sindicalismo y represión en el franquismo - CCOO-A

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SINDICALISMO Y REPRESIÓN EN EL FRANQUISMO
“Aquella noche me dieron tres palizas. Me tenían en el sótano y me
subían arriba. Preguntaban, querían saber nombres... Vergajazos y más
vergajazos[...] Seguían golpeando, cuando ya me caía prácticamente
desmayado, entonces me bajaban y me dejaban caer en una celda.
Pero volvían al rato y otra vez arriba... Ni me curaban, qué va, medio
muerto con el cuerpo amoratado.... Así me tuvieron durante 17 días. En
los últimos días, aunque quisiera gritar no podía, pero me salían como
unos suspiros muy profundos y roncos, como si tuviera los pulmones
destrozados.
Esto lo hacía la policía política cuatro años antes de morir el dictador, 30 años
después de finalizar la guerra civil. El testimonio, de Francisco Portillo, dirigente del
PCE de Granada, detenido tras el Proceso de Burgos de 1970. Un testimonio, uno
más, de entre otros muchos.
Frente a quienes hoy siguen intentando mostrar una dictadura un tanto
descafeinada y que se fue suavizando con el paso de los años, hay que afirmar que no
fue una dictadura a secas, sino una dictadura totalitaria con vocación de permanencia.
Permítanme que me centre, en este reducido espacio de tiempo, en mostrar la
afirmación anterior y no precisamente porque no debamos poner en valor las
atrocidades cometidas tras la guerra civil, las largas condenas de cárcel, las torturas o
los fusilamientos diarios, sino para confrontar con una historiografía interesada que, al
afirmar que el régimen aflojó las cuerdas con el paso de los años, intenta demostrar de
paso que la democracia vino dada por la magnanimidad de los sectores reformistas
del régimen –incluida la monarquía- y no por la acumulación de fuerzas de los
sectores antifranquistas y, especialmente el movimiento obrero, que impidieron que el
franquismo se perpetuara sin Franco.
Si pudiéramos atribuirle una característica definitoria del régimen franquista es
que éste se construyó, ante todo, sobre la base del terror. Desde sus inicios, los
principales dirigentes del golpe de estado contra la legalidad republicana plantearon
con nitidez la necesidad de realizar una violencia extrema. “Hay que sembrar el terror,
-decía Emilio Mola- hay que dejar sensación de dominio eliminando sin escrúpulos ni
vacilación a todos los que no piensen como nosotros”. Y, efectivamente, después de la
victoria, la represión franquista se construyó desde la venganza de una forma cruel,
exhaustiva y terrible.
Todas las organizaciones obreras ligadas al Frente Popular fueron barridas tras
la Guerra Civil y todas ellas sucumbieron a la represión franquista. El balance de la
represión sobre la población andaluza fue devastador, pudiendo afirmarse que fue de
los más brutales y masivos de todo el Estado español. Además de los miles de presos
encarcelados en sus prisiones provinciales, el número total de ejecuciones ascendió,
según diversos autores, a casi cuarenta mil personas.
Desde la prohibición y persecución de los partidos políticos, hasta la
criminalización de los sindicatos, la dictadura franquista es una historia de sufrimiento
y violencia desde donde se negó los derechos humanos más elementales: el
servilismo de la magistratura que convierte en doctrina jurídica las acusaciones
policiales, el colaboracionismo de las autoridades académicas para denunciar a los
universitarios más concienciados, el papel represor de los empresarios –en
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connivencia con los cuerpos policiales- para engrosar las listas negras contra los
trabajadores más activos o, esa otra represión soterrada y difícil de cuantificar, como
las palizas, vejaciones o torturas contra los militantes antifranquistas. En definitiva, uno
de los rasgos que la dictadura mantuvo incólume durante toda su trayectoria fue, sin
duda, su intrínseco carácter represivo.
Desde sus inicios el régimen va a combinar tres órdenes de actuación: el
político-judicial (legislación represiva, detenciones, encarcelamientos o deportaciones),
el administrativo (destituciones de cargos sindicales, prohibición de la negociación
colectiva, establecimientos de topes salariales por decreto o multas gubernativas) y la
propia actuación empresarial (despidos colectivos o sanciones). Estas tres facetas se
combinarán en el tiempo coincidiendo con el resurgir del movimiento obrero y con el
objetivo de impedir su consolidación y avance. No en vano, la finalidad del régimen,
desde su nacimiento, no fue otra que poner el mundo del trabajo al servicio del capital.
Posiblemente, por ello, es la Organización Sindical (CNS) la institución de mayor
trascendencia sociopolítica dentro de las vinculadas a Falange: un monstruoso aparato
creado, fundamentalmente, para controlar y domesticar a la clase obrera. Y, por ello,
una de las primeras tareas legislativas del régimen consistió en apuntalar un
entramado jurídico que evitara a toda costa la conflictividad laboral. En este sentido, la
legislación se enfocó para anular los instrumentos básicos de organización del
movimiento obrero: la participación en huelgas era considerada como delito de
sedición, los conflictos colectivos como delito de lesa patria, delito de rebelión y delito
contra la Seguridad del Estado.
Una represión que, en los años cuarenta y primeros de los cincuenta, persiguió
sin tregua cualquier reconstrucción de los partidos y sindicatos de izquierda. Una
dictadura, en fin, que no contenta con enviar a más de medio millón de personas al
exilio, encarcelar a otros centenares de miles y de ejecutar en sus cárceles entre
100.000 y 200.000 personas entre 1939 y 1945, mantuvo una feroz represión contra
cualquier disidencia a lo largo de toda la vida de Franco.
La represión continuó a partir de los años sesenta, coincidiendo básicamente
con el resurgir del movimiento obrero a partir de las huelgas mineras de Asturias de
1962 que - ya está comúnmente asumido-, marcan un punto de inflexión para la
reconstrucción del movimiento obrero en España tras la guerra civil. Una
reconstrucción que se articulará, fundamentalmente, desde la creación original y
genuina de la clase obrera española cual fueron las Comisiones Obreras, semillero
plural de cuadros y dirigentes que, posteriormente, engrosarán muchas organizaciones
de izquierda en España. Y, desde luego, con la aportación fundamental del PCE que
fue la argamasa de aquéllas. No en balde, la represión se cerniría esencialmente
sobre los militantes de ambas organizaciones. Es el auge y ascenso del movimiento
obrero, que no cesará hasta la muerte de Franco y que se manifestará con más
contundencia en la transición, el que va a explicar cómo el régimen sigue creando una
legislación e instituciones represivas que intentan frenar el avance y consolidación de
aquél.
Permítanme sólo dos ejemplos para explicar esto: la creación del TOP y los
sucesivos estados de excepción.
1. El TOP.
Fue una institución jurídica de la represión política que funcionará durante 13
años desde su puesta en funcionamiento en 1964. Pues bien, uno de sus objetivos fue
la pronta resolución de las causas relacionadas con el orden público. De acuerdo con
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la información disponible en el Archivo General de la Administración, en los trece años
de actividad del TOP se incoaron 22.660 procedimientos. Teniendo en cuenta –
siguiendo a Juan José del Águila, en su libro EL TOP, la represión de la libertad,- que
el promedio de procesados por sentencia dictada era de 2,35 individuos, entonces es
razonable asumir la hipótesis de que 53.500 personas aproximadamente sufrieron
represión en el último periodo del franquismo. Miles de años de prisión.
Numerosísimas y cuantiosas multas que recayeron sobre estos trabajadores y a las
que no podían hacer frente en numerosas ocasiones y tuvieron que pagarlas con más
días en la cárcel. Cientos y miles de despidos –que no se nos olvide la connivencia de
la patronal en la represión franquista-. Sólo en la huelga de la construcción de Sevilla
de 1970 se despidieron a más de 2.000 trabajadores. Todo ello, en fin, considerado en
su conjunto, da cuenta de unas prácticas represivas desconocidas en nuestro ámbito
europeo desde las dictaduras de Hitler y Mussulini.
En cuanto a las penas, entre 1964 y 1976 el TOP aplicó 7.417 penas,
imponiéndose un total de 11.731 años de cárcel, aumentándose curiosamente el
número de años de condena desde 1965 y alcanzando la cota más alta una década
después. Lógicamente, por oficios, la mitad de los procesados, un 49% fueron
obreros, seguidos de un 22% de estudiantes y el resto de otras profesiones liberales.
Podemos afirmar que la elevada presencia de trabajadores , la mitad del total,
explicaría que el objetivo último de la jurisdicción especial creada en 1962 por el
franquismo fue represaliar principalmente las conductas disidentes de la clase obrera.
Siete años después de su institucionalización, es decir, en 1971, el número de
trabajadores procesados se había duplicado, especialmente como resultado de la
preocupación que entre los representantes del régimen comenzaba a despertar los
fantasmas de la vigorosa movilización obrera experimentada en la guerra civil. No en
vano, el número de penas y, especialmente, las torturas, se aplicaron,
fundamentalmente, a dirigentes obreros, por no hablar de las dos docenas de
militantes obreros muertos en distintos conflictos laborales que salpicaron toda la
geografía española desde los comienzos de la década de los sesenta.
Pero la creación del TOP no significó, ni mucho menos, que no se siguiera usando
la jurisdicción militar. El mismo 18 de agosto de 1968 se publicaría un decreto sobre
delitos de Bandidaje y Terrorismo por el cual se mantenía la tipificación de “rebelión
militar” para un amplio abanico de actitudes pacíficas de disidencia y oposición política
que incluía reuniones y manifestaciones o huelgas. A partir de ese momento esas
actitudes disidentes podían ser enjuiciadas bien el TOP o bien la jurisdicción militar,
según el parecer de esta última. Así, entre 1969 y 1970 fueron condenados por los
tribunales militares 803 personas, lo que no significó que disminuyera el número de
procesados por el TOP, sino que este tribunal aumentó casi dos mil estos mismos
años.
En fin, sólo en Andalucía entre 1967 y 1971, ambos inclusive, se practicarán más
de un millar de detenciones –fundamentalmente de militantes obreros-, desposesiones
de los cargos sindicales más combativos que se habían conquistado en las distintas
elecciones sindicales, deportaciones de los dirigentes más significativos como las de
Eduardo Saborido a Santiago de la Espada y la de Fernando Soto a Valdepeñas de
Jaén, ya que estamos en esta provincia, pero también hoy nos acompañan otros
deportados
como
____________________________________________________________________ y
cientos de despidos a consecuencia de las huelgas, plantes y otras manifestaciones
de protesta. Por ejemplo, en la huelga de la construcción de Granada de 1970, serán
asesinados tres trabajadores mientras se concentraban pacíficamente frente al
sindicato vertical para pedir aumentos salariales.
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2. Los estados de excepción
Sin embargo, la dictadura a pesar de su gran capacidad represiva, fue débil
desde el punto de vista político. Bastaba con que una parte del pueblo español, por lo
general obreros o estudiantes, se movilizaran exigiendo mejoras salariales, la reforma
universitaria o libertades políticas y sindicales, para que al régimen le entrara un
extraño pánico y se apresurara a suspender inmediatamente la aplicación de
determinados artículos del Fuero de los Españoles. Nada menos que 11 fueron los
Estados de Excepción que se decretaron durante la dictadura franquista, el último de
ellos el 25 de abril de 1975. Y eso que en una dictadura un estado de excepción
constituye un sarcasmo, puesto que ese estado era el habitual en la vida del país.
El estado de excepción, regulado en los artículos 25 a 34 , de la Ley de Orden
Público de 1959, le posibilitaba al gobierno el ejercicio de facultades extraordinarias
para aquellas situaciones en las que a su juicio no le quedara otro remedio y
resultaran imprescindibles para restaurar la paz social, tesoro fundamental para la
tranquilidad del régimen. Sin embargo,
transcurridos tres años desde su
promulgación, al régimen debió parecerle que la sociedad española no gozaba de
buena salud pública, y decidió echar mano de aquellas medidas excepcionales, cuya
falta de proporcionalidad con las causas revelaba la naturaleza de su rostro policial.
De esta manera, disponía de la sociedad española como rehén y víctima colectiva de
unas medidas cuya gravedad es fácil deducir de la lectura de los artículos 28 y
siguientes de dicha la Ley de Orden Público que concedían carta blanca a las
autoridades gubernativas para limitar los derechos y libertades públicas.
¿Y qué significaba el estado de excepción para los opositores antifranquistas? Si
comencé con las torturas contra un militante comunista, este otro testimonio de un
militante de las JJ.SS. y de las Comisiones Obreras Juveniles, en aquellos días del
estado de excepción de 1969, contra el que se ensañaron especialmente. Francisco
Rodríguez, “Curro”, fue llevado una fría mañana de febrero a la comisaría de la
Gavidia:
“Llego y me toman la filiación y empiezan a preguntarme
inmediatamente. Pero al poco tiempo, como no sacaban nada me dicen,
“verás cuando venga Gregorio”. Gregorio era un garrote de los que se
habían dicho siempre de picha de toro, cortito, con punta retorcido. Sin
más, sacan a Gregorio y empiezan a pegarme en la cabeza. Me
acusaban que yo pertenecía al PSOE y que yo había tirado la hoja
volandera que me habían encontrado. Me preguntaban que quiénes
eran mis compañeros. No se me olvidará jamás en la vida. Ellos,
además, tenían un plato de plástico grueso y entonces empiezan a
darme con el canto en la cabeza. Se tiraron 18 días dándome con el
plato en la cabeza. Esos golpes es que cuando llevan dándote media
hora te duelen las uñas de los pies. En la cabeza me dieron lo que no te
puedes imaginar.
Yo mismo no entendía qué querían de mí. Porque por mucho que yo
hable, ¿qué les iba a dar, el nombre de 6 o 7 o 10 jóvenes como yo?
¿éramos tan peligrosos como para hacerme lo que me estaban
haciendo? A mi me llevaron dos médicos a la comisaría durante el
tiempo en que estuve detenido. Fueron a verme y los médicos les
autorizaban para que siguieran pegándome. Eso sí, me mandaban
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calmantes para mejorar y que siguieran pegándome. Me pusieron
morado desde la cabeza a los pies, dándome la vuelta al cuerpo.
En todos los casos en que hemos entrevistado desde la Sección de la
Recuperación de la Memoria Histórica del Archivo Histórico de CC.OO. de Andalucía,
el procedimiento siempre es el mismo: la Brigada Político Social o la Brigada de
Información de la Guardia Civil se personan en el domicilio del detenido –normalmente
a altas horas de la madrugada para no crear alarma-, sin ninguna orden de detención
y realizan el registro sin ningún mandamiento judicial. De ahí se los llevan a las tristes
comisarías o a los calabozos de los cuartelillos y allí comienzan los interrogatorios y
las torturas físicas y psicológicas que podían durar todo el tiempo que durase el estado
de excepción, ya que había quedado en suspenso el artículo del Fuero de los
Españoles que determinaba que no podían estar en comisaría más de 72 horas. Las
paredes de la comisaría de la Gavidia en Sevilla, el cuartel de Natera en Málaga, los
calabozos del cuartel del Sacrificio en Sevilla, la comisaría de la DGS de Granada o
aquí mismo los calabozos de la comisaría que había en lo que hoy es Diputación
Provincial, se poblarán de torturadores. Nombres como el de Antonio Juan Creix, José
Martín, Francisco Colinas, Francisco Beltrán, Serrano o José Soriano se aplicarán con
saña contra los militantes sevillanos; en Málaga no olvidarán a Clavijo, “El Gallego”,
José Nogales, “El niño Taísa”, El niño de Alhaurín” o Vargas; en Granada Miguel
Guisado Ladrón de Guevara, Pepe Quílez, Ángel Mestanza, Francisco González
Huertas o Francisco Casado.
Pero no hay tiempo apenas para hablar de las sórdidas cárceles franquistas.
Cada vez que paso por la cárcel de Jaén mi memoria se puebla de sus hombres y de
sus nombres, de su pequeña gran historia: a Eduardo Saborido entrando una noche
del 19 de marzo de 1969, tras dejar a su mujer y a sus hijos solos en una pensión de
Santiago de la Espada y su cara de felicidad cuando atisbó la cara solidaria de Juan
Muñiz Zapico “Juanín”, del periodista asesinado por ETA –qué historia tan paradójicaJosé Luis López Lacalle, el gallego Manuel Amor Deus, el legendario preso Jesús
Redondo Abuín; el catalán Pere Ardiaca; el asturiano Gerardo Iglesias o los mineros
“Chepu”, Vallina o “Pipo”; el madrileño Víctor García Conde; los canarios Armando
León Rodríguez, José Montenegro Álamo, Juan Valido Hernández, Francisco
González Torres y Lorenzo Felipe Vera tan lejos de su Teide o el rosario de sevillanos
como Antonio García Cano, José Pérez Norte, Francisco Ruiz García, Jaime Montes,
Manuel Gonzalo Mateu (originario de Guarromán), Francisco Velasco, el pintor
Francisco Cuadrado que tantos dibujos regaló a sus camaradas, Enrique Bernal Pérez
“EL galleguito”, Joaquín Maldonado, Florentino Pérez Avellaneda, Jaime Baena Abad,
Antonio Gallego Fernández o José Hormigo; los malagueños Manuel Ruiz Benítez,
Antonio Cabello, Rafael Crossa, José Muñoz, José Sánchez o los hermanos Campoy;
los gaditanos Manuel Romero Pazos, Antonio Álvarez Herrera, Francisco Artola,
Manuel García Túnez, Antonio Cárdenas Delgado, José María Perea España o Rafael
González Sánchez; el cordobés Rafael Urbano, los jiennenses Rosario Ramírez,
Cayetano Rodríguez o Carlos Expósito, entre otros muchos...
Veo poblar sus celdas, los plantes y huelgas de hambre para reivindicar mejor
comida o más intimidad para las comunicaciones, el ingenio para meter una radio
clandestina en una lata, la organización de los presos en comunas para sobrevivir, a
“la prima Rosario” sola en la galería de mujeres día y noche durante ocho meses, el
sufrimiento del comunista madrileño Manuel Capote que, aislado en una celda un fin
de semana, no superó una úlcera sangrante y murió desangrado por desatención
médica, el plante que en 1971 tuvieron que hacer los presos políticos para exigir un
médico un fin de semana para que atendiera a un preso aquejado de pancreatitis y,
sobre todo, su soledad y la de sus mujeres que venían de cientos de kilómetros para
hablar –por decir algo, ya que aquello era un enjambre de gritos- durante los raquíticos
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20 minutos con sus maridos y se encontraban en una ciudad extraña, ajena a cuanto
allí pasaba o la emoción de ver a sus hijos tras largas ausencias, el sufrimiento de los
presos canarios que presos y desterrados no pudieron ver, en algunos casos, a sus
mujeres y a sus hijos durante más de 4 años. Pero también ráfagas de solidaridad
como el de la “prima Rosario” que les llevaba comida religiosamente todos los fines de
semana o acogía a las mujeres en su casa, mientras estuvo en libertad. Aquel portazo
de finales de 1975 por el que dejaban atrás largos años de prisión, símbolo de esa
España de sepia, los procesados del 1001, Eduardo y Soto, mientras se abrazaban a
sus mujeres un día frío de llovizna.
Pero debo ir concluyendo. Desde que he iniciado el trabajo de investigación de
la dictadura franquista, siempre me ha sobrecogido ese heroísmo anónimo de
hombres y mujeres que hablaron en una época de silencio. He admirado y sigo
haciéndolo a estos trabajadores, gente del pueblo, gente sencilla, como nuestros
queridos paisanos Cayetano Rodríguez, Carlos Expósito, Rosario Ramírez, a José el
Rubio –que quedó parapléjico de las palizas que le dieron- y a tantos otros que
pusieron lo mejor de sus vidas para conseguir un mundo con más igualdad desde la
mayor libertad. Su memoria, la del movimiento obrero, principal protagonista contra la
dictadura de Franco y al que tanto se le ha negado y se le niega injustamente, no
puede quedar recluida en el desván de la historia y actos como éste son una
reclamación y un homenaje hacia ellos, pero también una reafirmación de compromiso
con la historia, con los valores democráticos, de libertad y justicia social y, desde
luego, con la clase obrera de Andalucía, de España y del mundo.
Muchas gracias.
Alfonso Martínez Foronda. Presidente Fundación Estudios Sindicales
Archivo Histórico CC.OO. de Andalucía
Jaén, 10 de octubre de 2005
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