LOS AVENTUREROS DEL ABSOLUTO

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LOS AVENTUREROS DEL ABSOLUTO
Tzvetan Todorov
editorial Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg
Introducción (primeras páginas)
Esta noche, un amigo nos ha invitado a una función: el Concerto Italiano, dirigido por Rinaldo
Alessandrini, interpreta a Vivaldi en el teatro de los Campos Elíseos. No conocíamos a los
músicos. La sala está atestada y nuestras localidades son perfectas: la música puede
comenzar. Como de costumbre, me cuesta concentrarme, mis pensamientos se extravían en
todas direcciones y se fijan en cosas insignificantes, incluso si admiro la gravedad del Stabat
Mater. De pronto, al comenzar un fragmento, se produce un hecho inesperado. La orquesta,
de cuerda y flauta, interpreta un concierto célebre: La Notte. Pero lo interpreta con tal
precisión, con tal exactitud, que al cabo de pocos segundos la sala se paraliza y contiene el
aliento. Quedamos suspendidos de los gestos lentos de los intérpretes y absorbemos los
sonidos uno por uno, a medida que brotan de los instrumentos. Adquirimos conciencia de
estar participando, en ese instante mismo, en un acontecimiento excepcional, en una
experiencia inolvidable. Siento escalofríos. Al terminar se hace un silencio breve, previo a la
salva de aplausos.
¿En qué consiste esta experiencia? Vivaldi es un gran compositor y el Concerto Italiano, un
grupo de cámara excelente, pero no se trata sólo de eso. No sé analizar la música; me
conformo con escuchar ingenuamente e imagino que la mayor parte del público se encuentra
en mi mismo caso. Lo que nos ha emocionado durante la interpretación del fragmento no
tiene sólo que ver con la música. La perfección con la que los músicos lo han ejecutado ha
abierto la puerta a una experiencia rara y, sin embargo, familiar. Nos ha conducido a un lugar
cuyo nombre ignoramos pero que, de pronto, sentimos que nos resulta conocido. Se trata de
un lugar de plenitud. Durante un momento, nuestra perpetua agitación interior ha quedado
en suspenso. Rara vez una acción o una reacción contienen en sí mismas su justificación; una
y otra están ahí para conducir a un resultado, a un sentido situado más allá. En los momentos
dichosos como éste, no aspiramos a un más allá: estamos en él. Ignorábamos que
estuviésemos buscándolo, pero cuando nos encontramos en él reconocemos su importancia
vital: ese momento de fascinación corresponde a una necesidad imperiosa. Tiempo después,
leí en un libro que Rinaldo Alessandrini consagró a otro gran compositor: "Monteverdi ofrece
la ocasión a quien le escucha de tocar la belleza con la punta de los dedos". Sí, es eso. La
belleza, ya sea la de un paisaje, un encuentro o una obra de arte, no remite a algo que se
encuentra más allá, sino que nos lo hace apreciar de inmediato. En esta sensación de habitar
plena y exclusivamente el presente lo que experimentamos cuando escuchamos La Notte.
La música no es el único medio de logar esta experiencia, ni la belleza la única manera de
nombrar lo que encontramos en su interior. Incluso si no es frecuente, la hallamos en nuestra
vida cotidiana. Me sirvo de un objeto y, de pronto, me detengo, sorprendido por su calidad
intrínseca. Paseo por la "naturaleza" y me embarga el entusiasmo ante el cielo o la noche, las
cimas nevadas o la penumbra de un soto. Miro a mi hijo y su risa me colma de alegría en el
preciso instante en el que no sentía necesidad de otra cosa. Hablo a alguien y, de repente,
me invade una ternura que nada hacía prever. Busco una demostración matemática y se
impone a mi espíritu como llegada de otro mundo. En más que el placer o, incluso, más que la
felicidad, puesto que estas acciones me han hecho presentir, siquiera de un modo fugaz, un
estado de perfección, ausente el resto del tiempo. La satisfacción que obtenemos entonces
no depende directamente de la sociedad que nos rodea, no se trata de una recompensa
material ni de un reconocimiento público que halagaría nuestra vanidad: ambas cosas pueden
coronar estas acciones, pero no forman parte de ellas.
Las experiencias de las que hablo no se confunden unas con otras y, sin embargo, conducen a
un estado de plenitud, nos proporcionan un sentimiento de realización interior. Sensación
fugitiva y al mismo tiempo infinitamente deseable, ya que gracias a ella nuestra existencia no
transcurre en vano; gracias a estos momentos preciosos se hace más bella y su sentido se
enriquece. A veces me siento tentado de emplear las mismas palabras para caracterizar la
vida de una persona que admiro y que acaba de morir. Sin embargo, su "belleza" no es
mesurable, y el "sentido" no puede ser expresado por otros, ni aun entre sus más allegados.
No importa: se trata de un juicio que comparten todos los que han conocido a este hombre, a
esta mujer. Dice algo que es verdad. Somos conscientes de que no podemos vivir
permanentemente en ese estado de realización y de plenitud del ser, que se trata más de un
horizonte que de un territorio. Sin él, en cualquier caso, la vida no vale lo mismo.
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