convertidor inventado por Bessemer (1860) permitió dar un salto adelante en la producción de
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acero y eliminar muchas de las impurezas del hierro (excepto el fósforo); aunque este procedimiento
permitió producir acero barato, se precisaban unas materias primas bajas en contenido fosfórico, que sólo
existÃ−an en Vizcaya (Europa) y Pittsburgh (EEUU). Nuevas invenciones, debidas a Siemens-Martin y
Thomas, permitieron aprovechar mejor los residuos fosfóricos y producir un acero básico, que a partir de
1890 es ya el predominan−te en el continente, aunque en Inglaterra, gracias a su importación masiva de
hierro vasco, se mantendrá la producción de acero “Bessemer” hasta la 1ª G.M. Esta eclosión del acero
propició a la vez una enorme expansión de la industria siderúrgica, que consolidó su posición en
regiones ya industrializadas, como la Renania alemana, donde se desarrolló la industria pesada en empresas
como las de Krupp o Thyssen, asÃ− como la metalurgia con nuevos materiales como el aluminio y otras
aleaciones metálicas.
La industria quÃ−mica será otro de los sectores que lideran las transformaciones de la economÃ−a
mundial hasta la 1ª G.M. Su importancia estriba en su carácter multifacético, dado que influye sobre
ramas muy diversas de la producción (metalurgia, papel, cemento, caucho, cerámica, vidrio...) y,
combinada con las nuevas fuentes de energÃ−a, como la electricidad o el petróleo, permite el desarrollo de
actividades como la petroquÃ−mica o la electrólisis.
El desarrollo de la quÃ−mica está vinculado, como otros sectores, al avance cientÃ−fico y tecnológico
producido durante la segunda mitad del siglo XIX, unido a los nombres de Liebig (quÃ−mica agrÃ−cola),
Solvay (producción de ácido sulfúrico), Goodyear (vulcanización del caucho) o Nobel (dinamita). En la
obtención de productos inorgánicos, como la sosa, el gran avance es el método Solvay, que se impone
hacia 1900 en el continente (90% de la producción alemana), sustituyendo al viejo método Leblanc,
costoso y que genera elevados residuos tóxicos. Por otra parte, desde 1869 quÃ−micos alemanes patentaron
el proceso para conseguir colorantes artificiales y tintes sintéticos, lo que propició un extraordinario
desarrollo de productos quÃ−micos derivados y la constitución en Alemania de fuertes empresas que
acabaron por controlar el mercado mundial de la quÃ−mica (BASF, Hoescht, AGFA...). Los laboratorios de
investigación sustituÃ−an al inventor individual: del alquitrán de hulla, por ejemplo, se obtenÃ−a nuevos
productos, desde sabores artificiales hasta altos explosivos. Con éstos se construyeron los primeros grandes
túneles: el Mont Cenis (1873) y el Simplón (1906), en los Alpes, y nuevos grandes canales: Suez (1869),
Kiel (1895) y Panamá (1914), que acercaban mucho más a las diferentes partes del mundo. La quÃ−mica
hizo posible la producción de tejidos sintéticos como el rayón, que revolucionó la industria textil.
La necesidad de obtener calor, luz y fuerza condujo en la primera industrialización al uso del carbón
mineral como combustible para la máquina de vapor y la calefacción. La segunda fase va acompañada de
una transición hacia otras fuentes energéticas que serán las protagonistas durante el siglo XX: la
electricidad y el petróleo, complemento del motor de combustión interna y que aún hoy son hegemónicas
frente a otras alternativas (nuclear, eólica, solar, gas natural). El carbón no desapareció de repente, pero la
mecanización de los procesos industriales en el siglo XX es inseparable de los motores eléctricos, asÃ−
como la automoción lo es del petróleo. La máquina de vapor se perfeccionó y en 1914 aún
predominaba sobre las máquinas con cualquier otra energÃ−a (en 1931 representaba aún el 66% de 1a
producción energética mundial), pero empezó a. usarse la electricidad con sus incomparables ventajas,
dada su facilidad de transporte y su flexibilidad de aplicación según las necesidades de cada actividad. Esto
permite mo−dificar la localización de los centros fabriles y hacer casi ubicua la energÃ−a. La producción
eléctrica comenzó para satisfacer la necesidad de alumbrado urbano y doméstico, pero pronto se
destinó a otros fines, como el transporte y, en general, a la industria en donde su apli−cación consumó
plenamente la revolución industrial, dado que con la electricidad ninguna actividad productiva quedaba fuera
de la mecanización. La máquina de vapor fue sustituida rápidamente por el motor eléctrico, que hacia
1929 ya suponÃ−a el 82% de la potencia mecánica total de EEUU. El petróleo, conocido como energÃ−a
para usos domésticos, alcanzará su protagonismo en el siglo XX gracias a la expansión de la industria
del automóvil. La invención del motor de combustión interna (a gasolina) y del motor diesel dio al mundo
automóviles, aviones y submarinos en las dos décadas anteriores a 1914; el petróleo se convirtió en
uno de los recursos naturales más codiciados.
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Fue entonces cuando se incorporaron a la vida cotidiana el teléfono (inventado en la década de 1870) y
el telégrafo sin hilos (Marconi logró transmitir señales inalámbricas a través del Atlántico en
1901), el fonógrafo y el cine, el automóvil y el aeroplano, y cuando se aplicaron a la vida doméstica la
ciencia y la tecnologÃ−a con artÃ−culos como la aspiradora (1908) o la aspirina (1899), sin olvidar la
modesta bicicleta. La medicina creó toda una gama de productos, desde los anestésicos hasta los rayos X;
la fiebre amarilla fue vencida. Ford comenzó a fabricar su modelo T en 1907, pero entre 1870 y 1914 la red
ferroviaria europea, incluida la rusa, casi se cuadruplicó y lo mismo ocurrió con la de EEUU, y las nuevas
locomotoras de vapor y diesel lograban velocidades de más de 100 kilómetros por hora.
b. La “gestión cientÃ−fica” de la empresa.
La economÃ−a capitalista de fines del siglo XIX desarrolla unas formas organizativas muy diferentes de las
de la primera fase de la industrialización, en donde la empresa familiar de responsabilidad ilimitada era
predominante y el trabajo tenÃ−a componentes más racionales que mecánicos, en tanto que el producto
manufacturado era una prolongación de la personalidad del trabajador. En esos años y fruto, como ya
señalamos, de la “gran depresión”, surgen los fundamentos de una nueva organización del capital y del
trabajo, la llamada “gestión cientÃ−fica”, que, como ya señalamos, fue fruto de la “gran depresión”.
La organización del trabajo se somete a lo que J. Mokyr (La palanca de la riqueza) llama la “ingenierÃ−a de
la producción”, pues constituye una auténtica innovación tecnológica, que deriva del sistema
norteamericano de producir bienes complejos a partir de componentes individuales. Esto exige una gran
perfección de las máquinas-herramienta, una división del trabajo muy rigurosa y la disponibilidad de
instrumentos de precisión. Todo ello desembocó en la posibilidad de imponer la denominada
“taylorización” o “gestión cientÃ−fica” de la empresa consistente en la aplicación de procedimientos
mecánicos (descomposición de tareas a realizar, aislamiento del trabajador, salario proporcional al trabajo)
a los procesos de fabricación, de modo que el hábito acabase por suplantar a la razón. De este modo el
trabajador quedaba marginado de una visión global del producto que estaba fabricando.
Su impulsor, F. W. Taylor (The Principles of Scientific Management, 1911), comenzó a desarrollar sus ideas
en 1880 en la industria del acero de EEUU. La presión sobre los beneficios, asÃ− como el creciente
tamaño y complejidad de las empresas, sugirió la necesidad de buscar una forma más “cientÃ−fica” de
organizar las grandes empresas para maximizar los beneficios. La tarea que más ocupó los esfuerzos del
taylorismo (y con la que se identificarÃ−a popularmente la “gestión cientÃ−fica”) fue la de obtener un
mayor rendimiento de los obreros. Ese objetivo se pretendÃ−a lograr −mediante: 1) aislar a cada trabajador
del resto y pasar el control del proceso productivo a los capataces−, que decÃ−an al obrero qué tenÃ−a que
hacer exactamente y cuánto debÃ−a producir a la luz de 2) una descomposi−ción sistemática de cada
proceso en sus componentes parciales cronometrados y 3) unos sistemas salariales (en función de resultados)
que incentivaran al obrero para producir más. Excepto esos sistemas de pago, en la práctica el taylorismo
apenas se extendió antes de 1914 en Europa y en EEUU.
Esta práctica se complementó con el desarrollo de la cadena de montaje, de la que la planta de
automóviles de Henry Ford es el mejor ejemplo. Su innovación no sólo revolucionó esta industria, sino
que abrió el camino para nuevas prácticas comerciales, como la venta a crédito y la publicidad y, por
tanto, para la producción a gran escala. La combinación de métodos de trabajo y resultados productivos
desemboca en un modelo “fordista” de organización, que caracteriza gran parte de la producción capitalista
durante el siglo XX. El fordismo implica concentración fabril, gestión cientÃ−fica del trabajo, producción
masiva y sociedad de consumo. Tras la 10 G.M. el nombre de Taylor y el de Ford se identificarÃ−a con el uso
racional de la maquinaria y la mano de obra para maximizar la producción.
AsÃ− pues, entre 1880 y 1914 la estructura de las grandes empresas, desde el taller hasta las oficinas y la
contabilidad, sufrió una transformación sustancial. La “mano visible” de la moderna organización
sustituyó a la “mano invisible” del mercado de Adam Smith. Los ejecutivos, ingenieros y contables
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comenzaron, asÃ−, a desempeñar tareas que hasta entonces hacÃ−an los propietarios-gerentes. El hombre
de negocios, al menos en las grandes empresas, no solÃ−a ser ya un miembro de la familia fundadora sino un
ejecutivo asalaria−do, y su jefe era más a menudo un− banquero o un accionista que un propietario-gerente.
c. La concentración empresarial.
La organización del capital y de la empresa también experimenta importantes modificaciones al
generalizarse la concentración financiera y las prácticas monopolistas de control del mercado,
consecuencia igualmente de la “gran depresión”. Esto supuso un crecimiento en escala que obligó a
distinguir entre empresa y “gran empresa”, asÃ− como el retroceso del mercado de libre competencia y todos
los demás fenómenos que, hacia 1900, llevaron a los observadores a buscar etiquetas (capitalismo
“monopolista”, “corporativo”, etc.) que permitieran definir lo que parecÃ−a una nueva fase de desarrollo
económico.
El atractivo de la sociedad de “responsabilidad limitada” como forma de organización empresarial y modo
de estimular la inversión habÃ−a surgido de unas leyes, establecidas en la mayorÃ−a de los paÃ−ses en el
siglo XIX, que limitaban la pérdida personal del inversor individual, en caso de quiebra, al volumen de sus
acciones en la empresa. Esta sociedad anónima por acciones, que apareció con los ferrocarriles, se
convirtió en la forma usual de organización para las empresas. Conforme la tecnologÃ−a se hacÃ−a cada
vez más compleja, sólo un gran inversión de capital podÃ−a financiarla. Y como las empresas
aumentaban en volumen y número, mediante la venta de acciones y la emisión de bonos, la influencia de
los bancos se acrecentó. Los financieros, utilizando los ahorros de muchas personas, tenÃ−an un nuevo
poder de crear o de extinguir, de estimular, desalentar o fusionar empresas en diversas industrias. El
capitalismo industrial trajo consigo el capitalismo financiero.
La creación de sociedades anónimas posibilitó la dirección unificada de los procesos económicos. En la
industria, el acero ofrece un buen ejemplo. Para las empresas siderúrgicas no ofrecÃ−a suficiente seguridad
tener que contar con empresas extractoras de hierro y carbón independientes que podÃ−an venderlos a quien
quisiesen. AsÃ−, las empresas del acero comenzaron a explotar minas propias, comprar la parte de un socio o,
si no, reducir las minas de carbón y de hierro a una situación subsidiaria. Algunas, para asegurar sus
mercados, comenzaron a producir también manufacturas de acero (barcos, equipo ferroviario, armamento).
AsÃ−, procesos enteros, desde la minerÃ−a hasta el producto acabado, se concentraron en una integración
“vertical”.
Mediante la integración “horizontal”, las empresas de una misma actividad se asociaban entre sÃ− para
reducir la competencia y protegerse contra las fluctuaciones en los precios y mercados. Se las denomina trust
o holding. Eran frecuentes en las nuevas industrias como las del aluminio, petróleo y quÃ−micas. En el
acero surgieron las grandes empresas Krupp (Alemania), Schneider-Creusot (Francia) y Vickers-Armstrong
(Gran Bretaña). Su máximo desarrollo lo alcanzaron en EEUU, conducidas por “capitanes” de la industria
y “titanes” de las finanzas, auténticos “magnates ladrones”, como A. Carnegie, J. P. Morgan y J. D.
Rockefeller; allÃ− su poder se hizo sentir con más fuerza: la Standard Oil controlaba en 1880 el 90% del
petróleo refinado y la United States Steel producÃ−a en 1901 el 63% del acero del paÃ−s.
La tendencia hacia el monopolio o el oligopolio (control del mercado por una sola o unas pocas empresas)
fue evidente en las industrias pesadas (acero), en las que dependÃ−an −de los pedidos del gobierno
(armamen−to) y en las que producÃ−an nuevas formas de energÃ−a (petróleo, electricidad), asÃ− como en
el transporte y en algunos productos de consumo masivo (tabaco, jabón). A pesar de que se promulgó una
ley, poco eficaz, que limitaba estas prácticas (Sherman Antitrust Act, 1890), la concentración empresarial
continuó siendo una de las caracterÃ−sticas de esta fase del capitalismo. Ejemplos de este tipo también se
encuentran en la economÃ−a japonesa (zaibatsu) o en la europea (como los Konzern alemanes). La firma
alemana Allgemeine Elektrizitäts Gesellschaft (AEG) controlaba, hacia 1910, más de doscientas
sociedades. Por otra parte, también se registra, especialmente en Alemania, la constitución de sindicatos o
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cárteles, práctica consistente en la realización de acuerdos entre empresas de un sector para repartirse
cuotas del mercado, fijar los precios, o restringir la producción, y apoyados por el gobierno (el cártel del
carbón de Renania-Westfalia controlaba en 1893 el 90% de la producción de carbón de esa región).
El control del mercado y la eliminación de la competencia eran sólo un aspecto del proceso de
concentración capitalista, y no fueron generales ni irreversibles. La concentración avanzó a costa de la
competencia de mercado, los grupos empresariales a costa de la empresa individual, las grandes empresas a
costa de las pequeñas; y todo ello implicó una tendencia al oligopolio. Esto ocurrió incluso en Inglaterra,
donde la pequeña y mediana empresa estaba sólidamente asentada, afectando, por ejemplo, al comercio al
por menor (ultramarinos, carnicerÃ−as) y a la banca (el Lloyds Bank absorbió 164 bancos pequeños).
En general, las grandes empresas redujeron los costes de producción, pero que los precios bajasen, los
dividendos aumentasen o los salarios subiesen dependÃ−a de muchos factores. Unos trusts eran más
codiciosos que otros, algunos se encontraban con una fuerza de trabajo poco o nada organizada. En todo caso,
las decisiones dependÃ−an de los consejos de administración y de los bancos. HabÃ−a surgido un nuevo
tipo de poder privado. Con este nuevo sistema tan centralizado, nunca tan pocos habÃ−an ejercido un poder
económico tan grande sobre tantos. Con el auge de las grandes sociedades, surgen cuadros y profesionales
asalariados que podÃ−an pasar toda su vida en la misma empresa y sentir hacia ella, en sus disputas con los
obreros o con el gobierno, una lealtad muy semejante a la de un criado respecto a su señor. Los trabajadores
no eran tan dóciles: intentaban organizar sindicatos capaces de tratar con unos empresarios cada vez más
poderosos; a partir de 1880, más o menos, la clase obrera desempeñó un papel cada vez más decisivo en
la polÃ−tica.
C. Un mundo “grande” e integrado.
a. El inicio del mercado de masas y el auge del sector terciario.
Un aspecto de la nueva economÃ−a es el auge del consumo de masas. En efecto, se produjo una
extraordinaria transformación, cuantitativa y cualitativa, del mercado de bienes de consumo. Con el
incremento de la población, de la urbanización y de los ingresos reales per cápita, el mercado de masas,
limitado hasta entonces a los productos alimenticios y al vestido, es decir, a los productos básicos de
subsistencia, comenzó a dominar las industrias productoras de bienes de consumo. A largo plazo, este
fenómeno fue más importante que el notable incremento del consumo en las clases ricas y acomodadas,
cuyos esquemas de demanda no variaron sensiblemente. Fue el modelo T de Ford y no el Rolls-Royce el que
revolucionó la industria del automóvil. Al mismo tiempo, la nueva tecnologÃ−a y el imperialismo
contribuyeron a la aparición de una serie de productos y servicios nuevos para el mercado de masas, desde
las cocinas de gas, que se multiplicaron en las casas de la clase obrera, hasta la bicicleta, el cine y el modesto
plátano, cuyo consumo casi no existÃ−a− antes de 1880. Una de las consecuencias más evidentes fue la
creación de auténticos medios de comunicación de masas: un periódico británico alcanzó una venta
de un millón de ejemplares por primera vez en 1890 (en Francia eso ocurrió hacia 1900).
Todo ello implicó la transformación no sólo de la producción, “en masa”, sino también de la
distribu−ción, sobre todo mediante la venta a plazos. AsÃ− comenzó en el Reino Unido en 1884 la venta de
té en paquetes de 100 gramos, lo que permitirÃ−a hacer una gran fortuna a más de un magnate de los
ultramari−nos de los barrios obreros en las grandes ciudades, como sir Thomas Lipton, que no tenÃ−a
ningún establecimiento en 1870 y en 1899 poseÃ−a 500. Surgieron también los grandes almacenes
comerciales hacia 1890 en EEUU y en Francia.
Esto encajaba perfectamente con el importante crecimiento, tanto absoluto como relativo, del sector terciario
de la economÃ−a, público y privado: el aumento de puestos de trabajo en oficinas, tiendas y otros servicios.
En el Reino Unido, por ejemplo, en 1881 habÃ−a 360.000 empleados en el sector comercial (casi todos
hombres, frente a 91.000 en 1851) y 120.000 en el sector público (67.000 en 1851), mientras que en 1911
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aquellos eran ya casi 900.000 (el 17% mujeres) y el número de funcionarios se habÃ−a triplicado.
Esta progresiva “terciari−zación” de la estructura ocupacional de la población es fruto no sólo de la
urbanización, sino también del crecimiento de las tareas ad−ministrativas, de los comienzos de una
sociedad de consumo de masas y de la incipiente incorporación de la mujer al mercado laboral (una cuarta
parte de la población femenina europea trabajaba fuera de casa hacia 1914). La terciarización de la
economÃ−a es más intensa en los paÃ−−ses de la “nueva Europa” que en Europa propiamente dicha. En
EEUU, Canadá o Argentina, el predominio del sector terciario so−bre el primario o el secundario se produce
hacia 1900, de modo que el tránsito de una sociedad agraria a una de servicios fue casi directo. En los
paÃ−ses europeos y en Japón, en cambio, el peso del sector industrial supuso que hasta la década de 1970
no fuese todavÃ−a su−perado por el de servicios.
b. El creciente papel del sector público.
Por último, se produjo una convergencia creciente entre la polÃ−tica y la economÃ−a, es decir, el gobierno
y el sector público adquirieron un papel cada vez más importante a costa de la tradicional empresa privada.
à ste era uno de los sÃ−ntomas del retroceso de la economÃ−a competitiva de libre mercado que habÃ−a
sido el ideal (y, hasta cierto punto, la realidad) del capitalismo de mediados de siglo. A partir de 1875
comenzó a extenderse el escepticismo sobre la eficacia de la economÃ−a de mercado por sÃ− sola, la
famosa “mano invisible” de Adam Smith, sin ayuda de ningún tipo del Estado. La mano era cada vez más
claramente visible.
Por una parte, la democratización de la polÃ−tica impulsó a los gobiernos, a menudo reacios, a aplicar
tÃ−midas polÃ−ticas de reforma y bienestar social, asÃ− como a tomar medidas polÃ−ticas para defender los
intereses económicos de determinados grupos de votantes, como el proteccio−nismo y algunas disposiciones
(menos eficaces) contra la concentra−ción económica (casos de EEUU y Alemania). Por otra parte, las
rivalidades polÃ−ticas entre los paÃ−ses y la competencia económica entre grupos nacionales de
empresarios convergieron, contribuyendo tanto al imperialismo como a la génesis de la 1ª G.M.
(también condujeron, por cierto, al desarrollo de industrias como la de armamento, en la que el papel del
gobierno era decisivo).
Pero, si bien el papel estratégico del sector público podÃ−a ser fundamental, su peso real en la
economÃ−a seguÃ−a siendo modesto. A pesar de algunos ejemplos (como la intervención del gobierno
británico en la industria petrolÃ−fera de Oriente Medio y su control de la nueva telegrafÃ−a sin hilos,
ambos de alcance militar, la voluntad del gobierno alemán de nacionalizar sectores de su industria, o la
polÃ−tica de industrialización iniciada por el gobierno ruso en 1890), ni los gobiernos ni la opinión
consideraban al sector público como otra cosa que un complemen−to secundario de la economÃ−a privada.
Los socialistas no compartÃ−an esa convicción de la supremacÃ−a del sector privado, aunque no se
planteaban los problemas de una posible economÃ−a socializada. Las economÃ−as modernas, controladas,
organizadas y dominadas en gran medida por el Estado, serÃ−an producto de la 1ª G. M.
Hacia 1900 la faz del mundo habÃ−a cambiado notablemente, hasta el punto de que se puede hablar de una
“economÃ−a-mundo” y, sobre todo, de una economÃ−a diversificada, en la que las actividades secundarias y
terciarias comienzan a ser más importantes que las primarias. Europa, no sólo Inglaterra, era ahora el centro
del mundo, pero lo más notable era la progresiva integración de las economÃ−as nacionales en un mercado
mundial cada vez más unificado, a pesar de la amplitud de las polÃ−ticas proteccionistas puestas en
práctica.
Lo que impresionó a los contemporáneos fue, más que la evidente transformación de su economÃ−a, su
aún más notorio éxito. Sin duda, estaban viviendo una época floreciente. Incluso las masas
trabajadoras se beneficiaron, ya que la economÃ−a industrial utilizaba una mano de obra muy numerosa y
parecÃ−a ofrecer un número casi ilimitado de puestos de trabajo de escasa cualificación o de rápido
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aprendizaje para quienes acudÃ−an a la ciudad. Pero si la economÃ−a ofrecÃ−a puestos de trabajo, sólo
aliviaba de forma modesta, y a veces mÃ−nima, la pobreza que la mayor parte de la clase obrera habÃ−a
creÃ−do que era su destino a lo largo de la historia. En la mitologÃ−a retrospectiva de las clases obreras, las
décadas anteriores a 1914 no figuran como una edad de oro, como ocurre en la de las clases pudientes, e
incluso en la de las más modestas clases medias. Para éstas, la belle époque era el paraÃ−so que se
perderÃ−a después de 1914. Pero estas mismas tendencias que permitieron a las clases medias vivir una
época dorada, fueron las que llevaron a la guerra mundial, a la revolución y a las perturbacio−nes
económicas de la posguerra, impidiendo el retorno al paraÃ−so perdido.
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Hª Contemporánea Universal (hasta 1945) -Lectura 2
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