PERSONAJES: Siento nostalgia. El invierno en mi casi soledad en la Fragua, me hiere, me subyuga en su monotonía. La nieve cercando caminos, enmascarando el paisaje, limitándolo en blanco y gris. Los árboles, dormidos, soportando el abrasador hielo en los amaneceres. En las noches frías, el aire con sus afilados cuchillos, el río ruidoso y soberbio, anunciándose constante en su caminar bajo el muro de Requejo. Los silencios, los inmensos silencios de las noches, la soledad. … Tengo hambre de primavera. Se anuncia, se nota su presencia. Es como un despertar gozoso. El sol toma más fuerza, el monte se despereza derramando surcos de aguas que bajan a las vegas haciendo espejos. Se viste todo con ropajes nuevos. Los árboles sacan sus hojas, nacen las flores, cantan los pájaros sus canciones de amor. El río se torna susurrante, el sol suelta rayos de caricias olvidadas. Un día despierto y me digo: “ya es primavera”. Entonces soy otro siendo yo mismo. Las gentes se afanan en sus trabajos del campo. La carretera vuelve a tener caminantes. El coche de línea pasa puntual a sus horas llenando de sonidos la montaña. Yo sigo en mi costumbre; subir al pueblo para ayudar a misa, apañar para los conejos, bajar al río para ver girar a mis molinos. … Alguien me enseñó a hacer hélices que fabrico con mi navaja. Las incrusto en el eje y estratégicamente las coloco en las corrientes del río. Allí quedan girando mientras me recreo contemplándolas. Apañando para los conejos conocí a Rosendo, o Rosauro, que ya el nombre se me olvidó en la distancia. Mas no importa, que tampoco sé de dónde era, por más que no sé si llegué a preguntarle. Solo sé que él venía de arriba, bien pudiera ser de Aleje, de Verdiago, quizás de Valdoré, o de la Velilla, vete tú a saber si no sería de Crémenes, por más que poco importa, al igual que los años; bien pudiera tener veinte, veinticinco tal vez, creo que a treinta no llegaba. Él era el caminero de la carretera. “Empleado del Ministerio de Obras Publicas”, decía con mucho aplomo. Lo de caminero no le gustaba. ¡Qué le vamos a hacer!. Me cogió apañando en la cuneta unas cañas de alfalfa muy aparentes. - ¿Qué haces rapaz? Eso está prohibido. Las cunetas son del Estado. Fue cuando me fije en él. De agraciado, así que así. Yo diría que más bien hosco, con unos ojos bien poco alineados, la nariz con un monte en el medio para rematar en un pico un tanto torcido a la derecha del que mira. Dejémoslo claro, la boca siempre ligeramente abierta enseña un diente de oro, los demás ni te fijabas en ellos. El de oro sí, ya ves, le daba un no se qué a la figura. La ropa no merece la pena describirla: una camisa azul con las mangas remangadas hasta el codo, los pantalones mas bien le venían grandes y se sujetan gracias al cinto que tenía una gran hebilla con el escudo de España. Media barriga le ocupaba. La voz un tanto aflautada por más que la pronunciación muy correcta. Muchas veces, en la conversación con él, diría que la voz más bien la fingía, que parecía otra persona. Lo de llamarme la atención fue solo un pretexto, terminó ayudándome, y fue así como entramos en conversación. Más tarde en amistad. Durante un tiempo nos vimos todos los días. Era un gran lector de novelas de esas que dicen del Oeste, escritas por un tal Manuel de la Fuente Estefanía. Las llevaba en el bolso de atrás del pantalón, siempre dobladas por la última hoja que leía. Cuando llega al tajo, lo primero es colgar la chaqueta de la rama de una acacia. Apoyada en el tronco la bici, coge el carretillo en el que porta la herramienta: una pala en poco uso, una rastrilla con los dientes muy alineados, una escoba, un pico que aún conserva la pintura de la fábrica y un caldero de latón en perfecto estado, un pisón con un gran cilindro de madera, diría que de encina, del que sale un palo que hace de mango para el uso. Y hele aquí en su caminar pausado buscando las sombras de las acacias, avanzar entre los muchos baches que le esperan a buscar el más propicio para proceder a su reparación, no antes de estudiarlo minuciosamente para proveerse del material necesario. Muchas veces le acompaño. Me deja llevar el carretillo, siempre que esté vacío, claro. Para las zahorras y para el agua tenemos el río. Tierra la que quiere en las cunetas y ribones de las fincas. Todo lleva un orden: primero se riega el hoyo con el agua, unas paladas de grijo, con sus piedras, luego la tierra se esparce con la rastrilla, más agua pero con medida, y llega el momento del pisón; con las piernas abiertas, cogido por el mango, se golpea una y otra vez para compactar la masa. Por ser de mucho esfuerzo ha de soplarse espesando el aire de los pulmones diciendo: “ajas”, “ajas”. Conviene parar muy a menudo para no fatigarse. Él por lo menos lo hace, y muchas veces aprovecha para leer unas cuantas páginas de su novela, mientras yo me distraigo buscando grillos o espiando a los pájaros que andan con sus nidos. Si está al final de la novela no me deja ni que le hable. Lee con ansiedad y dibuja unos gestos con la cara muy chocantes, unas veces tenso, otras modas tuerce la boca, saca la barbilla en ademán chulesco, escupe por el colmillo y le brilla el diente de oro al asomarse, tensa los hombros y cuando termina queda un rato como en éxtasis mirando sin mirar. Yo espero un rato y luego le pregunto cómo ha ido. Es cuando me cuenta todo el relato. Siempre es lo mismo; un pistolero, un granjero malvado, una chica a la que pretende un sinvergüenza, y el Cherif, o como se diga, que mata a los forajidos y se queda con la chica. ¡Qué cabreo coge cuando le digo que se repite la historia, que no es tal, que de las muchas leídas ninguna igual! Jugamos a matarnos, a disparar con pistolas invisibles. - Saca, Michael, me dice. - Eres un vil embustero y un canalla. Y lo hace con una voz que casi me da miedo. Yo siempre hago de muerto. Ahí me tienes rodando por las cunetas, y según él no lo hago bien. Tenemos que repetir. Cuando me acerco por las mañanas, me dice: - Saca Michael. Si me adelanto dice que no vale y a repetir. Sueña con marcharse para América y ser Cherif. El nombre lo tiene claro: John. Lo que no está fijo es el apellido, duda entre Smith o Halagan. A mi más bien me ve como bandido que como Cherif por la pinta que doy un tanto de pillastre, pero, eso sí, de bandido bueno, que solo mata porque le provocan. La verdad que termino viéndolo bien. Muchas veces me fijo en los andares: va con las piernas abiertas, los brazos alejados del costado, la cabeza muy erguida. Luego se detiene y se queda largo rato tenso, inmóvil. Para mí que anda en algún duelo, y menos mal que siempre sale airoso. De las chicas de las novelas me dice: ¡qué mujeres, Dios!. Ninguna ha visto él igual. - Mujeres americanas, dice. Luchadoras. Algunas ha leído que llevan revólver y disparan que se las pelan, ¡ya lo creo!. Una así necesita él, con carácter. Mientras él se enfrenta con los pistoleros y ladrones de ganado y dejar esta vida de remendador de carreteras. Me dijo un día: - Ya ves. Aquí donde me ves yo soy una autoridad. Puedo poner multas a los vehículos, y si me apuras a los pueblos por descuidar el agua que salta a la carretera y la llena de baches. Alguna vez lo he hecho, sí señor. A decir verdad lo paso bien con él; quizás porque no tengo otro con quien hablar a no ser por las tardes cuando subo al pueblo. Lo que es por las mañanas es él el que me entretiene. La tía me dice: - No le dejas trabajar. Como que el lo pretendiera que algunas veces le digo: - ¿tapamos otro? Y él me contesta: - El buen trabajo conviene que dure, que aquí hay buenas sombras. ¿O prefieres que me marche?, me pregunta. Un día me dijo que conoció a una amazona de Ferreras. Tan guapa me la describió que le dije si era como las americanas. Me contestó que más. Toda la mañana hablando de ella y así varios días. La cosa fue así: él fue a Ferreras a ver a un amigo de la mili y así que se acercó al pueblo encontró una chica cabalgando en un pollino grande, sin alforjas. Resblagada iba ella, lo que se dice a pelo con sus bien formadas piernas colgando. El pelo largo que le caía por la espalda. El busto, digamos las tetas, mas bien grandes. Se le apreciaban bajo la camisa que apenas la llegaba, a juzgar por los botones. Resultó ser la hermana de su amigo. Se pasaron largo rato platicando, esperando al hermano que estaba para la Braña. Ya ves la coincidencia, ella leía muchas novelas también, pero de amores, escritas por una tal Corín Tellado. ¡Un primor las novelas!. Como la vida misma: chicas seducidas sufriendo por imposibles amores, lo que ella tenía llorado leyéndolas. Y es que los hombres, … algunos unos malvados. Ella no se fiaba de ninguno, más bien lejos les quería por no verse deshonrada sufriendo miles de desprecios de la familia, de los vecinos, de tanta gente ruin como anda por esos mundos de Dios. A decir verdad ella no era muy viajada. Solo una vez bajó a la villa a un mercado con su madre para ayudarla a llevar la guarra, de las que tenían varias, y todos los años vendían la madre mayor. - Tanto hablamos que el tiempo a mí se me pasó en un suspiro, decía el. Y así que cuando llegó su hermano nos dejó por mor de ir al ordeño de las cabras. Yo la esperé a que terminara para despedirme. Cuando me dio la mano, ¡qué temblor sentí en todo el cuerpo!, mientras ella me miraba a los ojos. Que estuvimos así un buen rato. Fue su hermano el que dijo: - Déjalo ya estar. Y entonces nos soltamos. - Pienso leer una novela de esas, me decía, para ver lo que ponen. Y la leyó, ¡ya lo creo! qué cambio, en unos días. Nada de “saca Michael”. Ni más tiros, ni más muertos, solo hablar de amores. Los domingos y festivos a verla se iba para intercambiar experiencias de sus lecturas. De todas ellas me comenta. Tal fue el cambio en sus maneras, en sus expresiones, en los gestos, que a mí me parecía otro, digamos más entrañable, mas tierno. - Mi dulce gacela, decía al referirse a su chica. Pues él tal la considera, por más que no van de novios, más bien son dos almas gemelas, lo que se dice amigos. Un día me recibió huraño. Le costó entrar en conversación, pero solo al principio, que después con qué frenesí, con qué rabia enseña su diente de oro, mientras escupe una y otra vez por el colmillo. Lo hacía siempre que estaba nervioso . ¡Las cosas que me dijo, madre!: que la tal Cari, ese era su nombre, está loca por sus novelas, confunde la realidad con la ficción, y se cree el personaje central del drama. No atiende a caricias, ni requiebros, más ve en él al hombre impúdico y lascivo. Tales términos emplea mientras le grita: - Tú no me amas, me deseas. Y otras muchas cosas que por mi edad no me cuenta. Al despedirme me dijo: -Saca, Michael. Me di cuenta de que ya estaba curado. Un lunes fui en su busca. Ya no estaba. No colgaba la chaqueta de la acacia. Esa era la bandera de su fuerte. En el cruce de Sabero hay dos baches que no arregló nunca. Me dijo: - Es mejor dejarlos. Los camioneros saben que están y pasan despacio por no joder a la maestra, la del pueblo... Me explicó que la maestra es la primera hoja del paquete. … Tampoco lo entendí entonces. Sesenta años más tarde me pregunto qué será del caminero. ¿Se habrá casado? ...