Magistral fresco del fin de siglo

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Magistral fresco del fin de siglo
"Almuerzo en la casa de Ludwig W." ("Voss, Denne,
Ritter"), de Thomas Bernhard. Traducción del
alemán: Ruth Fehling y Nicolás Costa. Intérpretes:
Tina Serrano, Rita Cortese y Alejandro Urdapilleta.
Escenografía y vestuario: Julio Suárez. Iluminación:
Jorge Pastorino. Dirección y puesta: Roberto
Villanueva. En la sala Cunill Cabanellas. Teatro San
Martín. Duración aproximada: 105 minutos.
Nuestra opinión: muy bueno.
Sábado 14 de agosto de 1999 | Publicado en edición impresa
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Tina Serrano, Urdapilleta y Rita Cortese, tres hermanos capaces de decirlo todo.
Foto Gabriela Rojas
Después de veinticinco siglos durante los cuales el pensamiento occidental tuvo por objeto conocer
el fundamento del ser, de la existencia del hombre y del mundo, y de allí, sus consecuencias, hace
algo más de cincuenta años un señor Wittgenstein estableció, con todas las formalidades del caso, y
en mérito a la naturaleza del lenguaje, que tal pretensión es de por sí absurda, y lógicamente
imposible.
"La ética, en la medida en que surge del deseo de decir algo acerca del sentido último de la vida, de
lo absolutamente bueno, de lo absolutamente valioso, no puede ser ciencia. Lo que dice no añade
nada, en ningún sentido, a nuestro conocimiento", sostuvo el lógico y filósofo nacido en Viena a
fines del siglo último.
Tan tajante posición no es solitaria. De hecho, Gianni Vattimo incluye al filósofo y a la escuela
analítica de Viena en el mapa del pensamiento pos- Heidegger y Gadamer, que se extiende a los
principales posestructuralistas franceses (Derrida, Foucault, Deleuze, y el mismo Lacan), a una parte
de la filosofía italiana y a la vanguardia analítica norteamericana, entre otros.
Es inevitable entonces, al sentarnos a la mesa del hogar familiar del filósofo vienés, tal como lo
imaginó Thomas Bernhard en esta pieza, tal como lo dispone la puesta de Roberto Villanueva,
asomarnos al peculiar estado de conciencia en el que se halla el occidental contemporáneo.
Estado de orfandad. Ludwig y sus dos hermanas se reúnen, al regreso de aquél de una clínica
psiquiátrica, en el comedor familiar, donde cuelgan de las paredes los retratos de sus antepasados.
Recordarán una y otra vez la relación con sus padres: "Desde que murió mamá, te parecés a ella", le
dice Ritter (Cortese) a Denne (Serrano). "Caminar derecho. Sabes lo que eso significa", repite una y
otra vez Ludwig (Urdapilleta)".
El cúmulo de referencias irá superponiendo amor y odio, tanto por los progenitores biológicos como
por los padres del pensamiento occidental. Ludwig odia a su padre como odia a Kant, como odia a
Goethe. Son huérfanos en todo sentido. "Nuestros antepasados nos recompensaron mal por ser sus
descendientes. No somos su producto intelectual", sostiene Ludwig.
Y en ese ámbito de orfandad se va desvistiendo de todo artilugio retórico el juego pasional entre los
hermanos, la seducción y el deseo incestuoso; el afán de dominio y, con él, las trampas que preparan
la traición.
Mal común
Con una descripción ascética y despojada, Bernhard refleja cabalmente el vacío en el que se debate
el espíritu ávido de respuestas trascendentes, en un tiempo de valores siempre relativos. "Este es el
siglo de la inseguridad. Atontamiento completo en los umbrales del milenio", expresa Ludwig en
otro momento.
Ninguna de las líneas características de la sociedad de estas últimas décadas queda excluida del
texto. La corrupción, la disputa por el poder, la futilidad de toda representación (Ritter y Denne son
actrices), el reinado de lo instintivo, nada importante parece escapar a la genial pluma del
dramaturgo.
Poblada de referencias y alusiones a pensadores fundamentales, muchas colmadas de humor (el
apellido del psiquiatra que debe atender a Ludwig es Frege, el de un famoso lógico y semiólogo), la
pieza tiene la hondura que hace de ciertas creaciones obras insondables, capaces de ofrecer una y
otra vez nuevas ideas, renovadas interpretaciones, que al volver a pensarlas permiten descubrir en un
matiz o una palabra que pasó inadvertida un nuevo núcleo de sentido. Es, como el tema mismo que
aborda, inagotable.
Para esta puesta, Villanueva ocupó apenas una esquina del escenario, de modo que las gradas con las
butacas para el público están también en el espacio escénico, de modo que el espectador funciona
como el contexto necesario de una pieza que sólo puede entenderse siendo ahí . Algo que en otros
idiomas, que no distinguen el verbo estar del verbo ser, resulta fácilmente comprensible.
Es posible quedarse afuera. Pero en ese caso será difícil transitar ese extraño, y por momentos arduo,
viaje por lo más esencial, medular, de las pasiones y las sinrazones humanas. Porque la pieza se
completa en el espectador. Y por ello, genera reacciones diversas en cada miembro del público.
Asepsia
Una mesa, tres sillas y una banqueta, retratos colgados en las paredes y una luz de tubos
fluorescentes de quirófano ponen en evidencia esta suerte de vivisección de las almas que tiene, en la
relación de los tres hermanos, la clave de su universalidad.
No vale la pena calificar el trabajo de estos tres magníficos actores. Tina Serrano trasluce, en la
ansiedad y el desequilibrio de Denne, la angustia recatada, reprimida, de quien desea lo que no
puede ser deseado. Rita Cortese, la energía y convicción de quien asume su frustrante condición,
pero está dispuesto a dar pelea. Urdapilleta, en su propia batalla por ser más aún que la muerte, la
compleja e intrincada personalidad de Wittgenstein y del mismo Bernhard, que se debatía, con la
lucidez de los que meditan en el desierto, en los límites de la locura.
Edgardo Ruffo
Recuadro
Acto de valentía
La literatura se inicia con la épica. La valentía, la nobleza de los héroes, son, en un principio, los
valores que mueven al poeta a pergeñar sus cantos, a hilar sus argumentos y relatar así la aventura de
los hombres que, por esas excepcionales características, son amables a la memoria de los pueblos.
Seguramente existen muchas áreas donde, aun en estos tiempos de programación y objetivos
inmediatos, hay quienes asumen enormes riesgos y vuelven a transitar, de un modo u otro, las sendas
de la aventura.
En el teatro hay un compacto grupo de artistas que una y otra vez hacen gala de verdadero coraje en
su compromiso con el arte. Es el caso de quienes conquistaron esta difícil cumbre de la dramaturgia
contemporánea que lleva la firma de Thomas Bernhard.
Tres actores que una y otra vez aparecen asociados a empresas de riesgo y un director, Roberto
Villanueva, que desde su regreso a Buenos Aires ha estrenado piezas que, posiblemente, no hubiesen
visto la luz sin su enorme contribución (de hecho, las dos obras de Bernhard vistas aquí contaron con
su impulso y dirección).
Desde sus inicios en el Instituto Di Tella, hasta hoy, Villanueva es uno de los pocos exponentes de
una generación que ha continuado el camino de una búsqueda estética coherente, asociado a
dramaturgos jóvenes y otros europeos poco difundidos en nuestro medio.
Si vale la pena hacer honor a este espíritu de valentía, en el que Villanueva no está solo, es porque en
el se concreta buena parte de las más valiosas búsquedas estéticas e intelectuales de la cultura
porteña actual.
Meticuloso
En la puesta en escena se han utilizado elementos que hacen referencia directa a la familia
Wittgenstein, que inspiró esta pieza: los retratos de los antepasados que cuelgan de las paredes
reproducen obras de pintores, como Klimt, sobre los cuales los Wittgenstein ejercían su mecenazgo.
El mobiliario sigue las líneas de diseño de la Bauhaus, escuela admirada por Ludwig Wittgenstein.
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