Habilidades afectivas - Universidad de Granada

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HABILIDADES AFECTIVAS
Francisco Herrera Clavero
Dpto. de Psicología Evolutiva y de la Educación
Universidad de Granada
1. INTRODUCCIÓN.
Introducirnos en el ámbito de las habilidades afectivas implica, en primer lugar, hacer referencia a la distinción
entre emociones y sentimientos, que suponen el paso previo a la generación de actitudes; para, en segundo lugar,
profundizar en sus principales componentes, destacando el importante papel que juegan la motivación y el
autoconcepto, su elemento nuclear.
Así pues, aquí nos proponemos hacer una revisión de los principales conceptos y teorías, formas de evaluación
e intervención ofrecidos en este ámbito.
2. CONCEPTOS Y TEORÍAS.
Para iniciar el tema que nos ocupa conviene precisar los conceptos con los que vamos a trabajar; así pues,
comenzaremos brevemente por decir que la afectividad puede ser concebida como conjunto de funciones psicológicas
encargadas de activar el organismo, excitándolo o inhibiéndolo, con el objetivo de dar una respuesta ante una situación
determinada, producidas por la excitación de la formación reticular cerebral (SRA).
Entre estas funciones se encuentran, inicialmente, las siguientes:
1ª. La emoción: Estado afectivo de elevada intensidad, poco duradero, acompañado de conmociones somáticas
(arousales), provocado por estímulos externos. La emoción suele ser el primer contacto psicológico con la realidad
(bueno, neutro o malo), matizado por las experiencias anteriores.
2ª. El sentimiento: Estado afectivo de intensidad suave, duradero, sin apenas alteraciones somáticas. La Psicología actual opina que el sentimiento es el componente experiencial subjetivo o de conciencia de la emoción (la huella
de la emoción).
3ª. La actitud: Disposición general de ánimo ante una situación determinada y de algún modo manifestada.
4ª. La motivación: Impulso interior que mueve a la acción.
5ª. El autoconcepto: Conjunto de actitudes del yo hacia sí mismo.
No obstante, tras esta visión simplista de los principales conceptos a manejar, a continuación profundizaremos
en los dos elementos más relevantes: motivación y autoconcepto.
I. Motivación.
La motivación constituye una de las grandes claves explicativas de la conducta humana, que, en general, se
refiere al por qué del comportamiento (del latín, motus: movimiento; motivación: lo que mueve). Dicho de otra forma,
la motivación representa qué es lo que originariamente determina que una persona inicie una acción (activación), se
desplace hacia un objetivo (dirección) y persista en sus tentativas para alcanzarlo (mantenimiento). En el contexto
escolar, Good y Brophy (1991) afirman que el término motivación designa el grado de participación y perseverancia de
los alumnos en la tarea, cualquiera que sea la índole de la misma.
En el ámbito educativo, es bien conocida la existencia de una correlación positiva de intensidad moderada
entre motivación y rendimiento académico (r=0,34). De ahí se deduce que una motivación elevada conducirá a un buen
rendimiento. Sin embargo, el buen rendimiento también conduce habitualmente a niveles altos de motivación, por lo
que resulta arriesgado concluir algo sobre la dirección de la relación causa-efecto; posiblemente, la dirección camina en
ambos sentidos, es decir, probablemente, existe una relación bidireccional.
La motivación ayuda a entender algunos fenómenos escolares curiosos como el infra o supra rendimiento.
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Como se sabe, la correlación entre inteligencia y rendimiento es de 0,45, con lo que podemos pensar que, a mayor
inteligencia, habrá mayor rendimiento. Ahora bien, al no darse una correlación perfecta, habrá algunos sujetos de baja
capacidad con alto rendimiento y, al revés, sujetos de alta capacidad con bajo rendimiento; esto es, precisamente, lo que
configura los conceptos de supra-rendimiento y de infra-rendimiento, es decir, un rendimiento mayor o menor que el
predicho sobre la base de la inteligencia individual. Posiblemente, estos conceptos sólo se explican psicológicamente
desde la motivación. El infra-rendidor se esfuerza menos y el supra-rendidor se esfuerza más que los estudiantes que
obtienen un rendimiento en concordancia con lo predicho respecto a su capacidad intelectual (Beltrán et al., 1987:207).
Aunque, en realidad, son muchos los factores de la personalidad relacionados con el rendimiento, hoy día se
está prestando mucha atención a la motivación académica y sus elementos constituyentes (Paris, Olson y Stevenson,
1983; Weiner, 1986; McClelland, 1987; Stipek, 1988). No obstante, a pesar de que son también muchos los constructos
relacionados (locus control, valor dado a las metas, expectativas de éxito, percepción de competencias, atribuciones,
ansiedad, etc.), han terminado por integrarse en modelos o teorías sobre la motivación que intentan explicar sus
interrelaciones.
Weiner (1986a), señala que, entre otros aspectos, toda teoría de la motivación debe contemplar los siguientes:
* Estar basada sobre otros conceptos más allá del de homeostasis.
* Abarcar bastante más que el hedonismo.
* Incluir todos los procesos cognitivos.
* Tener en cuenta la experiencia consciente.
* Interesarse por el self.
* Integrar un amplio abanico de emociones.
* Construirse sobre el apoyo de relaciones empíricas.
* Explicar las relaciones causales entre cognición, afectividad y comportamiento.
Precisamente, la inclusión del self y el establecimiento de interrelaciones entre la cognición, la afectividad y el
comportamiento, son los rasgos más característicos que diferencian las modernas teorías sobre la motivación respecto a
las anteriores. Weiner (1990), en este sentido, manifiesta que el hecho más significativo de la moderna psicología ha
sido la conceptualización del fenómeno motivacional en términos cognitivos y la inclusión del sí mismo.
No obstante, a grandes rasgos, la evolución histórica de la interpretación acerca de la motivación podríamos
resumirla de la siguiente manera:
1º. Desde los años 20 hasta mediados de los 60, se caracterizó por el estudio psico-analítico y del drive, cuyo
concepto dominante fue el de homeostasis. La investigación estuvo asociada a la conducta subhumana, particularmente,
en la investigación experimental sobre: conducta motora, instinto, impulso, arousal, drive y energetización. Los
psicólogos intentaron averiguar qué es lo que mueve a un organismo a restaurar su estado de equilibrio (homeostasis),
ocupándose de factores externos como los refuerzos. En la década de los 50, algunos autores, como Lewin, Atkinson y
Rotter, impulsaron teorías motivacionales cuasi-cognitivas, pero siguieron aludiendo a los drives internos y los
refuerzos externos como determinantes de la motivación.
2º. A partir de los años 60, nacieron las teorías cognitivas sobre la motivación, centrándose en la experiencia
consciente; siendo, a partir de entonces, cuando surge el interés por la motivación de rendimiento, destacando su
importancia en la vida de las personas, junto a los logros. Así, la teoría de Atkinson, destacó que la motivación de
rendimiento está determinada por el valor dado a la meta y las expectativas de conseguirla, atendiendo a las
características de las personas con alta y baja necesidad de rendimiento, ansiedad y control interno.
3º. Desde los años 70 hasta nuestros días, la pauta viene marcada definitivamente por las teorías cognitivas,
decayendo el interés por el estudio de la motivación (Toates, 1986), orientándose a la determinación de la importancia
de algunos de sus aspectos constitutivos (Vila,1984), destacando el autoconcepto como elemento nuclear de las teorías
motivacionales. Los estudios se centran en el papel de la atribución causal, la percepción de competencia, la percepción
de control, las estrategias de creencias sobre capacidad y autoeficacia, la indefensión aprendida y un amplio etc.
Precisamente, su valor educativo resulta notable, especialmente, porque facilita el conocimiento de la conducta y el
rendimiento escolar, así como las líneas maestras necesarias para motivar a los estudiantes, enriquecedoras de la
personalidad y eficaces para implicarlos activamente en su propio aprendizaje.
En cuanto a las teorías sobre la motivación, aunque desde diferentes puntos de vista y tratando distintos
aspectos, a veces, complementarios y enriquecedores, resaltar las aportaciones de Lepper, Greene y Nisbett (1973),
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sobre motivación intrínseca; de Weiner (1974), sobre atribución causal; de McCleland (1974) y De Charms (1976), en
motivación de logro; de Eccles et al. (1983), sobre la expectativa-valor de la tarea, mejoradas por Pintrich y De Groot
(1990), introduciendo como elementos determinantes los componentes expectativos, valorativos y afectivos
-autoeficacia, valor intrínseco y control de la ansiedad-; de McAuley (1985) y Forsyth (1986), sobre intervención
atribucional; de Brophy y Kher (1986) sobre motivación para aprender; de Stipek (1988), sobre motivación intrínseca;
de Ames y Ames (1991), sobre motivación de últimos resultados (tanto por parte del profesor como de los alumnos); y
de Montero y Alonso (1992), sobre metas de aprendizaje y metas de logro, que dan apoyo a los modelos de Covington
(1984), Dweck (1986) y Weiner (1986) sobre atribución causal.
II. Autoconcepto.
A lo largo de la historia de la literatura científica, al término autoconcepto, en general, se le han dado y aún se
le dan diferentes interpretaciones, sin que, a veces, se puedan delimitar con precisión y claridad los términos y ámbitos
que se manejan (Burns, 1990). El conocimiento de uno mismo es una teoría, es lo que la persona cree de sí mismo y
siente sobre sí mismo, aunque lo que crea y sienta no se corresponda con la realidad y, en función de ello, así se
comporta. De ahí que la mayoría de los autores interpreten el autoconcepto globalmente como conjunto integrado de
factores o actitudes relativos al yo, básicamente por tres: cognitivos (pensamientos), afectivos (sentimientos) y
conativos (comportamientos); que, de considerarlos individualmente, quizás podrían identificarse de la siguiente
manera: el primer factor como autoconcepto propiamente dicho, el segundo como autoestima y el tercero como
autoeficacia.
La teorización y los estudios más recientes sobre el autoconcepto han tenido lugar en el ámbito de la
fenomenología que Wylie (1961) definió como el estudio de la conciencia directa. Una de las tesis fundamentales de
está teoría es que la conducta se ve influenciada no sólo por el pasado y por las experiencias presentes; sino, además,
por los significados personales que cada individuo atribuye a su percepción de esas experiencias. Ese mundo personal
privado del individuo es el que más influye sobre su conducta. De este modo, el comportamiento es más que una mera
función de lo que nos sucede desde el exterior y es también una consecuencia de cómo creemos que somos (Lewin
1936; Bruner y Goodman, 1947; Raimy (1948); Rogers, 1951; Vinacke, 1952; Kelly, 1955; Judson y Cofer, 1956).
A partir de ahí, aparecen nuevas aportaciones, en principio, en el sentido del autoconcepto como conjunto de
actitudes del yo hacia sí mismo (Kretch, Crutchfield y Ballachey, 1962). De igual forma, comienzan a emplearse los
términos: autoimagen, autoconfiguración, autovalía o autoeficacia y autoestima, en sentido autoevaluativo o autovalorativo, que cada autor argumenta para distinguirlo y darle mayor peso específico (Rosenberg, 1965; Coopersmith, 1967;
Brisset, 1972; Cattell y Child, 1975; etc.).
Burns (1990) interpreta el autoconcepto como conceptualización de la propia persona hecha por el individuo,
siendo así considerado como adornado de connotaciones emocionales y evaluativas poderosas, puesto que las creencias
subjetivas y el conocimiento fáctico que el individuo se atribuye son enormemente personales, intensos y centrales, en
grados variables a su identidad única. Y, respecto a la autoestima o autoevaluación, piensa que es el proceso mediante
el cual el individuo examina sus actos, sus capacidades y atributos en comparación a sus criterios y valores personales
que ha interiorizado a partir de la sociedad y de los otros significativos, de manera que estas evaluaciones dan una
conducta coherente con el autoconocimiento, ubicando el autoconcepto en el ámbito de la actitud.
Clemes et al. (1994:7) refiriéndose a la autoestima como parte efectiva del autoconcepto, opinan que es el
punto de partida para el desarrollo positivo de las relaciones humanas, del aprendizaje, de la creatividad y de la
responsabilidad personal. Es el aglutinante que liga la personalidad del hombre y conforma una estructura
positiva, homogénea y eficaz. Siempre será la autoestima la que determine hasta qué punto podrá el hombre utilizar
sus recursos personales y las posibilidades con las que ha nacido, sea cual fuere la etapa de desarrollo en que se
encuentre.
Los rasgos distintivos de una persona con autoestima pudieran ser:
-
Estar orgulloso de sus logros.
Actuar con independencia.
Asumir responsabilidades.
Aceptar las frustraciones.
Estar siempre dispuesto a la acción.
Afrontar nuevos retos.
Sentirse capaz de influir en otros.
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- Mostrar amplitud de emociones y sentimientos.
-
Por el contrario, una persona con baja autoestima:
Evitará situaciones que le provoquen ansiedad.
Despreciará sus dotes naturales.
No tendrá una idea clara de sus posibilidades.
Sentirá que los demás no le valoran.
Echará la culpa de todo lo que le ocurre a los demás.
Se dejará influir por los demás con demasiada facilidad.
Se pondrá a la defensiva y se frustrará fácilmente.
Tendrá estrechez y rigidez de emociones y sentimientos.
Se sentirá impotente.
De todas formas, conviene tener en cuenta que el nivel de autoestima no es constante; aún cuando exista una
tendencia general, también se dan altibajos.
Hablando metafóricamente, podríamos decir que la autoestima es el combustible del motor que supone el autoconcepto respecto a la personalidad, vehículo que nos conducirá por la vida, y su particular forma de conducirse, más o
menos acertada, determinará su autoeficacia; dado que, como pensamos (cognición), sentimos (afectividad) y actuamos
(conación).
En definitiva, estos elementos se ponen en juego para:
1º. Obtener mayor satisfacción y creernos mejor.
2º. Configurar la auto y heteroimagen (idea).
3º. Ser coherentes con nosotros mismos, aunque cambien las circunstancias.
Las fases más importantes en la evolución y desarrollo de la autoestima a lo largo del ciclo vital pudieran ser:
1ª.
2ª.
3ª.
4ª.
5ª.
6ª.
Génesis y consolidación del yo (¿superación complejo de Edipo?...).
Pubertad (preadolescencia).
Emancipación total (en la actualidad, especialmente la económica...).
Crisis de los "40" (contraste de capacidades).
Jubilación (baja del mundo laboral).
Imposibilidad de autonomía (sala de espera de la muerte...).
La autoestima, como componente afectivo del autoconcepto, es uno de los factores más importantes, si no el
que más, de los que rigen el comportamiento humano, de ahí su importancia en la vida escolar. Un niño con inteligencia
superior a la media y con poca autoestima puede ir "raspando", mientras que otro de inteligencia media pero con
mucha autoestima puede obtener buenos resultados.
Normalmente el niño de poca autoestima suele encontrar pocas satisfacciones en el colegio, rápidamente
pierde la motivación y el interés y, en cambio, emplea buena parte de sus energías en aquellos aspectos que se
relacionan con los sentimientos hacia sí mismo (temores, ansiedades, problemas, relaciones con los demás, etc.).
Con mucha frecuencia, las experiencias capaces de reforzar la autoestima están relacionadas con el colegio y,
por ello, producen ansiedad con la que el niño lucha continuamente. De esta forma, entra en un círculo vicioso del que
cada vez le resulta más difícil salir. La autoestima, al margen de su importancia general en el comportamiento escolar,
marca todas las manifestaciones de la personalidad, como por ejemplo: el control emocional, la creatividad, las
relaciones personales, etc.; siendo patrones de gran influencia la propia autoestima de sus referentes próximos: padres y
maestros, que se proyectan a quienes están a su alrededor condicionándolos.
Hoy día, la presión social (familia, escuela, ambiente) hace que los alumnos estén envueltos por la obsesión de
la competencia académica y por el buen logro académico. Parte del nivel de autoestima del escolar viene dado por las
aprobaciones o reprobaciones de sus logros escolares dadas por sus otros significativos, especialmente los padres y
profesores. Cuanto mejores calificaciones y más premios obtengan, mayores aprobaciones y, consecuentemente, mayor
nivel de autoestima tendrán.
Así, Jones y Grieneeks (1970), encontraron que existía una relación positiva entre todas las medidas de
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autopercepción y logro académico, concluyendo que la medida del autoconcepto de habilidad era el mejor pronosticador del logro académico, más aún que las medidas del C.I. y de la aptitud. En sentido parecido se manifiesta
Machargo (1994) cuando analiza la relación entre autoconcepto y rendimiento académico. También Purkey (1970), tras
revisar las investigaciones americanas concluyó que existe una relación persistente y significativa entre el concepto de
self (sí mismo) y logro académico, que como comprobaron Musitu y Pascual (1979) es inferior en los rechazados; de
ahí que también en el factor competencia académica sean significativamente inferiores y, por tanto, tienen también
menor capacidad de autocontrol al sentirse torpes y abrumados por las tareas escolares.
El escolar, en especial el rechazado, se encuentra ante una serie de exigencias en la escuela que lo desbordan.
No puede atenderlas todas por no tener, en gran parte de los casos, capacidad suficiente (Musitu y Pascual, 1982), por
lo que recibe una evaluación negativa del profesor y también de los padres, de lo que se desprende que no está
suficientemente motivado como para controlar y asumir todo el conjunto de exigencias de los adultos (padres y profesores) (Musitu, Román y Martrorell, 1983).
También la familia es uno de los pilares en los que se basa el nivel de autoestima. Hay una polarización de los
padres a tener demasiado en cuenta el rendimiento académico a la hora de evaluar al niño. Precisamente, Rollins y Thomas (1979) encontraron que el apoyo de los padres se relacionaba altamente con las características actitudinales y
conductuales del niño y que el apoyo emocional de los padres estaba asociado con una alta autoestima y con un desarrollo cognitivo avanzado. En este sentido, el rechazado escolar está mal adaptado social y familiarmente (Musitu y
Pascual, 1982), por lo que se explica que se genere el terreno abonado como para que los chicos adquieran el nivel de
autoestima adecuado extrapolando el sentimiento de fracaso y baja autoestima al marco social más amplio. Así, pues,
en el niño inadaptado, pero más en el rechazado, nos encontramos con que tiene miedo, se avergüenza de muchas cosas
que hace y se considera lento y torpe en muchas actividades y en los trabajos escolares.
La trascendencia de la consecución de amigos y de ser bien aceptado socialmente es tal que merece la pena
iniciar nuevas líneas de investigación añadiéndole el aditamento de la distinción etnocultural, para ver su repercusiones,
al objeto de buscar soluciones en el marco de una Educación Inter e Intracultural (Ramírez Salguero, 1997).
En suma, parece ser que los factores que determinan la formación del autoconcepto son los siguientes: el
feedback con los otros significativos (Mead, 1934; Sullivan , 1974; Montané, 1983, Lewick, 1984; etc.), la
interpretación de los éxitos y los fracasos (Rosenberg, 1979; etc.), la comparación social (Festinger, 1954; Hyman y
Singer, 1967; Beltrán, 1984; Oñate, 1989; etc.), y las atribuciones acerca de la propia conducta (Purkey, 1970;
Coopersmith, 1974; etc.).
3. EVALUACIÓN.
Los instrumentos de evaluación de la motivación más utilizados, en principio, han sido las escalas Thurstone
(1929) y Likert (1932), el escalograma de Gutman (1945), el diferencial semántico de Osgood (1951) y la escala de
Barker (1969); si bien, más recientemente, se vienen utilizando el AMI de Doyle y Moen (1978), la escala de Harter
(1980 y 1985), el SLRIS de Zimmerman y Martínez Pons (1986) o el MSLQ de Pintrich y De Groot (1990).
En cuanto a la evaluación del autoconcepto, Burns (1990:71) afirma que nunca se podrá comprender
realmente a otra persona hasta que uno no pueda meterse dentro de su piel. Así pues, será preciso inferir el autoconcepto por otras vías, como por ejemplo:
a) Mediante técnicas de autoinforme
b) A través de la observación de la conducta del individuo.
Respecto a estas dos formas de evaluación cabe apuntar lo siguiente:
a) Técnicas de autoinforme.
Entre los muchos métodos posibles de autoinforme que se podrían utilizar para obtener la autodescripción
individual, hay seis que dominan la literatura de investigación sobre el autoconcepto:
1º. Escalas de clasificación (ratings scales), donde se le presenta al sujeto una serie de afirmaciones de
actitudes hacia su yo, a través de una escala que consta de una serie de escalones (nunca, a veces, mucho...). El modelo
más utilizado es el Likert.
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2º. Listas de clasificación (check list), donde el sujeto califica únicamente los adjetivos o afirmaciones
apropiadas que lo describen, con respuestas alternativas (si/no). También el modelo Likert es aquí el más apropiado.
3º. Cuestionarios de clasificación (Q sorts), mediante la clasificación de frases en fichas acerca del
autoconcepto, desde las que más se acercan a cómo es él, hasta las que más se alejan (Wylie, 1961).
4º. Métodos de respuesta no estructurada y libre, donde se le pide al sujeto que facilite información sobre sí
mismo (Jersild, 1952 y Strang, 1957).
5º. Técnicas proyectivas, para medir el autoconcepto inconsciente (Friedman, 1955; Mussen y Jones, 1957;
Linton y Graham, 1959).
6º. Las entrevistas, método muy claro en el campo de la orientación y en los estudios psicoterapéuticos del
autoconcepto y cambio del mismo (Rogers, 1961).
b) Técnicas de observación.
Su objetivo es obtener una percepción objetiva de la conducta típica del individuo. El observador es
comparable a una cámara que registra impersonalmente y de forma fehaciente los hechos humanos. Las observaciones
se pueden estructurar entregando al observador una lista de calificación (check list) y otra conteniendo los diferentes
atributos y conductas.
Entre los instrumentos más manejados para su análisis están:
1. Medidas generales del autoconcepto/autoestima.
-
Índice de adaptación y valores (Bills, Vance y McLean, 1951).
Escala de autoconcepto de Tennessee (Fitts, 1955).
Lista de control interpersonal (Leary, 1957).
Escala de autoconcepto (Lipssit, 1958).
El juego "¿dónde estás?" (Engel y Raine, 1963).
Hoja para puntuar la percepción (Combs y Soper, 1963).
Escala de autoconcepto de niños (Piers y Harris, 1964).
Instrumento de autoconcepto para niños pequeños (Wattenberg y Clifford, 1964).
Escala de autoconcepto de Bledsoe, (Bledsoe, 1964 y 1967).
Escala de autoestima (Rosenberg, 1965).
Escala de "cómo me veo a mí mismo" (Gordon, 1965).
Inventario de autoestima (Coopersmith, 1967).
Tarea de símbolos referentes al yo social (Long, Ziller y Henderson, 1968).
Inventario "siento - me siento" (Yeatts y Bentley, 1968).
Escala de autoconcepto para alumnos de primaria (Muller y Leonetti, 1972).
Cuestionario de autoimagen (Offer, 1974).
Inventario canadiense de autoestima (Battle, 1976, 1977a y 1977b).
Cuestionario de autodescripción SDQII (Marsh, Smith y Barnes, 1985).
Escala de autoestimación - EAE (Lavoegíe, 1987).
Cuestionario de autoconcepto forma A (Musitu, García y Gutiérrez, 1991, 1994).
2. Escalas de autoaceptación.
- El cuestionario "yo-otros" (Phillips, 1951).
- Escala de aceptación del yo y de los otros (Berger, 1952).
3. Técnicas generales.
-
Técnica Q (Stevenson, 1953; Butler y Haigh 1954, Bennett, 1964).
El test "¿quién soy yo?" (Khun y McPartland, 1954).
El diferencial semántico (Osgood, Suci y Tannenbaum, 1957; Warr y Knapper, 1968).
Repertorio para el constructo del rol o test repertorio (Kelly, 1955; Bannister y Mair, 1968)
Técnica de generación de adjetivos (Allen y Potaky, 1973).
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4. Medidas de autoconcepto académico.
-
Lista de adjetivos (Davidson y Lang, 1960).
Escala de autoconcepto académico (Payne y Farquhar, 1962).
Escala de autoconcepto en cuanto estudiante (Waetjen, 1963).
Escala para inferir el autoconcepto (Combs y Soper, 1963).
Escala de autoevaluación (Davidson y Greenberg, 1967).
Autoconcepto de la habilidad académica (Brookver, Erikson y Joiner, 1967).
Escala de posición en la clase (Willig, 1973).
5. Instrumentos varios.
-
Frases incompletas (Rotter y Willerman, 1947; Rotter, Rafferty y Schachtitz, 1949).
Escala de catexis corporal (Secord y Jourard, 1953).
Test de autoconcepción de niños (Creelman, 1955).
Test de apercepción somática (Adams y Caldwell, 1963).
Escala de autoconcepto de habilidad en cuanto trabajador (Burke y Sellin, 1972).
4. PROGRAMAS DE INTERVENCIÓN.
Referente a los programas de intervención en motivación resaltar las aportaciones de McCleland (1974) y De
Charms (1976), en motivación de logro; las de McAuley (1985) y Forsyth (1986), sobre intervención atribucional; las
de Brophy y Kher (1986), sobre motivación para aprender; la de Stipek (1988), sobre motivación intrínseca; las de
Ames y Ames (1991), sobre motivación de últimos resultados (tanto por parte del profesor como de los alumnos); las
de Epstein (1989) y Ames (1992), sobre motivación en metas de logro; y, recientemente, la de Herrera y Ramírez
Salguero (2001), sobre motivación (creencias motivacionales: valor intrínseco, autoeficacia y ansiedad) en ámbitos
pluriculturales.
En cuanto a los programas de intervención en autoconcepto, destacar las aportaciones de Coopersmith y
Feldman (1980), Machargo (1989) y Alonso (1999), poniendo de manifiesto su interés por la aceptación del sujeto, su
autoconfianza y sus posibilidades de elección; por la delimitación clara y la comprensión de las directrices y de la
autoridad, con un planteamiento de acción democrática mediacional del educador; y, por la importancia de los
ambientes que promuevan el optimismo, la responsabilidad y la búsqueda, esfuerzo y tesón para diseñar y recorrer los
caminos que conducen al éxito. Todo ello, teniendo en cuenta los diferentes aspectos o manifestaciones del
autoconcepto: emocional, social, personal, físico, familiar y académico.
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