macxico y amacrica latina castaa-eda marzo 2007

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MÉXICO Y AMÉRICA LATINA
Jorge Castañeda
Marzo de 2007
El análisis y las recomendaciones políticas de este documento no reflejan necesariamente las
opiniones del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, de su Junta Ejecutiva ni de sus
Estados Miembros. Se trata de un documento independiente preparado por encargo del PNUD.
México y América Latina – Jorge Castañeda
En tiempos recientes han proliferado las voces en México y en América Latina según las
cuales México antes ocupaba una posición mucho más cercana a la región, y los vínculos
culturales, lingüísticos, religiosos entre México y América Latina antes eran más fuertes,
habiéndose debilitado en tiempos recientes. El nuevo gobierno de México, encabezado por
Felipe Calderón, ha manifestado que la relación con América Latina será ahora prioritaria y
ha realizado gestos que si bien son idénticos a los de sus predecesores, han sido considerados
como señales de un nuevo compromiso latinoamericanista de México. Se trata,
aparentemente, de volver a una época de oro del ancla latinoamericana de México. En esta
visión, México debe reorientarse hacia América Latina en todos los ámbitos: política exterior,
comercio, turismo, inversiones, infraestructura, etc. Antes de revisar este conjunto de temas,
conviene examinar la viabilidad de este giro justamente en materia de política exterior.
Por razones familiares, he tenido la oportunidad de seguir de cerca, directa o indirectamente,
la relación de México con América Latina, desde hace casi medio siglo. Mi padre ingresó al
Servicio Exterior Mexicano en 1950, y se desempeño como Secretario de Relaciones
Exteriores entre 1979 y 1982. Mi medio hermano entró al Servicio Exterior Mexicano en
1966 y fue Subsecretario de Relaciones Exteriores entre 1988 y 1994. Aunque yo nunca he
sido diplomático de carrera, he estudiado a lo largo de más de 20 años los vínculos entre
México y América Latina y entre México y Estados Unidos, y tuve la oportunidad de poner
en practica algunas de las ideas construidas durante esos años de estudio cuando ocupe la
titularidad de la Cancillería mexicana entre 2000 y 2003. Ni mi padre, ni mi hermano ni
yo… hemos sabido nunca donde y cuando existió esa época de oro de la que tanto se habla,
evocándola con una nostalgia tanto más intensa en cuanto su objeto es más inasible.
Recuerdo como mi padre me relataba de joven que cuando asistió a la Conferencia de la
Organización de Estados Americanos de 1954 en Caracas, acompañando al Canciller Luís
Padilla Nervo y durante la cual el gobierno de Estados Unidos, representado por John Foster
Dulles, inició su ofensiva contra el gobierno de Juan Jacobo Arbenz en Guatemala -ofensiva
que desembocaría en el derrocamiento de Arbenz semanas después- México estuvo solo. El
gobierno argentino en el ocaso de la segunda presidencia de Juan Domingo Perón vaciló pero
al final se abstuvo en la votación; solo México se opuso a la resolución promovida por
Washington. Huelga decir que otro de los momentos estelares y glorificados de la política
exterior mexicana abarcó también otro momento de soledad mexicana. Se trata de la famosa
foto del Embajador Vicente Sánchez Gavito, también en una Conferencia de la Organización
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de Estados Americanos, aquella celebrada en Punta del Este en 1962 oponiéndose, solitario, a
la expulsión de Cuba del organismo regional. Si se recuerdan también otras coyunturas más
cercanas –la negativa de México a apoyar la invasión norteamericana de Santo Domingo en
1965, la ruptura de relaciones de México con Chile después del golpe de Estado del 11 de
septiembre de 1973, la bienvenida a todo el exilio cono sureño de esos años, el apoyo a la
revolución sandinista y la ruptura de relaciones diplomáticas con la dictadura de Somoza en
1979, la declaración Franco-Mexicana reconociendo al frente Farabundo Martí de Liberación
Nacional en El Salvador como fuerza política representativa en 1981, el retiro de México del
Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca, o Tratado de Río de Janeiro en 2001, y por
supuesto la negociación y firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte en
1993- vemos que han sido mucho más frecuentes los desencuentros de política exterior entre
México y América Latina que los esporádicos esfuerzos comunes, siempre más protocolarios
que sustantivos.
Esta brevísima reseña entreabre una interrogante: ¿de dónde proviene el mito de la afinidad
mexicana con América Latina en el ámbito de la política exterior? Obviamente no es a nivel
de gobiernos: al contrario, como acabamos de ver, México más bien ha diferido de la
mayoría de los gobiernos latinoamericanos a lo largo del último medio siglo; lo único que ha
variado son el tipo de adversarios o rivales con los cuales el país ha sostenido divergencias o
incluso fuertes desavenencias. Aproximadamente hasta el año de 1990, los viejos gobiernos
priístas, en materia de política exterior, se ubicaban “a la izquierda” de la mayor parte del
resto del continente; a partir de esa fecha, los gobiernos sucesivos de Carlos Salinas, Ernesto
Zedillo y Vicente Fox más bien se han ubicado “a la derecha” del resto del continente, pero
sin que tampoco sean químicamente puras ambas descripciones. Como se recordará, fueron
el gobierno de Fox, junto con el de Ricardo Lagos de Chile quienes se opusieron a la
invasión estadounidense de Iraq en el Consejo de Seguridad de la ONU.
Pero en ambas
ubicaciones ideológico-geométricas, las tiranteses entre México y el resto de los gobiernos
hemisféricos han sido mucho más numerosas que las convergencias, ya sea por razones de
ideas, geopolíticas, comerciales, o propias de la guerra fría.
Se suele argumentar en consecuencia que la cercanía mexicana no se reflejaba en la relación
con los gobiernos sino con los “pueblos”, que ciertamente no México no mantenía nexos
estrechos con dictaduras o regímenes autoritarios de derecha, pero que los pueblos oprimidos
por dichas dictaduras si querían a México, aunque los gobiernos no.. Prueba de ello era la
popularidad de iconos mexicanos de la cultura popular como Cantinflas, Jorge Negrete y el
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Chavo del Ocho en toda América Latina. El problema consiste, sin embargo en saber qué
pensaban los “pueblos” –o mejor dicho, cual es la opinión de distintos sectores de la sociedadbajo una dictadura. Por ello resulta enigmática, por no ir más lejos, la voluntad de proclamar
la vocación latinoamericana de México incluso en años recientes, cuando el gobierno de
México ha enfrentado desavenencias con gobiernos de “izquierda” como el de cuba, se suele
afirmar que la distancia imperante no incluye a los pueblos. Pero sigue abierta la misma
pregunta: ¿cómo sabemos que piensa el pueblo cubano? De tal suerte que por lo menos si a la
historia y a la política exterior nos remitimos, no existen bases sólidas para construir un nuevo
latinoamericanismo mexicano y más bien iremos viendo con el tiempo que las profundas
fuerzas económicas, sociales y geopolíticas que recorren el territorio mexicano de norte a sur
irán venciendo las que lo recorren de sur a norte. En esas fuerzas debemos ahora
concentrarnos. Es difícil entender en que consistía a lo largo del último medio siglo nuestra
gran cercanía con América Latina.
En realidad hace más sentido plantear el verdadero dilema que enfrenta México hoy, y que ha
padecido en realidad desde hace muchos años, para poder por lo menos convivir con ese
dilema si es que no tiene solución, como parece ser el caso. Por un lado, México tiene su
corazón en América Latina pero por el otro, tiene su cartera y su cabeza en el norte. Por
cierto, este dilema no es exclusivo de México; participan de el también algunos países de
Centro América y del Caribe. Efectivamente, por una parte, el país comparte con el resto de
Latinoamérica una historia significativamente común, aunque no idéntica. Las diferencias
entre los territorios con civilizaciones sedentarias y estructuradas en el momento de la
conquista, y aquellos, despoblados o bien poblados solo por agrupaciones nómadas, son
esenciales; las diferencias entre las colonias con esclavitud explícita y las que no reprodujeron
ese horror son básicas; las diferencias entre las colonias ricas y las pobres son fundamentales;
las diferencias entre las colonias que se independizaron mediante la lucha y aquella que lo
hizo de mutuo acuerdo con la potencia colonial (Brasil), son determinantes- pero a un nivel
suficiente de abstracción es cierto que la región entera vivió en buena medida una misma
historia. Asimismo, compartimos una cultura común aunque de nuevo no idéntica, no solo por
las diferencias de origen -sincretismo y mestizaje en algunos casos, en otros no; influencia
africana vía la esclavitud en algunos casos, en otros no; idioma castellano en la mayoría de
los países, salvo Brasil y el caribe inglés y francés- sino también por su evolución posterior,
por ejemplo gracias a la inmigración en algunos países: Brasil, Uruguay, Argentina, Chile y
Venezuela en menor medida. También adoptamos mayoritariamente la misma religión, y su
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influencia cultural ha sido inmensa, aunque hoy la proliferación de sectas o denominaciones
evangélicas y protestantes en general es asombrosa. Y finalmente, ya como fenómeno
contemporáneo del ultimo medio siglo, es cierto que buena parte de las industrias culturales
latinoamericanas
parlantes,
surten de los mismos productos a la mayoría de los países hispano
la mayor parte del tiempo. Es el caso, por supuesto, de la industria
cinematográfica, disquera y televisiva a la que ya se aludía anteriormente.
Hasta ahí llega México en su inclusión en una hipotética comunidad latinoamericana. La
dicha afinidad consiste justamente en estos asuntos del corazón, de la cultura, del pasado, más
que de intereses reales. Con una posible excepción: a menos de que se conserve todavía una
versión de la historia, del presente y del futuro latinoamericanos determinados por una única
contradicción, a saber, aquella que opone a los pueblos conquistados, luego colonizados,
luego oprimidos y explotados por el exterior a sus opresores foráneos sucesivos. Desde esa
perspectiva, en efecto, México y América Latina son uno y el mismo: constituyen una sola
victima, agraviada por un solo victimario. Pero difícilmente a estas alturas se encontraran
academias, cancillerías, empresas u organismos internacionales o regionales convencidas de
esta hiper-simplificación.
Los intereses reales de México son diferentes y el país se ubica en una situación especial que
no siempre se resalta lo suficiente en sus relaciones con otros países de América Latina.
Desde 1895, Estados Unidos pasa a ser el primer socio comercial de México, desplazando a
Francia y a Inglaterra. A partir de esa fecha, la preeminencia norteamericana solo crecerá.
Durante la Primera Guerra Mundial, por razones sobre todo logísticas (la interrupción del
tráfico trasatlántico), el comercio exterior de México se concentrará con Estados Unidos en
su totalidad. Luego se estabiliza en alrededor de 70%, y así perdura hasta finales de los años
ochenta del siglo pasado, cuando se incorporan a las cifras ordinarias el comercio de las
llamadas maquiladoras, elevando el porcentaje a casi 90%. El Tratado de Libre Comercio con
América del Norte (1994) incrementa ligeramente y sobre todo consolida esa proporción. Se
trata entonces de una historia de más de 100 años: un siglo entero de concentración
extraordinaria de comercio exterior con un solo país. Ahora bien, esa evaluación externa se
complementa además de una transformación interna. A partir de mediados de los años
ochenta, y de la entrada de México al GATT y de la abertura unilateral de la economía
mexicana, seguida del acuerdo con Estados Unidos y Canadá, el comercio internacional ocupa
una proporción mucho mayor de la actividad económica nacional, pasando de 12% del PIB
para la suma de las exportaciones e importaciones en 1982, a 70% en 2005.
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Una evolución análoga se produce con la inversión y el crédito extranjeros. Durante buena
parte del siglo 19, los principales países acreedores de México son la antigua potencia
colonial y Francia e Inglaterra; al grado que la en varias ocasiones alguno de los tres, o los
tres a la vez, recurren a tácticas coercitivas para lograr que México paga sus deudas. Lo
mismo sucede con la inversión extranjera: en orden, los principales inversionistas son
Inglaterra, Francia y España. Pero a partir del boom económico del período conocido como el
Porfiriato (de 1884 a 1910), la economía mexicana se orienta hacia la nueva minería (cobre),
la exportación de azúcar y más tarde de petróleo, y las principales inversiones extranjeras se
dirigen hacia la construcción de líneas férreas, todas ellas en dirección a Estados Unidos, y
todas ellas tendidas con recursos procedentes de Estados Unidos. Para 1910, más del 65% del
acervo de inversión extranjera es de origen norteamericano, y una proporción semejante se
observa en el flujo anual. Al igual que el comercio y con las mismas oscilaciones e
inevitables imprecisiones de contabilidad,
la participación de EU siguió aumentado
paulatinamente, alcanzando con el TLCAN un cifra superior al 70% a partir del año 2000. Es
cierto que todas estas cifras deben ser tomadas con alguna cautela, ya que, en materia de
inversión, por ejemplo, por un lado en ocasiones empresas europeas se contabilizan como
norteamericanas, ya que es una filial en Estados Unidos la que legalmente realiza la operación
financiera. Y a la inversa, en el caso de las exportaciones mexicanas, algunas de las que se
destinan a Europa salen por el puerto de Corpus Christi en Texas, tabulándose como si se
dirigieran a Estados Unidos, y algunas de las que van a Asia, salen vía Long Beach o Los
Ángeles. No obstante, en términos generales, los números son los que se señalan, y estas
variaciones estadísticas no alteran el razonamiento de fondo.
Y, por otra parte, al igual que en materia comercial, hoy la inversión extranjera en México
representa una porcentaje del PIB superior al que imperaba en años anteriores. Pasó de menos
de 1.5% del PIB en los años sesenta y setenta del siglo XX, a casi tres por ciento a finales del
mismo, para disminuir ligeramente en el lustro recién transcurrido. De tal suerte que no solo
las principales relaciones económicas internacionales del país se han concentrado de modo
abrumador con Estados Unidos, y desde hace más de un siglo, sino que la trascendencia de
esas relaciones en la actividad económica general del país también han aumentado de manera
sobresaliente.
Pero la concentración atípica de México en sus relaciones económicas internacionales se ha
visto agudizada por dos tendencias adicionales, una vieja ya de más de un siglo, la otra
remontándose a mediados del siglo pasado. Los primeros mexicanos que se fueron a trabajar
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a Estados Unidos, desde principios de la década de los ochenta del siglo diecinueve, eran
trabajadores que originalmente laboraron en la construcción de los ferrocarriles dentro de
territorio mexicano, y que luego fueron “enganchados” para ir a trabajar y seguir
construyendo los vías férreas hasta Kansas City, St. Louis y sobre todo Chicago. De entonces
data el inicio de la migración de mexicanos a Estados Unidos: hace 120 años. Huelga decir
que en esta materia, la concentración con Estados Unidos es total: los quince mil trabajadores
huésped invitados cada año a Canadá sencillamente no revisten pertinencia estadística.
El peso relativo
de la migración mexicana al norte sufrió también una modificación
cuantitativa. Aunque hasta principios de los años noventa del siglo veinte la proporción de
mexicanos expatriados como parte del total de la población permaneció sensiblemente estable
-desde la primera guerra mundial- ya no es el caso. En 1920, el 3.4% de la población nacida
en territorio mexicano radicaba fuera del mismo; en 1930, la cifra alcanzó su pico histórico en
la época pre-contemporánea, 3.8%. En 1940, descendió a 1.9%; en 1950 siguió bajando hasta
1.7%, y en 1960, en la víspera del cierre del Acuerdo Bracero, cayó hasta 1.6%, cifra que se
mantuvo hasta poco antes del final del decenio de los años setenta, constituyendo el punto
más bajo del siglo veinte. En 1980 año se duplicó, pasando a 3.2%; para 1990 se disparó
hasta el 5.3%, en el año 2000 rebasó 9%, y para el 2005 supero los 11% del total. Como se
ve, la evolución ha sido semejante a la del comercio exterior: la concentración con Estados
Unidos no ha variado en exceso, pero la magnitud del “concentrado” se ha triplicado desde
los apogeos de los años 20 y 30.
Es preciso agregar que en este rubro también se produce un cambio complementario que
coloca a México en una situación muy compleja desde 1996, y que explica la transformación
recién citada sobre la proporción de mexicanos foráneos. A partir de esa fecha comienza a
gestarse una diferencia cualitativa y ya no solo cuantitativa en la migración de los mexicanos
a Estados Unidos. En 1996, el presidente norteamericano Bill Clinton rompe lo que los
expertos han llamado la “circularidad” ancestral de la migración mexicana hacia Estados
Unidos, circularidad que se remonta también a principios del Siglo XX. La gente iba y venía
regularmente, a la pizca del tomate, de la fresa, del durazno, y de cultivo tras cultivo, de
región en región, de temporada en temporada. Al dificultar enormemente el Presidente
Clinton el cruce de la frontera a partir de 1996 -y por tanto a encarecerlo- los migrantes
empezaron a dejar de ir y venir. Lógicamente, comenzaron a permanecer en Estados Unidos,
a establecerse allá. Crecieron el costo, el peligro del cruce y la distancia del lugar de arraigo
de la frontera, conforme los migrantes iban arraigándose en zonas distintas
a las
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tradicionales; por ende, la gente empezó a traer a sus familias. No solo se incrementó
dramáticamente el número de mexicanos en Estados Unidos, sino que se produce una doble
dispersión: de origen y de destino.
El fin de la circularidad, y esa doble dispersión
contribuyen a un último cambio en este rubro: el crecimiento espectacular de las remesas,
alcanzando más de 23 mil millones de dólares en 2006, la segunda fuente de ingresos en
divisas del país –acercándose asombrosamente a la exportación de hidrocarburos, aún con
precios del petróleo estratosféricos. En parte este incremento se debió a una mejor
contabilidad por las instituciones financieras nacionales, en parte por la reducción del costo
del envío, en parte al aumento –también espectacular- del número de mexicanos en Estados
Unidos, y en buena medida a la transformación de su estatuto: de migrantes a inmigrantes.
Una segunda tendencia adicional a las transacciones comerciales y financieras ya descritas
consiste en el surgimiento o crecimiento de otras exportaciones de servicios.
México
Conforme
pierde competitividad en ciertos capítulos de la exportación de bienes
manufacturados – un ejemplo de ello reside en el desplazamiento de algunas maquiladoras a
China y a Centroamérica- el país
ha
ido detectando y aprovechando
nichos más
especializados de esa exportación de servicios. El que más destaca, y el que acertada y
repetidamente ha subrayado el Presidente Felipe Calderón, es el turismo. Obviamente no se
trata de una actividad nueva para México: el surgimiento de Acapulco como destino turístico
internacional se remonta a los años cincuenta, el de Cancún a finales de los setenta, y la de
Los Cabos a los noventa. Pero el crecimiento ha sido verdaderamente vertiginoso en tiempos
recientes, y sobre todo, existe la esperanza fundad de que lo será en el futuro.
Durante los
próximos 20 años, el turismo será uno de los sectores de mayor porvenir, mayor
competitividad, y mayor generación de empleo para México. Ya hoy se trata de la primera
industria empleadora del país, ocupando a casi dos millones y medio de personas, directa e
indirectamente.
Ahora bien, el 90% del turismo que llega a México proviene de Estados Unidos, hoy y
siempre. Las cifras quizás magnifican la realidad, porque en ocasiones se incluyen las
pernoctas fronterizas –no comparables con otros países- y también la proveniencia última: un
alemán que realizó una escala de dos días en Miami y luego se dirige a México para dedicarle
dos semanas al país azteca puede ser tabulado con turista…norteamericano. Pero son
excepciones, que, sobre todo, no alteran la evolución probable en los años que siguen. En
particular, el tipo de turismo que México debe procurar a partir del 2010 es un turismo más
permanente de los Estados Unidos. Se trata de aquellos estadounidenses y en menor medida
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canadienses que en 2010 comienzan a cumplir 65 años, los baby boomers que nacieron
después de 1945 y empiezan a jubilarse en condiciones inéditas: gozando de buena salud,
con pensiones y ahorros elevados, con una mirada
activa por delante.
abierta al mundo, y muchos años de vida
Ya no les atrae Florida o Arizona tanto como a sus predecesores.
Preferirían pasar seis meses o un año en México: el norte de Sonora, Yucatán, las costas de
Oaxaca. Sobra decir que se trata de una extraordinaria oportunidad para México, única en el
espacio y en el tiempo. Pero conviene ubicarle en el contexto de esta reflexión: ya hoy un
millón de norteamericanos pasan por lo menos la mitad del año en México; el país buscaría
por lo menos duplicar esa cantidad en cinco o seis años. Por tanto, crecería nuevamente la
proporción o “market-share” norteamericana del turismo en México, y las modificaciones
cualitativas de dicho turismo acentuarían
esa característica, y reforzarían los vínculos
mexicanos con el norte, no con el sur.
En conclusión, por un lado se encuentran las nostalgias del viejo régimen, el Chavo del Ocho
y Cantinflas, las películas de Blanca Estela Pavón y el Indio Fernández, el idioma y la
religión, las rancheras y los boleros, las “hermanas repúblicas” y un supuesto enemigo común.
Y por el otro figura el 90% de la inversión extranjera, el 90% del comercio internacional, el
90% del turismo, todos estos porcentajes originados en Estados Unidos; el total absoluto de
una migración inmensa a los Estados Unidos; y un número creciente y cada vez más crucial
de residentes norteamericanos al sur de su frontera. He aquí el dilema de México.
Dilema desgarrador, exacerbado por las peculiaridades del anterior sistema político que regía
en México, que ciertamente le brindó al país siete décadas de estabilidad política y cuatro
decenios de crecimiento económico, pero que a la vez dificultó, si no es que imposibilitó, la
toma conciente e informada de decisiones trascendentales. Las características de ese sistema
político, vigentes todavía a finales de los años ochenta y principios de los noventa, cuando el
país enfrentó la encrucijada del agotamiento de sus modelos político, económico, social e
internacional anteriores, le impidieron definir el camino futuro a seguir con pleno
conocimiento de causa. Una posible analogía podría residir en el antecedente español de los
años ochenta: al término del régimen franquista,
ese país resolvió emprender cambios
fundamentales en todos los ámbitos de su vida, pero en particular el de anclar esos cambios y
ahondarlos, a través del ingreso a la Unión Europea, denominada entonces Comunidad
Económica Europea. Esa decisión blindó, por así decirlo, los cambios ya en curso, y a la vez
los
profundizó. Pero la decisión se tomó de manera relativamente democrática -un
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referéndum nunca lo es del todo, pero lo es más que cualquier otra vía- y transparente -hasta
donde los pueblos, al igual que los individuos, son transparentes para si mismos.
En cambio, en México, desde el momento cuando el Presidente Carlos Salinas de Gortari
tomó la decisión en 1990 de negociar y luego de firmar el Tratado de Libre Comercio de
América del Norte (TLCAN) con Estados Unidos y Canadá, quedó patente por una de dos
razones que el país no sabía realmente en lo que se metía. La primera hipótesis podría
llamarse la prueba ontológica del sistema político: con las instituciones que existían en ese
tiempo, resultaba imposible que se produjera un debate abierto, democrático, informado y
coherente sobre las implicaciones comerciales, pero también de todas las demás índoles, del
Tratado. La segunda hipótesis, que ha sido atribuida al ex -Presidente del gobierno español
Felipe González, sugiere que de haberse producido ese debate, incluso en un sistema político
abierto, la sociedad mexicana hubiera optado contra el TLCAN, sobre todo si se hubieran
publicitado las consecuencias de largo plazo del mismo. (Está es, por cierto, la opinión de los
encuestadores que laboraban en la presidencia mexicana en aquel momento) Existen datos de
opinión pública contemporáneos que fortalecen esta interpretación y otros que la contradicen;
hoy abundan las encuestas que muestran que el TLCAN tiene un alto nivel de aprobación,
pero también que la mayoría de los mexicanos considera que le ha traído muchos más
beneficios a Estados Unidos que a México. De cualquier manera se trata de una discusión
puramente académica a estas alturas.
En todo caso, por un motivo u otro, no se le explicó a la sociedad mexicana, ni por cierto, al
concierto regional, en que consistían las consecuencias reales de ese tratado, sobre todo a la
luz de la realidad de la cual se partía, a saber, que México ya arrancaba su integración
comercial con una posición de extraordinaria concentración del conjunto de sus relaciones
foráneas con el norte. Dicho tratado intensificaría, fortalecería, y consolidaría
esa
concentración, volviéndola irreversible. No se le informó a la sociedad mexicana, ni a sus
vecinos latinoamericanos, el significado del acuerdo para la posición de México en el
mundo, para el alma mexicana, y para las tradiciones nacionales. Por ende, esa sociedad
siguió viviendo en el mundo mítico del desarrollo estabilizador de los años 1940-1970, del
modelo de la industrialización vía la
sustitución
de importaciones, de México y sus
hermanas repúblicas o del hermano mayor, de México como parte del Tercer Mundo (a pesar
de que gracias a -o por culpa de- el TLCAN, el país ingresó a la OCDE, el único país de
América Latina hasta la fecha, de hacerlo), del México garante y baluarte de los principios de
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no intervención, de auto-determinación de los pueblos, del México de la simulación y de la
retórica.
No es difícil comprender entonces que hoy, quince años más tarde, la sociedad mexicana
siga pensando igual, mientras que uno de cada cuatro mexicanos tiene parientes en Estados
Unidos y seis de cada diez confiesan en encuestas que se irían a vivir y trabajar allá si
pudieran. Lógicamente, el país padece una especie de esquizofrenia nacional, ejemplificada
por un incidente -de menor importancia pero sintomático- transcurrido en el año 2004, en el
Estadio Jalisco de la Ciudad de Guadalajara, durante la eliminatoria de fútbol para los Juegos
Olímpicos de Atenas. Contendían México y Estados Unidos por el sitio de Norteamérica en
Grecia; una proporción minoritaria,
pero no insignificante, de los 65 000 espectadores
abucheó –era comprensible- insultó –ya lo fue menos- y agredió –ya no era perdonable,
aunque en todas partes se cuecen habas- a los jugadores estadounidenses –que tampoco
demostraron una sensibilidad a toda prueba- y finalmente comenzó a corear la consigna de la
noche: “Osama, Osama, Osama.” No pasó a mayores el asunto, pero la paradoja era evidente
para cualquiera que conociera la geografía económica mexicana. Jalisco es uno de los cuatro
principales estados expulsores de migración hacia los Estados Unidos desde hace un siglo,
junto con Michoacán, Guanajuato y Zacatecas. Guadalajara. Las comunidades vecinas al
Lago de Chapala (Ajijíc, Chulavista, etc.) conforman una de las principales aglomeraciones
del país escogidas para norteamericanos retirados o semi-jubilados. Y Puerto Vallarta, el sitio
de veraneo jaliciense por excelencia, es, a la vez, el segundo destino turístico de México para
viajeros estadounidenses, después de Cancún, y antes de Los Cabos. De modo que la pequeña
parte enardecida de las gradas del Estadio Jalisco esa noche estaba literalmente buscando
matar a la proverbial gallina de los huevos de oro.
El gobierno mexicano que sucedió a Carlos Salinas tampoco pudo, ni quiso, explicitar las
repercusiones del rumbo elegido por su predecesor. Ernesto Zedillo entró al poder para
enfrentar de inmediato el terrible colapso económico de 1994-1995; se abocó a sacar al país
de la consiguiente y devastadora crisis, a un costo extraordinariamente elevado, y también en
un plazo sumamente breve. Lo logró, y le empieza a ir mejor a México a partir de 1996. Por
lo tanto lo último que desea hacer el Presidente Zedillo es
explicarle a la sociedad
mexicana el verdadero estado que guarda el país desde una perspectiva de largo plazo: es
hora de optimismo, después de la debacle. Enseguida llega la administración de Vicente Fox,
quien sí, al inicio de su mandato, se proponía explicar muchas cosas, pero que rápidamente
desiste de ese intento, en la medida en que cada explicación se topa con una ola de críticas,
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dudas, incredulidad y rechazo. Todo ello explica que en México al comenzar el gobierno de
Felipe Gobierno –el cuarto pos-NAFTA o TLCAN- persista
la misma inconciencia, la
idéntica falta de entendimiento de la nueva situación del país México: nueva por el salto
cualitativo que efectivamente sucede, pero también como resultado de un proceso histórico
largo de más de un siglo: no de la noche a la mañana. México se encuentra, por consiguiente,
sin brújula, independientemente del liderazgo que pueda o no tener en tal o cual coyuntura.
¿Que se puede hacer, y que no es factible?
Primero, es preciso aceptar ciertas realidades posiblemente incómodas. No se resuelve un
dilema de esta magnitud con breves frases, por afortunadas que sean, como la de Felipe
González: “México tiene la mira hacia el Norte y la mirada hacia el Sur”. Recurrir a metáforas
o aforismos, incluso brillantes no ayuda; hacerlo genera la sensación de la existencia de un
pensamiento complejo, cuando en realidad dichos mecanismos no constituyen más que
sucedáneos inservibles.
El problema solo puede resolverse en el fondo con una política exterior realista, no principista
ni retórica, que parta de verdades básicas, por dolorosas que parezcan; algunas de ellas
pueden incluso incomodar o irritar a oídos sensibles, pero es preferible verbalizarlas que
silenciarlas. La primera es que visto desde el altiplano mexicano, América Latina se divide en
dos: Centroamérica y el Caribe (lo que en alguna época se llamó la Cuenca del Caribe), y
América del Sur. La relación con América del Sur, en su conjunto, para México, no puede
ser una relación primordial: sencillamente
no existen las condiciones económicas,
geográficas e ideológicas para ello. No es posible para México buscar una relación central,
predominante, prioritaria con América del Sur sin entrar en una colisión con Brasil, y en ese
choque México tiene todo perdido de antemano. No hay manera para México de competir con
Brasil en los países limítrofes … de Brasil. Pero además Brasil sí posee una vocación
sudamericana, y México no. El país simplemente carece de los medios para alcanzar ese fin,
suponiendo que lo deseara y le conviniera.
En agosto del año 2000, gracias a las gestiones del Presidente Ricardo Lagos de Chile y del
Presidente Fernando Henrique Cardoso de Brasil, México fue invitado a la Cumbre de los
Países de América del Sur, después de haber sido excluído de la convocatoria inicial. Era
palpable el ánimo excluyente: los brasileños inventaron la susodicha agrupación en buena
medida para excluir a países como México, y aunque accedieron en esa ocasión a incluirlo
como invitado de última hora, tenían algo de razón.
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México no tiene nada que hacer buscando una política exterior de fondo cuya prioridad sea
América del Sur. No posee ni la capacidad, ni el interés nacional, ni la vocación para hacerlo;
Brasil sí. He aquí una realidad a la que deberá resignarse el país. Sin embargo, carecer de una
política exterior prioritaria para América del Sur, no significa abdicar de una política
exterior factible para el resto de América Latina, a saber, la zona natural de influencia
mexicana: la Cuenca del Caribe. Ahí si México dispone de vocación, interés nacional,
capacidad y recursos para terminar de construir una política exterior vigorosa y visionaria,
audaz y ambiciosa. Un germen de esta idea surgió en la Cancillería entre 1979 y 1982,
durante la gestión de mi padre, a través del apoyo a los movimientos anti-dictatoriales en
Centroamérica en esos años; también de alguna manera fue lo que intentó el Canciller
Bernardo Sepúlveda mediante los esfuerzos del llamado Grupo Contadora. Posteriormente
la idea de Fox (sugerida por el finado Adolfo Aguilar Zinser) del Plan Puebla-Panamá -que
no despegó- iba en la misma dirección.
Se trató de esfuerzos incipientes, no siempre
conceptualizados ni provistos de consensos o apoyos concientes en la sociedad mexicana,
pero que siguen siendo, o en realidad son cada vez más,
verosímiles como proyecto
mexicano.
Por varias razones. En primer lugar, existen complementariedades reales de las economías
en cuestión. México se ve obligado a desvincularse paulatinamente del ámbito de las
exportaciones de manufacturas de bajo valor agregado; no puede seguir indefinidamente
compitiendo en ese segmento del mercado global con países como China. Lo está haciendo, y
en cambio El Salvador, Guatemala, Costa Rica y la República Dominicana se hallan cada vez
más inmersos en ese rubro de exportaciones de tipo maquilador;
se produce así
una
complementariedad real.
Lo mismo sucede en materia de energía y de infraestructura. A pesar de sus dificultades
innegables en la coyuntura actual, México es un exportador neto de energía, y en el sureste,
dispone de amplias posibilidades de desarrollar las ya vastas capacidades hidroeléctricas
construidas en los últimos decenios. En lo tocante a la infraestructura, la situación puede
llegar a ser análoga: el país más grande puede ser una vía para las exportaciones o
importaciones de los países más pequeños.
En realidad, México y los países
centroamericanos y del Caribe comparten puntos en común mucho más allá de los programas
de televisión; entre otros, destacan un agenda común con Estados Unidos, en particular en
lo referente al turismo y la migración. Para Chile, para la Argentina, o incluso Brasil, el
tema de la migración hacia Estados Unidos sencillamente no existe. Para México, El
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Salvador, Guatemala, Honduras, República Dominicana y otras islas del Caribe (incluyendo
a la Cuba pos-castrista), es el tema primordial en la agenda bilateral con el vecino del norte.
Sucede lo mismo con el turismo, aunque en este capítulo ciertamente más que
complementariedad, hay competencia. Pero de igual manera, asuntos como seguridad
turística, “pre-clearance”, requisitos de pasaporte para norteamericanos, peajes de cruceros,
etc, constituyen puntos centrales y comunes de la relación con Estados Unidos. Estos
denominadores comunes y estas complementariedades dan pie a una verdadera posibilidad de
una política exterior mexicana hacia la parte de América Latina que es realmente cercana al
país. Sobre todo si en el futuro se dan y se darán cambios en la Cuenca del Caribe: en Cuba, y
en otras naciones también.
Esto nos permite una visión más realista y sensata de lo que es factible y que es a la vez
compatible con nuestra relación con Estados Unidos, y con la vocación e historia mexicanas
tal y como son y han sido. Lo cual no significa que México debe permanecer alejado o al
margen de América del Sur. De hecho existen cinco ejes posibles de relación con América
del Sur, que sin ser decisivos para ninguna de las partes, ni tampoco sustitutivas de otras
agendas, son viables e importantes.
En primer lugar se pueden forjar alianzas puntuales con determinados países en función de
un tema común especialmente trascendente. Un caso es el de Colombia, a partir del combate
al
crimen organizado y el narcotráfico. Ambos países gozan de una complementariedad
natural en esa lucha. Buena parte de la droga producida y/o procesada en Colombia pasa por
México camino a las calles de Nueva York o de Los Ángeles. Hay una penetración recíproca
de los carteles de la droga entre México y Colombia; debe gestarse una cooperación aún más
estrecha y eficaz de la que ya se ha construído a lo largo de los años.
Del mismo modo, no es despreciable la posibilidad de trabajar con Brasil en cuestiones
comerciales multilaterales, Doha o pos- Doha. México ciertamente se halla en una situación
diferente a la del gigante sudamericano: el 90% de su comercio se rige por un único tratado
bilateral. Pero aún en el margen, hay intereses multilaterales mexicanos (anti-dumping,
combate a la política agrícola de subsidios, proteccionismo de la Unión Europea y de Estados
Unidos) convergentes con los de Brasil etc. Se trata de una afinidad
México le
perjudican mucho más los subsidios
natural, aunque a
internos norteamericanos que el anti-
dumping o los aranceles europeos (debido al TLCAN). De igual manera, en el pasado
México y Venezuela han trabajado muy bien juntos en materia de regulación de los precios
del petróleo y de cooperación energética con Centroamérica y el Caribe. Desde 1981 existe el
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Acuerdo de San José que ofrece (ya solo en teoría) descuentos condicionados en la compra
centroamericana de crudo mexicano o venezolano. Asimismo, en 1997 y 1998, México,
Rusia y Venezuela conjugaron esfuerzos para establecer una especie de OPEP paralela
(México y Rusia no son miembros del cartel de Viena) para contrarrestar la dramática caída
de los precios del petróleo en ese momento. Dentro y fuera de la OPEP, se coordinaron
precios y recortes de oferta y el resultado, sin ser espectacular, fue satisfactorio. De igual
modo, con Ecuador México vive una coincidencia casi perfecta en materia migratoria: aunque
una proporción mayor de la población del país andino -18%- vive fuera del territorio nacional
que en el caso mexicano -11.5%-, al dividirse en dos destinos –Estados Unidos y España-, las
cifras se asemejan mucho a las mexicanas. La exitosa negociación ecuatoriana de un acuerdo
de trabajadores temporales con Madrid puede servir de base para la cooperación mexicana y
ecuatoriana con Estados Unidos en el mismo renglón, en cuanto se produzca la tan esperada y
pospuesta reforma migratoria norteamericana.
Un segundo ámbito consiste en el nuevo auge de las inversiones mexicanas en determinados
países de América Latina. Como ya vimos, el comercio en la mayoría de los casos es muy
pequeño, pero las inversiones no. Ya hay montos muy importantes de inversiones mexicanas
en Venezuela, Brasil, Argentina, Chile, Colombia, Ecuador y Perú. Entre 1990 y 2000,
empresas mexicanas diversas invirtieron 1500 millones de dólares en Venezuela, 1026
millones en Colombia, 518 millones en Argentina, 437 millones en Brasil, 279 millones en
Perú, 153 millones en Chile y 153 en Ecuador. Esto lleva a una relación diferente, ni mejor ni
peor, que aquella basada en otras realidades. México se vuelve “propietario” en estos países;
su política económica, su estado de derecho, el valor de su moneda, la evolución de su
mercado interno y su régimen cambiario se transforman súbitamente en temas que interesan a
México, en el sentido más estricto del término. Las grandes empresas mexicanas, y el
gobierno que debe apoyarlas en el exterior, crean afinidades, convergencias, aunque también,
en ocasiones, diferendos y conflictos. Este es en gran medida un terreno inexplorado para
México, y construir una política exterior para esta nueva realidad económica internacional es
uno de los principales retos para el país.
Un tercer rubro es de la construcción de alianzas estratégicas, de largo plazo y multifacéticas,
basadas en comunidades de interés y de enfoque que las permiten, o incluso las impulsan. El
mejor ejemplo, y quizás el único pertinente en el corto y mediano plazo, es Chile. Con Chile,
México tiene
la posibilidad
no solo de trabajar intensamente en la agenda bilateral -
comercio, inversiones, turismo, cultura- , sino
sobre todo en el ámbito regional y
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multilateral. Así lo han hecho los últimos dos gobiernos mexicanos y chilenos, a pesar de
ciertos roces (las dos candidaturas a la Secretaría General de la OEA; ciertas sensibilidades
ideológico/culturales distintas); así podrán profundizar e intensificar estos antecedentes para
el futuro. Porque además de las estrechas relaciones bilaterales ya imperantes, existe una gran
afinidad entre Chile y México en temas globales como el respeto por los derechos humanos,
la democracia, el cambio climático, etc. Axial se comprobó en el voto de ambos países en la
Comisión de Derechos Humanos en Ginebra sobre Cuba en el 2002 y nuevamente en lo
referente a Irak en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas en el 2003.
Esto conduce directamente al cuarto ámbito en el que México puede acercarse a Sudamérica,
y que en el futuro adquirirá cada vez mayor importancia en el concierto internacional. Por el
momento, México y Chile, y tal vez Uruguay y Costa Rica, son los únicos países de América
Latina verdaderamente partidarios de un nuevo régimen jurídico internacional, que incluya
mayores cesiones consentidas de soberanía, disposiciones más injerencistas y proactivas en
muchas materias, más audaz en temas como derechos de género, de pueblos indígenas,
laborales, ambientales,
corrupción, crimen organizado, etc. No hay, por supuesto, una
concordancia perfecta: en ocasiones, incluso los países discrepan (por ejemplo en derechos de
la niñez y salud reproductiva). Pero tienden a coincidir cada vez más, y seguramente lo harán
con mayor vigor y claridad si por desgracia se volviera necesario aplicar en la región algunos
de los instrumentos elaborados y ratificados por sus integrantes durante los últimos años para
defender la democracia y los derechos humanos.
A distintos empeños específicos de la construcción de este andamiaje podrán sumarse países
específicos, aunque naciones como Brasil, Argentina, y Venezuela en las condiciones
actuales, probablemente prefieran conservar sus posturas tradicionales sobre temas como
soberanía, supranacionalidad, no-universalidad de los derechos humanos de primera, segunda
y tercera generación, medio ambiente, etc. Pero mucho dependerá de la coyuntura, del tema
concreto, y del país en cuestión. Se abre en este capítulo una amplio abanico de posibilidades
de establecimiento de convergencias de México con sus vecinos del sur, a condición de no
buscar darle, salvo con Chile, una carácter general, abstracto y estratégico.
Un quinto y último terreno donde sí prevalecen oportunidades realistas y pertinentes para
acercamientos mexicanos con América del Sur es la cultura. Es cierto que en esta materia,
como en otras que ya se han examinado, imperan más rivalidades que complementariedades.
Pero las dimensiones mexicanas convierten al país azteca en un líder natural en temas como la
enseñanza y defensa del idioma español (un asunto fundamental, sobre todo en Estados
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Unidos), de la literatura, el cine, la música, la plástica y la danza hispanas. Axial, por
ejemplo, va a resultar difícil que cualquier país latinoamericano de habla hispana pueda, por
si solo, competir con instituciones como el Instituto Cervantes; pero juntos pueden formar
alianzas y asociaciones complementarias o competitivas frente a la presencia española. En los
hechos, las editoriales ya lo hacen: las grandes casas de Madrid y Barcelona se han
“latinoamericanizado “, pero también han desplazado a las viejas casas del Nuevo Mundo,
que sencillamente no cuentan con los recursos necesarios para sobrevivir en un mercado
abierto y globalizado. No conviene magnificar ni la trascendencia ni las posibilidades de la
cooperación México-Sudamericana en el terreno cultural, pero indudablemente existe una
ventana de oportunidades en este rubro.
He aquí, entonces, un balance realista y a la vez ambicioso y detallado de lo que se puede
hacer y lo que no se puede hacer en las relaciones entre México y América Latina. Antes de
concluir, sin embargo, vale la pena subrayar la antinomia entre dos grandes escuelas de
pensamiento a propósito de la diversificación de las relaciones internacionales (de toda
índole) de un país determinado, en una época determinada. Una escuela sostiene que frente a
la excesiva concentración de relaciones de un país con otro más poderoso, existe un único
antídoto: la diversificación hacia otro país, o grupo de países. Conviene exportar a otros,
importar de otros, atraer inversión, turismo, tecnología y remesas, en su caso, de otros socios,
para evitar, contrarrestar o neutralizar el virtual monopolio que un país puede llegar a ejercer,
por motivos históricos, geográficos, culturales, o incluso logísticos. Pero hay países para los
cuales, en los hechos, una diversificación de esa naturaleza sencillamente no es posible;
poseen una sola frontera, padecen una asimetría de vecindades abrumadora, la correlación de
fuerzas internacional
o regional cierra opciones concretas disponibles en abstracto, su
dotación de recursos y su vocación de mercados impondría un costo impagable
a la
diversificación.
En esos casos, no abundantes pero tampoco tan aislados en la historia, es preciso buscar
formas de diversificación novedosas, heterodoxas,
específicas para esos países en esas
coyunturas. Es la lógica mexicana desde la Segunda Guerra Mundial, inconciente e intuitiva
hasta el 2000, explícita y deliberada desde entonces. No hay país o región que pueda
equilibrar al vecino del norte; mientras subsistía la guerra fría y la URSS, nunca se atrevió el
país a desafiar a Washington tomando el partido de Moscú o siquiera coqueteando con la
Unión Soviética. Sencillamente no era una alternativa.
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México ha buscado construir un contrapeso a la concentración aplastante de todas sus
relaciones con Estados Unidos a través del activismo –o protagonismo, o participación activa,
según el eufemismo que cada quien prefiera- en la esfera multilateral. De allí provienen las
destacadas actuaciones mexicanas en materia de desarme, del derecho del mar, del medio
ambiente, ahora de los derechos humanos, de las organismos especializados de la
Organización de las Naciones Unidas, de población y mujeres, y muchas más. Conviene
recordar que México ha tenido un Premio Nobel de la Paz por su trabajo a favor del desarme,
un Director-General de la UNESCO (el primero), ha sido anfitrión
de varias de las
conferencias internacionales o cumbres más importantes del último medio siglo (Mujeres,
1974; Norte-Sur, 1981; Financiamiento para el Desarrollo, 2002; OMC, 2004). Este ha sido
el camino más provechoso y consensual de México desde hace años. En algunos aspectos se
interrumpió; por ejemplo, entre 1948 y 1980 el país desistió ser miembro no-permanente del
Consejo de Seguridad, pero volvió en 1980 (siendo Canciller Jorge Castañeda Álvarez de la
Rosa) y en 2002 (siendo Canciller que el escribe) y está planteada ya la candidatura mexicana
para el 2009. Este es el instrumento privilegiado de diversificación para México
¿En dónde está México? México está a medio camino geográficamente, pero ese punto
intermedio de equilibrio reviste una característica: lo que se podría llamar su centro de
gravedad se encuentra en el
norte, y no en el sur. Aceptar las conclusiones de esta
afirmación es doloroso para sus vecinos en América Latina, y desgarrador para la sociedad
mexicana. Los próximos años comprobarán esta paradoja: por un lado, todas las fuerzas y
tendencias económicas, sociales e ideológicas que empujan a México hacia el norte se
fortalecerán; a la vez los empeños retóricos y formales de afianzar
la pertenencia
latinoamericana del país también serán enfatizados por sus gobernantes. El desenlace es
previsible: el país se volverá cada vez más parte de América del Norte, América Latina se
alejará cada vez más de su realidad, y Centroamérica y el Caribe podrán inclinarse de un lado
o del otro, y México podrá acercarse a sus vecinos más inmediatos, o no. Seguramente
resultaría preferible para la sociedad mexicana en su conjunto
un
procedimiento más
transparente y franco: reconocer las realidades y actuar en función de ellas, en lugar de seguir
ambulando por el mundo mítico de “la americanidad”. Y seguramente sucederá lo contrario.
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