Toledo: el liderazgo necesario de un gobernante

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TOLEDO: EL LIDERAZGO NECESARIO DE UN GOBERNANTE
Eduardo Ballón E.
Transcurridos más de cien días del gobierno de Alejandro Toledo, las distintas
encuestas y sondeos de opinión pública realizados a mediados de noviembre
mostraron su rápido desgaste y una creciente desconfianza en los distintos
sectores sociales respecto a su capacidad de hacer frente a los grandes retos y
dificultades que afronta el país. Ajena a cualquier extremismo, la gente expresó su
desencanto y su paulatina pérdida de entusiasmo por un gobierno que recién
empezaba su gestión.
Entre las distintas explicaciones que dieron a esta situación políticos y analistas,
la que aparece con mayor fuerza y aceptación es la que pone a Alejandro Toledo y
su estilo de gestión en el centro del problema. La falta de liderazgo presidencial se
encontraría en la base del desencanto ciudadano que paulatinamente puede
trocarse en descontento; consistiría sustantivamente en cierta falta de orden y de
iniciativa gubernamental, que parecen mayores que los pocos logros exhibidos en
este tiempo. Reflexionar sobre las características del liderazgo que construyó
Toledo en los últimos años puede resultar entonces un ejercicio interesante.
El Toledo candidato y opositor
Hasta antes de la crisis del fujimorismo, Alejandro Toledo era una figura poco
significativa de la política nacional. Incluso se podría decir que poco atractiva.
Alejado de la imagen del político carismático encarnada por Alan García, ajeno a
la gran cultura política y a la discreción de Valentín Paniagua y distante del político
tradicional, el presidente era casi un outsider. Carente de partido o de discurso
propio, sin una historia anterior que lo vinculara significativamente a la cosa
pública, elaboró trabajosamente su imagen de éxito personal: de la pobreza
absoluta de Cabana a consultor exitoso de organismos multilaterales, pasando por
la universidad americana; todo a partir de su propio esfuerzo.
Desde esa imagen se abrió lentamente un espacio menor en la política nacional
durante la década del noventa, en la que persistió como aspirante al sillón
presidencial. El derrumbe del fujimontesinismo, la recurrente crisis de los partidos
políticos y la debilidad de los distintos liderazgos que competían con él, le abrieron
un espacio significativo. Devino entonces en uno de los opositores más claros del
régimen anterior, primero, y en la cabeza de la oposición, después, tras la marcha
de los Cuatro Suyos.
A su imagen personal –un cholo originalmente pobre que arriesgaba su éxito
personal al encabezar la lucha contra un régimen político autoritario y mafioso- le
sumó su terquedad, contra viento y marea, Toledo denunció la falta de legalidad y
de legitimidad del tercer mandato de Fujimori. La calle se convirtió en su escenario
y en ella, lo que no es nada desdeñable para los tiempos que corren en el país,
aprendió a concertar con otras fuerzas y sectores contra los señores de la
corrupción.
Carente de un verbo florido o de propuestas muy precisas, se aprovechó de su
empatía con la gente, de la fácil identificación de ésta con su figura y de la agonía
de sus enemigos para terminar de posicionarse. Su triunfo en julio pasado no
sorprendió a nadie. Por el contrario, la sorpresa y el susto los dio Alan García,
quien con su carisma, su discurso fácil y fluido, su gestualidad y su sentido de la
oportunidad mostró una vez más sus dotes de animal político y de líder por
extensión.
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Así, mientras el liderazgo de García aparecía más anclado en su «seductora
personalidad», el de Toledo encontraba sus bases en su biografía y en la relación
que fue construyendo con la gente en la lucha contra Fujimori. El primero
representaba la figura del «héroe carismático», que ha entrado en crisis con la
consolidación institucional de las democracias, mientras que Toledo expresaba la
situación de un contexto político específico, lo que le permitió captar los suficientes
votos a pesar de su limitada oratoria y su paradójica locuacidad.
El estilo de Toledo presidente
Hoy día se ha puesto de moda, no sin razón, cuestionar el estilo del presidente
Toledo. La impuntualidad presidencial, su exagerada remuneración, la presencia
reiterada y poco cuidadosa de las formas de sus parientes y allegados en distintos
cargos de confianza, las declaraciones contradictorias y algunos gestos poco
felices son parte del discurso cotidiano de sus críticos, que son muchos y variados
y van desde los protagonistas «heavy» y «light» del régimen anterior, hasta
quienes legítimamente se disputan el liderazgo en el variopinto espectro de la
oposición.
En este escenario, lo accesorio y anecdótico de las formas presidenciales, que
no dejan de ser importantes, dificulta el necesario debate político en el país, así
como la definición de una indispensable agenda de prioridades. Asediado por sus
críticos, cuya tarea se ve facilitada frecuentemente por sus yerros, el presidente
estuvo, hasta no hace mucho, atrapado por la imagen del candidato. Su defensa,
porque de eso se trataba, se concentró en algunas inauguraciones y en contados
actos públicos semi triunfalistas que buscaban acercarlo a las multitudes que se le
alejaban. Nuevas promesas y ofrecimientos, como respuesta a las expectativas y
demandas de amplios sectores de la población.
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Jugar a lo que Wright Mills denominó el liderazgo de «rutina», es decir aquél
que no crea ni reelabora ni su papel ni el contexto en que lo desempeña,
cumpliendo únicamente un papel de guía, debilitó mucho a Toledo. Entre otras
razones, más importantes que su propio estilo, porque el tipo de liderazgo que
.aasumió como candidato opositor no es precisamente el que se requiere de un
gobernante.
Mostrando algunos reflejos, en los últimos días el presidente parece decidido a
intentar redefinir su papel, aprovechando su posición y sus capacidades. La
reciente convocatoria a los distintos partidos políticos para construir una agenda
nacional de largo plazo, que amplíe los alcances del ya lejano Acuerdo de
Gobernabilidad parece ubicarse en esa perspectiva. La iniciativa de desarme y
reducción del gasto militar, también se puede leer en esa línea. Por esta vía, el
presidente aprovecha elementos importantes del capital y la experiencia que
acumuló: disposición dialogante frente a las dificultades del país y un talante
concertador.
Ello, sin embargo, no es suficiente. Toledo requiere recuperar su «plataforma de
unidad» con la población. Y recuperarla supone una voluntad política muy clara en
torno a cuatro grandes temas que marcaron buena parte de las múltiples ofertas
electorales del candidato de ayer: la generación de empleo, la lucha contra la
corrupción, la descentralización y el combate de la pobreza. Dicha voluntad
política implica definir muy claramente el sistema de decisiones del gobierno que
encabeza Toledo y que hasta ahora no genera mayores certidumbres.
El liderazgo posible y deseable
En sentido estricto, lo que necesitamos del gobernante es un liderazgo
promotor, es decir aquel tipo de liderazgo en el que el líder recrea tanto su papel
como el contexto en el que lo realiza. El presidente está en posibilidad de erigirse
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en el abanderado de un acuerdo de gobierno de mediano plazo y en el arquitecto
de una agenda nacional de largo plazo. Está también en posibilidad de impulsar
un cambio sustantivo e indispensable en las relaciones entre el Ejecutivo y el
Legislativo, lo que supone, en primer lugar, la difícil tarea de ordenar la acción de
Perú Posible.
Toledo está también en capacidad de cambiar su relación con la población. De
dejar de ser el candidato que ofrece y promete, de dejar de ser el dirigente que se
contradice por satisfacer a distintos auditorios. La terquedad y la consecuencia
que contribuyeron a su arribo a palacio, deben ser aplicados ahora a recuperar su
relación con la población, haciendo de la participación y de la concertación
estrategias de gobierno.
Aún está a tiempo el presidente de construir su liderazgo como gobernante.
Podrá desarrollar muchas de sus virtudes y controlar sus defectos en la medida en
que asuma cabalmente que gobernar supone, entre otras cosas, trabajar
sistemática y responsablemente por establecer certidumbres sobre la gestión
pública, comunicarse efectivamente con la población y mirar hacia adelante y no
hacia atrás.
El desafío para Toledo, como para cualquiera, es muy grande. Máxime si
observamos la cantidad y complejidad de intereses, legítimos e ilegítimos, que se
oponen a su gestión. Aprovechar el sentido común que se generó y aún se
mantiene en importantes sectores de la población y de la clase política sobre las
bondades de la democracia, es su mejor oportunidad.
desco / Revista Quehacer Nro. 133 / Nov. – Dic. 2001
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