Teoría de la creación artística ¿Es el arte el resultado de un rapto de la inspiración o de un arduo trabajo? Velázquez parece plantearse esta misma pregunta en la conocida obra Las Meninas, en la que autorretrata en el acto de pintar un cuadro. A su lado, la infanta Margarita y otras damiselas de honor contemplan su trabajo, quizá un retrato de la reina Mariana y el rey. Los monarcas aparecen, a su vez, representados en una imagen situada en el fondo del taller, que bien pudiera ser la imagen reflejada en un espejo de lo que Velázquez está reproduciendo o un cuadro ya finalizado. En esta ambigüedad que se da entre ilusión y realidad radica la riqueza de esta obra, que también resulta excepcional por otro aspecto: no hay muchas pinturas antiguas en las que el espectador pueda ser testigo de cómo se desarrolla el acto creador, puesto que el arte nunca se ha valorado mucho como resultado de un trabajo. Por el contrario, se suele ensalzar su parte creativa, es decir, la mental o la intelectual, y menoscabar la técnica. A partir de esta premisa, puede establecerse una división en cuanto a la manera que se ha concebido la actividad artística a lo largo de la historia: por un lado, existe la opinión de que en la creación debe primar una habilidad o una destreza, y por lo tanto que ésta tiene que ver con la mimesis o imitación; por otro, se considera que el arte es el resultado de una idea, de la imaginación o de unos conceptos, y puede relacionarse entonces con la libertad creativa. En el primer caso, el arte es el fruto de un trabajo y, en consecuencia, se entiende como el producto de unos conocimientos adquiridos y de la aplicación de unas reglas o unas normas según unas determinadas habilidades. La misma palabra “arte” proviene de la expresión latina ars, a su vez originada en la voz griega Téchne y que significa destreza. Esta interpretación es la que ha imperado a lo largo de la historia en Occidente y ha dado lugar a que, en términos generales, las artes plásticas no hayan estado muy valoradas. De hecho, en la antigüedad clásica se clasificaron como una de las artes vulgares, en oposición a las liberales. Se trata de una dicotomía que se ha repetido en diferentes épocas con otros nombres, tales como artesanía o artes mecánicas frente a bellas artes. La aplicación de esta concepción de las artes puede observarse en la Edad Media, cuando los constructores de iglesias y catedrales se regían por los gremios. Entre otras funciones, estas instituciones dirigían la formación de los aprendices, regulaban la normativa constructiva y la manera de ascender entre las diferentes categorías de artesanos, desde aprendiz hasta los maestros. Todo ello comportaba una valoración del artista y del arte como una disciplina sujeta a un trabajo y que no se diferenciaba de otras actividades humanas. A este respecto, es conocida la anécdota de que Velázquez, artista de la Corte de Felipe IV, tuvo que declarar que pintaba por agradar y obsequiar al rey, y no como una profesión para ganarse la vida, a fin de que se le concediera el hábito de la Orden de Santiago. Sin embargo, los intentos por romper con esta manera de entender el arte como habilidad y elevar al artista a una nueva condición han sido varios. En el siglo XV, Filippo Brunelleschi, el arquitecto de la cúpula de Santa Maria dei Fiore, de Florencia, se negó a pagar la cuota de los gremios, con lo que desafió las leyes establecidas en aquellos momentos para los artistas. Asimismo, en 1470, su biógrafo afirmó que el arquitecto había obtenido sus innovadoras ideas a partir del estudio de la arquitectura romana. En la misma línea que Brunelleschi, Leonardo da Vinci encarna, entre los siglos XV y XVI, el prototipo de artista curioso que se interesa por muy diversos temas; entre sus escritos se encuentran teorías científicas acerca de la perspectiva, la anatomía, el color y las sombras, así como una teoría sobre las proporciones ideales entre las distintas partes del cuerpo que luego aplicó en sus obras. La consideración del arte como una actividad intelectual ha sido llevada al extremo por algunos artistas contemporáneos. En el trabajo de Andy Warhol, por ejemplo, queda perfectamente plasmada la manera de entender el arte como resultado de una idea y no de su ejecución. Así, en la serie de las latas Campbell, de principios de la década de 1960 Warhol se limitó a reproducir un icono o una imagen ya existente mediante serigrafía u otras técnicas. Otro caso esclarecedor es el de Donald Judd, que hacia la década de 1970 creó unas esculturas formadas por una serie de estructuras metálicas que él mismo encargaba fabricar; Judd, por lo tanto, era únicamente responsable de la concepción de la obra. Sin embargo, lo más habitual es que en toda creación se dé de forma paralela tanto uno como otro proceso, el mental y el de la realización. Así pues, normalmente se parte de una idea, es decir, de una abstracción, que es preciso concretar mediante una materia, una técnica y una forma. Paralelamente a la dualidad que plantea el proceso creativo, en el arte se da otra división que se basa en la fuente en la que se inspira el artista para crear sus obras: la realidad exterior o la interior. En este punto podría mencionarse la dicotomía establecida por el filósofo ateniense Platón (siglo IV a. C.) en el mito de la caverna (La República, libro X) entre un mundo real (el de la Idea o la verdad) y el mundo de las apariencias (de las copias). En dicho mito, Platón describe una cueva iluminada tan sólo por una hoguera que se encuentra a la entrada de ésta. Los prisioneros únicamente pueden ver las sombras producidas por el fuego, por lo que creen que estas sombras constituyen la realidad. De ello se desprende que existen al menos dos niveles de realidad o de acercamiento a la verdad. En la primera de las maneras de enfrentarse a la realidad, cuando el artista parte de una realidad exterior (la naturaleza, un bodegón, un retrato), se prima la mimesis como medio para dominar el arte. La imitación, pues, está ligada a la noción de que es en la experiencia donde se encuentra la verdad de las cosas. Siguiendo esta concepción, los impresionistas, a partir de las décadas de 1860-1870, se propusieron captar de manera fiel la realidad en estado puro, es decir, pretendieron plasmar en sus telas la luz y los colores mediante la fragmentación de las pinceladas. A este respecto, las obras puntillistas de Georges Seurat constituyen un ejemplo de la aplicación de unas teorías ópticas en lo que buscaba ser una reproducción fiel de la naturaleza. En oposición a esta manera de entender la realidad, también es posible considerar que el arte surge de unas ideas previas del artista, de su imaginación o de su fantasía, si bien éstas pueden tener como base la realidad. Giuseppe Arcimboldo, artista italiano de la segunda mitad del siglo XVI, constituye un caso curioso: en sus obras, unos insólitos retratos compuestos con frutas, verduras y peces, la imaginación desempeña un papel destacado en una época en que se daba primacía a la realidad. Asimismo, en el extremo de esta interpretación se halla el surrealismo, importante movimiento de la primera mitad del siglo xx que abarcó pintura, poesía, cine y otras disciplinas. Con la expresión “escritura automática” se definía el principio consistente en liberar el estado interior del ser humano, lo que acabó plasmándose en diversas técnicas como el collage, en juegos en los que intervenía el azar y en pinturas en las que los sueños siempre estaban presentes, como las conocidas obras de Salvador Dalí o de Remedios Varo.