REVISTA CAMBIO No. 745 (11 al 17 de septiembre del 2007) p.74-75 Salmona o la poesía del ladrillo (Página 1 de 2) Por Fernando Quiroz* Periodista y escritor. Por una de esas paradojas de la vida, a Rogelio Salmona le rechazaron la solicitud para comprar un apartamento en las Torres del Parque. Llevaba siete años trabajando en el proyecto que le habían encargado para devolverle la vida al centro internacional de Bogotá. Para que, a medida que la ciudad se extendía hacia el norte y hacia el occidente, no se convirtiera en una zona poblada de oficinistas en el día y de fantasmas en la noche. Llevaba siete años metido de cabeza en esos tres edificios de ladrillo que miran a Monserrate y a Guadalupe y que tienen a sus pies la plaza de toros de Santamaría. Siete años, desde que le entregaron ese lote en el que antes se levantaba una casa de putas, desde que hizo el primer boceto del conjunto residencial a mano alzada, hasta que vio pegar el último ladrillo. Varias veces había corregido sobre la marcha pequeños detalles del diseño, para que las más de mil personas que hoy la habitan pudieran tener una mejor vista o disfrutar a plenitud del sol. Todavía no sabía que su obra recién terminada se convertiría en un punto de referencia de la arquitectura latinoamericana ni que marcaría el camino para que quienes venían detrás de él pensaran a Bogotá de otra manera. No sabía que había partido en dos la historia de la arquitectura de la Capital. Pero quería vivir ahí, muy cerca de la colina de la deshonra en la que había compartido tantas veladas con los pintores, los poetas, los dramaturgos y los periodistas que llevaban la batuta de la movida cultural. Muy cerca de las centenarias palmas de cera del Parque de la Independencia que le dio nombre a su obra. Pero los analistas de crédito le negaron la solicitud, porque Salmona no tenía dinero suficiente para respaldar el préstamo. En cambio, tenía suficiente talento. Y eso les bastó a algunos de sus amigos, con Guillermo Angulo a la cabeza, para gestionarle a Salmona un apartamento en la obra que acababa de crear. Un apartamento en el piso quince en el que vivió hasta la semana pasada, cuando el cáncer al que le había tomado del pelo mientras seguía imaginando proyectos de ladrillo finalmente le ganó la batalla. Las Torres del Parque confirmaron el talento de este arquitecto bogotano que nació en París en 1929, de padre español y madre francesa. Que se crió entre andamios y bultos de cemento mientras veía cómo se levantaba el barrio Teusaquillo. Que iba con su padre a ver a Jorge Eliécer Gaitán en la plaza pública. Que estudió arquitectura un par de años en la Universidad Nacional. Que un día se sentó en la misma mesa con Le Corbusier y muy pronto se convirtió en uno de sus asistentes en el taller que tenía en un antiguo claustro de París. Que diez años después se fue a viajar al sur de España y quedó maravillado cuando conoció La Alhambra, en Granada. Allí, en Andalucía, completó el aprendizaje que luego habría de aplicar en sus obras, en las que hay elementos precolombinos (las construcciones no se imponen desde lejos sino que se descubren a medida que se recorren, como la Casa del Fuerte de San Juan de Manzanillo o Casa de huéspedes ilustres de Cartagena), elementos de la arquitectura colonial (los edificios miran a un patio interno, como en el Archivo General de la Nación), elementos modernistas (la geometría establece un juego, como en el edificio de posgrados de la Universidad Nacional) y elementos de la herencia árabe en España (el agua está siempre presente en las construcciones, como en la Biblioteca Virgilio Barco).